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Carmela tenía voluntad de sobremesa e incomodidad dialéctica. Puso un disco de Joan Baez en un tocadiscos portátil y ofreció a Carvalho una botellería llena de sobras: chinchón seco, coñac, Cointreau. Carvalho se medió un vaso, que había sido recipiente de leche de almendras, con chinchón seco y se tumbó en un sofá de plástico que le acogió entre quejas ventoseras. La mujer escuchaba la música sentada en el borde de uno de los sillones que completaban el tresillo, se cogía las rodillas con los brazos y sólo apartaba la mirada del hormiguero de sus pensamientos para vigilar el ensimismamiento de Carvalho.

—Es muy tarde. ¿Pasan taxis por aquí?

—Quédate a dormir.

—¿Y tu marido y tu hijo?

—Ha llevado el niño a casa de mis suegros y él vete a saber dónde está. No creo que venga a dormir.

Era una conversación neutra entre la patrona de una pensión y un cliente dubitativo. Carvalho trató de asomarse desde lejos al vértice del escote de su posible patrona, taxista o compañera de viaje. Fue en aquella sesión del Marne de agosto de 1956 cuando Garrido habló del culo de la camarada, no del culo de la camarada en abstracto, sino del culo de la camarada concreta que había sido sorprendida en la cama de Biel Ciurana, estudiante de medicina que había acudido al cursillo acompañado de la Pasionaria de Farmacia. Aunque las reglas de las reuniones clandestinas del partido no estaban escritas en sus aspectos fisiológicos, la división entre retretes masculinos y femeninos se continuaba en los dormitorios, obstáculo tan imprevisto como inaceptable para Roser Bertrán, más conocida por la Pasionaria de Farmacia, dispuesta a demostrar la inseparabilidad del objetivo de Marx, cambiar la Historia, del objetivo de Rimbaud, cambiar la vida. Así es que, de noche, Roser y Biel yacieron ostentosamente sobre una de las camas metálicas de la que podía ser escuela o residencia de verano del partido comunista francés y al ser sorprendidos al tercer jadeo por un veterano camarada que en 1939 había cogido por los pelos el penúltimo o el último barco en el puerto de Alicante, Roser se limitó a proponerle desde la posición teórica casi práctica de mujer jodida por un mallorquín aprendiz de siquiatra (con el tiempo lacaniano): «¿Podrías apagar la luz, camarada?» El veterano apagó la luz, pero una hora después la pareja acudía a una cita con el mismísimo Garrido. Cita que el secretario general desdramatizó ofreciendo tabaco a la pareja, sin distinción de sexo y pidiendo disculpas por un puritanismo impuesto por la austeridad de la clandestinidad: «Para llegar hasta aquí habéis puesto en tensión no sólo a una buena parte de la organización del partido en el interior y en Francia, sino a una importante red sostenedora del partido comunista francés. Habéis venido para clarificar cómo está nuestro país y qué podemos hacer. Tres, cuatro días, una semana. No sería justo que respondieras a este esfuerzo organizativo distrayéndote en la contemplación del culo de la camarada.» El culo aludido saltó del asiento y respaldó una arenga feminista tan pionera como meritoria en el contexto de un cursillo en el que las mujeres constituían un precario quince por ciento, según las estadísticas esperanzadas que Helena Subirats había comentado el primer día de retiro. ¿Qué sería peor? ¿Que Biel se distrajera contemplando el culo de la camarada o que ella, Roser Bertrán, hiciera lo propio pensando en el culo del camarada? Aunque faltaban más de diez años para que Germaine Greer publicara La mujer eunuca y se dejara fotografiar el cono en Schuck, Garrido había leído a la Kollontai en plena adolescencia y era consciente de que había cometido un desliz machista. «Es que las mujeres tenéis más capacidad de concentración», disculpa tan integradora que hasta la Pasionaria de Farmacia se dio por satisfecha y no sólo salió de la cita reconfortada, sino convencida de que no debía confiar excesivamente en su privilegiada capacidad de concentración y sería una demostración de civilitud practicar la abstinencia en lo que quedaba de cursillo, no fueran a creerse aquellos veteranos del asalto a la contradicción de primer plano que las nuevas generaciones carecían del don del autocontrol.

—¿En qué piensas?

—En el culo de las camaradas.

—¿En el mío, por ejemplo?

—No en un culo concreto, sino en un culo generalizable.

—Pues qué bien. Debe de ser un culo muy feo, maltratado por horas y horas de reuniones.

—O te reúnes poco o tu culo es de excelente materia prima.

—¿Es una insinuación?

El culo de la camarada. Guárdate del culo de la camarada e investiga el asesinato de Garrido. Carvalho hizo un esfuerzo para engullir el taco de tabú político que se le había atragantado.

—Las comunistas me cohibís. Tengo la sospecha de que sólo tenéis un sentido épico o bien un sentido ético del polvo.

—No sé de qué me hablas. Tal vez fueran las cosas así durante el sitio de Stalingrado. Estás un poco carrozón.

—Sin duda tengo una fijación adolescente.

—¿En tu época no practicabais el amor libre?

—No. ¿Y ahora?

—Tampoco.

Suspiró Carmela, desencantada.

—Pero de ética y épica, de eso nada. Puedes estar convencido.

Carvalho consiguió desengancharse del ruidoso plástico y quedar sentado en el canto del sofá frente a Carmela. ¿Pongo una sonrisa de sospecha de complicidad o voy directamente al grano? Se oyó el ruido de la puerta de la calle al abrirse.

—Ahora llega ese momento en que entra el marido y acuchilla al amante de la esposa infiel. Será una muerte injusta.

Carmela miraba hacia la puerta con perplejidad e indignación.

—Como sea él me va a oír.

No era él. El marco de la puerta casi era insuficiente para el gordo sonriente que con la mano apistolada impuso tranquilidad a Carvalho. Invadió el hombre la habitación y tras él apareció un rubio pálido descendiente por línea directa de un hijo ilegítimo, hasta entonces desconocido, de Carlos II el Hechizado.

—A tranquilizarse, a tranquilizarse. Usted, señora, no se asuste. Su amigo ya le dirá que soy un hombre pacífico.

—¿Quién es este tío?

—Usted lo ha dicho: soy el tío de Pepe. ¿Verdad, Pepe?

—¿El tío de América? ¿El tío de la Unión Soviética?

—¿Aún sigue así? Qué más da. A usted ¿qué más le da? ¿Has oído, Pérez? No les he presentado a mi amigo Pérez. Tiene un apellido que es un hallazgo.

Reía el gordo mientras se guardaba la pistola sin quitar el ojo de encima de Carvalho.

—¿Están de paso o vienen a quedarse?

—De visita, señora, de visita. Ante todo, señor Carvalho, le felicito por el numerito del VIP. Es usted un poco suicida porque aquel muchacho al que usted ha puesto en evidencia no lo olvidará fácilmente. Tengo entendido que además ha roto usted el brazo de un profesional y eso no está bien, aunque ese profesional sea antagonista mío. Reconozco que es usted un hombre de recursos y por eso he preferido visitarle en un terreno neutral. Ni el hotel, ni la calle. Aquí, en casa de esta simpática señora. Tiene usted una simpatía muy madrileña.

—Muchas gracias.

—Hay quien dice que los españoles más simpáticos son los andaluces. Yo me inclino por los madrileños.

—Gracias en nombre del honrado pueblo de Madrid.

El rubio olisqueaba más que observaba la habitación. El gordo se burló de él moviendo el hocico conejilmente y se sentó en el extremo del sofá donde permanecía Carvalho.

—No nos han presentado —dijo Carmela cruzando las piernas y entregándose a la anatomía del sofá.

—Yo soy un hombre vulgar que se dedica a enterarse de cosas y Pérez es mi ayudante.