Un ascensor limitado correspondiente a un edificio de renta limitada dio cabida a Carvalho y sus bolsas, Carmela y una mujer cincuentona rematada en una poderosa cabeza amueblada por un peinado metalizador de cabellos plateados. La mujer temía que la estrechez del ascensor pusiera en peligro la arquitectura férrica de su permanente y empujaba las cejas hacia arriba, como abriendo camino para la imposibilidad de que los ojos controlasen la exactitud de la corona. Abandonó el ascensor con un «buenas noches» cargado de retintín y de triunfo, porque los invasores no habían conseguido rozar siquiera los arquitrabes de su catedral capilar y repasó a Carmela con una mirada moralizante que le recitaba la cartilla familiar.
—Te puedo hacer de pinche.
Carvalho desembocó en la cocina y se llenó los pulmones de un aire que olía a tortilla a la francesa. Pasó revista a los útiles de cocina y superó el lógico desaliento recordando aquellos tiempos en que guisaba en la cárcel con un escobillómetro y un plato de campaña.
—Observo que tenéis una alimentación sana. Huevos, carne a la plancha y latas de espárragos. Son muy diuréticos.
—A veces me da por guisar y guiso. Casi siempre comemos fuera y por la noche el niño con un bistec y unas patatas fritas va que arde. ¿Menú?
—Tripa y capipota con guisantes y alcachofas y atún mechado.
—Nos van a dar las doce.
—Tres cuartos de hora.
—Eso se lo dirás tú a todas.
—En la evidencia de que no dispondrás de un artefacto para mechar no quiero ofender tu talante de mujer emancipada, pero ¿tienes una aguja de tricotar?
Carmela puso cara de orgullo herido, abandonó la cocina y volvió con tres juegos diferentes de agujas de tricotar.
—No te hagas falsas ilusiones. Son de mi madre. A veces viene a estar con el crío y se pone a hacer jerséis como una loca.
Carvalho abrió varias galerías en el taco de atún y las rellenó con anchoas. Salpimentó, enharinó la bestia y la doró en aceite en compañía de unos ajos. Añadió un poco de agua y dejó que el lomo de atún se cociera a fuego lento. Deshojó las alcachofas hasta que enseñaron su blanco corazón. Cortó las puntas y partió cada alcachofa en cuatro cascos. Frió los dieciséis cascos resultantes, los apartó y en aceite rehogó la tripa y la capipota, para luego añadirle un sofrito de tomate y cebolla. Cuando sofrito y despojos formaban una total amalgama añadió caldo elaborado con un cubito de la variada cubiteca de Carmela y los guisantes. Ya estaba cocido el atún en el otro guiso. Carvalho lo apartó y trabajó el jugo resultante como base de una salsa española corregida con briznas de hinojo. Apartó la salsa y volvió a las tripas para añadirle las alcachofas previamente fritas y una picada de avellanas, almendras, piñones, ajo y pan tostado desleído con un poco de caldo. Dio por hecho este plato y esperó a que el atún estuviera frío para cortarlo en rebanadas depositadas en una bandeja y luego cubiertas con la salsa caliente.
—Pero éstos son dos segundos platos.
—Llevaba demasiados días sin cocinar. Todo lo que sobre estará buenísimo mañana, especialmente la tripa.
Carmela repitió tripa y se contentó con una rodaja de atún mechado.
—¿Cada día guisas así?
—Sherlock Holmes tocaba el violín. Yo cocino.
—Y mientras cocinabas, ¿en qué pensabas?
—En la cultura. En que vosotros los marxistas creéis que ya tenéis suficiente poniendo música a la letra de las condiciones materiales y sin embargo sois tan esclavos de la cultura como todos los demás. Hasta los porcentajes electorales se convierten en cultura. En Francia hay una cultura del veintidós por ciento. En Italia del treinta. Aquí tenéis una cultura del nueve o del diez por ciento.
—¿Eso se te ha ocurrido cuando guisabas la tripa o el atún?
—El asesino de Garrido es otro sujeto cultural. O es un traidor o un mesías. En toda la historia del movimiento comunista sólo hay un magnicidio provocado por la necesidad de una higiene de emergencia. El de Beria. Esto lo he pensado en el momento en que temía que los guisantes congelados no se hubieran cocido lo suficiente como para añadir las alcachofas. ¿No bebes vino?
—En seguida se me sube.
—Hace tiempo, cuando tenía fresco vuestro lenguaje, tal vez te lo habría explicado mejor. Tenéis una conciencia clara de que sois el motor de la Historia, tengáis el diez por ciento electoral o el treinta. Habéis conseguido hasta que se lo crean vuestros enemigos y os temen tanto con el diez por ciento como con el treinta. Vuestro peligro puede no ser cuantitativo, pero siempre será un peligro cualitativo. Han matado a Garrido para convertiros en una banda de asesinos fríos, calculadores, culturales, que necesitan el protocolo de un Comité Central para escenificar el sacrificio. El asesino es uno de vosotros y en estos momentos sabe que está condenado a muerte, no por vosotros que estáis en plena operación de injerto cultural liberal, sino por los mismos que le instigaron a cometer el crimen.
—¿Por qué no se las pira?
—Pasado mañana podré darte una respuesta. Pero casi podría anticipártela. Porque está cogido, completamente cogido y ha de cumplir su papel hasta el final.
—Qué lata. Bajaremos un punto en las próximas elecciones.
—Tal vez no. Ahora tenéis la oportunidad de elegir un secretario general a la medida del mercado. Pero no lo haréis. Vuestra cultura os lo impide. Os veréis empujados hacia el dilema de buscar un histórico y seguir mamando de la mitología o bien un hijo del aparato, lo suficientemente listo como para haber llegado hasta aquí sin graves desafinamientos. La hora de la verdad llegará dentro de quince o veinte años, cuando ya no queden héroes de la lucha contra el franquismo y las bases se hayan vuelto definitivamente antilitúrgicas. Tal vez no viva para verlo y quizá no me interese gran cosa, pero será muy interesante ese momento en el que ningún partido comunista europeo disponga de mártires, ni siquiera de un estudiante expedientado en 1974.
—Lo veo difícil. Hace quince días aún nos apuñalaron a un camarada en Malasaña.