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El movimiento consiste no en moverse sino en ser movido. ¿Adónde me llevan? Una angustia de Getsemani le arrojó desorientado sobre la acera. Esperaré aquí a que me entreguen el chivo expiatorio. Ha sido éste. No, ha sido ése. Anduvo en dirección a la Moncloa con voluntaria lentitud para dar tiempo a que le alcanzaran o le siguieran todos los que fatalmente le alcanzarían o le seguirían. ¿Qué esperas para aparecer, gordo? No apareció. Carvalho se metió en una cabina interurbana y llamó a Biscuter. ¿Todo sigue igual? ¿Y Charo? Dile a Charo… No. No le digas nada. ¿Cómo están las Ramblas? ¿Qué tal se come en Madrid, jefe? No abuse de los callos. Recuerde lo de su hígado. Los callos van bien para el ácido úrico. Biscuter no se dejaba convencer. ¿Estás mirando las Ramblas? Es casi de noche, jefe. Biscuter olería a puerto, ese olor especial de las anochecidas de otoño que sube desde la Puerta de la Paz y recuerda a los barceloneses su fatalidad marina, les devuelve la imagen de asombrados contempladores de sus propios pies metidos en el barreño mediterráneo. Una señora ha perdido a su hija, jefe. Es una contorsionista. ¿La señora? No, la hija. Se ha perdido en Marbella o en Túnez. ¿La encontrará, jefe? La mujer está muy desconsolada. Una contorsionista se puede perder en cualquier sitio. ¿Qué es una contorsionista, jefe? Una persona que puede ponerse un pie en el cogote y el otro metérselo en un bolsillo. Eso parece un chiste de Forges, jefe.

—Por hoy he terminado. ¿Podemos ir a tu casa?

—A mi casa. Bueno. No hay inconveniente. Pero primero he de pasar por la agrupación, recoger el niño en casa de mi tía, pelearme un poco con mi marido.

En el café de Malasaña hay veinte ex comunistas anarquizados, otros veinte ex anarquistas neoliberalizados y dos camareros con cara de jugar al Monopole de día y a la lucha de clases de noche. Pero todos parecen disfrazados de muchachos y muchachas fugitivos de casa, de qué casa no importa, obligados a posar para la Malasaña way of life.

—En mis tiempos esto no se llamaba Malasaña.

—Bajo el franquismo hasta los barrios se llamaban España. Pero esto ha sido Malasaña siempre, desde mucho antes de que escribieran La verbena de la Paloma.

—¿Por qué se ha puesto de moda?

—Porque es viejo sin ser arqueológico y se instalaron aquí muchos matrimonios jóvenes progres profesionales, de los que tuvieron un hijo nueve meses después de mayo del 68.

—¿Puedo acompañarte a la agrupación, a buscar a tu hijo, a lo de tu marido?

—Puedes.

—Primero he de pasar por el hotel a recoger unas bolsas. ¿Tienes aceite en tu casa?

—Aceite y mantequilla. Todo lo que hay que tener.

Al llegar a la puerta del hotel Carmela despidió a Carvalho con una mirada en la que iba pregunta y respuesta y luego, cuando Carvalho apareció con las bolsas de la compra, Carmela convirtió el ceño en un plegamiento alpino.

—¿Qué es eso?

—Si no tienes inconveniente te invito a cenar en tu casa y guiso yo.

—Qué Europa ni qué leche. Americanos es lo que sois los catalanes. Vaya golpe. ¿Se puede saber el menú?

—He de acabar de madurarlo. Según vayan las cosas.

—El local de la agrupación huele a morcilla de arroz porque el encargado del bar es de Aragón y allí se ve que las morcillas son de arroz.

—Algunas sí.

No abrió la boca Carmela durante un recorrido tartamudo por el Madrid hora punta, lleno de urbanos sabios enervados por la omnipresencia de los jeeps y de los camiones militares, esponjas caquis que absorbían las negruras nocturnas salpicadas por un lucerío frío y tristón.

—Señorita, ¿no ha visto usted la luz ámbar?

—Verla la he visto, pero poco, porque en seguida ha desaparecido.

—¿Usted cree que jugamos al escondite con los semáforos?

—No me chille usted, que este señor es de Barcelona y va a pensar que está en África.

—Pues a ver si se nota que es de Barcelona porque dicen que allí conducen como en Europa. A ver si se le pega algo a usted.

El urbano no entendía las carcajadas de Carmela y estaba a punto de duplicarle la multa que garabateaba sobre el talonario. Una vez lejos del alcance del guardia, Carmela seguía riendo a ráfagas, como si se contara una historia a sí misma digna de la más total de las hilaridades.

—Si me lo cuentas nos reímos los dos. Creía que estabas de luto.

—¡Lo del aceite!

—¿Qué pasa con el aceite?

—¡Yo te he dicho que tenía mantequilla!

Y seguía la risa que ponía veladuras de lágrimas en los ojos carbónicos de la muchacha.

—¿Quieres entrar? Es una agrupación muy apañada. Hoy hay un debate sobre la política de bloques y estará animada. Cuando hay un tema así se moviliza la vieja guardia y vienen con los tanques puestos. Se creen que el eurocomunismo tiene la culpa del paro. Yo no me quedo a todo el rollo, pero podemos oír algo.

Tras la izada y enrollada puerta corredera metálica otra puerta de cristales se abría a un bar diríase que convencional de no campear sobre las paredes fotos de Marx, Lenin, Garrido y carteles propagandísticos de la fiesta del Mundo Obrero. Las gentes se infiltraban por un pasillo hacia la sala de actos mientras los rezagados dejaban sobre la barra el pago de las consumiciones. Carmela iba y venía de oreja en oreja, dejaba aquí un comentario, allá un cumplido o un sarcasmo. Un chiste apremiante dejó a Carmela con la gravedad puesta y a Carvalho, a su lado, observante de la liturgia de la comunicación entre la dirección y la base. La dirección a la derecha, setenta y cinco kilos, pelo a lo beatle con diez años de retraso, joven cuadro, profesional, buena voz, facilidad para construir sintácticamente con la ayuda quizá excesiva de «… de alguna manera» o «a nivel de…» La base a la izquierda, cincuenta o sesenta personas con una media de cincuenta años impuesta por un correcto equilibrio entre sesentones y cuarentones, obreros del cinturón industrial en su mayoría, esposas fascinadas por el ritual y al mismo tiempo en trance de emancipación gracias a preguntas hechas no siempre desde la condición femenina: ¿Tú crees, camarada, que hay derecho? ¿Hasta cuándo seremos los trabajadores quienes pagaremos la crisis económica?

—Este acto reviste una significación especial. Es voluntad de la dirección que el asesinato de nuestro camarada secretario general, Fernando Garrido, no interfiera el normal desenvolvimiento de nuestras actividades. Cada acto programado será celebrado. Es la mejor respuesta que podemos dar a los provocadores.

Hablaba el cuadro treintañero, con algunos aparentamientos junto a los ojos, un tono retórico de discurso repetido y la impresión final de que iba a actuar como un frontón frente a las quejas de una base a la que se había robado, para siempre, el sueño del asalto al Palacio de Invierno. No es que sostengamos una posición equidistante entre los dos bloques, un comunista debe saber que un bloque nace para agredir y el otro para defenderse. Pero caer en ese juego como si fuera una fatalidad histórica, significa paralizar la lucha emancipadora de cada pueblo del mundo a la espera que se resuelva el enfrentamiento entre los bloques o de entrar en una zona de influencia de uno de los dos. No olvidemos que nosotros los españoles estamos en la zona de influencia del bloque capitalista y que no podemos aceptar este dato objetivo como una fatalidad, sino como una verdad objetiva que condiciona nuestra estrategia. La historia ha demostrado que no existe un modelo único de implantación del socialismo y nosotros creemos que las libertades democráticas son instrumentos para llegar a un socialismo en la pluralidad, a un socialismo en libertad.

—Ante todo yo quiero la libertad de poder trabajar y de poder comer y de no vivir como un animal.

Fue la primera intervención de la base. La segunda, en voz femenina de una madre abundante y decidida como Dios en el momento de crear algo.

—Superar la política de bloques. Muy bien. Yo estoy de acuerdo. Pero ¿cómo? Los bloques están ahí y un día los imperialistas inician una agresión a los socialistas. ¿Qué hacemos?

El joven cuadro respira hondo, se lanza para atrás hasta encontrar el respaldo de la silla y asumir la pregunta que le sirven en bandeja.

—Ese día haremos lo que nunca hemos puesto en duda. Luchar contra el imperialismo.

Codazos de complicidad entre la base. Cabezazos de asentimiento. Impresión general de que el eurocomunismo se ha salvado. Pero Carmela advierte a Carvalho que deben marcharse, no comprende la resistencia inicial del hombre, el por qué remolonea para escuchar una próxima pregunta que se adivina complicada porque el viejo interrogador ha empezado contando que a él le dieron el carnet en un bar de la calle Hortaleza en junio de 1936.