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Leveder sabía escoger un menú pero hacía esfuerzos expiatorios para olvidarlo. Reprimió su impulso inicial de asesorar a Carvalho y le dejó escoger con una cierta inquietud a distancia. Aprobó con los ojos las elecciones de Carvalho y él pidió un caldo de rabo de buey y salmón fresco a la parrilla.

—Tengo úlcera. Si no ya me apuntaría a su menú.

Carvalho había pedido caviar iraní y callos a la madrileña.

—Bien hecho —aseveró Leveder muy convencido—. Puesto que el mejor caviar es el iraní y los mejores callos son los de Lhardy. Cuando vuelva a Barcelona puede llevarse un taco de callos en gelatina. Los venden abajo, en la tienda. ¿Se irá pronto?

—En cuanto termine, no me quedo por gusto.

La ambientación de Lhardy enmarcaba la comida en un satisfactorio ambiente de club privado inglés decorado por un interiorista francés, neoclásico, de mediados del XIX tardío, de discreto gusto. Un ambiente ideal para platos humeantes, pero tal vez poco adecuado para platos fríos.

—Excelente marco para hablar del partido.

Leveder le guiñó un ojo y se llevó, a los labios su copa de agua mineral.

—Un agua mineral magnífica. Cosecha del setenta y dos. Es un gran año para las aguas minerales. En cambio evite las de 1973, llovió poco y saben a restos de pozo. ¿No se pone mantequilla sobre el pan tostado?

—Lo encuentro una estupidez cuando el caviar es tan meloso como éste.

Carvalho repitió la copa de vodka helado y dejó que Leveder se ensimismara, como buscando dentro de sí mismo la respuesta al porqué del encuentro. Leveder volvió a Lhardy, a Carvalho, incluso se inclinó hacia él para decirle:

—¿Me ha elegido como sospechoso principal?

—Como interlocutor.

—¿Me ha denunciado la vieja guardia? No es que me tengan manía pero hablamos lenguajes diferentes. Yo jamás empleo palabras como condiciones objetivas, resituación, tejido social, hay que conseguir las mejores condiciones, la clase obrera paga el precio de la crisis, ¿comprende? No es que no crea en la verdad que hay detrás de todo este lenguaje, pero me esfuerzo en buscar sinónimos. En toda tribu no hay nada tan alarmante como las violaciones del código lingüístico. Tal vez por eso soy sospechoso. Además había votado contra Garrido, ya lo sabrá usted. Pero no le maté. Tengo un gran apetito histórico, me gustaría ser Napoleón o la Virgen María, pero me falta la decisión final, sobre todo si se trata de practicar el tiranicidio.

—¿Garrido era un tirano?

—Un tirano científico, como todos los secretarios generales de los partidos comunistas. Ejercen la tiranía no por mandato divino sino por mandato del Comité Ejecutivo, el que a su vez la ejerce por mandato del Comité Central que la ejerce por mandato del partido, que la ejerce por mandato de la Historia. Como habrá comprobado soy trotskista y ahora me preguntará ¿qué hace un trotskista como tú en un partido como éste? Ande, pregúntelo.

—Delo por preguntado.

—Evitarme a mí mismo la tentación de meterme en un partido trotskista. Ya lo dijo el Che: Si hay que equivocarse es preferible equivocarse con la clase obrera. Yo siempre he preferido estar donde estuviera la vanguardia objetiva de la clase obrera real y he abandonado a mucha gente, por ejemplo a mi hermano que es presidente del tiro de pichón de Coria y es amo de media provincia y a mi mujer que es marxista grupuscular. Ha pasado por todos los partidos comunistas pequeñitos porque tiene mucha capacidad de ternura. Le gustan los partidos de izquierda que son una monada. Cuando éramos novios si la quería hacer feliz le regalaba sillitas, cafeteritas. Recuerdo que el regalo que más la ilusionó fue el de una cafetera italiana que sólo hacía café para dos personas. En política era igual. Se apuntaba a la causa de todo aquel que montaba un partido de izquierda con veinte duros de marxismo. Ahora creo que es anabaptista marxista-leninista o algo así. Señor Carvalho, a mí me gusta equivocarme a lo grande. Aquí donde me ve me corresponsabilizo de todos los crímenes de Stalin y de todas las malas cosechas soviéticas desde que se puso en marcha la destrucción de los kulaks y de los pequeños campesinos privados. De lo que no me corresponsabilizo es de los gilipollas como mi mujer o Cerdán que van por ahí montando puestos de baratijas ideológicas o inventando el marxismo jeremisiaco a lo Cerdán. Es obsceno. Van por ahí enseñando las pupas y diciendo: Nos han traicionado. Mierda. Que les den por el culo y mucho.

Leveder estaba realmente indignado.

—Por todo lo dicho deducirá que yo no maté a Garrido. En el fondo le tenía un gran cariño al viejo aunque le estaba perdiendo el respeto histórico. A su edad y en su circunstancia, tenía que haber impulsado una reforma real del partido. Tenía que haber llevado la desestalinización hasta sus últimas consecuencias, llegar a esa identificación base-dirección sin la que cualquier proyecto de partido de masas es una estafa. Tenía que haberse aprovechado del seguidismo heredado de la clandestinidad para impulsar una revolución cultural interna, cultural, insisto, cultural, porque cada partido comunista tiene una cultura interna, una conciencia de su identidad condicionada por su evolución como intelectual orgánico. ¿Me sigue? ¿Usted cree que esa cultura interna puede ser la misma en un partido donde han influido Gramsci y Togliatti que un partido donde han influido Thorez y Marchais y han puesto de patitas en la calle por orden de aparición escénica a Nizam, Lefebvre, Garaudy?

—Para usted entonces, Garrido era un freno.

—Sí, porque estaba solo. Había ido dejando en la cuneta a gentes valiosas que podrían haber ayudado en esta batalla, pero a la hora de darla estaba rodeado de gente que ni podía ni quería ayudarle a adaptar el partido. Además no se fiaba de los que no le decían siempre amén. La suerte estaba echada. Hubiéramos podido seguir así, en esta situación de impasse, ni chicha ni limoná, ni carne ni pescado hasta el año dos mil. Ahora al menos habrá que escoger, habrá que decidirse.

—¿Cuál es su candidato?

—Cualquiera menos Santos.

—¿Por qué?

—Porque es un santo varón que practicará la necrofilia con el Fernando Garrido de sus entrañas. Prefiero que gane un trepa que tenga visión de la realidad.

—¿Quién es un trepa?

—Todos y nadie. Un trepa en un partido como éste siempre es un trepa relativo. Los trepas absolutos están en los partidos que ya hoy pueden ganar.

—¿Hay alguien lo suficientemente trepa como para asesinar para conseguir el cargo?

—No. Ese es un planteamiento estúpido. Este asesinato no ha ido contra Garrido sino contra el partido. ¿Quién puede querer asesinar un partido para poseerlo?

—Pero el asesino es uno de ustedes.

—El asesino es un traidor. No hace falta ser un lince, ni detective privado para comprenderlo.

Carvalho puso sobre el mantel, a unos milímetros de un sorbete de Marc de Champagne, el croquis de la sala de la muerte del hotel Continental. Trazó un círculo ante la mesa presidencial.

—De este círculo salió el asesino si calculamos el tiempo de que dispuso. Examine los nombres que hay aquí escritos. ¿Quién es el traidor?

Leveder miró fijamente a Carvalho, luego clavó los ojos en el papel, escudriñó más que leyó cada nombre. Luego se dejó caer contra el respaldo de su silla, suspiró y parecía tener lágrimas en los ojos.

—¿Paga usted la comida?

—Sí.

—Entonces discúlpeme.

Se levantó y se fue en busca de las escaleras de salida.