Cara de rana vieja, sabia y cansada la de Marcos Ordóñez, cara de vasco anarquizado la de Lecumberri, sonriente y vendedora de trastiendas la faz de Esparza Julve, la ironía como método de conocimiento en la sonrisa de Leveder, solidez agropecuaria en la cara de queso manchego de Escapá Azancot y sobre todas ellas la cabeza de ministro de Sepúlveda, una cabeza de rueda de prensa y discurso programático, una cabeza importante.
—Si no me necesita.
—No. No le necesito.
—¿Ha pasado estos nombres a Fonseca?
—No.
—¿Lo hará?
—No.
—¿Por qué?
—No quiero precipitar las cosas, ni poner en peligro a nadie. No quiero prefabricar un Oswald.
—Gracias por la confianza que ha demostrado conmigo.
Cuando hubo salido Santos Pacheco, Carvalho se relajó poniendo las dos piernas sobre la mesa y haciendo bascular la silla con el canto del culo. Contuvo la tentación de coger el teléfono próximo para llamar a los seis investigados. Recogió las carpetas y las fotografías. Se asomó a las vidrieras del balcón y oteó la calle arbolada con nombre de río. Allí estaban Julio y su compañero apoyados en el coche de seguimiento. Unos metros detrás aparecía una furgoneta blanca. Carvalho la examinó distraídamente hasta fijarse en el rótulo que exhibía: Urbana Matritense. Se palpó Carvalho la pistola sobaquera, cogió las carpetas, salió de la habitación, pasó por alto el saludo de Mir al que correspondió con un gruñido y se fue directamente a una muchacha que tecleaba.
—Deme una bolsa grande, en la que puedan caber estas carpetas.
Selló la bolsa con un vendaje de celo y encareció a la muchacha que lo hiciera llegar a Santos. Salió a la calle. Julio y su amigo seguían allí. La furgoneta no.
—Se acaba de ir una furgoneta.
—Sí. Ahora mismo.
—Subo con vosotros.
—No es lo convenido. Pero vamos.
Carvalho dobló y redobló los apuntes que había tomado sobre los seis hombres y los metió en el bolsillo superior exterior de la chaqueta.
—Id como si fuerais a la sede central del partido.
—A Castelló, macho, que está poco visto.
La furgoneta les seguía ostensiblemente, incluso poniéndose a la altura del coche.
—Manteneos a la altura de la furgoneta.
Carvalho bajó la ventanilla y sonrió al latinoamericano, en esta ocasión acompañante del conductor. Carvalho sacó la pistola y apuntó al rostro del obseso castrador. Se puso en marcha la orografía facial del hombre, echó atrás la cara y la furgoneta se ladeó bruscamente hacia la izquierda.
—Acelerad.
Por el cristal trasero contempló la maniobra de la furgoneta para recuperar la ruta de seguimiento.
—Está juguetón el amigo. Por si no hubiera bastante lío, Julio también llevaba una pistola en la mano y miraba preocupadamente a Carvalho.
—Es una vieja historia. Esos hijos de puta que van en la furgoneta me han estado tocando los cojones toda la noche.
Julio sustituyó la pistola por un bolígrafo y apuntó la matrícula de la furgoneta.
—Es inútil. Tienen bula. No sé qué bula, pero tienen bula y quieren demostrarme que tienen bula.
La furgoneta volvía a estar a la altura del coche. Bajó el cristal el acompañante del conductor y apareció una mano que sostenía un papel abanderado por el aire. Carvalho sacó el brazo, cogió el papel y la mano.
—¡Acelerad!
Oyó el grito del hombre al quebrársele el brazo contra el canto de la ventanilla abierta. Carvalho se quedó con el papel en la mano y se volvió para ver cómo la furgoneta perdía velocidad y dejaba que otros coches aumentaran la distancia que le separaba del coche de Carvalho.
«Esta tarde a las cinco en el VIP de Princesa.»
—Vaya machada. Ese tío se va a acordar de usted.
—Es un jodido americano que ya se ha cobrado lo que le he hecho. Ahora dejadme cerca de un mercado.
—¿De un mercado de qué?
—De cosas de comer.
—¿Un supermercado?
—No, un mercado.
—En Diego de León hay uno pequeñito. Les encareció que avisaran a Carmela de que quería verla a media tarde.
—Decidme vosotros un sitio.
—Ella va mucho por La Manuela en Malasaña.
—A las seis.
En la puerta del mercado un hombre tocaba Los estudiantes navarros con una bandurria. A sus pies un papel de periódico había recogido una precaria lluvia de duros y pesetas. Carvalho paseó por el breve mercado con el interés íntimo que puede sentir el visitante de una pequeña iglesia románica. Los mercados de Madrid dan una lección de simetrías policrómicas en sus aparadores, ritmos de penachos de cebollas o de hocicos de bonitos metalizados, truchas de cristal pintado con talento liberty, despojos de un cartón humanizado, pastas aceitadas de Toro, chorizos de Candelario, judiones de La Granja pulimentados de uno en uno, garbanzos de porcelana. Compró tripas cocidas, capipota, guisantes congelados, las primeras alcachofas frescas del año, una cabeza de ajos, almendras, piñones, un tronco de atún carnal, una lata de anchoas, aceite, cebollas, tomates y se encontró a sí mismo en la puerta del mercado con las manos ocupadas en un día impropio para afrontarlo con las manos ocupadas. Esta evidencia le había asaltado a la altura del hombre de la bandurria. Ahora tocaba Maite, Maitetxu mía… Parecía un ferroviario en paro, cúbico de brazos fuertes y piernas flojas, como todos los ferroviarios. El hombre miraba las bolsas que ocupaban las manos de Carvalho y luego a él, a los ojos, poniendo duda y sarcasmo en la mirada. Carvalho dejó las bolsas en el suelo y dejó caer cien pesetas sobre el papel de periódico. Los ojos del músico se llenaron de gravedad y tocó más despacio, con más precisión. La música quedó ahogada por el ruido del tráfico mientras Carvalho subía por la ancha acera y se planteaba qué hacer con las bolsas de la comida. Paró un taxi.
—Vaya al hotel Opera y le dice al conserje que suba estas bolsas a la habitación trescientos once.
—¿Qué hay dentro?
—Una cena para dos.
El taxista ojeó el contenido.
—No es que desconfíe, pero pasa cada cosa.
Sonrió ante la propina.
—Volando y buen provecho.
Carvalho se metió en una cabina telefónica que no tenía teléfono, luego en otra cuyo teléfono tenía los nervios rotos y las tripas fuera, finalmente consiguió que le dejaran llamar desde un bar después de haber consumido una ración de almejas vivas y media botella de vino blanco de Rioja frío.
—¿No tienen vino de Rueda?
—No. O Valdepeñas o Rioja.
Madrid es una ciudad vinícolamente predeterminada. Fue el último pensamiento banal que tuvo antes de encerrarse en la cabina de la cafetería y empezar a concertar citas con los seis hombres de la lista. Llamó al Comité Central para que le localizaran al manchego y lo pusieran a su disposición al día siguiente.
—Es mal día para mí. Preparo las clases de mañana. Estoy rodeado de estudiantes voraces que sólo piensan en estudiar y en el día de mañana. Quizá podríamos comer juntos. Cualquier cosa.
—Yo nunca como cualquier cosa. Le invito en Lhardy.
—¿Ha tenido un catorce en las quinielas?
—Paga el partido.