—Las Rozas. Leandro Sánchez Reatain. Ahora mismo sabemos quién es este caballero.
Fonseca pasó el papel a Sánchez Ariño. Dillinger lo cogió con mucho interés y salió de la habitación a una velocidad de crucero. Fonseca observó satisfecho la diligencia de su ayudante:
—¿Lo ve usted? Hay verdadero interés por llegar al fondo de este asunto. ¿Le han hecho daño? Salvajes…
Carvalho le aguantó la mirada por ver si la ironía asomaba tras la acuosidad del ojo. Pero Fonseca parecía realmente a punto de llorar imaginando los vejámenes que había padecido Carvalho.
—Además significa un menoscabo de nuestra soberanía.
La señorita Pilar cabeceó sobre la máquina de escribir. Fonseca marcó un número de teléfono. «Con el señor ministro», pidió.
—Señor ministro, acabamos de sufrir un asalto, una agresión a nuestra soberanía.
Le contó lo que le había ocurrido a Carvalho.
—El señor ministro se pone a su disposición —dijo Fonseca tapando el micrófono con la mano.
—Muchas gracias.
—Se lo agradece con el alma. Colaboraremos hasta el final. Por supuesto, señor ministro. El buen nombre del cuerpo y de España por encima de todo.
Colgó y se levantó lleno de indignaciones abstractas: —No puedo soportar que ningún extranjero le ponga la mano encima a un español. No puedo soportarlo. Sollozó y se tapó el rostro con las manos—. Acabarán meándose en nuestras esquinas y cagándose en nuestras tumbas.
—¿Por las pistas que le he dado no sabe a qué servicios secretos pertenecen?
—Huy, hijo, qué pregunta usted. En Madrid funcionan regularmente veinticuatro servicios de información de distintos países y organizaciones internacionales. ¿Dice usted que uno era gordo, muy gordo? ¿Tenía el labio así?
—No, no tenía el labio así.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces no es el que yo pienso. Sánchez Ariño entró y le puso una nota entre las manos.
—Santo Dios. Santo Dios. Santo Dios.
Carvalho se levantó alarmado. Fonseca le miró sonriente, relajado, ocurrente:
—Para chuparse los dedos. Resulta que la casa existe pero su dueño no. Sánchez Reatain falleció hace cuatro meses de un accidente de carretera y la casa está en venta.
—La nevera tenía comestibles recién comprados y el columpio del jardín estaba recién engrasado.
—¿Se columpió?
—Sí.
Se miraron Fonseca y su ayudante.
—Se columpió —repitió Fonseca como tratando de convencerse a sí mismo—. Extraño. La casa sigue siendo propiedad de la familia Sánchez Reatain y no la han alquilado a nadie. Muy extraño.
—¿Se puede hablar con la familia?
—Inútil. Está dispersa. La mujer está en Suiza en casa de una hermana y los hijos estudian en el extranjero. Incluso han despedido la servidumbre y contratado los servicios de una agencia de limpieza que la limpia una vez por semana.
—¿Qué casa de limpieza?
—¿Qué casa de limpieza?
Dillinger asumió la pregunta con un cierto fastidio y volvió a salir de la habitación.
—Interesante pregunta. ¿Qué casa de limpieza? Claro, por ahí debe venir el contacto. Es usted un buen profesional. Se nota que tiene escuela. No le hago una oferta para trabajar conmigo porque ni yo mismo sé cuánto voy a durar. ¡Qué tiempos estos en los que la infidelidad paga las más grandes fidelidades!
—Quisiera tener acceso a los archivos confidenciales sobre todos los miembros del Comité Central del PCE.
—Si quiere usted perder una semana no tengo ningún inconveniente. Pero no le añadirán nada que no sepa. Se limitan a constatar la trayectoria delictiva de esa gente hasta su legalización. Tendría que consultar con mis superiores.
—Yo quiero ver lo que no es actividad «delictiva», como usted dice, sino vida privada. Por ejemplo, ¿de qué hablan por teléfono?
—Hay mucha leyenda sobre eso de las escuchas telefónicas. Éste es un país pobre y no tenemos ni la tecnología adecuada ni los suficientes funcionarios como para estar pendientes del teléfono de todos los rojos del país. Ahora bien, si usted no generalizara tanto y me dijera éste quiero o aquél, cinco, seis, eso es más fácil de construir. Pero a docenas, no, no pida imposibles. ¿No me dirá que a estas alturas no tiene sus candidatos?
—Se los cambio por los suyos.
—Podría estudiarse la oferta.
Los ojos acuosos de Fonseca de momento se limitaban a estudiar a Carvalho.
—Yo tengo un candidato, mejor dicho, dos. Pero sobre todo uno.
—¿Quién?
—Voy a ser franco con usted y luego dejaré a su libre albedrío el que quiera revelarme sus preferidos. Mis candidatos son Martialay y Marcos Ordóñez. Martialay y Garrido tenían muy malas relaciones. Usted ya sabe que Garrido era por fuera muy euro y muy liberal, pero le crispaba perder el control de cualquier centro de poder y eso le estaba pasando con el movimiento sindical. En cuanto a Marcos Ordóñez, aquí hay historia larga, tela marinera. Ya sabe usted de quién hablo.
—No.
—No bromee.
—No bromeo.
—Marcos Ordóñez es uno de los históricos, de los de antes de la guerra. Era uña y carne de Garrido hasta que se produjo la lucha por la sucesión a fines de los años cuarenta. Marcos Ordóñez no apoyó a Garrido sino a otro que ya ha muerto, un tal Galdón. Perdió Galdón, ganó Garrido y Marcos Ordóñez fue marginado hasta el punto de tener que irse a Checoslovaquia a trabajar en una fábrica. A ustedes no les han contado las historias de exilio de esta gente, ¿verdad? Sólo les han contado la parte heroica, lo heroicos que eran, cómo resistían mis torturas, las torturas del verdugo Fonseca y todo eso. Ya, ya. Lo sé todo. Pero hay mucha mierda en esas historia de exilio, sobre todo de los dirigentes. Muchos celos, grandes y pequeños. Muchas batallas de familias influyentes dentro del partido. Volvamos a Marcos Ordóñez. Después del XX Congreso del PCUS, Garrido necesitaba todos los apoyos posibles para imponer la desestalinización dentro del partido y empieza a recuperar elementos para hacer frente a la conjura de los estalinistas. Uno de los elementos recuperados fue Marcos Ordóñez, pero en condiciones de postración política total. Fíjese, era uno de los primeros y no llega al Comité Ejecutivo hasta 1973, como quien dice al final de su vida, porque este hombre está mal, muy mal, muy tocado por los sufrimientos morales a que se ha visto sometido. Compréndalo. Póngase en su piel. Póngase.
—Aprecia usted mucho a Marcos Ordóñez, se nota.
—¿Por qué lo dice?
—Porque veo que le apena su suerte.
—Uno no es de piedra y he estudiado tanto a esta gente, tanto, que no me son indiferentes, y gracias a la solidez de mis principios, sobre todo de mis principios católicos, he podido resistir su tremendo poder de seducción y no me he hecho comunista.
Fue la señorita Pilar quien empezó a reír con carcajadas pequeñitas, pero tras una breve, severa vacilación, Fonseca la secundó con carcajadas que llegaron a situarle al borde de la asfixia.
—La Urbana Matritense —dijo desde la puerta Dillinger.
—La Urbana Matritense —repitió Fonseca en voz queda y lanzó rayos oculares de expectación hacia el desganado Dillinger.
—¿Qué es eso?
—La sociedad que se dedica a la limpieza del chalet. Nada anormal. Es una empresa familiar con más de cincuenta años de tradición.
—Ya te darán a ti tradición, tradición. Investiga. Investiga. ¡Investiga!
Fonseca golpeaba un dedo tieso contra la solapa de Dillinger. Carvalho pasó al lado de ellos diciendo algo que se parecía a un adiós.
—¿Ya se va? Prometo tenerle informado inmediatamente de lo que descubra.
Carvalho asintió.
—Pero la próxima vez no seré tan leal con usted. Yo he hablado y usted no.
—Por una vez hemos cambiado las tornas.