28

—Ya era hora.

Primero tuvo la cinematográfica sospecha de que se había equivocado de habitación y dio un paso atrás. Pero las carpetas azules abiertas sobre la cama, la sonrisa incitante del hombre gordo enfundado por la butaquita pretexto de hotel, le confirmaron que estaba en el correcto camino y que debía entrar en la estancia sin quitar la vista de la mano que el gordo tenía metida en el bolsillo de una chaqueta demasiado grande para él.

—He pasado toda la noche aquí esperándole.

—No estábamos citados.

—Usted es el hombre del día. Está citado con todo el mundo.

Se rió con la cabeza alzada hacia el techo y una mano aferrada al brazo de la butaca para contener el movimiento sísmico de su cuerpo.

—No soy rencoroso. He dormido un poco. Unas cabezadas aquí. Luego no he podido contenerme y me he hecho un sitio en la cama. No, no le he removido las carpetas. Están como estaban.

—¿Es usted ruso, americano, alemán, checo? Por el acento me parece usted centroeuropeo y esta madrugada he agotado mi cupo de centroeuropeos.

—¿Qué es un centroeuropeo? ¿Qué somos los centroeuropeos? Gente de encrucijada, gente de camino. Yo mismo no sé lo que soy. ¿Y si pidiera un desayuno para dos?

—¿Y mi reputación?

Esta vez la mano libre la empleó para apretarse el epicentro de las carcajadas, exactamente el tercer pliegue de carne amontonada sobre la bragueta.

—¿Perdió la otra mano en el sitio de Stalingrado?

Amontonó más carcajadas sobre las anteriores, pero no sacó la mano invisible.

—Es usted muy gracioso, el detective más gracioso que he conocido. Un buen principio, sí, señor. Si desayunamos, nuestro humor mejorará. Quiero desayunar aquí.

Era una orden. Carvalho cogió el teléfono y pidió un desayuno para dos:

—Yo no pienso tomar nada. Me horrorizan los desayunos de hotel.

—Ya me los tomaré yo. Lo importante es el ritual.

El ruido de las tazas, el de la leche al llenarlas, la espátula con mantequilla sobre las tostadas. Serena el espíritu.

—Sus compañeros no son tan amables como usted.

—¿Qué compañeros?

—He pasado toda la noche con dos caballeros que me han sometido a un hábil interrogatorio.

—¿Lo ve? Está usted citado con todo el mundo. Maldición. Se me han adelantado. ¿A qué hora fue el encuentro?

—A las dos de la madrugada.

Suspiró satisfecho:

—Yo llegué aquí mucho antes. De hecho yo llegué el primero, pero usted no acudió a mi cita. Lo haré constar.

—¿A quién?

—Señor Carvalho, nada tengo que ver con su encuentro de esta madrugada. Digamos que no era gente de mi empresa. La mía es una empresa seria y no hay interferencias. Cada cual tiene su zona bien delimitada. ¿Qué querían?

—Lo mismo que usted.

—Yo aún no le he pedido nada. Vengo a ofrecerle.

—¿Qué?

—Protección. Ya sé, ya sé que tiene usted una escolta de comunistas nobles y leales. También sé que la policía española puede protegerle. Pero éste es un juego a demasiadas bandas, señor Carvalho. Descríbame usted a sus compañeros de esta noche.

Carvalho les describió.

—Conozco al latinoamericano. Un tipo peligroso recién converso que quiere hacer méritos. El otro no. Deben haberlo traído especialmente para este caso. Todo se ha complicado demasiado, señor Carvalho. Hay momentos en que yo mismo he de pararme y decirme: bueno, con quién estás y contra quién. ¿Ha leído usted novelas de Le Carré? Yo siempre me hago un lío con Le Carré. Smiley ¿trabaja realmente para el Intelligence Service? Jamás conoce el origen de lo que encuentra ni adonde va a parar. Imagínese que un día Smiley descubre que está trabajando para la KGB, ¿cuál sería su primera preocupación? Saber si le valen los quinquenios para la jubilación. Quiero jubilarme pronto. Llevo treinta y cinco años en el oficio.

—¿Al servicio de quién?

—De la humanidad.

—¿Adonde se retirará?

—A una casita que me está esperando junto al mar, no le diré qué mar.

—¿Cómo pueden protegerme?

—Depende del interés que tenga protegerle. Depende de lo que usted dé a cambio.

—Quieren saber puntualmente cómo marcha mi investigación.

—Eso es.

—Sobre todo que les dé aviso del asesino que propongo a la aceptación de mi cliente.

—Inteligentísimo.

—Sospecho que tanto ustedes como mis interrogadores de hace unas horas ya saben quién ha sido realmente y quieren estar preparados para tomar posiciones ante el asesino oficial.

—Es un asesinato poco común. Está claro que perjudica al Partido Comunista de España y a Comisiones Obreras. Pero ¿a quién beneficia? ¿Al capitalismo monopolista internacional? ¿A Moscú y su estrategia para el sur de Europa? Pues sí. Tanto unos como otros se benefician. ¿Lo ha observado usted?

—Y todo el mundo. Me parece estar leyendo el editorial de El País.

—Pero eso no quiere decir que el crimen haya sido instigado por unos o por otros. La política internacional se ha llenado de outsiders y cualquier reyezuelo del mundo lo primero que monta es un servicio secreto propio y a continuación una bomba atómica. Sólo así se hacen respetar. No es como antes. Cuando yo empecé sólo las grandes potencias estaban en condiciones de hacer estos esfuerzos. Daba gusto. Ahora el mercado se ha llenado de chapuceros. Por ejemplo, lo que hace Gadafi no tiene nombre: subcontrata agentes de otros servicios secretos. Tal como suena. Así te encuentras trabajando en la misma causa a agentes de uno y otro bando. Esto no es serio.

Una camarera dividió su reojo entre los dos hombres y dejó el carrito de ruedas a una distancia equidistante de ambos.

—Mi sobrino está desganado, pero yo me lo comeré todo.

La muchacha le deseó un buen apetito y se marchó.

—Su reputación está a salvo. Soy muy considerado con mis socios.

—¿Cuánta gente hay en la cola? ¿Después de usted quién me pedirá lo mismo?

—Dudo que se atreva nadie más, así, directamente, cara a cara. Pero a distancia siguen el caso, eso me consta, y en cualquier momento puede intervenir un outsider. Le interesa nuestra protección. Estas mermeladas de hoy día no valen nada. Para usted será muy sencillo. La ventana de esta habitación da a la calle. Cuando tenga algo que comunicarnos se asoma a ella y sacude una toalla, la que sea.

—¿Y si es de noche?

—Igualmente. Noche y día le seguimos.

—¿Ayer noche también?

—También. No me importó que mis competidores se adelantaran. Me interesaba pasar un buen rato en esta habitación. Estudiando esas carpetas. ¿Ha hecho un cálculo de la distancia de las mesas a la de Garrido y el tiempo que estuvo la luz apagada? Eso reduce los sospechosos a los sentados en las tres primeras filas y además los situados en perpendicular a Garrido. Curioso que el criminal se orientara en la oscuridad. ¿Lo ha observado?

—Dígame el nombre del asesino que le interesa.

—Yo no lo sé, ni sé tampoco qué asesino interesa. No domino todo el juego. Pero soy gato viejo y me limito a decirle verdades objetivas. ¿Ni siquiera tomará una taza de café? —Sirvió una taza de café a Carvalho—. Supongo que ahora usted se pondrá en contacto con Fonseca para relatarle los dos encuentros.

—En cuanto usted se marche.

—Llame, llame. No haga cumplidos.

—Me gusta ducharme y telefonear a solas.

—El individualismo les pierde a los españoles.

Se levantó con la ayuda de las dos manos.

—Muchas gracias por tratarme amistosamente. Sus colegas no fueron tan amables.

—Pisan fuerte y son jóvenes. La experiencia es un grado. No necesito recurrir a la violencia. Pero cuidado, señor Carvalho; si es necesario le meto una bala entre ceja y ceja y no pierdo el apetito.

Aparentemente dio la espalda a Carvalho para salir de la habitación, pero uno de sus ojos ranuras controló los movimientos de Carvalho hasta que la puerta les separó.

—Las Rozas. Leandro Sánchez Reatain. Ahora mismo sabemos quién es este caballero.