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Le sangraban y dolían los labios, despellejados de tanto mordérselos. Le parecía tener los huesos de hierro pugnando por abrirse camino a lanzadas a través de la carne. Los intentos de respirar hondo para relajarse se habían ido convirtiendo progresivamente en jadeos para no oír el dolor. Pero cuando volvió a abrirse la puerta aún pudo componer un rostro hierático descubierto por la apertura de la luz cenital. Le desataron los pies y al caer las piernas al suelo parecían llevar prendidas miles de agujillas comunicadas con todos los centros nerviosos. Le fallaron las piernas cuando le pusieron en pie y los dos hombres le ayudaron a trasladarse primero a un corredor largo y desnudo como un pasillo hacia el cadalso y luego a un living que albergaba entre sus paredes millones de pesetas de distinción. El centroeuropeo se sentó tras un canterano enmarcado por dos cuernos del marfil más marfileño de este mundo y el latinoamericano hizo sentar a Carvalho en un puf invertebrado en el que quedó engullido por miles de bolitas de poliuretano refunfuñantes por tener que dejar sitio a Carvalho.

—Quítale las esposas y ponle la pistola en el cogote. Ni se mueva, señor Carvalho. Es un asiento muy ruidoso, y al menor ruido mi compañero puede perder la calma.

El centroeuropeo dibujaba o escribía sobre un papel. Carvalho sentía la presencia del otro a su espalda. Se asió las muñecas liberadas. Se frotó los brazos que le llegaban de un largo viaje lleno de dolor e impotencia. Del nivel superior del living llegó el anticipo de pisadas del fotógrafo. Pasó ante Carvalho sin mirarle, llevaba en las manos un fajo de fotografías que depositó sobre la escribanía ante el rubio de ojos azules. Sólo entonces la cabeza se alzó para que los ojos picotearan desganadamente las fotografías y alternativamente viajaran hacia Carvalho como buscando un punto de referencia.

—Muy bonito. Son unas fotos muy bonitas. Encantador cuando se publiquen. Enséñaselas.

Carvalho se vio a sí mismo abalanzándose hacia una pobre muchacha semidesnuda, con el pánico acusándole aún más las facciones desencajadas. Quince o veinte fotos. El intento de hacerla callar. La sorpresa ante la irrupción. La desnudez flagrante. El intento de ocultarla. El fotógrafo devolvió las fotos a la mesa y se marcho por donde había venido.

—Muy bonitas. Muy bonitas. ¿Le gustaría que se publicasen?

—Si me dejaran hacer la selección, sí. No me importa. Mis padres no me reñirán. Soy huérfano. No tengo mujer. Ni hijos.

—Pero tiene usted clientes. Y en estos momentos un cliente que no puede arriesgarse a según qué escándalos. Después del asesinato del jefe sólo faltaría que pillaran al detective privado en plan de corruptor de menores.

Podía ser centroeuropeo o simplemente un ejecutivo agresivo surgido de alguna Escuela de Administración de Empresas con el idioma asexuado por la poliglotería.

—¿Se trata de un chantaje?

—Depende.

—Se han tomado demasiadas molestias para chantajear inútilmente a uno de los pocos hombres de este país que no tiene nada que ocultar.

—¿Nada que ocultar?

—Nada. Ni siquiera lo más horrible. Los demás me importan menos que una mierda, amigo, y por la cara que pone me parece que ya lo sabe.

—Te voy a cortar los huevos con una chilet —dijo el otro a su espalda, y Carvalho recordó que seguía desnudo de cintura para abajo en la posición de víctima del apetito engullidor del puf holoturia.

—Su amigo debe ser un último modelo. No conocía esta variante de gorila castrador. Está obsesionado.

El gorila castrador le agarró un puñado de pelo y tiró de él hasta forzar hacia atrás la cabeza de Carvalho. Entonces dejó caer un salivazo lento, pesado, como de mercurio, sobre los labios del prisionero. Carvalho se limpió con el dorso de una mano conteniendo las arcadas que le subían desde el estómago como círculos concéntricos. Los ojos azules se habían achicado, como valorando la capacidad de Carvalho para limpiarse el salivazo:

—No hable por su cuenta. Conteste a lo que le preguntemos. Tal vez estas fotos no le importen a usted. Pero incrementan el dossier. En cambio a Santos le interesarán. ¿Qué orientaciones ha recibido? ¿Qué dirección le han marcado en la investigación?

—¿De qué empresa son ustedes? ¿La CÍA? ¿La KGB? ¿O todo lo contrario?

—Somos de la Sociedad Protectora de la Ballena Bebé. Se ha entrevistado con Fonseca. ¿Qué han acordado? ¿Por dónde van las investigaciones oficiales?

—Con Fonseca hemos hablado de los viejos tiempos.

—Por favor. No está usted en las mejores condiciones para ser irónico. Hoy día, tal como están las cosas, usted muerto no vale nada, ni media hora de investigación policial, ni media molestia de la gente de su partido.

—No tengo partido.

—Qué más da. Coopere. Es una información simple y que no compromete a nada. ¿A quién le van a cargar el muerto?

—¿Usted qué me aconseja?

—Ésa es una buena pregunta.

—Excelente —apostilló el obseso testicular.

—Este es un gran juego y usted es la bolita de la ruleta. Va a caer en el número y en el color que quiera el crupier. Queremos saber qué número y qué color le han dado.

—De momento he de buscarlos yo.

—No sea ingenuo o no me tome por tonto. En estos momentos hay docenas de personas vigilándole a usted y vigilándose entre ellas. Le conviene un respaldo.

—Ustedes.

—Depende. Si colabora, sí. Necesitamos que nos informe periódicamente sobre la marcha de sus investigaciones. Sobre todo en el momento en que la bolita esté a punto de pararse y caer en el casillero.

—Por lo que parece lo saben todo. Díganme en qué casillero va a caer la bolita.

—Yo sé muy pocas cosas. Sé lo que tengo que hacer con usted. Lo que tengo que decirle y que pedirle. Nada más. En este juego cada uno tiene su objetivo. Yo cumplo mi papel.

—¿No le parece un poco grotesco lo de las fotos?

—¿Le ha parecido a usted grotesco estar tirado durante tres horas? ¿Le parecería grotesco tirarse otras tres u otras cien? ¿Quién nos lo impide? No se fije en un detalle. Valore el todo.

—¿Me devuelven mis pantalones?

—El experto en cuestiones de pantalones es mi compañero. Pregúnteselo a él.

El obseso castrador les observaba desde una aburrida indiferencia. Le costó entender que le habían dado la entrada. Se preparó para ser efectivo. Arrugó la nariz y el hocico. Endureció la voz:

—Ni hablar. Que vuelva a meditar un rato. Y ya veremos después.

Tiró de las solapas de la camisa de Carvalho y le empujó hacia una de las salidas del living. El otro inició la marcha de regreso a través del pasillo. Habló sin volverse a Carvalho:

—Medite un poco más. Pronto recibirá noticias nuestras.

Le dejaron en el dormitorio que había compartido con Gladys y con la violada. Se tumbó en la cama tras comprobar que habían cerrado la puerta y que las ventanas seguían atrancadas desde fuera. Los dolores se amansaban lamidos por el tiempo estancado en la habitación y los párpados al cerrarse le separaron de la oscuridad física para abrirle las puertas del sueño. Estaba sentado en una silla articulada de barbería y contemplaba en el espejo la cabeza de un ahorcado sonriente.