Caminó ávido de las últimas bellezas de un paisaje oscurecido hasta que la noche amontonó algodones negros sobre los horizontes de la serranía. Algo más que algodones. Una lluvia fina volvió a otoñizar definitivamente al aire y a poner urgencias de llamada en los luceríos movibles de la plaza de la Moncloa. Pasó a su lado un corredor de footing agabardinado, con zancada de caballo inútilmente fugitivo del matadero. Dudó entre dejarse dominar por el miedo a la lluvia o por la necesidad de andar bajo tan benévolas aguas y eligió caminar en busca de Puerta de Hierro y San Antonio de la Florida. Las gentes tenían prisas de diluvio y gozó la posesión del secreto de la complicidad de las aguas. Percibió la llamada de un recuerdo semiborrado, un recuerdo a zaguán asidrado lleno de resoles adolescentes y a punto de convertirse en esponja saturada, llegó al zaguán recuperado de otra vida quizá, en esta sidrería a secas de nombre casa Mingo, refugio de fugitivos de la lluvia y asturianos en general. Nada había cambiado de su vivencia o de su sueño y en cualquier caso ni lo había vivido ni soñado tanto como para comparar fidedignamente realidad y deseo. Se entregó al frescor profundo de la sidra, avaramente precipitada en vasos poco acostumbrados a la autocontención del chorro. Húmedo por dentro y por fuera, empapó la espuma manzanosa con chorizos cocidos a la sidra y empanadas demasiado encebolladas para disimular la poquedad del lomo. ¿Había estado antes aquí? Sin duda. Un fragmento de conspiración le colgaba del cerebro como colgaban las colillas de los labios. Era un domingo, veinticinco años antes, y el inmenso zaguán estaba lleno de entortilladas masas ignorantes de que en un rincón él trataba de derribar la dictadura verso a verso, frase a frase brillante. Hay que recuperar a Ortega, recordaba vagamente, decía su interlocutor, en la actualidad vicepresidente no sé cuantos de no sabía qué cámara, si la alta o si la baja. Y se refería a Ortega y Gasset, sin duda. A Ortega le ha faltado dar el salto del sujeto al objeto, decía el bigotillo aquel, un bigotillo de socialista orteguiano, especialista en recibir todas las hostias que se les escapaban a los grupos de choque de la Falange universitaria. Qué brutalidad, el chorizo. He aquí un producto ibérico si non é vero ben trovato. La guardia civil, el chorizo, San Fermín, cojones, cono, cabrón, la puta que te parió, la raza. Pero Ortega y Gasset se había quedado a medio camino entre el sujeto y el objeto, se había quedado en la i griega que separaba al Ortega del Gasset. Ortega o Gasset, ¿en qué quedamos?
—Más chorizo.
—¿Le ha gustado?
—No hay nada como el chorizo.
—Y más si es asturiano.
—¿Usted me jura que es asturiano?
—El chorizo y yo somos asturianos.
España y yo somos así, señora. Sobre las servilletas dibujaba planos del salón de reuniones del Comité Central y en lugar de comunistas lo rellenaba de esquemáticos futbolistas en la posición teórica de delanteros en punta, contemplados por asombrados defensas y porteros irremediablemente batidos.
—¿Puedo hacer una llamada interurbana?
—No. Pero a unos metros tiene una cabina.
Llovía. Demasiado como para compensar las ganas que tenía de hablar con Charo y Biscuter. Hacía dos días que permanecía fuera de su ciudad y le parecía estar a medio mundo y media vida de distancia, como si Madrid le impusiera pasado y geografía. No. No tenían merluza a la sidra. Una mujer a la sidra. Necesitaba una mujer a la sidra. Una mujer céltica, con el rubio algo sucio por la insuficiencia aria y el azul de los ojos más concreto y receloso que el azul vikingo. Gladys no daba el tipo, pero era la única posibilidad próxima, a no ser que dedicara la naciente noche a tratar de ligar por debajo de las mesas con pantorrillas casadísimas de mujeres tan célticas como fondonas, acompañadas de ensalsados hombres que rebañaban los platos con rebanadas de cuarto de kilo. Decidió recorrer la distancia más corta entre los dos puntos sicológicos que le tentaban y sustituyó la sidra por aguardiente hasta que se sintió a gusto entre los cuatro puntos cardinales de su propio cuerpo. Dejó la depresión ahogada en la sidra y la euforia aguardentosa le hizo asomarse a dos o tres escotes sin rostros. Expulsado de los escotes por combativos ojos masculinos tan relucientes como los labios ensalsados, Carvalho les perdonó la vida y las hembras y se devolvió a la lluvia, que le esperaba con su traidora dulzura. No encontró un taxi hasta las cercanías de la estación del Norte. Se hizo llevar al hotel para tomar un baño caliente y llamar a Biscuter.
—Jefe, ya me tenía intranquilo.
—Mal hecho. No te intranquilices con tanta facilidad. Alguna novedad.
—Ha llamado Charo dos o tres veces. Estaba muy enfadada, jefe, porque no sabe ni el hotel en que está.
—Estoy en Ópera.
—Qué fermo, jefe. ¿Hay una Ópera por ahí?
—Parece una bombonera de bombones baratos.
—¿La llamará usted?
—Es mala hora. La pillaría en pleno trabajo. —La pillaría en pleno fingido orgasmo con cualquiera de sus clientes telefónicos habituales—. Dile que si esto va para largo ya la llamaré. Díselo mañana. A la hora de comer.
—Hemos comido juntos, jefe. He hecho una musaka que estaba para chuparse los dedos y la he invitado. ¿He hecho mal? Estaba muy triste y se ha pasado toda la comida hablando de usted.
—¿Ha comido o no?
—Como una lima.
—¿Qué tal las Ramblas?
—Mojadas. Ha llovido todo el día. ¿Va a haber guerra, jefe?
—¿Qué guerra?
—Aquí lo dice la gente. Que va a haber otro dieciocho de julio. Que lo de Garrido ha sido otra señal. ¿Qué hace la gente por ahí?
—Come chorizo a la sidra.
—Qué rico, jefe.
Colgó. Llenó la bañera de agua caliente y fue al sumergirse cuando descubrió que la lluvia le había infiltrado frío en el cuerpo, un frío expulsado por el agua caliente. Se sentía abrigado. Cerró los ojos y vio un salón a oscuras con un único punto brillante al fondo. Un punto que creaba un resplandor tan breve que no dejaba precisar el rostro de Garrido. El ascua del cigarro cambiaba la intensidad de su brillo según la respiración del hombre. De haber sido una luz intermitente, una luz de cigarrillo hubiera sido mucho más percibida por los demás y habría creado una zona de relativa visibilidad en torno del rostro del fumador. Una luz fija. Pero ¿cómo? El propio Garrido haciendo señales a su asesino. Estoy aquí. Aquí mi corazón para tu cuchillo. Alguien sentado a su lado. ¿Helena Subirats? ¿Santos Pacheco? Lo indudable era que el propio Garrido había emitido una señal, había conectado el faro que dirigía los pasos de su asesino. Un anillo. Quizá un anillo. Pero ningún metal ni piedra preciosa podía imponer sus destellos en la oscuridad sin la provocación de la luz.
—Fonseca. Lamento llamarle a estas horas.
—No lo lamente. Soy su seguro servidor.
—He leído y releído el inventario de lo que apareció sobre el cuerpo de Garrido. Lleva el sello de su departamento. ¿No les pasó nada inadvertido?
—Todo lo que el cadáver llevaba encima cuando nos lo entregaron está inventariado.
—Algunas declaraciones insisten en que Garrido fumaba y ésa pudo ser la señal que orientó al asesino. Pero Santos jura y perjura que Garrido no fumaba en aquel momento.
—Si él lo dice…
—¿Cómo se explica usted la orientación tan precisa del asesino?
—Entrenamiento. Mucho entrenamiento.
—¿Dónde? ¿Alguien del Central alquiló el salón del hotel Continental para hacer prácticas?
—No es necesario. Basta con reproducir una escenografía parecida. Garrido siempre se sentaba en el mismo sitio. Las distancias pudieron calcularse a la perfección.
—No me parece explicación suficiente.
—Es cuestión de gustos o de ganas.