21

—Santos —dijo Carvalho, y el ensimismado se volvió hacia el grupo.

—Dejadle pasar.

Caminaron los dos juntos en silencio. Luego Santos se creyó en el deber de justificarse. Cada tarde paseaba por la Ciudad Universitaria. En 1936 estaba a punto de acabar la carrera y, a pesar de las luchas y de los años difíciles, la Ciudad Universitaria había quedado en su recuerdo como un paraíso fascinante.

—Era la ciudad prometida. Estaban en fase de construcción casi todas las facultades. Una arcadia de sabiduría. Éramos muy ingenuos, sobre todo los que veníamos de abajo, o casi de abajo, y nos había costado mucho llegar a la universidad. Yo trabajaba de noche en un taller de encuademación de mi tío. Yo era un personaje barojiano. Tal vez el Manuel de La lucha por la vida, pero la guerra me impidió acabar como un buen burgués. Este paisaje me relaja. A estas horas no hay casi nadie en esta época del año. Algún que otro corredor de footing. Me enternecen. Ponen una terrible cara de sufrimiento. En lugar de correr tanto podrían comer y fumar menos.

—Quería verle. Hay que admitir la evidencia de que el asesino es uno de ustedes.

—Ciento treinta candidatos.

—No. Unos veinte. Sólo veinte tuvieron tiempo de movilizarse, matar a Garrido, volver, y yo reduciría la cantidad a seis. Mire este dibujo. —Santos se paró, se sacó unas gafas del bolsillo superior de la chaqueta—. Sólo las dos primeras filas de la zona perpendicular a la mesa presidencial. De esas filas salió el asesino.

—¿Lo deduce por el tiempo empleado?

—Y por la dirección que debieron tomar para acertar en Garrido. No olvide que estaban a oscuras, aunque Garrido fumaba y la luz del cigarrillo debió servirle de faro.

—Siento echar por tierra su tesis. Garrido no fumaba.

—Hay siete declaraciones que hablan de que Garrido fumaba.

—No fumaba. Instantes antes de empezar la reunión se planteó esa cuestión. Era muy fumador e hizo ademán de encender un cigarrillo. Le hicimos broma sobre la prohibición expresa de fumar durante las sesiones en un local cerrado. Es más, cuando empezó la reunión él mismo bromeó sobre eso. Dijo que acabaríamos en seguida porque no podía resistir sin fumar.

—Es cierto. Entonces, las declaraciones…

—Una alucinación o una fijación obsesiva por lo fumador que era. A mí mismo me cuesta imaginarlo sin el cigarrillo en la boca. Un periodista escribió que parecía sacarse los cigarrillos ya encendidos del bolsillo de la chaqueta.

—El cigarrillo encendido además solucionaba el problema de la orientación del asesino.

—Sigue siendo un problema porque, repito, Garrido no fumaba. Pregunte a Helena o a Martialay. Se lo confirmarán. O a Mir. Además tenemos la grabación de sus palabras comentando en broma lo de no fumar.

—¿Cómo es posible que siete declaraciones se refieran a que fumaba sin que nadie lo pregunte expresamente? Lo dicen de pasada. Uno llega a decir que de pronto la luz del cigarro desapareció…

—La luz y el cigarro. Sobre la mesa no se vio ningún cigarrillo. Ni entre las ropas de Garrido cuando le levantamos. No fumaba. Quíteselo de la cabeza.

—¿Cómo se orientó el criminal? ¿Cómo pudo dar un golpe de esa precisión?

Santos se encogió de hombros. Carvalho creyó advertir un cierto alivio en la manera de moverse de Santos, como si el falso indicio hubiera aplazado una evidencia embarazosa.

—De todas maneras insisto en estos veinte nombres y especialmente en los seis que he subrayado.

Santos volvió a ponerse las gafas, con menos ganas que antes. Cuando levantó la vista del papel para mirar a Carvalho, una sonrisa de escepticismo le ocupaba toda la cara:

—Estos veinte nombres suman un siglo de condena cumplida en cárceles franquistas y otro siglo de trabajo militante en las peores condiciones que nadie pueda imaginar. Por Dios. Y estos seis nombres. ¿Usted sabe quiénes son?

—No. Pero usted sí.

—Tendría que ser la gente más cínica del mundo, con más doblez. Increíble, y por lo tanto no me lo creo.

—Usted es un materialista y eso lleva incluido ser un racionalista.

—Yo soy un comunista. —Había levantado la voz y se había detenido rígido, como dispuesto a una pelea definitiva. Pero lentamente se relajó y un cansancio de plomo se apoderó de sus facciones primero, luego de un esqueleto que pareció achicarse, como si se le derrumbaran columnas fundamentales—. No me haga caso. ¿Qué quiere saber?

—Informes más precisos de esos veinte nombres y especialmente de esos seis.

—Los tendrá mañana por la mañana.

Caminó más de prisa, como si quisiera desprenderse de la compañía de Carvalho. La mano de Carvalho le agarró bruscamente un brazo y le obligó a detenerse:

—Yo no me he metido en esto por curiosidad, amigo. Ustedes me han llamado. Si quieren lo dejo correr y buscan el asesino por su cuenta o en las obras completas de Lenin o en las del moro Muza.

—Disculpe mi irracionalidad. Compréndala. Soy el menos indicado para aceptar que un camarada haya podido asesinar a Fernando. Nos han colgado una leyenda sangrienta que no nos corresponde. En la guerra era cuestión de vivir o morir. Luego la guerrilla. Pero todos los intentos de demostrar la realidad de esa leyenda sangrienta han fracasado. ¿Usted conoce los libelos de Semprún o de Arrabal contra el partido?

—Ni siquiera leo libelos.

—Cuando quieren aportar nombres concretos no se mueven de uno y eso ocurrió en 1940.

—No me cuente su vida, ni su historia. No me interesan.

—Está en juego nuestro patrimonio ético. Ese patrimonio ético es la gran fuerza histórica de los comunistas. El día en que lo perdamos seremos tan vulnerables como cualquier profeta, tan inverosímiles como cualquier profeta. En el mundo actual las gentes odian a los profetas que les exigen una tensión constante con la realidad.

—Insisto, no me cuente su vida, ni su historia. Supongo que cuando un fontanero o un electricista va a su casa no les explica usted la creación del mundo. Yo soy un fontanero. Olvídese de todo lo demás.

—¿No se da cuenta? El asesinato de Fernando es un intento de matar un partido y más de cuarenta años de lucha.

Carvalho se encogió de hombros y dio media vuelta. Entonces fue Santos quien le siguió. Al poco tiempo recuperaron un paso normal entre silencios hasta que Santos lo rompió con una voz neutra, eficaz:

—A las diez en punto tendrá lo que me ha pedido y si es preciso convoco a los veinte, a los seis, a los que sean necesarios.

—De momento me basta el informe, lo más detallado posible. Datos personales incluidos. Medios de trabajo o de fortuna. Vida privada.

—Siento decepcionarle, pero nuestros archivos no contienen esos datos. Eso pídaselo a Fonseca.

—Pensaba hacerlo.