19

Se oían ambulancias lejanas que iban hacia la Puerta del Sol, donde había explotado una bomba, y hacia la estación de Atocha, donde había dos muertos y doce heridos, decían las gentes de boca en boca.

—No, no voy al cementerio. No me meto en cosas íntimas de la familia.

—¿Quedamos a comer?

—¿Tú sabes dónde se puede comer cocido en Madrid?

—Saberlo no, pero en cuanto termine el entierro consulto el Espasa y me entero. A las dos ¿quedamos? —En mi hotel.

Tuvo que esquivar los mechones de manifestantes para salir del ámbito rodeado por las fuerzas de seguridad y llegar a la zona de circulación libre. Cogió un taxi y le pidió que le llevara a la calle Profesor Waksman.

—A lo mejor llegamos antes del final de la Liga, porque hay un parón de no te menees, es que no pue’ser, no pue’ser.

Los coches parecían conducidos por paralíticos o retenidos por una extraña fuerza que salía del asfalto agrisado por un cielo de fieltro. El taxista sabía todo lo que se podía saber sobre los atentados. Una bombita en la oficina de pasaportes de la Puerta del Sol y una bombaza en Atocha.

—¿Me entiende usted, caballero? ¿Me explico? Una bombita y una bombaza. ¿Me explico? Es que no pue’ser, no pue’ser. Hasta las bombas van firmadas.

Llegaron a Profesor Waksman con la lluvia en los talones. Tuvo el tiempo justo de localizar el portal y recibir en la espalda los primeros alfileres de una lluvia fría de otoño.

—El señor Jaime Siurell.

El portero uniformado le dijo el piso sin mirarle, mientras se rascaba los cojones con una mano lentamente introducida bajo la librea. Le abrió la puerta del apartamento una vieja dama recién cocida en una revista elegante norteamericana, en las páginas dedicadas a atuendos de cocktail party.

—Dígale que soy un viejo amigo de Estados Unidos. Que quiero hablarle de James Wonderful.

No volvió ella. Se abrió la doble puerta pintada de crema y ribeteada con purpurina dorada para dejar paso a una silla rodante conducida por las grandes manos de James Wonderful sobre las ruedas. La vencida musculatura del rostro parecía condicionada por los ojos abiertos, oceánicos tras los cristales de las gafas, baboso el labio inferior caído hacia la barbilla, en concordancia con la totalidad de un cuerpo que se desmoronaba desde la cabeza hasta los pies, abandonados más que apoyados sobre el estribo delantero de la silla de ruedas. Nada quedaba de la osadía física de aquel cincuentón gimnasta que él había conocido veinte años atrás.

—¡Carvalho! —consiguió decir trabajosamente el labio inferior esforzadamente unido a la musculatura de la boca que parecía despreciarle.

Carvalho creyó adivinar una sonrisa y una emocionada niebla en los ojos de James Wonderful, ex subdirector general de la Segunda República, instructor de agentes de la CÍA, cabeza de zona para Latinoamérica en los tiempos en que Carvalho había sido destinado al «área de observancia presidencial». El viejo exiliado superviviente de tanta ruina física e ideológica era ahora un hemipléjico vencido por un mal oscuro que le había cogido por la espalda. Adelantó las manos para que Carvalho se las estrechara:

—Cuánto nos habíamos odiado.

—Lo suficiente.

El intento de sonrisa le descompuso aún más la descompuesta geometría del rostro. Volvió a aplicar las manos sobre las ruedas, maniobró la silla con destreza y volvió por donde había venido, invitando a Carvalho a que le siguiera. Entraron en un salón espacioso, lleno de muebles de caña filipinos con tapicería floral y brillante vegetación de interiores. Carvalho se entregó a las profundidades de un sofá excesivo y quedó por debajo de la línea de flotación del rostro caído de Wonderful. Los músculos de aquella cara se movían como endurecidas piezas de una maquinaria precaria cada vez que hablaba:

—No he sabido nada de ti en veinte años.

—Había muy poco que saber.

—Vivo aquí apartado de todo y de todos. Me jubilé hace diez años para escribir mis memorias. ¿Sigues en la Compañía?

—Usted sabe muy bien que no.

—Sí. Es verdad. He preguntado por preguntar. Supongo que no habrás venido de visita. Los gallegos siempre aprovecháis el tiempo. Tú eres gallego, ¿no?

—Mestizo.

—La herencia genética existe, sobre todo en las células de la supervivencia. Sírvete tú mismo lo que quieras. Yo no puedo beber nada. Ya ves. Una ruina. Aparentemente una ruina. Pero dentro de mi cerebro cabe toda la Historia y todo el mundo. ¿Cómo me has localizado?

—Hace cinco años tuve un encuentro fortuito con Olson en Barcelona. Charlamos de los viejos tiempos, de usted. Me dio su dirección.

—Olson. Estuvo aquí no hace mucho. Ahora es granjero. Cultiva aguacates en Málaga, creo. Un destino correcto. A partir de los cincuenta años no se sirve para este oficio. ¿A qué te dedicas?

—Detective privado.

—¿Vives en Madrid?

—No.

—¿Estás por cuestiones de trabajo?

—Sí.

—¿Tengo yo algo que ver con tu trabajo?

—Puede ser.

—¿Y qué te hace pensar que puedo ayudarte? ¿Puedes obligarme a que te ayude?

—No.

—Nunca he sido una persona generosa. ¿Por qué iba a ayudarte?

—Por vanidad quizá. Para demostrarme que sigue estando bien enterado.

—Soy un inválido. ¿Qué puede saber un inválido? ¿En qué andas metido?

—Adivínelo.

—No es difícil. Fernando Garrido.

Carvalho asintió cerrando los ojos, pero no tanto como para no seguir estudiando la expresión de Wonderful y aprehender el brillo de interés que le desbordaba los ojos.

—Es un asunto excesivo para mí. No te negaré que me entero de algunas cosas. Aunque la verdad es que deduzco más que sé. Tengo un buen conocimiento del método y de la mecánica y a veces a distancia puedo tener una visión casi perfecta de lo que ha ocurrido.

—Por eso recurro a usted.

—No sé nada de este caso. Estoy tan sorprendido como todos.

—¿Sorprendido?

—Sorprendido. Con esta palabra ya te doy información.

—¿Ha sido un asesinato inesperado para la Compañía?

—Yo hablo por mi cuenta. Hacía tiempo que se rifaba algo gordo, pero no era Garrido quien tenía todos los números de la rifa.

—¿Quién los tenía?

—Martialay.

—¿La Compañía?

—Quién sabe. Tal vez no directamente. No es como antes. Ahora todo se ha sofisticado mucho.

—¿Por qué Martialay?

—El partido no preocupa. La central sindical sí. Las elecciones sindicales se acercan. Pero era difícil liquidar a Martialay en condiciones escandalosas. ¿Qué se puede montar sobre un hombre que hace gimnasia en skijama a las seis de la mañana?

—¿Por qué el cambio de víctima?

—No lo sé. Tampoco sé quién ha sido. Muy pocos deben estar enterados. ¿Tienes familia?

—No.

—Lástima. La familia sirve un día u otro. ¿Quién te ayudará a salir de la cama y sentarte sobre la silla de ruedas?

—¿Por qué se cambió a Martialay por Garrido?

—No abuses de una amistad que nunca ha existido. Tenías razón. Me has hecho hablar por vanidad, pero ya tengo la suficiente. Además, en serio, nada puedo añadirte. ¿Dónde vives?

—En Barcelona.

—¿Podrías hacerme un favor? En la hemeroteca municipal tienen todas las colecciones completas de la prensa de la preguerra. ¿Me puedes mandar algunas fotocopias de L’Opinió? He descubierto que no sé todo lo que debía saber y he de darme prisa para acabar mis memorias. Las titularé Nunca llegaré a Ítaca. ¿Te gusta el título?

—Si no ha sido la Compañía, ¿quién ha sido?

—O tal vez sería más acertado: Nunca volveré a Ítaca. ¿Qué te parece? A veces me arrepiento de no haber vuelto a Barcelona, pero me atrajo Madrid y me dio miedo recuperar una ciudad que ya no estaba hecha a mi medida.

—¿Cuál será el siguiente paso?

Wonderful abandonó la actitud expectante y volvió a ser un anciano hemipléjico, autista, desconectado de la obligada conversación con Carvalho. Ni siquiera miraba a su visitante, ni podría decirse que mirara cosa alguna que no estuviera dentro de sí mismo. Carvalho se levantó y se dispuso a salir de la habitación. Wonderful no reaccionó hasta que Carvalho cruzaba el umbral.

—No creo que haya frutos inmediatos. Este crimen ha sido una inversión a largo plazo. No lo sé, pero lo intuyo. Ni siquiera van a perder las elecciones sindicales. Este tipo de jugadas son las más temibles. Guárdate. Quisiera que me sobreviviera alguien relacionado conmigo aquellos años. Cada muerto se lleva una parte de nuestra imagen. ¿Has pensado en eso?

—¿Qué fotocopias quiere?

—Déjalo. Es igual. No he escrito ni una línea. Nunca las escribiré.