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Recuperó la carpeta en la recepción del hotel. Remoloneó por la habitación sin ganas de trabajar, haciendo añicos recuerdos compartidos con Cerdán, recién salidos de un baúl olvidado. Una conversación sobre el tránsito de la cantidad a la cualidad, a propósito de un libro de Sartre. Lo buscaría sañudamente por las estanterías hasta dar con él y quemarlo. En cuanto volviera a Barcelona. Los preparativos de huelgas nacionales pacíficas de veinticuatro horas. Aquel trabajo sobre el esquematismo, el dogmatismo y el cesarismo que Cerdán le aconsejó no entregar a la dirección. Jornadas enteras, noches, madrugadas de interrogación de la vida y de la Historia bajo los altos pinos del jardín de la villa donde veraneaban los padres de Cerdán. Estoy leyendo a Jung. No es marxista. Es un discípulo de Freud, informó Cerdán con una cierta inseguridad en la voz. Luego Cerdán convertido en un ejemplo constante ofrecido como alternativa a la progresiva abulia de Carvalho, aquella abulia carcelaria llena de gorrioncillos heridos y maricones mongólicos, epilépticos auténticos o falsificados, fuguistas ensimismados como pistoleros del Far West vencidos para siempre y lejos, muy lejos, en otra cárcel, bajo otro cielo, sin duda más duro, el ejemplar Cerdán con su seminarios educadores de clase obrera enrejada, su gimnasia, su David Ricardo, su trabajo de partido, ¿ya realizas trabajo de partido?, le preguntaban los jóvenes directores espirituales que conseguían burlar el filtro de las comunicaciones, especialmente Gabardinetti, aquel doble de espadachín de Hollywood que acabaría sus días ligando con suecas en Australia o con australianas en Suecia, escandalizado ahora, allí, a medio kilómetro de rejas, porque Carvalho no practica, porque Carvalho pierde el tiempo siguiendo el vuelo de los vencejos hacia el oeste o escuchando la historia de Juanillo, apuñalador de conos, ¿realizas trabajo político? Gabardinetti, vete a tomar por culo, Gabardinetti, la huelga nacional pacífica de veinticuatro horas no se seguirá en esta cárcel, no la propagaré al viejecillo que se untaba la polla con leche condensada para que se la chuparan los niños, ni al suegro que mató al yerno porque le pegaba a la hija con el planchamangas. ¿Con el planchamangas? ¿Está seguro, abuelo? Vete a tomar por culo, Gabardinetti, tendrías que seguir el ejemplo de Cerdán, ha montado una célula de traductores de Toledo, ¿en Toledo?, no, en Burgos; uno es comunista allí donde esté, asegura Gabardinetti antes de irse de vacaciones a Lloret de Mar, la fe del camarada Carvalho flaquea, no pasa informes políticos, ni nada nos ha dicho de que el Bizco se tira a la vaca o a la cerda cada vez que sale a la granja penitenciaria, la vaca y la cerda se regenerarán durante veinticuatro horas el día en que se proclame la huelga nacional pacífica de veinticuatro horas. Qué jóvenes y qué imbéciles éramos todos, Gabardinetti, Cerdán, qué memos y cómo los gestos fundamentales de entonces son los gestos fundamentales de ahora. Del éxtasis del techo a las tripas blancas de la carpeta. Planos. Nombres. Cifras declaraciones. Inventario de los objetos personales hallados en el cadáver de Fernando Garrido. Reloj de oro con una dedicatoria de Kim Il-Sung, paquete de tabaco rubio, billetero con tres mil pesetas, carnet de identidad, carnet del partido, una postal de Oriana Fallad, pañuelo de bolsillo, un llavín, un orden del día, briznas de tabaco rubio, un mechero, una agenda. Cuando se suicidaron los esposos Lafargue, Lenin escribió: «Si uno no tiene ya la fuerza necesaria para trabajar en el partido, debe tener el valor de mirar la realidad cara a cara y morir como los Lafargue.» Santos Pacheco, oh viejo jefe indio, hombre blanco matar Águila Negra. Carvalho se hizo un plano de la sala, distribuyó nombres en los asientos según figuraban en las indicaciones que le habían dado, nombres, edades, distancias, paseó por la habitación a distintas velocidades. ¿A la velocidad del odio? ¿Del resentimiento? La transcripción de la cinta magnetofónica:

Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.

Ja. Ja. Ja.

Vaya. Lo que faltaba. Se han fundido los plomos.

Los fusibles, ignorante.

Estos de Comisiones Obreras siempre en huelga.

Ja. Ja. Ja.

¡Acomodador! Que alguien vaya a mirar. Un ruido de terremoto cercano. Suspiros de alivio.

Y de pronto un silencio que crece.

Fernando, ¡Fernando! (Es la voz de Santos.)

Y la Torre de Babel.

La perplejidad de Carvalho ha sido prevista por Santos Pacheco: «No se sorprenda por una grabación que prosigue a pesar del corte de luz. Quedó inutilizada la grabadora central, pero se utiliza una pequeña grabadora a pilas por si hay averías, al menos durante el informe político y las aportaciones de los camaradas al informe político.» José Martialay Martín. Obrero de la Construcción. Responsable de Movimiento Obrero: «Era una reunión normal, sin un gran tema dominante. Garrido estaba como siempre, yo estaba como siempre. No me di cuenta de nada hasta que se encendió la luz y eso que estaba sentado a la derecha de Fernando.» Prudencio Solchaga Rozas. Minero de Almadén: «Ahora me parece que todo duró muchísimo, pero sólo fueron unos segundos. Garrido fumaba y ésa era toda la luz que había. Ahora recuerdo que de pronto hasta esa luz desapareció; fue, sin duda, cuando Fernando cayó sobre la mesa. No podía ver nada ni oí nada especial. La gente hablaba y se cachondeaba de la situación. ¿Quién iba a imaginar lo que estaba sucediendo?» La luz emitida por Fernando Garrido aparecía en siete declaraciones. «Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.» O Garrido había violado su propio código o siete miembros del Comité Central se habían sugestionado e imaginaron un cigarrillo en sus labios. Eran las seis de la mañana. Clareaba. Demasiado pronto para sacar a Santos Pacheco de la cama y preguntarle: «¿Fumaba Garrido al empezar la reunión?» Luis de la Mata Requeséns. Dentista de Requena (Valencia): «Había otro médico en la sala, más idóneo para lo que había ocurrido, el camarada Valdivieso, internista de La Paz y especialista en cirugía cardiovascular. Pero el diagnóstico fue inmediato y fácil. Una puñalada como la copa de un pino. Limpia, directa al corazón. La muerte fue instantánea. Sin duda la puñalada de un experto, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones de oscuridad en que la dio y lo difícil que es dar una puñalada de frente y con una mesa por medio. El asesino debe tener ojos de gato, hay personas que se mueven en la oscuridad con más soltura que otras, pero eso es todo, es una diferencia mínima.» Ezequiel Hernández Amado. Sacerdote: «Lo primero que pensé fue en darle la absolución y se la di, en voz muy bajita, no porque temiera la reacción de algún compañero, eso no porque yo y muchos otros tengamos fe está perfectamente asumido por mis camaradas declarados “ateos”, sino porque creo en la absolución como un acto íntimo entre tres entes: el sacerdote, el pecador y Dios. Pronuncié el ego te absolvo a peccatis tuis con la creencia total de que pocos pecados había que perdonarle a Fernando Garrido; quien ha dedicado toda su vida a luchar por la dignidad humana tiene un crédito celestial sin fondo, estoy seguro. Tal vez mi deformación profesional me jugó una mala pasada y la absolución y el rezo me impidieron fijarme en otras cosas; en aquel momento me pareció lo más urgente; cada uno es cada uno, de todo ha de haber en la viña del Señor.» Carvalho seleccionó las notas que había tomado. Las convirtió en preguntas. Luego seleccionó las preguntas. Trató de dormir. Aunque sólo fuera media hora. Pero vio gente en la calle cuando fue a correr las cortinas y creyó oler perfume de churro, oír el claque de las tazas de café sobre los platillos. Se duchó.

Siluetas de plomo sobre las azoteas de la carrera de San Jerónimo, Fernanflor, Marqués de Cubas, plaza de Cánovas. Como si toda la policía de España estuviera revoloteando o concentrada en aquella encrucijada de Madrid, formaba un cordón marrón que delimitaba como un festón la zona del homenaje popular. Un verdadero cerco armado construía un trapecio con su base en el paseo del Prado, sus laterales en Atocha y Alcalá y el techo en Espoz y Mina y la Puerta del Sol. Cada encuentro de calles importantes un jeep, cada plazuela una furgoneta enrejillada repleta de bultos marrones con las armas a punto. Y en el cielo el vuelo de un helicóptero como un pájaro de mal agüero. Garrido salió de las Cortes sobre los hombros de los miembros del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España y, al aparecer, los aplausos fueron contenidos por un imperativo chist nacido de lo más profundo de la multitud.

—¡Viva el Partido Comunista de España! —gritó la voz rota de una mujer y un viva flamígero abrasó las fachadas e hizo vacilar las siluetas de plomo de los policías de azotea.

Luego un silencio para el flash histórico mientras se conformaba la presidencia del partido, la familiar y la oficial. Al frente de la del partido, Santos con la cabeza inclinada para abrigar el escozor de las lágrimas. En la oficial, el jefe de Gobierno con la representación del Rey, el capitán general de la Primera Región militar, presidente de las Cortes, tres ministros y el presidente del Tribunal Constitucional. Con banderas de sus países entre las manos, los secretarios generales de los partidos comunistas de Italia, Portugal, Francia, Japón, Rumanía, delegaciones de la totalidad de países con más de cinco comunistas en el censo. Además los secretarios generales de los partidos socialistas de Italia, Francia, Portugal, Grecia y representaciones del Frente Sandinista y el PRI. Tras ellos, una morrena lenta de glaciar rojo. Banderas rojas contra el cielo difícilmente azul de aquella mañana de noviembre, pañuelos rojos en los bolsillos de las chaquetas, en las manos. Parecían rojos también los puños que se alzaban y bajaban con voluntad de martillos, con precisión de émbolos.

Arriba, parias de la tierra,

en pie, famélica legión,

empezó una voz de mujer agridulce y se puso a cantar toda la larga y ancha melena roja que seguía el féretro. En la plaza de Cánovas se fue alejando el canto hasta la cola de la multitud, porque la Banda Municipal de Madrid recibió la cabeza del sepelio con la Marcha real, lenta, como interpretada en las exequias de un joven y pálido príncipe tuberculoso. Y tras la primitiva tolerancia, los barítonos comunistas gritaron más que cantaron La Internacional, con los cuellos enervados y la división de opiniones entre el respeto, táctico al himno real y la necesidad emocional de La Internacional. Zanjó el pleito Tierno Galván, alcalde de Madrid, subiendo a la tribuna y pronunciando una oración fúnebre breve y lenta:

»En el entierro de un hombre que no era religioso no hay mejor oración que el respeto a su heroísmo por negarse a sí mismo el consuelo de la resurrección. En Fernando Garrido vida e Historia son la misma cosa. Desde que nació creyó que la esperanza de cada hombre sólo se realiza por la emancipación colectiva y se hizo revolucionario porque creía en el hombre. No hay identidad más indisoluble, más ética que la que se establece entre socialismo y humanismo. El socialismo ha quitado la ética a los filósofos y se la ha dado a la clase obrera, como Prometeo robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. La historia de Fernando Garrido la sabéis todos y sobre todo la sabéis los que sois conscientes de vuestra propia historia y del papel que ha jugado en ella la lucha contra el fascismo y por la libertad. Yo saludo al viejo amigo, al viejo compañero en horas propicias a la desesperanza en las que nunca desesperó. Era un hombre fuerte, hijo de un pueblo fuerte, de una clase social fuerte. Nunca pude llamarle camarada, pero siempre supe que éramos camaradas y que jamás nos separarían del todo las tácticas y las estrategias. Adivinó que en un futuro, ya no muy lejano, comunistas y socialistas están condenados a construir el socialismo con la libertad y a garantizar la libertad con el socialismo. A vosotros, comunistas, os puso en camino de esta evidencia. A nosotros, socialistas, nos enseñó el final de un camino todavía largo. Alguien ha dicho que la lucha final será entre comunistas y ex comunistas. Yo os digo que no habrá lucha final porque ejemplos como el de Fernando Garrido dan pleno sentido a La Internacional como canto y espíritu unitario. No lloréis por su muerte. Abrazad su ejemplo.

De nuevo los aplausos trataron de falsificar el acto, pero siseos y sollozos los ahogaron. Santos subió a la tribuna y se quedó mirando a la multitud. «¡Camaradas!», dijo y se quedó mudo como si de pronto hubiera descubierto que Garrido había muerto y la angustia se convirtiera en una bola de nada en su garganta. «¡Camaradas!», volvió a repetir con la voz patinando por la amargura. Entonces bajó la cabeza y levantó el puño para que un bosque de puños empalizara el ámbito noble de la plaza, ante la observación serena, distante y perpleja de las estatuas asomadas a la verja del museo del Prado. Santos se apartó para dejar sitio al último orador.

Rafael Alberti subió a la tarima con las piernas lentas y el cuerpo rápido, el señorío y el desplante de su rostro conservado en almíbar de una melena blanca y lacia de poeta brujo:

Fernando Garrido tiembla

la soledad tiembla el agua

tiembla de ira la gleba

que ha de salvar España

la gleba que es clase obrera

con los puños por bandera

roja roja roja roja

como la sangre y la niebla

que ha puesto luto al olivo

y desorden en las siegas

desorden de atardecida

en plena mañana abierta

desorden de sombra mordida

por los perros de la muerte

perros azules o negros

él fascismo no combate

mata a oscuras mata a golpes

y de su niebla renace.

Fernando Garrido eras

conductor de coexistencias

la del río con el agua

la del fuego con la hoguera

y la voz con la herramienta.

Vendrán de cielos futuros

arcángeles o planetas

para ver en su hermosura

de este mundo construido

con tus palabras de tierra

Femando Garrido muere

la muerte vive la vida

¡Muera la muerte! ¡Viva la vida!

«Muera la muerte», coreó la multitud mientras crecía y se imponía: Vosotros fascistas sois los terroristas. Las presidencias se mezclaron. Santos se abrazaba con ministros y con delegados extranjeros. Se dio un marcial apretón de manos con el capitán general de Madrid. El servicio de orden abría paso para los coches que debían llevar los restos de Fernando Garrido hacia el cementerio civil.

—A ti te dejarán pasar. Dile a Santos que he de hablar con él a ser posible antes de que acabe el día.

Carmela se abrió paso saludando a unos e increpando a otros.

Volvió en plena desbandada de gentes que iban a buscar autobuses y coches habilitados por el partido para trasladarse al cementerio civil.

—Dice que cada tarde suele pasear por la Ciudad Universitaria. A las seis en la puerta de Filosofía y Letras. Como me lo ha dicho te lo digo. No te quedes ahí, pasmao.

No pudo quedarse sorprendido demasiado tiempo. Una explosión movió el aire como si fuera un océano y los cuerpos se rompieron en frenéticas huidas hacia no sabían dónde. Otra explosión trajo su eco desde la estación de Atocha. Carvalho tiró de Carmela y se puso a correr hacia la puerta del hotel Ritz y allí se volvieron para contemplar cómo la multitud que se había convertido en manada desbandada volvía a recomponerse, tensa, tozudamente, con los puños en alto. Cantaba La Internacional.