17

—Me llamo Gladys y estoy muy de acuerdo con lo que no has dicho. Los demás hablaban y tú callabas.

—¿Argentina? ¿Chilena? ¿Uruguaya?

—¿Y por qué no colombiana, peruana o de Puerto Rico?

—Cada cual tiene sus gustos sobre exiliados.

Rió echando la cabeza atrás como Rita Hayworth en Gilda y enseñó una garganta apenas mancillada con suaves anillos de serpiente joven. Puso suavemente otra vez la mano sobre el brazo de Carvalho, como si le sirviera de punto de apoyo para recuperar la serenidad.

—La verdad es que me pierdo. En mi país ya estaba muy acostumbrada a todo este rollo. Nos pasamos años y años enrollándonos sobre si la transición al socialismo, o lo que quieras. Y mientras tanto los «milicos» iban afilando las bayonetas. Soy chilena. Y no te creas que me limité a mirar las cosas desde lejos. Estuve en primera fila, en el Tren de la Libertad que recorría Chile de arriba abajo con un mensaje de cultura y comunismo. Pero ellos tenían la aviación.

Daba tristes vueltas a un vaso que también se había puesto triste, como si los cubitos de hielo fueran el resultado de sus ojos pesimistas. Carvalho apoyó la espalda contra la barra, con los codos sobre el mostrador, dando la cara al comedor, a la mesa donde Leveder, Julio, Cerdán y Carmela seguían afinando los instrumentos de una orquesta imposible.

—¿Necesitas una aspirina?

La chilena abrió los ojos para fingir más sorpresa de la lógica:

—¿Una aspirina?

—Tengo un amigo, o tenía un amigo, que ligaba así. Se acercaba a una chica y le decía: «Señorita, ¿necesita una aspirina?»

—¿Y le salía bien?

—Siempre.

—¿Y a ti?

—Tú dirás.

—¿Dejamos a ésos? ¿No te interesan sus discursos sobre la Historia?

—Tengo bastante historia ya por hoy. Desde que he llegado a esta ciudad parezco vivir dentro de un libro escrito por un sociólogo o cualquier chorizo de este tipo.

—¿Odias a los sociólogos?

—Entre otros.

—Yo lo soy.

—Trataré de olvidarlo.

Carvalho empezó a andar hacia la puerta. Gladys le siguió, reclamando que se detuviera:

—¿No te despides? ¿Pero cómo eres?

—No nos necesitan.

Pero volvió la cabeza y vio a Carmela pendiente de su marcha. Con los ojos inmensos y negros llenos de malicia. No se dio por aludido y esta vez empujó a Gladys hasta la salida.

—Te invito a un paseo por el barrio viejo.

—Madrid está lleno de barrios viejos.

—Por la plaza Mayor.

Carvalho se encogió de hombros. Paró un taxi borracho de fuel-oil, acatarrado, espasmódico. El taxista tenía que bajarse la bufanda para hablar. Se disculpó:

—Es que me han sacado una muela y estoy grogui.

A Gladys le dio por reírse por lo bajín.

—¿De qué te ríes?

—De la aspirina.

Carvalho le puso una mano sobre el hombro como para contenerle la risa y le señaló al taxista:

—Va a pensar que nos reímos de él.

—Señor. No me río de usted. Es que nos ha pasado algo muy chusco.

—Por mí pueden reírse hasta de Tierno Galván. Para eso hay democracia.

Les dejó frente al Arco de Cuchilleros. Penetraron en la plaza Mayor como si estuviera expuesto el Santísimo. Subían palmas y guitarreos roncos desde las cuevas llenas de turismo de invierno. Estaban casi solos en la plaza iluminada por las farolas, sin otro testigo que la estatua ecuestre de Felipe IV.

—Parecemos una pareja de turistas americanos paseando por cualquier plaza de Roma en cualquier película de los años cincuenta.

—Entonces yo era muy pequeñita.

—Yo no.

Al andar se tocaban los hombros. Del abrigo de lana marfileña salía un hondo calor de mujer perfumada. Le caían los rizos de una permanente leve sobre la espalda y los movía al hablar, como si fueran pompas de jabón o campanillas de reclamo que brillaban más que la luminaria amarillenta de la plaza. Balconada y ventanas parecían cerrar su propia memoria más que abrirse a un tiempo que no les pertenecía y Carvalho recordó sus paseos de joven conspirador con poco dinero, o sus citas bajo los soportales, generalmente junto al portalón de una oficina municipal, también dedicada a oficina de turismo en cuyo escaparate siempre estaba La cocina de Madrid de Entrambasaguas.

—Quiero ir allí a comprobar una cosa.

El libro estaba allí, como a fines de los cincuenta, y parecía ser el mismo, como parecían los mismos sus acompañantes en aquel coro de madrileñismo subcultural.

—¿Te documentas para ir por la ciudad?

—Recordaba cosas. Hace años pasé muchas veces ante este escaparate y a la fuerza me leía los títulos de libros que no me interesaban nada. Ahora me interesa ése.

—¿El de cocina?

—El de cocina.

—¿Tú también, Bruto?

—¿Qué quieres decir?

—Todos los progres de esta ciudad cocinan. Se invitan los unos a los otros para probar los guisos. Y todo lo hacen los hombrecitos, ellos solitos. Parecen chalados. Dicen que están recuperando las señas de identidad. Hasta han dejado de divorciarse para pasar a cocinar.

—¿Conoces a mucha gente?

—Conozco. Tengo que moverme. Las cosas no han sido fáciles. Aquí la izquierda nos ha dado una solidaridad muy sincera pero con muy poco dinero.

Unos extranjeros borrachos desembocaron en la plaza cantando ¡Que viva España! Gladys y Carvalho se sintieron expulsados de la plaza sin que nadie les dijera nada. Salieron a la calle Mayor, se metieron por las callejas que llevaban hacia Ópera y la plaza de Oriente. Se oían sus pasos entre pulcros enrejados que parecían dibujados sobre las fachadas blancas y los marrones intensos de cornisas y postigos.

—El silencio va bien después de tanta palabra.

Carvalho asintió y le pasó un brazo sobre los hombros. Ella echó la cabeza hacia atrás como para apresar el brazo en su nuca.

—¿Por qué me has escogido a mí? Podías haber salido con Cerdán o Leveder o cualquier otro.

—A Leveder lo tengo muy visto y con Cerdán sólo iría a un seminario sobre cualquier potingue del espíritu. Tú callabas. Me gustan los hombres que callan.

—Siempre espero encontrarme a una mujer a la que le gusten los hombres que callan. Por eso callo siempre.

—Eres un malvado.

—Además estoy en una ciudad nueva y las ciudades nuevas prometen la aventura.

Yo sé que soy

una aventura más para ti

y al pasar esta noche te

olvidarás de mí.

—Los Panchos.

—Yo no la aprendí con Los Panchos. Qué viejo eres.

A contrasombra, Gladys ofrecía un perfil casi clásico, sólo traicionado por una nariz excesivamente afinada. Carvalho le pasó un dedo por la frente, por la nariz, por los labios, la barbilla. Volvió a los labios porque estaban calientes y húmedos. Gladys los abrió suavemente para apresar el dedo, sorbió el dedo, lo situó entre los dientes y mordió:

—¡No corras tanto, forastero!

Había corrido ella unos metros y desde allí se volvía para comprobar la sorpresa de Carvalho. Volvió a caminar a su lado, dejaron atrás Opera para salir a la plaza de Oriente. A Carvalho le parecía imposible que los gritos de «Franco, Franco, Franco» hubieran podido contaminar aquel prodigio de ensimismamiento histórico, urbano, protegido por el tabique de cartón piedra del palacio, con los campos adivinados al fondo, en su grandeza de pretextos para dar volumen a los cuerpos de Goya o de Bayeu.

—Es el lugar más antifascista del mundo. Las manifestaciones aquí debieron celebrarse con sombrilla. Debería ser obligatorio venir con sombrilla.

Se sentaron en un banco y ella le explicó cómo había salido de Chile gracias a la embajada de España. Él le dijo que era consejero de una editorial de Barcelona y estaba en Madrid de paso.

—¿De qué editorial?

—De Bruguera.

Gladys le acompañó hasta la puerta del hotel. Leyó en los ojos de Carvalho una invitación a subir.

—Hoy no. ¿Puedo verte mañana?

—Tendré un día agitado.

—Yo también. Ya tarde. A las once, en Oliver.