16

—Necesito seis cafés y estos dos dedos —avisó Leveder en cuanto el maitre del restaurante Gades les aposentó. Marchó hacia el lavabo sin quitar la vista de los dos dedos que iban a prestarle tan misterioso servicio. Cerdán sonrió en busca de la complicidad de Carvalho y se aprestó a completar la bibliografía que le suplicaba la invitada: «antes de que empecemos a cenar, a beber y todo eso». Carvalho aprovechó el aparte cultural para contemplar a sus anchas a la recién llegada, entre castaña y pelirroja, ojos marrón claro, labios carnales más que carnosos, un acantilado de sombra entre sus senos asomados al vértice de un jersey de lana verde, estructura ósea de mujer germánica dulcificada por tres o cuatro generaciones latinoamericanas, incluso, tal vez, alguna traza indígena en el corte de los ojos rasgados. Julio bromeaba con Carmela:

—Aquí donde me ves no soy un ignorante. Estoy haciendo una traducción de Lenin al pasota. A ver, dime algo de Lenin y te lo traduzco.

—Si yo no sé nada de Lenin, chico, soy de la puta base.

—Algo sabrás.

—A ver: explícame lo de la dictadura del proletariado en pasota.

Los rojeras gustan pasar por el aro a los tragones hasta arrascar el raje en el fregao de los colores. La curranda ha de antoligar el cotarro. Pero esto es tirao. A ver, Cerdán, usted camarada.

—No me llames de usted. No somos camaradas, por desgracia, pero no me llames de usted.

—Es que yo no tuteo a los intelectuales. Si es tan amable y me permite un aparte, dígame algo de Lenin para traducirlo a un idioma que yo me sé.

—¿Algo de Lenin? —Cerdán memorizaba y diríase que le hacía ruido la maquinaria cerebral—. Por ejemplo, una de las «tesis de abril»: ruptura abierta con el gobierno provisional preconizando el paso de todo el poder gubernamental a los soviets.

Volvió Cerdán a su bibliografía y Julio se aplicó a la traducción simultánea coreada por la risa sin fronteras de Carmela:

Hay que esperrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios, rojetes o amapolas.

—A ver qué tal queda con amapolas.

—Hay que esparrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios…

Cerdán fue consultado:

—¿Y eso qué es?

—El idioma de mi tribu, de los pasota-leninistas.

La latinoamericana se reía y Cerdán se creyó en el deber estético de amontonar los menguados mofletes por si el movimiento muscular le provocaba la risa.

—¿Qué obra de Lenin me aconseja usted para traducir?

—Tutéame, chico. Podrías traducir ¿Qué hacer?

—Ya tengo el título: ¿Cómo montárselo?

Leveder apareció de pronto sobre su silla, vacío por la vomitona y en condiciones de asumir la situación:

—Estoy dispuesto. Pregunta. Me lo sé todo.

Cerdán le mandó callar para seguir con la bibliografía.

—¿Estás dirigiendo una tesis?

La bibliografía llegó a su fin.

—Ya está —dijo la chica, muy contenta, guardando el cuadernito en un bolso. Cerdán ni miró la carta.

—Cualquier cosa. Espaguetis, supongo —añadió.

Espaghetti alla maricona arrabiata —pidió Leveder.

—No tenemos de eso.

—Lo pido en todos los restaurantes y nunca tienen. Si te crees que te voy a contar quién ha matado a Garrido estás fresco.

Cerdán estalló:

—Si te crees que estoy dispuesto a tolerar tu incontinencia mental, te equivocas. Tienes la edad suficiente para controlar tus esfínteres. Como decía Pavese, todo hombre a partir de los cuarenta años es responsable de su cara.

Dudaron los demás si estaba dicho en serio o en broma, pero optaron por la duda expectante en tanto Leveder, como receptor del mensaje, se definiera:

—Me has convencido —contestó, y Carmela tuvo que volver la cabeza para que Cerdán no la viera reír.

Cerdán dio por imposible a Leveder y otorgó sus favores a Carvalho.

—¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida? ¿Universidad? ¿Editoriales?

—Importación y exportación de taperas e higos secos —se entrometió Leveder.

No pareció ser escuchado. Carvalho hablaba vagamente de negocios, Cerdán buscaba en un punto exacto del mantel dónde había quedado interrumpida la conversación veintidós o veintitrés años antes. Debió encontrarlo, porque miró sólidamente a Carvalho y quiso preguntarle algo que no podía preguntarle:

—¿Fue todo bien?

—Un par de años y a la calle.

—Lo mío fue muy duro.

—Estaba escrito.

Cerdán pasó por alto la leve ironía de Carvalho y volvió al frente de Leveder.

—He de decirte que tu homilía de esta tarde me ha parecido una mierda, una guarrada.

—Si sigues así me voy a tener que marchar.

—Ha sido una homilía buitresca, cebándote en la carroña humana de Garrido y en la carroña política en general. Chin. Chin.

Nadie secundó el brindis de Leveder. Los ojos prefirieron pasar recuento al poblado establecimiento. Cada cual quedó en su isla. Hasta Julio se ensimismó y Carmela buscó algo en el bolso que no estaba dispuesta a encontrar. Leveder les sorprendió preguntando a Cerdán si tenía muy adelantado su trabajo sobre Socialismo y burocracia. No tanto como quisiera. Y a partir de este punto Leveder y Cerdán se sinceraron sobre los problemas de la docencia, de las traducciones, del tiempo para contemplar, viajar o no hacer nada. Era una conversación entre modistos del espíritu sobre las excelencias de los tejidos más apropiados o la irremediabilidad del retorno a la minifalda. Tranquilamente pasaron a Garrido. ¿Cómo está Luisa? Imagínate. Carvalho descubrió de pronto que en la vida de Garrido había una Luisa, como debía haberla en la vida de Cerdán. Una Luisa. Hijos. Cuestiones domésticas. Pequeños dolores cotidianos del espíritu nunca lo suficientemente sofocados por las grandes coartadas.

—La última vez que lo vi fue en el transcurso de una reunión fallida para montar una marcha hacia Torrejón en contra de las bases americanas. Garrido quería darle el característico aire consensual. «Juntos pero no revueltos», le dije. «Cada cual con sus slogans.» No fue posible. Tuvimos una conversación muy sincera. Me dijo: «Te envidio, puedes actuar como si la Historia acabara de empezar.» Ese es en gran parte el drama de los partidos obreros tradicionales. Su lógica interna resulta privilegiada y les separa de la realidad.

Leveder no oponía resistencia. Tenía la ideología triste aquella noche y no le importaba que Cerdán se subiera al monólogo. Decía que no con la cabeza o iba al encuentro de los espaguetis con la suavidad de un comensal bien educado. Carmela y Julio escuchaban fascinados a Cerdán, como si por primera vez estuvieran en la platea del teatro de la inteligencia. Hasta Carvalho se sintió entregado al rezo de tristes evidencias que salían de los labios de Cerdán. Como quien huye de su propio sueño, Carvalho parpadeó y se fue hacia la barra. Tenía sed de cerveza de barril.