15

—En las carpetas tiene todas las declaraciones transcritas de la cinta magnetofónica, más una reconstrucción de todos los movimientos de Garrido desde que salió de su casa, entró en el hotel, subió. Todo. Si es necesario volvemos a convocar el pleno del Central, pero hay una convocatoria para el próximo fin de semana con el fin de elegir secretario general provisional hasta el congreso. ¿Puede esperar unos días?

—Puedo.

—Tal vez haya sacado una impresión negativa de la reunión. Tenemos un pudor especial. No queremos que nuestras cosas se aireen, es como si aún estuviéramos protegiéndolas de la represión, como si aún tuviéramos complejo de clandestinidad. Además el acoso social y político es cierto. Hoy ya no se trata de aquel anticomunismo burdo del franquismo frente al que reaccionaban hasta los demócratas liberales. Hoy se ha instalado en la sociedad un anticomunismo de fondo, movido por los que buscan cómplices para su pasado represivo y por los que tienen miedo ante las propuestas de progreso del partido.

—No insista. Yo no voto.

—Sólo quería…

—Me basta con este dossier, pero necesito que me dejen suelto por la ciudad. La chica esa, Carmela, es muy agradable, pero ya sé andar sólito.

—Ella está a su disposición, no al revés. Muévase a sus anchas, pero tenga cuidado. Ha habido movimientos de tropas por San Cristóbal de los Ángeles, Villaverde. Son movimientos tácticos, disuasorios. Nadie sabe nada de nada, pero se producen en toda situación de crisis. Los ultras andan sueltos. Están apalizando indiscriminadamente y han asaltado dos sedes del partido, en Aluche y Malasaña.

—¿Qué ha sacado en claro la policía del interrogatorio a Cerdán?

—La policía busca a Oswald. Cerdán conserva cierta influencia en el partido, sobre todo en los sectores intelectuales y entre algunos dirigentes del movimiento sindical. Pero de eso a pensar que pueda dirigir una conspiración interna contra Garrido sólo media un desconocimiento abismal del partido.

—Quisiera hablar con Cerdán.

—Es su problema.

—¿Mío o de Cerdán?

—De usted. El teléfono viene en la guía.

—¿No le cae bien?

—Fue un valioso camarada. Pero sabía demasiado.

—¿Cuándo se dio cuenta de que sabía demasiado, antes o después de que dejara el partido?

—Aunque no se lo crea, mucho antes.

—¿Por dónde se mueve ahora, Cerdán?

—Ecologistas, radicales, feministas… —Santos abrió los brazos abarcando todo lo que podía ser ancho o serle ajeno.

—¿Cerdán? ¿Hablamos de la misma persona?

—Supongo.

—Una pregunta íntima. Ustedes desarrollaron cuerpos paramilitares cuando lo del maquis. Supongo que recibieron entrenamiento especial.

—El único entrenamiento especial que recibimos fue la guerra, la guerra civil y la segunda guerra mundial; muy pocos cuadros del partido habían recibido formación militar superior, teórica, y eso fue antes de la guerra y casos excepcionales: Líster, por ejemplo, cuando tuvo que marcharse de España y refugiarse en la URSS.

—Esa puñalada es la obra de un experto. Las buenas puñaladas se dan de abajo arriba y entre el asesino y Garrido estaba la mesa y la altura de la tarima. ¿El arma?

—Ha salido en todos los periódicos: un puñal checoslovaco especialmente fabricado para acciones especiales; es el puñal de los paracaidistas checos, por ejemplo.

—Un puñal para un experto, de hoja ancha y acanalada. Un puñal que abre un pasillo en el pecho.

A Santos le temblaban los ojos, como si el puñal le estuviera haciendo daño. Carvalho le dio la espalda saludándole con una mano y a su espalda sonó la voz de Santos:

—Si quiere ver a Cerdán le encontrará esta tarde a las ocho en la librería Antonio Machado. Presenta un libro.

—¿Controla su vida?

—Me limito a leer El País.

—¿Estoy invitado al entierro? ¿No se invita particularmente?

—El entierro será mañana a las diez.

Carvalho descubrió una Carmela nerviosa, dando paseos por la acera y consultando el reloj casi sin darle tiempo a marcar el paso del tiempo.

—Por fin. Estoy en un apuro. He llamado al fresco de mi marido y no puede ir a buscar al niño a la guardería. He de ir yo. ¿Te importa que nos acerquemos a la guardería? Luego se lo dejo a mi hermana y sigo contigo.

—He decidido liberarme de ti. Santos me ha dado permiso.

—¿Y ésos qué dirán?

—¿Mandan más que Santos?

—Es otro rollo. Ya les avisaré. Pero alguien te seguirá.

—¿Dónde está la librería Antonio Machado?

—¿Vas a comprar un libro o a lo de Cerdán?

—Por lo visto todos en este partido estáis pendientes de Cerdán.

—Está de moda. Le detienen. Le interrogan…

—¿Tú qué piensas de él?

—Que es un paliza. Pero iré a la Machado. Aquello va a ser una manifestación. Toma. —Le apuntó un teléfono—. Por si no voy. Estaré de guardia esta noche con mi chico. Por si necesitas algo. ¿Sabes dónde está la Machado? Pues también te escribo la dirección. Está muy cerca del pub Santa Bárbara. ¿Tampoco sabes dónde está el pub? ¿Pero de dónde sales? En Barcelona no os enteráis de nada…

Carvalho se quedó solo en Madrid, sobre una acera ajardinada que rodeaba la manzana enteramente ocupada por el hotel Continental. Vislumbró a una relativa lejanía los bloques de nuevos ministerios y se fue en busca de la Castellana, deseando salir cuanto antes de aquel barrio igual a cualquier otro barrio de hoteles y oficinas modernas de cualquier ciudad del mundo. Se lanzó Castellana abajo sin otro propósito que afirmar su libertad y comprobar si era seguido. Uno de los muchachos del comité de recepción del aeropuerto trataba de adecuar sus zancadas a las de Carvalho. Le esperó:

—Mira, chico, voy a tomarme unas gambas y luego a la librería Antonio Machado. Si quieres me venís a proteger a la librería. No creo que me pase nada tomando unas gambas. Tenéis un par de horas libres para echar un polvete o tomaros una limonada.

—No soy un chico. Me llamo Julio y prefiero enganchar sellos. Soy filatélico. Mir se va a cagar en nuestros muertos si le dejamos…

—Si quiero os descuelgo igual. Es mejor que pactemos.

—Usted haga lo que quiera. Nos han dicho que le sigamos y le seguimos. Si nos descuelga, pues, ya lo comunicaremos.

Se adelantó Carvalho dos pasos y decididamente paró un taxi. Por el cristal trasero vio cómo el muchacho corría haciendo ademanes, reclamando la ayuda de su compañero al volante de un coche.

—Métase en ese ministerio. Por la puerta lateral esa. Pare. Tenga.

Dejó en las manos del sorprendido taxista doscientas pesetas, saltó del taxi, saludó a un bedel y se dispuso a subir escaleras arriba.

—¿Adónde va?

—Me espera don Ricardo de la Cierva.

—Don Ricardo no es de este Ministerio. ¿No ha visto en la puerta que éste es el ministerio de Comercio?

Ni rastro de sus seguidores en la calle. El aire de Madrid olía a gambas a la plancha.

»No es por azar que a pronto de entrar en la sicosis del fin del milenio se ponga de moda un libro como 1984 de Orwell y renazca el interés por las otras dos propuestas de literatura utópica más consistentes del siglo XX: Un mundo feliz, de Huxley, y Nosotros, de Zamiatin. No es que el fin del siglo confirme las premoniciones utopistas de estos tres autores, pero en una época de crisis, los sectores más críticos de la cultura viven la pesadilla del hundimiento de todos los modelos y cuando no hay modelos avalados ni avalables no queda otra salida que la utopía o el cinismo, a veces disfrazado de un pragmatismo disfrazado de eficacia histórica disfrazada de la virtud de la prudencia. No quisiera hacer sarcasmos en presencia del cuerpo sin vida de un hombre que me mereció todos los respetos y que hoy me merece sólo el respeto de los que creyeron en él como portavoz del proyecto revolucionario. Pero en presencia del cuerpo sin vida de Fernando Garrido me planteo qué se hizo de la prudencia revolucionaria que tanto reclamó en sus últimos tiempos para disimular que había perdido toda posibilidad de imprudencia. He dudado entre respetar la convocatoria de este acto, planteada previamente al asesinato, o anularla y sumarme al dolor que todo buen revolucionario debe sentir, aunque no considere a Fernando Garrido un revolucionario. Yo tampoco le considero un revolucionario y, sin embargo, quisiera que me creyerais cuando os digo que estoy triste, como sólo se puede estar triste cuando se pierde algo que afecta a la propia identidad. Y si he aceptado finalmente venir es porque este asesinato es por sí mismo un aparente aval de la utopía negativista. Sometidos a la pesadilla, los críticos de la realidad pueden reaccionar apostando por una utopía positiva o negativa. Una apuesta por la utopía positiva conlleva obedecer el mandato de Lenin formulado en un momento en que la crisis se cernía sobre el movimiento socialista ruso y europeo y, carente de todo modelo que no fuera un fracaso, Lenin hizo suya la propuesta de Liebknecht: estudiar, hacer propaganda, organizarse para mejor aprehender una realidad ya no aprehensible por una mecánica política progresivamente devaluada por su obcecación con su propia lógica y por su renuncia a entrar en un forcejeo dialéctico con la realidad. Una apuesta por la utopía negativa, en cambio, conlleva precisamente en estos momentos ver en el asesinato de Fernando Garrido una prueba de que el Mundo Feliz de Huxley está cerca, o que está cerca la Oceanía de Orwell o ese cosmos deshumanizado de Zamiatin. Y que ese mundo no es otra cosa que el sistema mundial de dominación que se traga a sus hijos, los integra en la fatalidad de las reglas del juego de la supervivencia y del equilibrio. Bajo este prisma, el teléfono rojo ni siquiera une. Ata. El asesinato de Garrido es una peripecia engullible que no va a desenterrar las picas de los sans-culottes ni va a sacar los tanques a la calle. Es un pedazo de carne ofrecido a la lógica del sistema y cuestionar este hecho significa cuestionar el sistema y poner en peligro la celebración de actos como éste o que se pueda reunir el Comité Central en la legalidad o que haya cursos universitarios para mayores de veinticinco años o que escritores como Vázquez Montalbán puedan ganar el Planeta. Ni Orwell, ni Huxley, ni Zamiatin pudieron prever que la confabulación para conseguir el mundo horroroso que profetizan pudiera resultar de un pacto implícito y explícito entre los dos sistemas antagónicos. Zamiatin era un narozni, un populista ruso que creía en una revolución campesina y en la implantación de un modo de producción asiático, frente al sistema de acumulación capitalista de estado que significó la NEP impulsada por Lenin y acuñada por Stalin. Huxley frivolizaba irónicamente sobre los excesos a que podía llevar el comunismo ruso, no comprendido en directo, sino interpretado a partir de la apasionada cháchara de los jóvenes comunistas ingleses de entreguerras, entre regata de Oxford y regata de Oxford. De hecho la obra de Huxley es un chiste que trata de alertar, mínima y liberalmente, a la supuesta conciencia liberal británica. Y en cuanto a Orwell, como muy bien dice Deutscher en Herejes y renegados: “Aunque su sátira está más claramente dirigida contra la Unión Soviética que la de Zamiatin, Orwell veía también elementos de su Oceanía en Inglaterra de su propio tiempo, para no hablar de los Estados Unidos. En realidad, la sociedad de 1984 encarna todo lo que él odiaba, todo lo que le disgustaba en su propia circunstancia: la gris monotonía del suburbio industrial inglés, la mugrienta, tiznada y hedionda fealdad de lo que trataba de recoger en su estilo naturalista, reiterativo, opresivo: el racionamiento de la comida y los controles gubernativos que conoció en la Gran Bretaña en guerra…”»

Levantó los ojos del papel al que había recurrido sólo para leer la cita y se encontró con la mirada de Carvalho. Sus ojos trataron de recordar y recordaron detrás de cristales más inmensos y entristecedores que los de veinticinco años antes y una máscara amarilla enfundó sus facciones, caídas como cámaras deshinchadas bajo la dictadura punzante de sus cabellos púas de lecho de faquir. Devolvió la mirada a la colectividad que venía desde el horizonte hasta formar una orilla de rostros alzados a sus pies de predicador:

»Ingenuos utopistas. Creyeron que es posible construir utopías para salvarse de las pesadillas y entonces se limitan a caer en la esclavitud de sus miedos a los que les siguen la pista lógica veinte, cuarenta, cien años, sin saber que las pesadillas se transforman y los miedos también. No hay imaginación que pueda prescindir de lo que nos pasa. ¿Qué utopía podríamos construir hoy a partir de ese cuerpo sin vida de Fernando Garrido, cuyo nombre no invoco en vano, cuyo nombre no invoco sin dolor? El paisaje es oscuro. Pero precisamente porque es tan negra la noche, puede resultar algo menos difícil orientarse en ella con la modesta ayuda de una astronomía de bolsillo. En el prólogo del primer número de la revista Hasta Luego, expresaba que sentía una cierta perplejidad ante las nuevas contradicciones de la realidad reciente. Las contradicciones se han agudizado, pero estoy menos perplejo respecto a la tarea que había que proponerse para que tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados en un ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radiactivo. La tarea, que en mi opinión no se puede cumplir con agitada veleidad irracionalista, sino, por el contrario, teniendo racionalmente sosegada la casa de la izquierda, consiste en renovar la alianza ochocentista del movimiento obrero con la ciencia. Puede que los viejos aliados tengan dificultades para reconocerse, pues los dos han cambiado mucho. Y en este empeño pueden reunirse movimientos varios, como el ecologista, portador de la ciencia autocrítica de este fin de siglo, o el feminista si funde su potencia emancipadora con la de las demás fuerzas de la libertad y, por qué no, las organizaciones revolucionarias clásicas si comprenden que su capacidad de trabajar por una humanidad justa y libre tiene que depurarse y confirmarse a través de la autocrítica del viejo conocimiento social que informó su nacimiento, pero no para renunciar a su inspiración revolucionaria, perdiéndose en el triste ejército socialdemócrata precisamente cuando éste, consumado su servicio restaurador del capitalismo tras la segunda guerra mundial, está en vísperas de la desbandada, sino para reconocer que ellos mismos, los que viven por sus manos, han estado demasiado deslumbrados por los ricos, por los descreadores de la Tierra. Lástima que Fernando Garrido no esté entre nosotros para recoger este llamamiento, esta propuesta de esperanza, de utopía positiva. Siento decirlo, pero ha muerto en las filas del triste ejército socialdemócrata, en las filas de los descreadores de la Tierra, aunque le salve para la Historia su memoria, nuestra memoria.

Alguien dijo «amén» al lado de Carvalho. Era el penene de la reunión del Comité Central. Fue un amén sepultado por aplausos tan voluntariosos como asordinados, aplausos de entierro brillante, de sermón final de ciudad sitiada. Cerdán había sido rodeado de jóvenes dispuestos a dejarlo todo para seguirle. No le felicitaban. Le pedían bibliografía e iluminación sobre la realidad. Carvalho creyó reconocer alguno de los rostros que había conocido en el hotel Continental. Sorprendió a Carmela metiéndose un libro en el bolso y a Julio dando una palmada en la espalda de Cerdán. El maestro estaba cansado o al menos tenía los ojos cansados, unos ojos que se acariciaba con las manos, como estimulándoles a seguir contemplando la realidad del ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radiactivo.

—Nos ha llamado atontados —le dijo riente el penene—. No nos han presentado. Me llamo Paco Leveder y usted debe de ser Sherlock Holmes.

—El mismo.

—¿Se ha fijado? Nos ha llamado atontados. Cerdán siempre ha sido así. Ha vivido poniendo notas a la gente según se sabían la lección que él mismo explicaba. Hace años a mí me puso un nueve. Pero ahora estoy suspendido. ¿Quiere verle? Sígame.

Cerdán vio venir a Leveder seguido de Carvalho y se calzó las gafas para no quedar en inferioridad de condiciones.

—Sixto, qué majo eres, sigues predicando el fin del mundo. Tú insiste que un día u otro acertarás.

Cerdán no contestó a Leveder sino que tendió una mano en busca de la de Carvalho.

—Veintimuchos años después.

—¡Ah! ¿Pero ustedes dos se conocían? Me siento engañado.

—Tienes alma de lo que eres, Paco, un profesor de Derecho Político.

—Ya he leído los insultos que nos dedicas en el libelo ese que inspiras. Nos acusas de ser los intelectuales orgánicos de una dirección entreguista. Sixto, te pasas, que nos conocemos desde hace años y a comisario político no hay quien te gane. Había que consultarte hasta los adjetivos de las octavillas.

Pero Cerdán parecía más pendiente del discurso mudo que salía de los ojos de Carvalho que del discurso provocador de Leveder.

—¿Qué es de tu vida?

—Soy uno de los atontados que viven en el ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radiactivo.

—Hay dos clases de atontados: los conmovidos por el espectáculo y los que no se lo plantean.

—No me lo planteo.

—¡No le pegues una bronca a este señor que no es de esta guerra, Sixto! Hemos venido a pedirte la bendición y nos vamos.

Cerdán empezaba a fastidiarse. Por otra parte picoteaban a su alrededor migajas de su saber jóvenes pálidos, con los brazos arqueados para siempre por un prematuro e imprudente acarreo de libros.

—Nos vemos después.

—Nos vemos.

—¿Yo también?

—Si no hay más remedio.

Leveder empujó a Carvalho hacia lo que quedaba del austero cóctel, concordante con los tiempos de crisis. Los cubitos de tortilla de patatas desaparecían al compás de un tenaz picoteo de palillos diríase que movidos por la mitad de la población china.

—El Cerdán de siempre —dijo alguien.

—Más pesimista todavía —comentó otro.

—Pero le ha dolido lo de Garrido.

—¿Por qué no iba a dolerle?

—Yo a veces me he dicho: que este tío piense y los demás nos dedicaremos a plantar coles.

—¿Ha oído?

Leveder estaba burlonamente preocupado.

—No es la primera vez que lo he oído. Cerdán produce estas impresiones. Es un seductor verbal. Domina la magia de las palabras y las hace venir de un reino cuya llave siempre está y siempre estará en su bolsillo. Es un gran shamán, un gran brujo dueño de la medicina de la realidad y del espíritu. Primero yo le adoraba, era uno de los dakois de Fu-Manchú. Luego le odié. Ahora me divierte. Toda cultura se merece un Savonarola. Cerdán es el Savonarola del comunismo español. Pero se está pasando, hostias. Se pasa el día llorando ante el muro de las lamentaciones y ahora le ha dado por lo de la salvación de las coles. De acuerdo que Madrid es irrespirable pero lo del estercolero es muy fuerte. Y además eso de llamarnos atontados. No es una denominación simbólica, es una creencia. Tiene el don de provocar la expectación por la nota. Recuerdo que todos nos movíamos a su alrededor para que nos mirara y nos valorara. Si Cerdán no te miraba, kaput, algo debía ir mal en el coeficiente. Recuerdo la ilusión que me hizo el día en que me sentó a su derecha y dijo: «Este joven tiene un gran talento analítico.» Para él había gente que tenía talento analítico y gente que tenía talento sintético. Años después me comentó: «Fulano de tal tiene un gran talento analítico, en cambio zutano tiene un gran talento sintético.» Y a mí me parecían aquellos dos unos solemnes gilipollas.

Alto, casi pelirrojo en el cabello que le quedaba y en la barbita recortada como un festón subrayante de una cara larga, Leveder se bebió tres chinchones secos en dos minutos:

—Hay que matar la úlcera. A ver si cenamos con Cerdán. Él tiene interés. Tiene ganas de sonsacarme algo después de lo de Garrido. Le voy a maltratar. También debe de tener interés en dialogar con usted. ¿Se conocían mucho?

—Demasiado.

—Mal asunto. Cuando conoces demasiado a Cerdán quedas inmunizado para cualquier propuesta religiosa. Estoy preparando un ensayo impublicable en el que relaciono las actitudes de Cerdán con las del Henry Bernard Lévy de El Testamento de Dios. ¿Sabe de quién hablo?

—No tengo el gusto.

—Un filósofo francés, el filósofo más «chic» del momento. A su lado Cerdán es como una lagarterana.

—Soy un modesto e inculto detective privado, pero no se lo diga a Cerdán. Quiero oírle hablar.

—Podría detenerle. ¿Está usted capacitado para detener gente? Mire, aquí llega la chica más guapa de la burocracia comunista occidental.

Se les acercaba Carmela. Fingió desconocer a Carvalho. Leveder hizo las presentaciones. Carmela presentó a Julio. Leveder prestó oídos a las quejas asalariadas que formulaban Julio y Carmela. En la asamblea de profesionales del partido no se había tenido en cuenta lo que se tiene en cuenta en cualquier empresa.

—Con el cuento de trabajo militante te explotan.

—Vosotros los de la dirección deberíais poneros a nuestro lado porque los viejos tienen una mentalidad de los años cuarenta, cuando había que pagar para que te fusilaran, no te jode.

—Por ejemplo, nos dan quince días de vacaciones por boda. ¿Y si uno tiene un ligue para toda la vida o para parte de toda la vida, qué? ¿No hay vacaciones? ¿Se prima el matrimonio legal? ¿Qué moral comunista es ésa?

—Con lo que ligas tú, Carmela, estarías siempre de vacaciones.

—Lo que pasa es que tú eres como ellos, y antes de enfrentarte a Santos o Mir o Poncela eres capaz de negarnos el saludo.

—Si me enfrento siempre.

—Pero por cuestiones serias, ideológicas. No por nosotros, la puta base. —Los limpiabotas.

Leveder iba por el décimo chinchón y Carvalho dedujo que el chinchón le producía el efecto de un almidón interior porque el profesor aumentaba su tiesura por momentos.

—Os invito a cenar. A todos. Cenaremos todos con Cerdán y le explicaremos los problemas que tienen los comunistas realmente existentes, no los que él se inventa en la probeta. ¡Cerdán!

El llamamiento de Leveder atrajo a Cerdán para que no le siguiera poniendo en evidencia. Leveder le presentó a Julio y Carmela caracterizándolos como miembros de la puta base, como atontados supervivientes del ruidoso estercolero.

—Cerdán, te invitamos a cenar en Gades a cambio de que nos expliques si en la KGB cuentan los quinquenios en las pensiones de las viudas.

No ocultaba Leveder su voluntad de hacer público su discurso, ni Cerdán la de hacerle salir de la librería para impedir que el discurso continuara. Leveder iba por el chinchón número trece entre especulaciones de por qué la KGB escogía como agentes a personajes tan contradictorios como Sixto Cerdán y Paco Leveder. Salieron Carvalho, Carmela y Julio en pos de Cerdán, que llevaba cogido a Leveder por un brazo. Una muchacha con la mitad de la cara tapada por una melena rizada se quejó de que Cerdán le había dejado la bibliografía colgada.

—Véngase a cenar con nosotros —propuso Carvalho sin quitar la vista del nacimiento de una mórbida vaguada entre los pechos, insinuada en el vértice de escote del jersey.

—No quisiera molestar.

—No molesta. Nos gusta ver caras nuevas.

—Conozco a Leveder; he ido a sus clases como oyente.

—Entonces es como si usted fuera de la familia —dijo Julio y la cogió por un brazo.