Había visto el salón del crimen por televisión y en la realidad le pareció más grande, lleno de vacíos, de esquinas, de recorridos variables. La mesa de la presidencia estaba situada sobre una breve tarima y tenía una anchura de sesenta centímetros. El asesino debió volcarse y asestar el golpe con una precisión inexplicable en la más plena oscuridad.
—Con precisión y con destreza de experto. Es la puñalada de un comando, de una persona entrenada especialmente para darla.
Santos y Mir habían convocado a los miembros del Comité Central residentes en Madrid y al servicio de orden presentes el día del asesinato. Carvalho pidió que se sentaran en los mismos lugares que habían ocupado el sábado anterior y que el servicio de orden se situara en las posiciones asumidas.
—¿Los más viejos siempre se sientan delante?
—Sí. Por una cuestión de oído, no se fían de la megafonía, qué le vamos a hacer, y por una cuestión de educación comunista. En las filas de delante no se puede leer el periódico, como algunos hacen en las filas de detrás.
Mir había anticipado su respuesta a la de Santos Pacheco, pero no impidió su intervención.
—Lo del periódico es meramente anecdótico. Se sientan delante también por una mayor confianza, por una mayor proximidad histórica con la dirección. Es comprensible. No es tan simple.
—Si tú lo dices. Pero detrás hay quien ha echado la siesta y con ronquidos incluidos.
—Un grano no hace granero.
—Pregúnteles si desean añadir algo a lo que declararon a la policía.
Santos se encaró a los miembros del Comité Central, distribuidos por la sala en una actitud de escolares entristecidos:
—Este señor es un experto en estas cuestiones, me refiero a las de investigación criminal. —Vaciló como si la palabra criminal no le pareciera la más adecuada—. En fin. Está aquí para ayudarnos y cualquier cosa que se os ocurra o que recordéis y no figure en las declaraciones a la policía pueden serle y sernos muy útiles.
Nadie decía nada. Todos se lanzaban miradas a través de las distancias impuestas por los miembros de toda España que faltaban a la reunión.
—Que pregunte él —dijo una voz desde el fondo, y tras la voz se levantó un prototipo de penene—. Me parece que él sabe lo que quiere saber y nosotros no. Yo me confieso vaciado después de lo que ya declaré.
Los demás asintieron. Carvalho adelantó dos pasos y se tragó la sorna que asomaba a su sonrisa mientras pensaba que alguna vez soñó en dirigirse a un Comité Central pero en circunstancias bien diferentes:
—El apagón duró tres minutos. El tiempo justo para que los empleados del hotel acudieran a conectar nuevamente el fusible. En cinco minutos el asesino tuvo que moverse a una velocidad récord. Salir de donde estaba, acercarse a la tarima, adivinar dónde estaba el corazón, dar la puñalada, volver a su sitio de partida. ¿Alguien oyó algún ruido? O simplemente notó el aire que hace alguien al pasar. El asesino o bien consiguió entrar por alguna parte o salió de las mesas, y por el poco tiempo de que dispuso debió de correr muy de prisa por los pasillos que quedan entre las mesas.
—Se armó jolgorio cuando se apagó la luz —intervino uno de los viejos de la primera fila—. El propio Fernando hizo bromas y entre las risas y los comentarios de siempre hubo bullicio y dudo que nadie pudiera notar cualquier movimiento en la sala.
—Pero si el asesino estaba sentado en esas mesas, su compañero de mesa o sus vecinos más próximos debieron de notar el movimiento al levantarse o al desplazarse.
Volvió a intervenir el penene:
—La percepción sensorial está predeterminada. Es decir, si el objetivo perceptor hubiera sido captar ese movimiento, se hubiera captado. Pero todos estábamos pendientes en primer lugar de la oscuridad y luego de los comentarios del propio Garrido.
—Camarada, tú das por supuesto que el asesino es uno de nosotros.
Era pregunta y queja a la vez en los labios de un hombrecillo más arrugado que la tierra sobre la que habría estado cavando buena parte de su vida.
—Yo no soy camarada de nadie. Eso que quede claro para empezar.
—En efecto —intervino Santos—. Creí que ya había quedado claro. El señor es un profesional contratado por el partido. Lo cual no quiere decir que no debamos darle toda nuestra colaboración.
—Señor profesional contratado por el partido… —Las risas de los demás marcaron la pausa del hombrecillo al que la socarronería le rezumaba por todas las arrugas—. Repito lo que he dicho. Usted ya da por sentado que el asesino estaba aquí, entre nosotros, que era uno de nosotros.
—Prepárense para lo peor, amigos. Carvalho fue hacia la puerta y la abrió. Quedaron enmarcados dos miembros del servicio de orden. —¿Estaban aquí?
—Un poco más lejos, aquí. —Retrocedieron unos pasos—. Pero en cuanto se apagó la luz fuimos hacia la puerta instintivamente, para comprobar si el apagón también se había producido dentro de la sala.
—¿Abrieron la puerta?
—Sí. Vimos que estaba a oscuras y volvimos a cerrar. Este entonces reclamó a los que estaban allí, al comienzo de la escalera, para que fueran a ver qué pasaba.
—Volvieron a cerrar, ¿seguro?
—Seguro.
—Lo más normal es dejar abierta la puerta de una habitación a oscuras…
—Mir nos tiene mandado que esta habitación esté cerrada. Para que cueste entrar y cueste salir. Siempre nos dice lo mismo.
—¿Por qué ha de costar salir?
—Porque siempre hay quien se despista con la excusa de levantarse a fumar un cigarrito. Como está prohibido dentro…
Carvalho cerró la puerta y volvió a enfrentarse al Comité Central:
—Nadie entró de fuera o el servicio de orden miente. Si miente asume la responsabilidad directa del crimen porque podían haber dicho que no recordaban si habían cerrado la puerta o no. Ya sólo queda saber si eran todos los que estaban. ¿Todos los que estaban eran miembros del Comité Central?
—Sí. De eso puedo dar fe —dijo Santos—. Llevamos una lista, es decir, llevo personalmente una lista de los que asisten y de los que asisten parcialmente, es decir, de los que luego se ausentan, siempre por motivos justificados y en la mayor parte de ocasiones por trabajo político. En cuanto salieron los de la tele aquí sólo quedaron miembros del Comité Central.
—Pudo quedarse alguien que entrara con los de la tele —propuso una mujer cincuentona con aspecto de madre de doce hijos.
—De eso nada. —Era Mir el que sancionaba—. Entraron cuatro y salieron cuatro. Y cuando salieron yo cerré esa puerta y me fui a mi sitio.
—El misterio del cuarto cerrado —dijo el penene como si anunciase el comienzo de una película.
—Usted lo ha dicho. Y usted sabrá que el misterio del cuarto cerrado no existe a menos que creamos en la posibilidad de traspasar las paredes y ustedes son los menos inclinados a creer en estas cosas.
—Hay de todo. Hay mucho cristiano para el socialismo por ahí suelto.
Las risas se autocontuvieron ante la sensación de estar violando el luto.
—No podemos aceptar que el asesino sea uno de nosotros. Eso es lo que quieren. Quieren desmoralizarnos. Quieren sembrar la desconfianza en nuestras propias filas. ¿Han investigado bien el local? ¿No hay ninguna posibilidad de otras salidas?
—Hay una puerta de emergencia que se abre libremente desde dentro, pero que para abrirla desde fuera hay que utilizar una llave. Lo más que aporta esa puerta es que el asesino pudo haber escapado, pero al parecer no le interesó escapar, porque escapar hubiera significado identificarse.
—Es inaceptable —volvió a insistir el hombre arrugado.
Saltó el penene:
—Aranda. No seas irracional. Yo estoy tentado a pensar lo mismo que tú. Pero los hechos son los hechos. Los hechos son más tozudos que las ideas.
—Es inaceptable. Y os censuro el que hayáis buscado un profesional para solucionar este caso. Es un caso político y debe tener una solución política, entre nosotros, por el conjunto del partido.
—Podemos buscar un investigador que os dé la razón y que demuestre que el asesino es el diablo o el Espíritu Santo. Habrá salvado el partido pero se habrá cargado el materialismo dialéctico.
—Palabras, palabras. Mucho pico de oro hay por ahí —se defendía frente al penene el hombre arrugado.