Fonseca se levantó de su asiento tras la poderosa mesa, la bordeó y salió al encuentro de Carvalho con una mano pequeña y terminada en punta. Carvalho apenas la rozó, tal vez porque se entregó a la comprobación de la obra del tiempo en aquella cara rómbica, descolorida, de ojos sin pestañas, pupilas miedosas.
—¿Qué tal, señor Carvalho? —Cada vez que acababa de hablar apretaba los labios y miraba al interlocutor como pidiéndole perdón por algo o quizá simplemente pidiera compasión—. Sánchez Ariño, mi principal ayudante. El famoso Dillinger, como le llaman por ahí. Ya estará usted enterado. Y aquella lozana andaluza es Pilar.
Sánchez Ariño le saludó desde lejos caracoleando con los dedos, y la lozana andaluza consiguió romper la costra del maquillaje y del rouge para componer una sonrisa, a riesgo de que se le quedaran enganchadas para siempre las rimmeladas pestañas.
—Su fama le ha precedido. —Fonseca le miraba ahora con los brazos cruzados sobre una barriguilla alzada como un túmulo en el contexto de un cuerpo delgado—. El famoso Pepe Carvalho.
Seguía mirándole como si le fuera a pedir un autógrafo.
—Es usted mucho más famoso que yo.
—Mi fama es mala. Y todo por cumplir con mi deber. Mi vocación siempre fue ser policía. Yo soy de los que creen en la vocación y estoy totalmente de acuerdo sobre cuanto ha dicho Marañón sobre el asunto. Tuve la suerte de ser discípulo de Marañón y de Ortega. No se sorprenda. Tengo muchos años, más de los que aparento. A mí la guerra me pilló en la Complutense. ¿Quiere tomar una copichuela, como se dice ahora? ¿Un pitillo?
La misma manera de entregar el paquete, bien agarrado con la mano, por si en el último instante fuera más conveniente retirarlo y dejar al detenido con una frustración más. Pero esta vez lo ofrecía en serio y cuando Carvalho rechazó pretextando que sólo fumaba puros, Fonseca ofreció el paquete a Sánchez Ariño, y el aviejado adolescente, sin quitar los ojos saltones de Carvalho, le dijo que no con una mano en la que brillaba el anillo de oro reproductor de la cabeza de un comanche. Fonseca reprimió el movimiento inicial de ir a sentarse tras la mesa y ofreció a Carvalho asiento en unas butaquitas tapizadas de piel situadas junto a una ventana que daba a la Puerta del Sol. Sánchez Ariño quedaba a la derecha de Carvalho, sentado o recostado en un canto de la mesa sobre la que reposaba la máquina en que escribía la lozana andaluza.
—Pilar —dijo suavemente Fonseca sin mirarla.
Pilar se levantó y salió de la habitación entre vapores de esencia de magnolio empapando sus carnes abundantes, enfundadas en un vestido de lanilla lila sobre cuya espalda se mecía la melena teñidísima de azabache.
—Usted tendrá prisa y nosotros también. He de confesarle que me opuse desde el principio a que hubiera una investigación paralela. El señor ministro me lo pidió, dadas las circunstancias. ¿Qué circunstancias?, se preguntará usted, ¿o no se lo preguntará usted?
—¿Usted qué prefiere? ¿Que me lo pregunte o que no me lo pregunte?
—No vamos a engañarnos. Aquella carpeta de allí, la tercera, empezando por el lado de la derecha, está dedicada a usted y usted sabe quién soy yo. Si he aceptado su investigación es para que nunca se diga que Fonseca llevó este trabajo movido por apriorismos, por clichés. Yo soy un profesional. Ayer perseguí rojos y hoy amarillos. Mañana a lo mejor les toca otra vez a los violetas.
—U otra vez a los rojos.
Fonseca y Sánchez Ariño se miraron. El comisario se inclinó hacia Carvalho y arrugó la voz para escupir:
—¡Qué va! Ahora tienen bien agarrado el país por los cojones. Esta vez no lo sueltan —y se señalaba la bragueta con un dedo nervioso—. Los tiempos cambian.
Suspiró beatíficamente. Sus facciones se ablandaron, como si nada tuvieran que ver con el rostro crispado de hacía unos instantes. Era el mismo de siempre. El gran histriónico que podía abofetear y al instante siguiente arrodillarse y pedir perdón rogando que no se le obligara a comportarse así.
—Quisiera saber en qué fase se encuentran las investigaciones.
—Estamos haciendo un análisis de comprobación entre las distintas declaraciones de los miembros del Comité Central. Las declaraciones se tomaron en la madrugada del mismo día del suceso y en el lugar mismo del crimen. Fueron tomadas por funcionarios de la comisaría de distrito, aunque estaban presentes altos cargos de la Dirección General de Seguridad.
—¿Usted?
—¿Yo? No. Mi designación fue posterior. Yo seguía el curso de la investigación desde aquí. No me meto donde no me llaman. Ha sido una constante en mi vida.
En 1940 el joven Ramón Fonseca Merlasca se pone en contacto con la organización clandestina del Partido Comunista de España. Nadie le ha llamado, pero es bien acogido porque alguien le recuerda como un activo militante de la FUE en 1934, año de su ingreso en la Universidad de Madrid. Fonseca demuestra una gran temeridad en los primeros trabajos que le encarga el partido en unas condiciones históricas en que cualquier detención podía significar el fusilamiento. En 1941 llega a alcanzar un alto puesto en la red de Madrid y se le otorga la responsabilidad de contactar con el exterior, proponiéndole incluso para miembro del Comité Local. La actividad creciente de los grupos clandestinos pone nervioso al gobierno ante las exigencias alemanas de que terminen cuanto antes y ante las presiones de los embajadores aliados solicitando información sobre la represión. Fonseca podía haber prosperado en el partido y haber llegado a la dirección, pero se le exigió que hiciera caer todo lo que pudiera del aparato de Madrid y obedeció. Su rostro nunca sería olvidado por los hombres y mujeres que pagaron con la vida o veinte o treinta años de cárcel el éxito de su trabajo y cuando, años después el partido se extendió por toda España y tuvo un régimen regular de caídas, fueron muchos los que reconocieron en el comisario Fonseca a aquel entusiasta infiltrado que citaba fragmentos de ¿Qué hacer? o de El Estado y la revolución con la fluidez de un experto y con la convicción de un fanático. Un fanático viejo y cansado era el que contemplaba a Carvalho, tratando de descifrar su código de comportamiento y de adivinar lo que estaba pensando del propio Fonseca. Una sonrisa de burla hacia el otro y de piedad hacia sí mismo bailaba en los labios del comisario:
—Han sido ellos mismos. De eso no le quepa la menor duda. Es una lucha por el poder.
—¿Por el poder en un partido quemado por un asesinato? No tiene sentido.
—Se tragarán el crimen. De hecho ya no sabían qué hacer con Garrido. Era un símbolo para los mayores de cincuenta o sesenta años, pero cada vez había más contestación entre los jóvenes. Y si no ha sido ése el motivo, aquí hay un ajuste de cuentas de la KGB como una casa, porque Garrido era un agente de la KGB como la copa de un pino.
—¿Y sus actitudes antisoviéticas?
—Le voy a poner en contacto con este chiquito, sí, con éste, para que le explique de qué va, señor Carvalho. Sánchez, venga, larga ya lo que hemos hablado tantas veces.
—Para qué.
—¿Cómo para qué? Hablando se entiende la gente. Hay que convencer al amigo. Hay que explicárselo todo. Diálogo. Diálogo. ¿No estamos en plena democracia?
—Si es inútil.
Y señaló la carpeta de Carvalho.
—Se refiere a sus antecedentes. Sánchez tiene la teoría de que el que ha sido rojo una vez en su vida lo sigue siendo siempre. Dale una oportunidad al caballero. Tiene un curriculum interesante.
Sánchez Ariño suspiró resignadamente, recuperó la vertical y empezó a pasear mientras hablaba:
—La KGB tiene una sección especial de propagandistas antisoviéticos que son capaces de manifestarlo públicamente si esa manifestación favorece los intereses de la URSS. Por ejemplo, en Italia, España y todos los países del eurocomunismo o la euroleche. Los comunistas que hacen declaraciones públicas en contra de la URSS lo hacen porque a la URSS no le interesa dar la impresión de que puede instalarse en Europa o en cualquier país capitalista desarrollado un comunismo que le sea fiel. Juega a que el capitalismo sea tan panoli que se crea las discrepancias y acepte la alternativa euro. Luego ya recogerá los frutos, por ejemplo, los frutos de una política internacional no alineada, etc., etc. Es el ABC y no sé por qué me ha hecho largar, don Ramón, si es inútil.
—Supongamos que sea cierto este guión de telefilm. ¿Por qué liquidar a Garrido si tan bien lo hacía?
—Algo debió de salir mal. Tal vez se lo creyó y asesinándole no sólo se mata el perro sino la rabia. Es todo el partido el que queda tocado, desautorizado y la Unión Soviética está en condiciones de manipular lo que quede de él o apoyarse en otra plataforma política más adicta.
—¿Ese es un apriorismo o ya es el final de una investigación que aún no ha empezado?
—Esa es la teoría —sonreía Fonseca palmeándose las rodillas con las dos manos—. La investigación será la práctica.
—¿Y otros motivos? Una venganza personal. Un provocador de extrema derecha, de cualquier servicio secreto y no precisamente del soviético…
—Es posible. ¿Lo ve? Usted también parte de un presupuesto. Es su teoría. Y su teoría es exculpatoria del partido, del comunismo. Usted empieza la investigación con un compromiso político evidente. Será su teoría y la investigación será para usted una mera práctica que ratifique sus teorías. Y lo podrá hacer con mayor soltura que yo, porque usted va a dar la razón a sus señoritos y yo en cambio he de dar unas conclusiones que tranquilicen al gobierno, a la oposición, a todo Dios, porque, eso sí, hay que salvar la democracia. La democracia que no se escoñe. Desde luego.
Sánchez Ariño se puso a reír con risa atiplada, como si se le escapara por una rendija de su gravedad.
—¿De qué te ríes tú? ¿Eh?
Pero también a Fonseca le acometía un ataque de risa y se tapaba la boca con una mano que contenía el hervor de las carcajadas contenidas.
—Mira, que me haces reír. ¿Qué va a pensar este hombre? ¿Que es una juerga?
—Es que, jefe, tiene unas cosas…
Y reventaron finalmente hasta las lágrimas mientras Carvalho se levantaba y marchaba hacia la puerta.
—Falta algo.
Fonseca había vencido su propia hilaridad a caballo de la última carcajada. Al volverse, Carvalho le vio, primero serio, luego grave, burlón, trascendente, tendiéndole un papel lleno de anotaciones y números de teléfono.
—Quiero que pueda localizarme a cualquier hora del día. Luego que no se diga.