10

Carmela aceptó el tuteo de su pasajero con una sonrisa de alivio.

—Pues no lo sé, porque últimamente matábamos poco. Estaba la cosa así como un poco sosa. Muy paliza, o sea, de parlamentario para arriba, ¿me explico?

El coche avanzaba por Serrano entre taxistas que charlaban con sus pasajeros y ayudaban a avanzar sus vehículos mediante bofetadas contra el volante de una u otra mano, la no empleada en acompañar la conversación. La muchacha conducía abrumada por un exceso de misiones: demostrar que las mujeres conducen bien, llevar cuanto antes a Carvalho a su hotel y comprobar que el coche escolta no se quedaba descolgado en algún semáforo.

—Oye, esta ciudad es un rollo para que te sigan. Ya quisiera ver yo una película americana de gángsters filmada en Madrid.

—¿Eres una profesional?

—¿Del taxi? ¿Tengo cara de taxista?

—No. Del partido.

—Si a ganar treinta y seis mil pesetas por todo el día y algunas noches, sin vacaciones tranquilas, ni pagas y hasta ahora sin médico del seguro, le llamas tú ser una profesional, pues sí, soy una profesional. Y además engancho carteles en mi barrio gratis y también les pongo el niño gratis.

—¿Qué niño?

—Mi hijo. Es portátil y me lo llevo a todas las manifestaciones en favor del divorcio y del aborto. Para que vean los de la tele que cuando hay que parir también parimos.

—¿El niño está de acuerdo?

—El niño pasa de todo. Como si le llevo a una manifestación contra los bocadillos de calamares. Como a él los que le gustan son los de frankfurt. Hablando en serio…

Volvió al territorio de su responsabilidad histórica con los ojos graves vueltos hacia Carvalho y un tono de voz de Miguel Strogoff, el correo del zar:

—Trabajo en el Central y me han destinado a esto porque creen que así todo parece más normal.

Llevaba unas medias blanquecinas, tal vez para dar mayor entidad a unas piernas en el justo límite de la delgadez o para ocultar las enramadas de venas azules que debían asomar a aquella piel transparente que se le pegaba a los pómulos, como forzando las cosas para dejar espacio a unos ojos negros bien pintados, excesivos, comiéndose el sitio de una nariz forzadamente pequeña y de unas mejillas que al sonreír tenían que pedir permiso a la boca y dejar allí una suave arruga tensa como un arco, junto a las esquinas de labios constantemente humedecidos por una lengua pequeña. Un escaparate lleno de quesos sustituyó la cara de Carmela. Al fondo de la calle apareció a la derecha una plaza presidida por el edificio de la Opera, un edificio corto de cuerpo, alto de piernas, con un hombro más alto que otro y, sin lugar a dudas, estrecho de cintura.

—Escalinata —musitó Carvalho al ponerse el coche a la altura de las escaleras que llevaban a la calle Escalinata.

—¿Conoces esto?

—Por aquí tenía amigos hace muchos años. Un pintor y su patrona y la hija de su patrona, recién llegada de Egipto.

—Esto se pone interesante. ¿Era una momia la chica?

—No. Era bailarina de flamenco. Lo suyo eran las sevillanas y en Egipto gustaban mucho las sevillanas.

Beethoven, ensimismado, ni mostró la intención siquiera de saludarles desde su condición de escayola y de animal de escaparate de tienda de objetos musicales. Se abrió la calle a la perspectiva de la plaza de Oriente, de sus cielos goyescos teloneros, pero fue un instante, porque Carmela rodeó los traseros de la Ópera y se metió en la plaza apuntando con el morro de su coche la cartelera del cine: Kramer contra Kramer.

—Ése es tu hotel. Te hemos reservado una habitación para una semana, de momento. Lo hemos pedido como Selecciones Progreso, S. A., no como partido. Oye, aquí lo tengo muy mal para esperarte en el coche.

—No me esperes.

—Oye, eso sí que no. Estás bajo mi responsabilidad y además nos siguen ésos.

—Quisiera pasar por la capilla ardiente.

—De capilla ardiente nada, chico. En el partido hay curas y se dice que hasta obispos, pero aún no montamos capillas ardientes a los secretarios generales.

—Dejo la maleta y vuelvo. Da una vuelta a la manzana.

El hotel Opera tenía la pulcra y enladrillada dignidad de un hotel inglés u holandés pegado al collage historificador de la plaza. No era el ladrillo de su fachada un aragonesismo ocre y algo polvoriento, sino el ladrillo con el que las nuevas casas de Amsterdam, Rotterdam o Chelsea tratan de simplificar el volumen sin perder los ritmos visuales de la arquitectura tradicional, ni caer en la hiriente intolerancia visual del hormigón. El hotel era una esquina que pedía perdón al neoclásico degradado y especialmente al giboso edificio del palacio de la Ópera, que más parecía un almacén para porras eléctricas de los vopos de la Unter der Linden. Dejó la maleta en manos de un botones no muy convencido del día que le esperaba y recuperó el calor del coche y de Carmela.

—Si no llegas a bajar se arma. Esos dos me han visto arrancar para dar la vuelta y ya me han echado las luces. Les he mandado a tomar viento. Podrían tener más intuición, digo yo, o un respeto por la iniciativa de una. ¿A la capilla ardiente, como tú dices?

—¿Dónde está?

—No disponíamos de ningún local propio que se prestara. Casi todos están en pisos e imagínate tú el follón. Nos han dejado el zaguán de las Cortes. Yo te dejo en la plaza de Cánovas esquina carrera de San Jerónimo y te espero en el mismo sitio. Pero no te metas en la cola porque no acabas a tiempo y tenemos dos citas esta mañana.

Volvió a rodear el edificio de la Opera y salió a la plaza de Oriente, afrancesada y lenta. Para contrarrestar ese afrancesamiento se llamaba Bailen la calle que separaba las orillas del palacio y de la plaza, nacida para contemplar el palacio, cuestionarlo, destruirlo. El recorrido por Gran Vía, Alcalá y paseo del Prado le mostró la normalidad de la vida ciudadana, apenas alterada por la presencia de jeeps y autobuses blindados de la policía aparcados en la plaza España, el Callao, la Red de San Luis, en todas las encrucijadas o confluencias de calles importantes.

—Mucha bofia.

—Han formado un círculo en torno al área de las Cortes, por si a los ultras se les ocurre armarla.

Carvalho bajó del coche, remontó la cuesta en dirección a los oscuros leones que enmarcaban la entrada al palacio de las Cortes; ascendía paralelamente a la cola de pesameneros adosada a las fachadas por constantes y urgentes recomendaciones de la policía. Un sargento le cogió un brazo y le apartó mientras le decía en árabe que no se quedara estático ante la escalinata, que o hiciera cola o se fuera. Cruzó la calle y desde la acera de enfrente tuvo la perspectiva de la cola como un animal compacto que se metía en el palacio y luego salía con el esqueleto roto, como si en el interior del edificio algo hubiera quebrado su coherencia. No faltaban lágrimas, ni envaradas actitudes de curiosos desdeñosos, ni caras de estar de paso o por casualidad.

—¿Y qué dan ahí? —le preguntó un gracioso conejil con los agujeros de la nariz cavernarios y llenos de pelos.

—Hostias.

Bajó el otro los agujeros de su nariz y ensimismó los dientes en la boca cerrada. Se detuvo un coche tan oficial como negro y de él bajó un ex ministro de Cultura a cuyo alrededor revolotearon micrófonos y cuadernos alados sobre los que el señor De la Cierva inclinaba su poderosa cabeza senatorial y probablemente declaraba que, a pesar de la rivalidad política, reconocía que era una gran pérdida.

—¿Y ése quién es? —volvió a preguntarle el conejo gracioso, esta vez con ganas de ser realmente informado y recuperar la amistad del cáustico desconocido.

—Romanones.

—Tú has de decir: «Quiero sacarme el pasaporte, me espera el señor Plasencia.» Ellos ya te llevarán.