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La cercanía del invierno se notaba en los rápidos crepúsculos sobre el Valles, mientras al otro lado de la casa de Carvalho, Barcelona aceptaba la noche sobre el mar, las contaminaciones y el desigual reparto del lucerío urbano incipiente. Las ciudades se aceptan porque abrigan, como las patrias o los recuerdos. Carvalho presentía un viaje frío, una estancia de extranjero en una ciudad en la que nunca había sido feliz ni infeliz, que aparecía de pronto en el paisaje asolado como un milagro de cartón piedra repetible en Las Vegas o en Brasilia. Mientras en el fuego cocían los pescados para deshabitarse de aromas y traspasarlos al caldo, Carvalho lavaba y relavaba las escupiñas, en decidida lucha con las arenas escondidas en sus surcos. Más parecían frutos de tierra que de mar e incluso luego cuando se abrieron al vapor enseñaron la dureza de almejas pobres, distantes de la finura enfermiza de las almejas ricas, delicadas de color y salud. En cambio la escupiña exigía dientes, masticación en serio, para revelar sus profundos sabores escondidos en recias texturas. Rehogó el arroz en un sofrito de cebolla previamente hecho en la cazuela. Coló el caldo de pescado y tiró las herviduras. Filtró el caldo lechoso dejado por las almejas y esperó a que se enfriasen las valvas para arrancarles el cuerpo cocido y reducido a la medida humana. Los mariscos son seres inacabados cuando están crudos y sólo el calor de la muerte les proporciona límites, volúmenes definitivos. Hizo un picadillo generoso de ajo y perejil. Tras una ojeada a todo lo predispuesto para iniciar el guiso cuando llegaran los invitados, se fue a su habitación para arrancar la maleta de su sueño de armario profundo y llenarla con cinco mudas, el neceser y un mazo de puros palmeros que le había regalado el penúltimo cliente. Repasó la pistola y comprobó el resorte de la navaja automática cuatro o cinco veces. Luego se tumbó, dispuso un ojo hacia la chimenea apagada, el otro hacia el lucerío creciente de la ciudad. Comprobó sus resortes musculares para ponerse en pie de un solo impulso. Tuvo que hacerlo en dos veces y volvió a tumbarse para probar de izarse de golpe. Lo consiguió y se fue hacia la biblioteca llena de mellas y derrumbamientos, de libros deformes por un mal apoyo o por la asfixia excesiva a que les sometían libros mayores. Eligió El problema de la vivienda, de Engels, del que le bastó leer: «Tercera parte: observaciones complementarias acerca de Proudhon y el problema de la vivienda» para decidir que tenía bien merecido el fuego. Rompió el libro en tres pedazos, arrugó las páginas para airearlas y permitir la combustión y empezó a ordenar el edificio de teas y ramas sobre las ruinas de uno de los libros más insuficientes de Engels. El fuego subió como una lengua persuasiva y a Carvalho le asaltó la evidencia de que tardaría demasiados días en recuperar aquella ceremonia, días que obrarían a favor de la pasiva resistencia de su biblioteca a ser incendiada a la velocidad requerida como justo castigo a la cantidad de verdades inútiles e insuficientes que reunía. Decidió, pues, permitirse un acto gratuito y quemar un libro en la fogata inapelable. No escogió al azar, sino que rebuscó en las estanterías de Preceptiva y Crítica Literaria para sorprender una antología de supuesta poesía erótica castellana de los convictos y confesos ciudadanos Bernatán y García, culpables de haber seleccionado versos cilicios, capadores de cualquier rincón de la piel predispuesto aunque fuera al más imaginario de los erotismos. Se tragó el fuego el libro relamiéndose y Carvalho volvió a tumbarse, satisfecho de la oportunidad que acababa de conceder a los hombres futuros para que no recibieran desorientadora información sobre los usos y abusos eróticos de la España del siglo XX. Sonó el teléfono:

—¿José Carvalho?

—Sí.

—Le aconsejamos, por su bien, que no haga tonterías.

—¿Lo dice por la quema del libro? ¿Quién es usted, Bernatán o García? ¿Acaso Engels?

—No se haga el gracioso. Deje a los muertos en paz y sobre todo a ese muerto que usted sabe. Se lo merecía. No recibirá más advertencias.

Era una voz de policía de película de Bardem, en el supuesto caso de que a Bardem le hubieran dejado hacer películas con policías reales. Carvalho se llenó un vaso de orujo frío y con él en la mano recibió a Enric Fuster.

—Te traigo trufas de Villores conservadas en coñac.

—¿Qué tienen las trufas de tu pueblo que no tengan las de cualquier otra parte?

—El aroma.

Fuster se frotó las manos al ver el fuego encendido y luego se llevó un dedo a la sien cuando vio el alma carbonizada del libro arrojado a las llamas.

—¿Lo has consultado con un siquiatra?

El gestor le tendió una factura por los trámites y pagos de la declaración de renta.

—¿No te has equivocado de cliente? ¿Quieres decir que ésta no es la factura de Pujol?

Vertumnis, quotquot sunt natus miquis, decía el gran Horacio.

—Una advertencia. Si quieres que te pague la factura has de asistir como testigo de parte a mi encuentro con un pez gordo de los comunistas. Lo diga yo o no lo diga, tú has de ejercer de testigo y luego callarte como un muerto todo lo que escuches. Lo de callarte como un muerto no es una frase hecha. Acaban de amenazarme por teléfono.

—¿En qué lío te has metido?

—El asesinato de Garrido. Yo investigo por encargo del partido.

—Prosperas, Pepe. Acabarás actuando de extra en una novela de Le Carré.

—¿Qué piensas del asunto?

—Puede haber quinientos o seiscientos motivos y unos dos millones de candidatos a asesino.

—Una habitación cerrada con los accesos guardados por el servicio de orden. Dentro de la habitación ciento cuarenta miembros del Comité Central de los que ciento treinta y nueve pueden ser el asesino. Ese es todo el planteamiento del problema. A no ser que alguien consiguiera burlar la vigilancia, entrar, matarle y volver a salir. Lo más realista es que el asesino estuviera dentro y utilizara cómplices para apagar la luz.

—¿Qué dice el partido?

—Se niega a admitir que el asesino estuviera dentro.

—Parece un caso de novela inglesa.

—El caso típico del asesinato en una habitación cerrada por dentro y sin salida. Pero en las novelas inglesas el asesinado es lo único que aparece en la habitación. En este caso aparece acompañado de ciento treinta y nueve acompañantes. Más parece un chiste de chinos o gallegos que una novela policíaca inglesa.

Salvatella apretó el timbre con la misma educación con que ofreció a Carvalho el obsequio, a su decir modesto pero interesante, de la reproducción facsímil de los primeros números de Horitzons, una revista cultural de aparición clandestina bajo el franquismo. Carvalho se prometió quemarla hacia 1984 en compañía de la obra de Orwell. Mientras ganaban la puerta a través del jardín engravillado le advirtió de la presencia de Fuster.

—No se preocupe. Es mi socio. No tengo secretos para él. Secretos profesionales, se entiende.

Subrayó la palabra socio cuando hizo las presentaciones, y las cejas rubias de Fuster se angularon mefistofélicamente tras las gafas caedizas que le permitían conservar el aire de estudiante sorboniano maltratado por una calvicie frailuna. Ignoró lo que hablaron Fuster y Salvatella mientras él recalentaba el arroz rehogado en la cebolla, le añadía el caldo dejado por las almejas y el suficiente caldo de pescado para que la masa de arroz quedara superada por un dedo de líquido. Esperó a que arrancara fuerte el hervor, mantuvo la intensidad del fuego diez minutos, luego la bajó y a continuación repartió las almejas sobre la superficie del arroz, para ofrecerles finalmente la ofrenda floral del picadillo de ajo y perejil. Fuster mientras tanto hacía los honores a Salvatella a base de jerez frío y aceitunas rellenas de almendras. La conversación se adentraba por las profundidades de la raya entre Castellón y Aragón, privilegiado rincón del mundo donde había nacido Fuster y de donde había salido para estudiar en Barcelona, París y Londres en un viaje que deseaba fuera de ida y vuelta. Salvatella hacía preguntas muy interesadas sobre el valencianismo anticatalanista. Diríase que tomaba apuntes de no tener las manos ocupadas en retener el vaso que Fuster alimentaba con el celo de un camarero de postín y en cazar las huidizas aceitunas con diente de almendra. Luego elogió la elección del Viña Esmeralda, demostrando erudición sobre el tema al mencionar el libro sobre vinos escrito por el fabricante y se quedó extasiado tras llevarse a la boca el tercer tenedor cargado con el arroz aromatizado por las almejas y la picada de ajo y perejil.

—Es la antítesis del arroz a la valenciana. Sencillez frente a barroco —concluyó Salvatella, y las cabezadas de Fuster significaron que elevaba las conclusiones a definitivas.