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—¿Estará muchos días en Madrid, jefe?

—Los indispensables.

—¿Qué hago con toda esa comida?

Medio despacho aparecía ocupado por latas de conserva, embutidos, bacalaos secos.

—Guardas aquí lo que te quepa y el resto lo subes a mi casa en Vallvidrera.

—¿Y si hay lío? Un hermano de mi madre era viajante. Le pilló la guerra civil en Aranjuez y nunca más se supo.

—Eran otros tiempos y otra gente.

—Cuando yo era pequeño y mi madre aún vivía, muchas veces lloraba recordando a su hermano.

—La gente entonces lloraba mucho más que ahora.

—Ésa es una verdad como una casa, jefe.

Sólo le quedaba la obligación de despedirse de Charo.

—Me voy.

—¿Adonde te vas?

—Fuera de Barcelona. Unos quince días, calculo.

—¿Y me lo dices así, por teléfono?

—Ha ido todo muy rápido.

—Pues no pierdas más el tiempo, rico.

Y le colgó.

—Si estalla la guerra civil y no vuelvo, te repartes toda esta comida con Charo.

—Ya lo había pensado, jefe. Y si me necesita, llámeme.

—Añoraré tus guisos, Biscuter. Me voy a una ciudad que sólo ha aportado un cocido, una tortilla y unos callos al acervo de la cultura gastronómica del país.

—¿Qué tortilla?

—La tortilla del Tío Lucas. Si llaman los hermanos Lorenzo, los del robo de la patente de la puerta giratoria, les dices que vuelvan a llamar dentro de quince días.

Las Ramblas se preparaban para canalizar a los buscadores de restaurantes y cafeterías. Desaparecían los transeúntes de paso ligero y los corros de jubilados ante los quioscos de periódicos. En su lugar se conformaba una masa lenta, coloquiante, más feliz, ante la perspectiva de los misterios gastronómicos encerrados en los callejones umbríos donde brotaban cada día nuevos restaurantes, una muestra más del pluralismo democrático ofrecido a la liberación del paternalismo gastronómico doméstico. En plena crisis de la sociedad patriarcal, los cabezas de familia buscaban nuevos restaurantes con la taquicardia de la aventura galante, de la salsa prohibida con crema de leche y trufas de Olot, platos con liguero y ropa interior negra transparente, platos oralgenitales, para comer a cuatro patas, con la lengua predispuesta a las polisemias de las hierbas aromáticas y los sofritos enriquecidos con picadas apiñonadas.

—Sorpréndame con algo que me ayude a despedirme memorablemente de esta ciudad durante un cierto tiempo.

El dueño de la charcutería de la calle Fernando señaló un vino rosado:

—Acaba de llegar. Es de Valladolid y es rosado natural por el tipo de uva.

—Me lo tomaré con un arroz con escupiñas.

Carvalho intentó comer en Les Quatre Barres reclamado por el «rape al ajo quemado», pero la calle estaba llena de putillas en paro y las cuatro mesas del restaurante iban a ser ocupadas por la cola de funcionarios del Ayuntamiento, de la Generalität, que iniciaban la reconstrucción de Catalunya a partir de la reconstrucción de sus propios paladares. Inútil también aguardar turno en el Agut d’Avignon, donde las mesas se reservaban con antelación equivalente a la que había exhibido Jane Fonda para conseguir plaza en un vuelo civil a la Luna. Además Carvalho no quería proporcionar al dueño la satisfacción de rechazar clientela, una satisfacción de iraní dando o quitando o aumentando el precio del petróleo. Prefirió, pues, ir caminando hacia la Boquería a comprar dos kilos de escupiñas y pescado para hacer caldo. Luego rescató el coche del parking de La Garduña para irse a tomar un bacalao a l’hostal en el figón Pa i Trago, una casa de comidas cercana al mercado de San Antonio, donde los seres humanos civilizados pueden desayunar capipota con sanfaina desde las nueve de la mañana.

Entre el hermoso bacalao superviviente de aquellos bacalaos míticos que llegaban desde Terranova a los restaurantes barceloneses anteriores a la guerra civil y un segundo plato de tripa a la catalana con judías, Carvalho llamó al local del Comité Central del PSUC reclamando a Salvatella.

—Mañana temprano me voy a Madrid, pero me gustaría charlar con usted, con calma. Le invito a cenar en mi casa.

El otro tenía la noche muy ocupada. Tenía que explicar los acuerdos del último Comité Central en una agrupación del extrarradio y luego preparar una intervención sobre el proyecto de ley electoral que iba a debatirse dos días después en el Parlament de Catalunya.

—Imagínese además la reunión de agrupación después del asesinato de Garrido.

—Creo que hay un orden de prioridades y que hablar de mi gestión es ahora prioritario.

—Desde luego.

—Además pensaba guisar un arroz con escupiñas, muy parecido al arroz de Arzac.

—Arzac lo hace con kokotxas.

—Y también con almejas.

—Puede ser un arroz muy interesante. Iré a la reunión de la agrupación y después acepto su invitación.

—Estamos condenados a entendernos.

Orientó a Salvatella para que localizara su casa de Vallvidrera. Sin ceder el teléfono a la mujer que le urgía prisa con tetas y ojos endurecidos por el rimmel y un cruzado mágico, Carvalho llamó a Enríe Fuster, su gestor y vecino.

—¿Te interesa cenar con un comunista?

—Depende de lo que se cene. Además tú ya sabes que no voto a los comunistas.

—Arroz con escupiñas.

—¿Vino?

—Viña Esmeralda o Watrau, según tengas un talante adolescente o maduro.

—Adolescente hasta la muerte.

—Entonces Viña Esmeralda.

—¿El comunista ese es de la facción rollo o de la facción nostálgica?

—De la facción gastronómica.

—Ya no saben qué hacer para ganar votos. Iré. ¿Smoking?

—Traje oscuro.

Contra todas las reglas del paladar, Carvalho quiso despedirse del barrio tomando una horchata en la heladería de la calle Parlamento, donde se toma la mejor horchata de Barcelona. Pero estaba vacía, secos los pozos metálicos de la horchata, deshabitada como un urinario público la estancia revestida de azulejos iluminados por un neón de tarde oscura. Se metió por la calle de la Cera ancha entre gitanos que habían trasladado sus taburetes y carajillos a los bares de la Ronda y de la esquina con la calle Salvadors. Eran los mismos o hijos de los mismos que él había visto bailar y sobrevivir en las puertas del bar Moderno o del Alujas, en los años cuarenta, desde el balcón de una casa construida en 1846, dos años antes de la publicación del Manifiesto comunista, en un evidente gesto de optimismo histórico por parte del constructor. La calle de la Cera ancha se bifurcaba en la de la Botella y de la Cera estrecha, donde el cine Padró había dejado de ser cine de viejos, gitanos y niños campaneros para convertirse en Filmoteca. Quién te ha visto y quién te ve, barrio del Padró, repoblado de inmigración cosmopolita, guineanos, chilenos, uruguayos, muchachos y muchachas en flor y marihuana ensayando relaciones posmatrimoniales, prematrimoniales, antimatrimoniales, librerías contraculturales donde el nazi de Hermann Hesse coexistía con el manual escrito por cualquier yogui de Freguenal de la Sierra, barrio desnudo desde que habían desaparecido las estraperlistas callejeras y Pepa la Rifadora, sin otras supervivencias heroicas que la de la fuente de El Padró, la capilla románica a medio descubrir entre un colegio de barrio y una sastrería, con el ábside en otro tiempo repartido entre un estanco y un herrero y la no menos superviviente casa de condones La Pajarita, declarable de interés nacional o monumento histórico a poco que Jordi Pujol, presidente de la Generalität de Catalunya, atendiese la demanda en este sentido que Carvalho pensaba enviarle un día de éstos.