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—Esto es la guerra, jefe.

Biscuter tenía conectado el transistor y escuchaba un reportaje en directo desde la capilla ardiente del Partido Comunista de España en Madrid. Miles de madrileños habían pasado ante los restos mortales de Fernando Garrido en medio de un impresionante despliegue policial, complementado por el despliegue militar que se había podido observar en los barrios límites de Madrid.

—Dígame, señor. Una encuesta para Radio Nacional. ¿A qué atribuye usted este asesinato?

—Al fascismo internacional. ¿A quién va a ser?

—Pero el hecho de haber sido asesinado dentro de un local cerrado, en el que sólo había comunistas, todos ellos miembros del Comité Central, ¿cómo lo explica usted?

—Lo explico como sólo puede explicárselo un buen comunista. Ha sido el fascismo internacional.

—Es usted militante.

—Lo soy. Desde hace mucho tiempo, sí, señor.

—¿Conocía personalmente a Fernando Garrido?

—Tuve el honor de estrecharle la mano en más de una ocasión y fui delegado por mi agrupación al congreso de 1978.

—La pugna de aquel congreso entre leninistas y no leninistas, ¿puede haber repercutido en este crimen?

—Usted nos conoce muy mal, señor. Nosotros no vamos por el mundo matándonos los unos a los otros. Usted ve demasiada televisión o ha visto demasiado cine americano. ¿De qué radio me ha dicho que era?

—De Radio Nacional.

—Entonces no me extraña nada.

—Bien dicho, ¡collons! —estalló Biscuter.

—A ti ni te va ni te viene, Biscuter.

—Pero esto es una putada, jefe. Hay que reconocer que Garrido era un tío.

Biscuter no había tenido tiempo ni de deslegañarse ni de ordenar mínimamente la mesa del despacho.

—¿Desayuna aquí, jefe? Tengo unas butifarras de perol de puta madre y unos fesols cocidos que sobraron de ayer.

—O pienso o desayuno. He de elegir.

—¿Le molesta la radio para pensar?

—Me lo pensaré.

Cogió Carvalho el teléfono, marcó un número arrugando la nariz como si el número oliera mal.

—¿El señor Dotras? Espero.

—Yo no soy comunista —confesaba otro encuestado por la radio—, pero he venido a despedir a Garrido porque soy un demócrata y esto que han hecho no tiene nombre. Es una agresión a la democracia. ¿Que quién lo ha hecho? La CÍA. Los rusos. Vaya usted a saber, con la cantidad de mierda, con perdón, que hay en la política.

—¿Señor Dotras? Soy Carvalho, el detective. Su chica está en una comuna de actores teatrales que representa El círculo de tiza caucasiano en Riudellots de la Selva. Está bien. Sólo hacen una función diaria. Ni hablar. Yo no voy a buscarla, eso es cosa suya. De nada. Le mandaré la factura. ¿La obra? Decente. Algo subversiva pero no hay desnudos. No se preocupe. Bueno. Podía haber sido mucho peor. En el último caso que tuve parecido al suyo la chica estaba en Goa con una diarrea de no te menees. Tuvieron que repatriarla en un avión de Caritas. A su disposición.

—¡Oiga qué dice este facha, jefe! ¡Escuche!

—… hay que acabar con esta pesadilla política. Yo no estoy contra los políticos como personas, pero sí estoy contra los políticos como políticos. Desde que murió Franco nos ha caído encima la plaga.

—Quiero desayunar, Biscuter. Pero no ese adoquinado que me has ofrecido. Pan con tomate, catalana de esa bien trufada, unas aceitunas partidas, un clarete frío en porrón. Cosas suaves. Estoy lleno de toxinas.

Biscuter se metió en la cocinilla situada en el pasillo que conducía al retrete. Silbaba contento o se repetía a sí mismo el pedido con la música de Tres monedas en la fuente. Carvalho cerró la radio y se puso a ordenar los papeles sobre su mesa de despacho años cuarenta, barnices que trataban de resaltar el color de la madera hasta constituir una brillantina para muebles a medio camino entre el neoclásico y el funcionalismo de entreguerras. Seleccionó un papel donde Biscuter había escrito: «Visita importante a las once.»

—¿Por qué es importante esta visita?

—Porque me lo han dicho.

—¿Te han dicho que eran importantes?

—Me han dicho que era un asunto muy confidencial y muy importante. Hasta me han preguntado si estaría usted completamente solo.

Subían alborotos desde las Ramblas. Carvalho se asomó a la ventana. Doscientas o trescientas personas avanzaban en hileras, con los brazos entrelazados: «¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas!» «¡Garrido, hermano! ¡No te olvidamos!»

—Toma, Biscuter.

—¡Veinte mil pesetas! ¿Qué hago con esto?

—Compra comida para dos semanas. Por si acaso.

—Va a liarse. Ya me lo decía yo.

—Tal vez no pase nada, pero mira las colas que empiezan a formarse en los colmados.

Una colita de mujeres encestadas salía del colmado de la esquina.

—Aplica el mismo plan de compras de cuando se murió Franco. El único plato hecho: fabada. Es lo único que soporta la lata.

Biscuter se pasó las manos por lo pelillos rubios que resistían en sus parietales, se frotó las manos, arqueó las piernas, predispuso el cuerpo al dinamismo que exigía la situación con el canijo pecho hundido para acentuar la resolución de unos hombros de niño con ganglios. Sobre la mesa había dejado el desayuno de Carvalho y antes de marcharse dejó la botella de orujo helado junto al porrón:

—Me parece que lo va a necesitar, jefe.

Guiñó un ojo mediante un temerario esfuerzo muscular, que estuvo a punto de paralizarle medio lado de la cara, y se lanzó sobre la jungla urbana con su paracaídas mental y la ambición de hazaña que debía tener todo colaborador de un hombre como Carvalho. El detective desayunó sin pensar en lo que comía. Había elegido un desayuno que no necesitaba reflexión, ni casi la menor predisposición de la conciencia. Un desayuno acompañante discreto de cualquier meditación trascendente. Ni siquiera el jamón hubiera sido el acompañante adecuado. El jamón exige paladeo crítico, veredicto. En cambio la catalana es un embutido cocido que se ajusta a la mecánica del paladar y la masticación sin grandes ambiciones. El hecho de exigirla trufada era el mínimo rigor indispensable para que el sabor le sorprendiera de vez en cuando, cuando los lunares de trufa aromatizaban bruscamente la cavidad bucal y le asomaban picores por la punta de la nariz. Comiese lo que se comiese siempre había que dejar un tiempo para la dialéctica, fuera a partir del sabor o de la textura de lo que se comía. Con mucho menos rato de reflexión, Brillat-Savarin escribió Fisiología del gusto, Brillat-Savarin, aquel hombre que era a la vez célebre y tonto en opinión de Baudelaire «… cosas que van muy bien unidas…», apostillaba el canijo y comedrogas Baudelaire, hombrecillo que sólo bebía vino o fumaba drogas para preocupar a su madre y castigarla por haberse casado con otro.

«Escribe una tesis doctoral sobre algo tan arbitrario que imposibilite la tesis y la antítesis y cambia de oficio», se dijo Carvalho mientras retenía en la boca un pedacito de trufa hasta absorberle todo el sabor y convertirlo en un simple obstáculo que la lengua dejó caer en las profundidades, sin duda horribles, del estómago. Tragueó del porroncillo hasta sentir bien lubrificada la maquinaria del estómago y se llenó un vaso de orujo que quedó ante él como un animal dentado, atractivo y amenazante.

—Me vas a hacer daño, cabrón.

Pero se lo bebió de un trago y le subió desde el estómago hasta la nariz un fuego fresco, una contradicción en suma equivalente a la materializada en cualquier soufflé de helado de vainilla.