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Santos barajó las carpetas distraídamente. El fingimiento de alguna actividad le disculpaba de saludar uno por uno a los que iban llegando.

—Estas se quedaron compuestas y sin novio en la última reunión.

La secretaria le enseñaba un montón de carpetas despechadas, apiladas en un canto de la mesa mostrador, llena de ficheros y carpetas frescas donde los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España encontrarían el orden del día, el esqueleto del informe político del secretario general y la intervención completa del responsable de Movimiento Obrero.

—En mis tiempos se daba la vida por ser miembro del Comité Central y hoy se regatean fines de semana.

Santos sonrió a Julián Mir, responsable del servicio de orden.

—No cambio estos tiempos por aquéllos.

—No, Santos, yo tampoco, pero me da coraje la falta de consideración de algunos camaradas. Hay quien se tira setecientos kilómetros en un tren para venir a la reunión y hay quien se queda en Arguelles a media hora de taxi.

—Bueno, ¿qué hago con las carpetas de los que no vinieron a la reunión anterior?

—Júntalas con las de ahora.

La muchacha obedeció la decisión de Santos y Julián Mir volvió a su condición de responsable de orden, examinando con ojos de experto las entradas y salidas de sus subordinados, identificables por el brazalete rojo:

—Un día tendremos un disgusto. No me gusta este sitio.

Santos secundó el malhumor crítico de Mir con un cabeceo ambiguo que igual podía darle la razón como quitársela. Era el mismo cabeceo que venía utilizando con Mir desde los tiempos del Quinto Regimiento. A Julián no le gustaban las sombras del atardecer preñadas, al parecer, de soldados de Franco. Ni las luces del amanecer abriendo caminos a la vanguardia de los Regulares. Como luego no le gustarían nada, pero es que nada, los boscajes del Tarn, boscajes hechos ya en el pleistoceno a la medida de las patrullas alemanas. No le gustaron luego las acciones que le encargaron en el interior, pero las realizaba con la desdeñosa seguridad de un héroe del Far West.

—¿Muchas dificultades?

—Cuatro fachas muertos de miedo.

Contestaba invariablemente Mir a la vuelta de cada una de sus expediciones a la España franquista. Siempre había sido así. Probablemente ya nació así, pensó Santos, sorprendido de pronto ante la evidencia de que Julián Mir había nacido algún día, hacía mucho tiempo, demasiado tiempo, acumulado ahora en sus cabellos tan duros como blancos, en su musculatura de viejo atlético, ya demasiado responsable de una cara de pollo peleón.

—No me gusta este sitio.

—Y dale. ¿Dónde quieres reunir al Comité Central?

—Menos locales por ahí muertos de risa. De eso me quejo. Y un buen local central como tienen todos los partidos comunistas con cara y ojos. ¿Tú crees que hay derecho? Aquí mismo se celebró ayer una convención de los anabaptistas de la base de Torrejón de Ardoz. Y mira aquel panel. ¿Qué pone allí?

—Tendría que ponerme las gafas para verlo.

—Pues vaya. Desde que te has vuelto un chupatintas del partido pierdes facultades. Yo lo leo muy bien: conferencia «La senda del espíritu en el camino del cuerpo» por el yogui Sundra Bashuartï. Eso lo hicieron aquí ayer. Yo ya no sé si esto es una reunión del Comité Central o una concentración de faquires. Los comunistas en un hotel, como si fuéramos turistas o vendedores de ropa interior.

—Tienes el día.

—Y un día se nos va a colar un comando de fachas disfrazados de orquesta tropical, porque de vez en cuando se oye la música del salón de baile.

—Es música ambiental.

Santos abandonó a Mir a su mala suerte para recibir un frenético abrazo del camarada alcalde de Liñán de la Frontera. No había perdido facultades. La memoria de Santos seguía siendo arcilla fresca donde quedaban grabados todos los rostros del partido y sus brazos seguían respondiendo con desesperado herculismo a los abrazos soviéticos con que los camaradas más distantes se empeñaban en comprobar la resistencia de su ya viejo esqueleto.

—¿Por qué nos abrazamos así? —le preguntó un día a Fernando Garrido.

Él se encogió de hombros:

—Probablemente desde la guerra. Cualquier despedida o cualquier encuentro tenían mucha trascendencia.

—Yo creo que es influencia soviética. Los soviéticos siempre saludan así. Y menos mal que no nos ha dado por besarnos como a ellos.

—Quita ahí, hombre. Que cada vez que me daban un beso en la boca no sabía qué hacer, si darles una patada en los huevos o dejarme querer.

Por cierto, Garrido se retrasaba. Los camaradas formaban corros en la antesala del salón donde se celebraría la reunión; los corros resistirían hasta que la puerta se abriera para dar paso a la corriente eléctrica que siempre anunciaba las entradas de Garrido. Entonces los corros se abrirían como ojos para contemplar una vez más el milagro repetido de la encarnación de la vanguardia de la clase obrera en la persona de un secretario general. Santos decidió dar un último examen a la sala de reuniones antes de que se produjera la entrada de Garrido bajo el palio invisible de la Historia. Desde el umbral de la puerta, a sus espaldas el runrún creciente de conversaciones cálidas como una digestión y ante él la soledad de la sala de convenciones del hotel Continental, la profiláctica concentración simétrica de las mesas y las sillas arropando sin calor de piel ni tejido la baja tarima donde ejercía el poder la mesa a la que se sentaría Garrido, en el centro, dos camaradas del Comité Ejecutivo a la derecha y otros dos a la izquierda.

—¿El sonido bien? ¿Habéis probado la grabadora?

Las cabezas responsables dijeron sí a Santos.

—¿Quiénes se sientan hoy junto a Fernando?

—Martialay, Bouza, Helena Subirats y yo.

—La unidad de los hombres y las tierras de España.

—Martialay no se sienta porque es vasco, sino por responsable de Movimiento Obrero.

—Ya sé. Ya sé. Era una broma.

—Es que hoy el tema es monográfico.

Santos contestaba al joven irónico y al mismo tiempo repasaba mentalmente su filiación: Paco Leveder, profesor de Derecho Político, de la hornada del Sindicato Democrático. «Será un buen parlamentario», había comentado Garrido cuando le oyó una intervención en aquel colegio de Ivry cedido por el Partido Comunista Francés para una reunión clandestina con los cuadros universitarios del interior. Ahora era simplemente un parlamentario.

—Garrido se retrasa.

—No sólo Garrido. Falta un cuarenta por ciento del Comité Central. El sentido de la puntualidad es lo primero que se pierde en la legalidad. Por cierto, no viniste a la reunión anterior y no has disculpado tu inasistencia.

—Se lo dije por teléfono a Paloma. Tenía un acto.

—Ya sabes que las reuniones del Comité Central están por encima de cualquier acto, aunque sean actos del partido.

—¿A que me vas a decir que el Comité Central es el órgano supremo de dirección del partido? —No creo que sea necesario.

—¿Te suena a ti «La tierra para quien la trabaja» o «Todo el poder para los soviets»?

—Ya me sonaba cuando tú aún no habías nacido.

—Pues te conservas muy bien, Santos.

Se despidió de Leveder con una sonrisa y correspondió a saludos y socarronerías que le llegaban desde los distintos grupos a su paso cada vez más ligero hacia la entrada desde la que Julián Mir le hacía señas de que Garrido había llegado. Y como si todo estuviera calculado por un cronómetro omnipotente, Julián dejó la puerta libre y Santos llegó a ella justo en el momento en que enmarcó a Fernando Garrido. Sonreía y avanzaba. Avanzaba y saludaba. Saludaba con las manos y hablaba a unos después de otros como si recitara un discurso perfectamente calculado para la duración del trayecto entre la puerta de la antesala y la del salón de convención. Los corros se abrían hasta romperse por culpa de los empeñados en estrechar la mano de Garrido, merecer una confidencia u ofrecérsela ante la solícita, entregada, inclinada cabeza de un secretario general vacío de secretos y abierto a cualquier secreto, pero sin detenerse, entre Santos y Julián, pisándole los talones dos muchachos del servicio de orden que apenas dejaban sitio a Martialay en el estrecho pasillo humano. Garrido hizo una parada especial para afrontar el abrazo mortal de Harguindey, veinte años y un día de cárcel cumplidos con una tozudez de dios del tiempo. Sobrevivió Garrido al repicar de las manos de Harguindey sobre sus espaldas y tuvo un chiste para Helena Subirats que mereció una carcajada general que más parecía una ovación. Aún no nos creemos del todo que podamos reunimos. Que Fernando esté aquí. Que haya una furgoneta llena de guardias protegiendo la entrada lateral del hotel, Santos pensaba y al mismo tiempo respetaba las paradas de la procesión reclamando una cierta urgencia en el avance. Se detuvo para que Martialay quedara a su altura.

—No hemos podido dar las copias de tu intervención con tiempo suficiente. Las hemos repartido hoy mismo.

—Como siempre.

—Como casi siempre.

Garrido se había cortado el cabello; de su espalda salían efluvios de ducha reciente y loción after-shave. Quién le ha visto y quién le ve. A Santos le pareció por un momento seguir al Fernando Garrido de hacía más de cuarenta años, al líder congénito que en las reuniones preparatorias del octubre de 1934 le había dicho: «Déjalo todo y sígueme»; y Santos le había seguido durante cuarenta años de guerras, exilios, cárceles, falsas identidades, incluidas algunas vacaciones en Crimea y partidas de póquer estratégico con los soviéticos.

—Santos.

—Dime, Fernando.

—Quisiera hablar contigo y Martialay antes de empezar la reunión.

Entraron los tres en el salón. Julián Mir cerró la puerta a sus espaldas.

—Sigo sin ver claro el asunto de aplazar el encuentro con los socialistas.

—Insisto en que a quince días de las elecciones sindicales hay que marcar distancias. Va a haber tomate y el PSOE se va a volcar en la campaña de UGT.

—De todas maneras cualquier intervención o pregunta que se haga durante la reunión ha de ser contestada con una cierta ambigüedad. Las posiciones claras y tajantes muchas veces esconden oscuridad y vacilación.

—Creía que todo estaba claro.

—Por eso tal vez esté oscuro. ¿Cómo lo ves tú, Santos?

—No es necesario poner en cuestión la reunión con los socialistas. Tan lógico parecerá que la hagamos como que no la hagamos.

—Eso es.

—Me parece un problema bizantino.

—Siempre estáis diciendo que no queréis ser una correa de trasmisión del partido y el partido tampoco puede ser una correa de trasmisión vuestra.

Martialay se encogió de hombros y fue a buscar su sitio en la mesa, zambulléndose en las aguas mecanografiadas de su próxima intervención.

—Está nervioso.

—Tiene sus motivos.

Garrido sacó del bolsillo de la chaqueta un pitillo, como si todo el bolsillo fuera un paquete de cigarrillos. «Parece como si los sacara ya encendidos», había escrito un entrevistador.

—No te van a dejar fumar.

—Y luego dirán que soy un dictador.

Devolvió el cigarrillo al bolsillo:

—Empecemos.

Santos abrió la puerta y fue a ocupar su sitio a la derecha de Garrido. Desde allí vio la entrada parlanchina y ruidosa de los miembros del Comité Central.

—Casi un pleno. Se nota que hay expectación. Ya has visto lo de El País.

—Esos nos joden con educación. Pero los de Cambio 16 han vuelto a titular «El chantaje sindical».

Se levantó Garrido para saludar a Helena Subirats.

—Muy buena tu entrevista en La Calle.

—Me alegro de que te haya gustado: El reduccionismo de los entrevistadores me sigue poniendo nerviosa.

Santos emitió el primer chist, secundado por la claca de chist de los más veteranos y disciplinados miembros del Comité Central. Santos golpeó con un dedo el micrófono y la tos tuberculosa, electrónica, magnificada, fue más eficaz que el chist humano.

—Tenéis en las carpetas el orden del día.

Un sesenta por ciento de los reunidos consideró que era indispensable comprobarlo. Julián Mir dio entrada en la sala a un cuarteto de fumadores de Televisión Española. Bañaron de luz la presidencia y las primeras filas de mesas, mientras la cámara se tragaba la realidad con un ruido sin altibajos, como si fuera un animal incapaz de matizar.

—Si quieren pueden quedarse —contestó Garrido a la despedida de los técnicos de televisión.

—Sería muy interesante, pero hemos de ir a filmar el inicio de la reunión de la Ejecutiva del PSOE.

—Allá ustedes. Pero aquí se enterarían de más cosas.

—No lo dudo.

—Las reuniones de los comunistas siempre son más emocionantes.

Santos respaldaba con su sonrisa las bromas de Garrido. Martialay seguía peleándose con los papeles de su intervención. Se marcharon los de televisión, se cerraron las puertas, se instaló el silencio.

—Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.

Risas.

Y como si las risas hubieran sido mal recibidas por los dioses de la energía eléctrica, se fue la luz y un cubo de oscuridad se instaló en el salón, sólido, incontestable.

—Estos de Comisiones Obreras siempre de huelga —comentó Garrido, pero los micrófonos no multiplicaron su socarronería.

Quiso decirlo en voz más alta, pero no pudo. Un dolor de hielo le traspasó el chaleco de lana inglesa y le vació la vida sin poder hacer nada para aguantársela con las manos.

Volvió la luz y Santos fue el primero en comprender que la escena había cambiado, que no era normal que Fernando Garrido tuviera la cabeza sobre su carpeta, una cabeza ladeada que le enseñaba la boca abierta y los ojos más vidriados que los gruesos cristales de las gafas desplazadas hacia la frente. Santos se levantó como si algo le salpicara dolorosamente las piernas y los demás comunistas se fueron levantando uno tras otro, estupefactos, entre qué pasas previos a un derrumbamiento de sillas y huidas hacia adelante, al encuentro con la evidencia de la muerte.