EPÍLOGO

Había dejado de llover cuando Daniel aparcó en Brampton. Un extraño sosiego se apoderó de él. Antes de llegar a Cumbria, el juicio era lo único que tenía en mente.

No sabía con certeza si había creído en la inocencia de Sebastian. No le había importado, salvo en relación con el juicio. Pero, ahora que el niño era libre y había admitido su culpa, Daniel se sintió responsable. Pensó una vez más en Paul y Madeline Stokes, en esa pesadumbre a la deriva sin la brújula de una condena. El niño necesitaba ayuda, pero el papel de Daniel había tocado a su fin. Solo podía esperar que los profesionales relacionados con el caso comprendieran las necesidades de Sebastian.

Si el veredicto hubiese sido diferente, Daniel sabía que no se sentiría mejor. Gracias a su experiencia en centros de seguridad, centros de detención de menores y cárceles, no le cabía duda de que, por graves que fuesen sus trastornos y desesperados sus problemas, los menores no hacían más que empeorar en esos lugares destinados al castigo y la rehabilitación.

Ahora, aquí, en Brampton, Sebastian quedaba lejos, como una nota débil y doliente que oía a duras penas. Ya casi había llegado el invierno y los árboles de Brampton habían sido despojados de las hojas. Los árboles desnudos se alzaban severos contra el cielo, como pulmones. Oyó las salpicaduras de la lluvia contra los neumáticos al llegar al pueblo. Inspiró hondo y contuvo la respiración, preguntándose qué extraños cambios habrían sido posibles si Sebastian hubiese conocido a alguien como Minnie.

Trató de ahuyentar los recuerdos del niño. Pensó en el sabor de los labios de Irene y sonrió.

Aparcó cerca de la granja. Habían limpiado el patio y el viejo cobertizo había desaparecido. Habían excavado en la huerta y habían cortado la hierba. Daniel respiró el olor a limpio de la tierra. Hacía frío, así que cogió las llaves y entró en la casa por última vez.

Estaba diferente. Casi no quedaban rastros de ella. Los suelos estaban impecablemente limpios y el baño y la cocina olían a lejía. Nunca había visto la cocina eléctrica de un blanco tan resplandeciente. Pasó el índice por la superficie, evocando las comidas que cocinaba para él: empanadas, pescado frito con patatas, ternera asada y pudín de Yorkshire.

Las ventanas estaban recién pintadas. La mesa estaba despejada y la nevera abierta y limpia. Se reuniría con Cunningham más tarde para cerrar el contrato y entregar las llaves. Recordó la casa vacía, unos pocos meses antes, cuando todavía estaba furioso con ella y sufría por su pérdida sin admitirlo; había pedido que un profesional limpiase todas sus cosas, que las tirase. Ahora le habría gustado ver el último periódico que leyó, los frascos de botones sueltos, su ropa vieja, los discos de vinilo que había que tratar con tanto cuidado, los animales que habían compartido su vida desde que él se había alejado de ella.

Sintió un dolor en la garganta. Abrió la puerta de la sala de estar. Estaba vacía, sin el viejo sillón, ni la televisión anticuada, ni las fotografías y los cuadros, ni el taburete sobre el cual descansaba los pies encallecidos.

Habían raspado las marcas del piano y la madera era más oscura allí donde el instrumento había bloqueado el paso de la luz. Daniel se cubrió los ojos con ambas manos. «Lo siento, mamá —susurró en la granja vacía y silenciosa, con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas—. Perdóname».

Minnie pisaba los pedales con los pies descalzos y las rodillas separadas. La falda se hundía entre sus muslos. Enderezó los hombros y se recostó en el asiento, riéndose, mientras golpeaba las teclas.

—¿Cuándo aprendiste a tocar el piano? —preguntó Daniel. Estaba tumbado en el sofá, observándola con las manos detrás de la cabeza.

—De niña. A mi padre le gustaba tocar y nos enseñó a las dos… Nos llevaba a conciertos… y nos obligaba a estar quietecitas, con los dedos en los labios, al escuchar sus discos. Algunos de esos discos de ahí eran suyos, y yo los escuchaba de pequeña. —Minnie se inclinó hacia Daniel mientras hablaba, la mano derecha jugueteando con las teclas, el pulgar izquierdo apretado contra los labios—. ¿Quieres que te enseñe?

Daniel negó con la cabeza.

—¿Tu hija tocaba el piano?

Minnie no respondió.

Aunque aún no comprendía lo ocurrido con esa niña cuya mariposa había intentado robar, cada vez que veía esa mariposa pensaba en ella.

—Tocaba un poco —fue todo lo que atinó a decir y comenzó a tocar de nuevo, atronadora, de modo que Daniel sintió las vibraciones desde el sofá. Sintió un picor en el cuero cabelludo. Daniel la observó a medida que sus mejillas iban enrojeciendo y sus ojos se cubrían de lágrimas. Pero entonces, como siempre, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Miró por la ventana, las manos poderosas sobre las teclas.

—Ah, vamos, anímate, Danny. Siéntate aquí a mi lado y enséñame qué sabes hacer.

Una vez más, Daniel negó con la cabeza.

—Te oí tocar la otra semana, ¿sabes? Creías que yo estaba fuera, pero te oí intentarlo. No se va a romper, ¿sabes? Te puedo enseñar a tocar una melodía, o simplemente puedes hacer lo que quieras. No importa. A veces uno se siente bien haciendo algo de ruido. Así se paran los ruidos de la cabeza. Ya lo verás. Ven y siéntate a mi lado…

Se echó a un lado en la espaciosa butaca y dio unas palmadas en el lugar vacío, junto a ella. Solo habían pasado dos semanas desde que le dieron esa paliza, desde que salió corriendo en busca de su madre. Aún tenía una sensación rara en la nariz y olisqueó al sentarse junto a ella y mirar las teclas. Olió la lana húmeda de su ropa y sintió el suave peso de su cadera.

—¿Quieres que te enseñe una cancioncilla fácil o prefieres hacer ruido? Las dos cosas me parecen bien.

—Entonces, enséñame algo —dijo en voz baja, posando los dedos sobre las teclas. Escuchó las notas solitarias y huecas que sonaron.

—Vale, si te fijas en el teclado, ves teclas negras y teclas blancas. ¿Qué notas sobre la forma en que están situadas las teclas negras?

Daniel pasó un dedo por las teclas negras.

—Algunas van de dos en dos, otras de tres en tres.

—Vaya, estás hecho un sabelotodo, ¿verdad? ¿Por qué no me enseñas tú a mí a tocar el piano? —Minnie se rio y Daniel la miró, sonriendo. Ahí, a su lado, podía ver un espacio entre sus dientes: le faltaba un diente cerca del molar.

—Y ahora escucha esto. —Alargó el brazo a la derecha del piano, estirándose ante él, de tal forma que su cara quedó muy cerca. Pulsó las teclas y, a continuación, recorrió con los dedos el teclado, hasta llegar a las teclas situadas a la izquierda—. ¿Has notado algo diferente en el sonido? —dijo, acercándose a él, que vio los anillos azul marino que cruzaban esos ojos azules. Eran como canicas, duros y claros.

—Eso es grave y eso es agudo —dijo, señalando cada extremo del piano.

—Claro que sí, los agudos a la derecha y los graves a la izquierda… Vaya, tienes un talento innato. Ahora, vamos a intentar un dúo.

Dedicó un tiempo a enseñarle las teclas agudas del piano, a las que asignó un número, uno, dos y tres, según el orden en que debía tocarlas, y, al cabo de un rato, comenzó a tocar una melodía en el otro lado. Le indicó cuándo dar a las teclas, sugiriéndole que emplease tres dedos, pero Daniel prefería apuñalar las teclas con el dedo índice, dejándose llevar por el disfrute de esas notas frías.

En eso estuvieron unos minutos: ella tocaba a la izquierda del piano, le soltaba un codazo en las costillas y gritaba: «Ahora, ahora», con ese extraño acento irlandés, cuando quería que tocase las teclas que le había mostrado. Le dijo que la canción se llamaba Heart and Soul.

Pero Daniel no tardó en cansarse, y aporreó las teclas con las palmas de las manos. Trin trin trin, arriba y abajo. Supuso que Minnie se iba a enfadar. Aún no la conocía bien. La miró a los ojos y los vio desbordantes de alegría. Con las palmas de las manos, Minnie aporreó su parte del teclado, de modo que ese ruido grave repicaba a los chillidos y grititos agudos. A pesar de todo, seguía siendo un dúo. El ruido echó a Blitz del salón, y Minnie comenzó a cantar a pleno pulmón, viejas palabras incomprensibles, y Daniel se unió a ella, hasta que se quedó afónico y ambos se volvieron medio sordos y por las mejillas les caían lágrimas de la risa.

Se quedaron inmóviles, y Minnie lo rodeó con un brazo. Daniel, cansado, lo consintió. Al atenuarse el zumbido de los oídos, se le ocurrió un pensamiento, intenso y nítido como las notas del piano. Minnie le caía bien, quería vivir con ella. El pensamiento retumbó en su cabeza y lo dejó en silencio. Acarició la madera del piano, recubierta de marfil. Aún le hormigueaban los dedos de haber aporreado las teclas.