30

Jones tenía un aspecto triunfal al repasar las notas. Los alegatos finales serían por la mañana, en tanto que el juez recapitularía los argumentos por la tarde. El juez llegó y se ocuparon todos los asientos. Daniel intentó no mirar las caras de los periodistas.

Jones colocó unos papeles sobre el atril y observó al jurado, las manos en los bolsillos, meciéndose sobre los talones. Daniel pensó que parecía satisfecho consigo mismo.

—Traten de recordar todo lo que han oído acerca de los sucesos del 8 de agosto de este año… Han oído al acusado admitir que jugó con el pequeño Ben Stokes ese día. Un testigo vio al acusado pelear con Ben y posteriormente lo identificó peleando en el parque infantil donde se halló el cadáver de Ben.

»Debido al tipo de lesión, no podemos precisar a qué hora agredieron a Ben, pero sí la hora de la muerte: en torno a las siete menos cuarto de la tarde. Esto significa que Ben podría haber sufrido esas heridas fatídicas en cualquier momento de la tarde, a partir de las dos, que es cuando fue visto con vida por última vez. El acusado alega que tiene coartada (su madre) desde las tres en adelante, pero ya saben el cóctel de medicamentos que ingirió la madre ese día y, por tanto, tienen motivos para preguntarse si es su testimonio fiable.

»Han oído a los científicos forenses, que han explicado cómo la sangre de la víctima acabó en la ropa de su agresor. Les recuerdo que el acusado tenía arañazos en los brazos, además de fibras de la ropa de la víctima en los vaqueros, lo cual indica que se había sentado sobre la víctima. En esta postura, el acusado habría podido servirse de la fuerza de la gravedad para causar las gravísimas y brutales lesiones faciales por las cuales el pequeño Ben se desangró hasta morir.

»Han oído al experto forense aseverar que las manchas de sangre de la ropa del acusado se debieron a “una agresión en la cara o la nariz, tras lo cual la víctima sopló sangre sobre el agresor”.

»No se equivoquen. —Jones hizo una pausa y aporreó el atril con el índice. Se apoyó en el dedo para realzar sus palabras, mirando sin pestañear al jurado—. No fue un asesinato sencillo. No se trata de un accidente, ni de un juego de manos, ni de un tropezón. Fue un asesinato violento, sangriento, cometido cara a cara.

»Han oído al propio acusado admitir su fascinación por el asesinato y la muerte. Han oído a los expertos asegurar que el acusado padece un trastorno leve relacionado con el Asperger: un trastorno que lo hace propenso a la violencia, que le dificulta entablar amistades, pero un trastorno que no le impide mentir sobre sus actos. Y mintió cuando declaró ante ustedes que él no había asesinado a la víctima. Hemos oído a los vecinos de la víctima, cuyos hijos estaban aterrorizados por el acusado antes de que fuese aún más lejos y asesinase brutalmente a Benjamin Stokes. El acusado amenazó a los hijos de los vecinos con cristales rotos, y de hecho maltrató físicamente a la víctima antes de asesinarla finalmente el 8 de agosto.

»“Los niños son así”, dirán, pero este niño era un peligro conocido en el barrio. Está demostrado que es capaz de cometer este espantoso crimen. Las pruebas forenses lo sitúan en el lugar del crimen. Sabemos que el acusado y la víctima pelearon y la sangre de la víctima manchó la ropa del acusado.

»Sebastian Croll es un abusón con un interés enfermizo en el asesinato, y un asesinato es lo que cometió el 8 de agosto de este año.

»Sé que, cuando dediquen un tiempo a reflexionar sobre los hechos del caso, llegarán a la conclusión de que el acusado, Sebastian Croll…, es culpable.

Daniel ya podía ver los titulares: «Un abusón con un interés enfermizo por el asesinato». Pensó en el juicio de Tyrel, en cómo la condena pareció otro acto de violencia.

Durante el descanso Daniel siguió a los Croll fuera de la sala de audiencias. Incluso el cutis de Charlotte temblaba. Acompañó a la familia a la sala de espera. Kenneth Croll llevó a su esposa del codo hasta la sala. Pidió que le trajese un café, pero Charlotte temblaba tanto que no consiguió insertar las monedas en la ranura. Daniel la ayudó y llevó la taza a Kenneth, que se reclinaba en una silla, con las piernas abiertas y las manos entrelazadas tras la cabeza.

—¿Podemos apelar? —preguntó Kenneth.

—Ya hablaremos de eso si lo declaran culpable —replicó Daniel.

Los ojos de Croll resplandecieron con ira. Daniel le sostuvo la mirada.

De vuelta en la sala de audiencias, Daniel pensó que Irene parecía nerviosa. Nunca la había visto nerviosa antes. Inquieta, daba vueltas al reloj alrededor de la muñeca. No había tenido la oportunidad de hablar con ella, pero Irene lo miró. Daniel formó las palabras buena suerte con los labios. Irene sonrió y apartó la mirada.

Cuando la llamaron, Irene se levantó y colocó el cuaderno abierto sobre el atril. Se hizo el silencio mientras echaba un vistazo a sus notas y se recordaba a sí misma los argumentos. Cuando defendieron a Tyrel, Irene ensayó el alegato final ante Daniel. La recordó caminando de un lado a otro ante él, con sus medias.

Irene se volvió a mirar al jurado.

—Sebastian… es un niño pequeño —comenzó. Ya no parecía nerviosa: los hombros erguidos, el mentón alzado—. Sebastian… tiene once años. Si tuviese dieciocho meses menos, hoy no estaría aquí ante ustedes. Sebastian es un niño juzgado por asesinato. Lo han acusado de asesinar a otro niño, un niño aún más joven que él.

»Que Ben fuese asesinado es una tragedia, un hecho desconsolador para todos…, pero no vamos a obtener justicia para el pequeño Ben condenando a la persona equivocada, y menos aún condenando a otro niño inocente.

»A los periódicos les encanta una buena historia, y sé que han leído sobre este proceso en la prensa, antes de llegar al tribunal, antes de saber que formarían parte de este jurado. Los periódicos han hablado de decadencia social, del fracaso de la familia… Los periódicos han empleado palabras como malvado, satánico y depravado.

»Pero, señoras y señores, tengo que recordarles que esto… no es una historia. No es la decadencia social lo que está en juicio, y no es su tarea solventarla. Su tarea consiste en sopesar los hechos tal como se han presentado en esta sala, y no en la prensa. Su tarea consiste en sopesar las pruebas, y nada más que las pruebas, antes de decidir si el acusado es culpable o no culpable.

»Durante este juicio han visto algunas imágenes horripilantes y han escuchado algunas declaraciones perturbadoras. Al contemplar un espantoso acto de violencia, es natural querer culpar a alguien, querer encontrar… a un responsable. Pero este niño no es el responsable de la violencia que se ha descrito ante ustedes en el transcurso de este juicio.

»Veamos, ¿cuáles son las pruebas?

»No hay testigos de este terrible crimen. Nadie vio a Ben cuando era agredido. Un testigo afirma que vio a Sebastian y a Ben pelear al caer la tarde el día del asesinato, pero su declaración no es fiable. Está el arma del crimen entre las pruebas; pero es imposible vincularla a un sospechoso. No se han hallado ni huellas dactilares ni restos de ADN en el ladrillo empleado para matar al pequeño Ben Stokes. Sufrió un hematoma cerebral, lo cual significa que sabemos aproximadamente a qué hora murió (alrededor de las siete menos cuarto de la tarde), pero no sabemos cuándo recibió el golpe fatídico. Sebastian estaba en casa desde las tres de la tarde, mucho antes de que se denunciase la desaparición de Ben.

»Sebastian admite haber peleado con Ben antes, ese mismo día, y nos contó cómo Ben saltó del columpio, debido a lo cual le sangró la nariz. En la ropa de Sebastian quedaron restos de sangre y fibras de la ropa de Ben, pero no más de lo que cabría esperar tras unas cuantas horas de juego al aire libre, una disputa infantil y un accidente. Incluso los científicos de la fiscalía admitieron que habrían esperado mucha más sangre en la ropa de Sebastian si hubiese matado a Ben de esta forma tan violenta. Aquéllos de ustedes que tengan niños saben que las pequeñas cantidades de fibras y de sangre halladas en la ropa de Sebastian son muy normales tras un juego un poco brusco.

»El asesinato de Ben fue brutal, y para cometerlo se necesitó una fuerza considerable. Sé que van a poner en duda la insensata sugerencia de la fiscalía de que este niño pequeño que se encuentra ante ustedes habría sido capaz de ejercer esa fuerza. Sabemos que el testigo, el señor Rankine, es miope. Esa tarde no vio a Sebastian junto a Ben, pero ¿vio a otra persona tratando de hacer daño al niño? Él ha admitido que es posible que viese a un adulto menudo agrediendo a Ben.

Irene pasó una página del cuaderno. Respiró hondo, asintiendo hacia los miembros del jurado con un movimiento delicado. Daniel los observó. Estaban absortos, con la mirada fija en Irene, sin dudar de sus palabras.

—Han oído que Sebastian sufre de un trastorno muy leve, relacionado con el Asperger, conocido como TGD-NE, por lo cual Sebastian puede parecer más… fogoso que otros niños de su edad, pero…, por inusual que les parezca, no permitan que eso desvíe su atención de las pruebas. Sebastian… fue lo suficientemente valiente como para contarles su versión. No tenía que hacerlo, pero quería hablar para que oyesen la verdad sobre lo ocurrido ese día, con sus propias palabras. Quizás sea fogoso, pero Sebastian no es un asesino. Quizás sea un abusón en el colegio, pero Sebastian no es un asesino.

»Los hechos: si Sebastian hubiese matado a Ben, habría vuelto a casa cubierto de sangre. No habría llegado a casa a las tres de la tarde y no se habría puesto a ver la televisión con su madre. Sebastian es un niño pequeño, incapaz de reunir la fuerza necesaria para matar a Ben con el arma del crimen. Pero, y esto es lo más importante, no existen pruebas que vinculen el ladrillo con Sebastian y nadie lo vio hiriendo a Ben. Fue visto persiguiéndose y peleándose con Ben en el parque, pero esta pelea preocupó tan poco al hombre que la presenció que ni siquiera sintió la necesidad de separar a los muchachos, ni de denunciar el incidente a la policía. El testigo de cargo se fue a su casa a ver la televisión porque lo que había visto no era un acto de violencia previo a un asesinato, sino una riña muy normal entre dos chicos, y los chicos, cuando este adulto les pidió que parasen, le hicieron caso.

»Más importante: ¿qué papel ha desempeñado la policía para asegurar que se haga justicia? El señor Rankine admitió que tal vez vio un adulto de azul celeste o blanco agrediendo a Ben. ¿Qué hizo la policía al respecto? Comprobaron las cámaras de seguridad del Ayuntamiento y no encontraron nada; entonces, ¿qué más hicieron?…

Irene alzó ambas manos ante el jurado, como si les pidiese ideas.

—Nada. —Se encogió de hombros y se apoyó en el atril, resignada a semejante incompetencia—. Por lo que sabemos, podría haber habido un agresor adulto, alguien vestido con una camiseta blanca o azul celeste, que agredió y asesinó a Benjamin cuando Sebastian se fue del parque. Esta importantísima posibilidad, que realzó el testigo de la fiscalía, no fue investigada como debiera. ¿Están convencidos de que este niño cometió el crimen o existe la posibilidad de que lo cometiese otra persona?

»Es lo que deberían preguntarse a sí mismos: ¿es justo condenar a este niño con estas pruebas? Una vez que dejen de lado los periódicos, las terribles imágenes que han visto y lo que han oído; una vez que tengan en cuenta que no existe en absoluto ninguna prueba que demuestre directamente que Sebastian asesinó a Ben (ni pruebas forenses que concuerden con una lesión de este tipo, ni huellas en el arma del crimen, ni testigos del ataque real…), tienen que llegar a la única conclusión lógica posible.

»La fiscalía tiene que demostrar, sin que quede lugar a dudas, que el acusado es culpable. La carga de la prueba recae sobre la fiscalía, no sobre la defensa. Ahora han de ponderar si ha logrado demostrarlo o si a ustedes les queda alguna duda tras las pruebas circunstanciales aquí presentadas. Ante ustedes no se encuentra un criminal curtido, con varias condenas en su historial. Se encuentra… un niño pequeño.

»Cuando vuelvan de la sala de deliberaciones, quiero que estén plenamente seguros…, plenamente seguros, de haber tomado la decisión correcta. Sé que van a ver los hechos tal como son y van a comprender que Sebastian… no es culpable.

»Si creen que Sebastian es inocente, deben absolverlo. Si creen que Sebastian quizás sea inocente, deben absolverlo. Incluso si creen que Sebastian podría ser inocente, deben absolverlo.

Irene recogió sus notas.

—Gracias por su atención.

Tal como se esperaba, el sumario del juez duró toda la tarde, tras lo cual el jurado se reunió para decidir el veredicto.

Daniel trabajó hasta tarde en el despacho y luego fue a Crown antes de que cerrase. Envió un mensaje a Irene tras beberse media cerveza: «No dejo de pensar en mañana. No sé si estoy preparado para ello. Espero que estés bien». No hubo respuesta.

Al día siguiente era viernes, y Daniel trabajó toda la mañana antes de recibir una llamada: el jurado había acordado un veredicto.

En la sala de audiencias, todos se reunieron de nuevo: abogados, familiares, periodistas y público. Sebastian se sentó junto a Daniel, a la espera de la decisión que marcaría el resto de su vida.

Daniel miró a su alrededor cuando se reanudó la sesión. Los minutos pasaron vertiginosamente, en una sucesión de procesos. Echó un vistazo al niño pequeño que tenía al lado y una vez más reparó en la desafiante inclinación del mentón, en los enormes ojos verdes, expectantes y cautelosos.

Puso una mano en la espalda de Sebastian. Vestido con una camisa recién comprada, de cuello demasiado ancho, y una corbata a rayas, el niño tenía un aspecto elegante. Miró a Daniel y sonrió.

También Baron se levantó del asiento y miró a Sebastian y a Daniel por encima de las gafas.

—El niño no tiene que ponerse en pie.

El secretario del juzgado se irguió y se dirigió al jurado.

—Por favor, que se levante el presidente del jurado.

Era una mujer. Se puso en pie, muy derecha, y cruzó las manos frente a ella.

—¿Han llegado a un veredicto con el que todos están de acuerdo?

—Sí —dijo la mujer, de mediana edad, que se expresaba con claridad.

—¿Declaran al acusado, Sebastian Croll, culpable o no culpable del asesinato de Benjamin Stokes?

Daniel no podía respirar. El aire estaba cargado. Todas las miradas en esa sala abarrotada se dirigieron a los labios de la mujer, a la espera de sus palabras. Daniel percibió la tensión que emanaba del chico junto a él.

Cuando Tyrel se encontraba en el banquillo de los acusados, Daniel se sintió alejado de él, impotente. Sin embargo ahora, con Sebastian al lado, la sensación era peor: rozaba el brazo del niño, veía el casi imperceptible vaivén de su cuerpo, olía su pelo limpio. Ahora que su pequeño cliente estaba junto a él, era igualmente incapaz de protegerlo.

Si Sebastian era declarado culpable de asesinato, el juez no tendría más remedio que enviarlo a prisión. Después de la condena, no serían profesionales del ámbito jurídico quienes decidirían cuánto tiempo pasaría en la cárcel, sino el ministro del Interior. La vida del niño estaría sujeta a los tejemanejes políticos y sería probable que el ministro del Interior alargara la condena para calmar a la población y a los medios.

Daniel pensó en los años que el niño desperdiciaría en centros de menores y, más adelante, en cárceles de adultos; las drogas a las que tendría acceso, las amistades que aprendería a perder; la enajenación que sentiría respecto a la sociedad y su propio futuro. El futuro se convertiría en otro tipo de cárcel. La presidente del jurado alzó los ojos para mirar al secretario que se dirigía a ella.

Sebastian suspiró y, al mismo tiempo, deslizó la mano dentro de la de Daniel. Éste acarició con el pulgar el dorso de la mano del muchacho, como habría hecho Minnie. Recordó ese pulgar áspero sobre su jovencísima piel. Era un acto instintivo de afecto y, al fin y al cabo, fue ella quien le enseñó a mostrar afecto.

La columna de Irene estaba completamente recta. Daniel hubiera deseado coger su mano también.

—No culpable.

—¿Y el veredicto es unánime?

—Sí.

No hubo gritos de júbilo. La impresión enmudeció la sala. Se abrió un abismo de silencio antes de que las voces despertasen, murmurantes y persistentes, como una ola a punto de romper en la orilla. De la familia de la víctima surgieron sollozos, airadas voces de protesta.

Baron silenció la sala.

—Les recuerdo que no estamos en un campo de fútbol.

—¿Qué significa esto? —preguntó Sebastian una vez que el jurado y el juez se retiraron y el público se dirigía a la salida. Aún sostenía la mano de Daniel.

—Significa que puedes ir a casa, cariño —dijo Charlotte, que atrajo al niño hacia sí. Los párpados que cubrían esos ojos enormes temblaban. Cansado y esbelto, Sebastian se apoyó en su madre, quien lo envolvió en sus brazos y le despeinó el cabello.

El juzgado comenzó a vaciarse. Daniel siguió a Irene y a Mark al gran vestíbulo del Old Bailey.

Al dirigirse hacia la salida, Daniel sintió una mano poderosa que lo agarraba del hombro y le daba la vuelta. Antes de que pudiera decir una palabra, Kenneth King Croll le dio la mano y unas palmadas en la espalda. A continuación, Kenneth le dio la mano a Mark antes de agarrar a Irene por los hombros, sacudiéndola ligeramente, y plantarle un beso en cada mejilla.

Una vez liberada del agarre de Kenneth, Irene se volvió hacia Daniel y sonrió. Daniel quiso abrazarla, pero se sintió cohibido, con sus clientes delante.

—¿Dónde vas ahora? —preguntó Daniel, mirándola, tratando de encontrar sus ojos.

—De vuelta a la oficina, supongo. No lo sé. Estoy agotada. A casa, tal vez. ¿Y tú? Tú vas a tener que vértelas con la magnífica prensa británica.

—Qué remedio.

—¿Quieres que te espere? —dijo Irene.

—Sí, espérame y vamos a tomar una copa o algo. Quizás tarde un poco. Pero acabo en cuanto pueda.

Cuando Irene se fue, Daniel volvió la vista para ver a los padres de Ben Stokes saliendo junto al agente asignado a la familia. Sintió una súbita empatía por ambos. Paul llevaba a Madeline de los hombros. Parecía ir guiándola. Los pies de ella daban pasos diminutos. Tenía la cabeza gacha, el pelo sobre la cara. Al pasar junto a Daniel se apartó el pelo de la cara y Daniel vio los ojos y la nariz enrojecidos, las mejillas hundidas. Al reparar en su presencia, se apartó de su marido. Daniel dio un paso atrás, convencido de que ella iba a lanzarse contra él. Pero era a Charlotte a quien Madeline tenía en mente. En el enorme vestíbulo se oyeron los ecos del aullido de Madeline, que estiró los brazos (los dedos como garras) hacia el hombro de Charlotte.

—¡Es un monstruo! —clamó Madeline Stokes—. Él mató a mi pequeño…

Daniel estaba a punto de llamar a seguridad, pero Paul Stokes se llevó a su esposa. Al alejarse se volvió pasiva de nuevo, permitiendo a su marido que guiase sus pasos.

—¿Está bien, Charlotte? —preguntó Daniel.

Charlotte había abierto el bolso. Buscaba algo con fervor. Varios objetos cayeron al suelo: un cepillo, un espejo, un delineador de ojos y varios bolígrafos. Con destreza, doblando las rodillas, Sebastian se agachó a recogerlos.

—Necesito, necesito… —dijo.

—Por amor de Dios, mujer, cálmate —siseó Kenneth.

Daniel estiró los brazos, pero demasiado tarde. Las rodillas de Charlotte cedieron bajo ella y cayó al suelo, junto al bolso. El bote de píldoras que había estado buscando salió rodando. Sebastian se lo entregó a su padre.

—Toma —dijo el muchacho al dárselo.

Kenneth, que ayudó a Charlotte a ponerse en pie, estaba lívido y Daniel no supo si se debía a la vergüenza o a la tensión.

Un agente de seguridad se acercó a preguntarles si necesitaban ayuda.

—Mire, estamos bien —bramó Croll. Se volvió hacia Daniel—. ¿Podría quedarse con Seb un momento? Tengo que calmarla antes de salir.

Daniel asintió y los observó mientras se alejaban. Sebastian lo miró, las manos a los costados, la barbilla inclinada para que toda esa cara redonda se girase hacia Daniel.

—¡Estaremos en esa sala de reuniones! —gritó Daniel a los Croll.

—Denos veinte minutos.

Daniel miró el reloj. El niño aún tenía la mirada clavada en él.

—Está teniendo un ataque de ansiedad. No puede respirar y se le pone la cara toda blanca y comienza a jadear así… —Sebastian comenzó a imitar la hiperventilación de su madre, hasta que Daniel posó una mano en su hombro. El niño estaba rojo y tosía.

—Vamos —dijo Daniel, que abrió la puerta de una de las salas de reuniones y saludó al guardia de seguridad—. Vamos a sentarnos aquí hasta que tu madre se encuentre mejor.

La puerta se cerró tras ellos y quedaron aislados en ese espacio opaco. No había ventanas en la sala. Daniel no pudo evitar acordarse del lugar donde Minnie fue incinerada. Los sonidos del Old Bailey (tacones sobre las losas, abogados hablando por teléfono, letrados susurrando a los clientes) se apagaron.

Se hizo un silencio cálido, floreciente. Los ojos del niño estaban secos y su pálido rostro pensativo. Daniel se acordó del día en que se conocieron, en la comisaría de Islington.

—¿Crees que la mayoría de la gente está triste porque no me han declarado culpable? —preguntó Sebastian, mirando a Daniel.

—No importa lo que piensen; has tenido una buena defensa y el jurado te ha declarado no culpable. Ahora puedes volver a tu vida de siempre.

Sebastian rodeó la mesa para acercarse a Daniel. Se quedó de pie, junto a su silla.

—No quería ir a Parklands House.

—No —dijo Daniel. Se apoyó en los codos, para tener la cara a la altura del niño—. Yo tampoco quería que tuvieses que volver allí.

El pequeño suspiró y se acercó a Daniel. Apoyó la cabeza en el hombro de Daniel. Daniel había observado a su madre consolándolo muchas veces y supo qué hacer. Al cabo de un momento, levantó la mano y pasó los dedos entre el pelo del muchacho.

—Todo ha ido bien —susurró Daniel—. Todo se ha acabado.

—¿Crees que voy a ir al infierno?

—No, Seb.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque el infierno no existe. Al menos, yo no creo que exista.

—Pero no lo sabes de verdad. En realidad, nadie lo sabe. Creer significa que piensas que algo es así.

—Bueno, a lo mejor soy un cabezota, pero creo que lo sé. Todo eso no son más que tonterías.

—¿Y Ben estará en el cielo? Todos dicen que es un ángel.

—Seb, escucha, sé que esto ha sido muy duro para ti… El juicio ha salido en la tele y los periódicos y los otros niños de Parklands House hablaban de ti, pero tienes que intentar no prestar atención a todo eso. Solo lo hacen para vender periódicos, porque no hay ni una pizca de verdad…

—Verdad —dijo Sebastian, con calma—. ¿Te caigo bien, Daniel?

—Sí —contestó Daniel, y suspiró.

—Si te digo algo, ¿te seguiré cayendo bien?

Tras meditar un momento, Daniel asintió con la cabeza.

—Yo puse el ladrillo en la cara de Ben.

Daniel contuvo la respiración y observó al niño. La luz se reflejaba en sus ojos verdes. En sus labios se dibujaba una sonrisa casi imperceptible.

—Me dijiste que te fuiste a casa…

—No pasa nada —dijo Sebastian, que ahora sonreía abiertamente—. Todo está bien. No necesitas preocuparte por mí.

Daniel asintió. Notó la tensión en los abdominales.

—Tú también me caes bien —dijo Sebastian—. Creo que eres un buen amigo. Me alegro de que fueses mi abogado…

Daniel asintió de nuevo. Le apretaba el cuello de la camisa.

—¿Qué quieres decir… con que pusiste el… ladrillo en la cara de Ben?

—No me gustaba la cara de Ben. Solo quería taparla, para no verla más. Era un llorón y un mocoso y siempre quería ir a casa. Le dije que dejase de llorar. Le dije que si intentaba irse le iba a dar un motivo para llorar de verdad…, y cuando puse el ladrillo en su cara, no volvió a llorar. No hizo nada de ruido. Ni uno más.

Daniel sintió cómo los hombros se le encogían. Suspiró y se aflojó la corbata. Se inclinó hacia delante y se llevó las dos manos al pelo.

—Deberías habérmelo dicho, Sebastian. —Su voz sonó estridente en esa sala—. Debiste decírmelo desde el principio. Habríamos hecho las cosas de otro modo.

Sebastian sonrió y se sentó frente a Daniel. Era la inocencia personificada: todo pestañas, pecas y un pulcro peinado.

—Pensé que no te caería bien si te lo decía. Quería caerte bien.

—No importa cómo me caigas, Sebastian. Te lo dije al principio: tenías que contármelo todo, la verdad, pura y simple. Soy tu abogado… Deberías habérmelo dicho.

—Bueno, ahora ya lo sabes —dijo Sebastian. Inclinó la cabeza.

Daniel se mareó y un sudor frío le recorrió la espalda. Apretó la lengua contra el paladar, intentando serenarse.

—Tengo que irme —dijo Daniel—. Vamos a… buscar a tus padres. —El niño alzó la vista y Daniel respiró hondo. No sabía qué decir al niño.

Fuera, Charlotte, de nuevo en pie, se mecía como un girasol y unas enormes gafas de sol cubrían sus ojos. Ken seguía agarrándola del codo.

—Gracias, Dan —dijo Kenneth cuando regresó junto al niño. Daniel se crispó ante la informalidad de Kenneth, tan fuera de lugar—. ¿Qué tal estás, jovencito? —vociferó Kenneth a su hijo.

Sebastian se deslizó entre sus padres y les dio la mano. Al ver a la familia así, Daniel sintió náuseas. Quería apartar la vista.

Pero enseguida se fueron, cogidos de la mano, por las puertas del Old Bailey. Sebastian miró por encima del hombro a Daniel mientras sus padres tiraban de él con delicadeza.

Daniel se desabrochó un botón de la camisa, se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo. Las piernas vacilaron, como cuando se alejó de Minnie por última vez. No era la primera vez que un cliente le había mentido. Daniel no comprendía por qué esta vez se sentía tan desgarrado.

En el recargado vestíbulo del Tribunal Central de lo Penal, miró en derredor. Su derrota se confundía con una extraña sensación de alivio. De una u otra forma, todo había acabado.

Daniel se acercó al enjambre de periodistas. Hacía frío y amenazaba lluvia, pero no percibió más que el calor de los flashes. Deslumbrado, no pudo ver los rostros que le hablaban, solo vio los micrófonos revestidos de espuma que lanzaban contra él.

—Estamos satisfechos con el resultado del juicio; mi cliente y su familia esperan con ansia la vuelta a una vida normal. En este momento tan difícil, acompañamos en el sentimiento a la familia de la víctima.

Daniel se abrió camino entre la multitud y uno de los periodistas gritó:

—¿Cómo se ha sentido al ganar? ¿Le ha sorprendido?

Daniel se volvió y miró al hombre que acababa de hablar, sabiendo que estaba demasiado cerca de la cámara. La emoción que reflejase su rostro se transmitiría y se comentaría en las noticias más tarde.

—Nadie ha ganado hoy. Un niño pequeño ha perdido la vida, pero agradecemos que se haya hecho justicia con mi cliente.

Hubo más preguntas, pero en ese momento salieron los Stokes. Madeline se había recuperado, pero aún parecía vulnerable; Paul tenía un gesto decidido. Daniel y el fiscal fueron abandonados por los padres de la víctima.

Daniel miró a su alrededor, pero no vio a Irene. Comenzó a caminar hacia el metro y entonces la divisó delante de él. Tenía un aspecto desconsolado, la mirada fija en el suelo.

—Pensaba que me ibas a esperar —gritó, corriendo para alcanzarla.

—Vaya, aquí estás. No sabía dónde te habías metido. —Se apartó un mechón de la cara.

—¿Estás bien? —preguntó Daniel, observando esos ojos cansados.

—No lo sé —respondió, con una extraña sonrisa—. Me siento rara. Probablemente sea el cansancio.

—Has ganado —dijo Daniel.

—Hemos ganado —precisó Irene, que puso una mano en su solapa. Daniel disfrutó el peso de la mano en el pecho. Durante un segundo pensó en acercarla, en darle un beso.

Suspiró, preparándose para contarle lo que le había dicho Sebastian, pero se contuvo. Era la única persona a quien quería contárselo, la única persona que lo comprendería. Se lo diría, pero no ahora; ambos habían tenido ya un día bastante duro.

—¿Cómo te fue? —dijo Irene, señalando a la multitud de periodistas que se veía a lo lejos.

—Bien. Ya sabes cómo es… No tardaron en irse a por los Stokes.

Irene apartó la mirada.

—Se me rompe el corazón al pensar en ellos. Qué final tan amargo. Su hijo ha muerto y no se ha encontrado al culpable.

Daniel, que trató de sacudirse el recuerdo de los susurros de Sebastian, tembló en ese frío húmedo. Se metió las manos en los bolsillos y miró el cielo oscuro.

—Somos un buen equipo —dijo ella.

La miró a los ojos y asintió. Irene volvió a poner la mano en su solapa.

De repente Daniel sintió el peso de su cuerpo acercándose. Irene se puso de puntillas y lo besó en los labios.

Los labios de ella estaban fríos. Daniel notó las primeras gotas de lluvia sobre la cabeza. Aturdido, no acertó a devolver el beso, pero se quedó cerca de ella, hasta que Irene retrocedió.

—Lo siento —dijo Irene, que dio un paso atrás, ruborizada, el pelo cayendo sobre los ojos.

Daniel le acarició el cuello con la mano y la mandíbula con el pulgar. No sabía qué ocurriría a continuación, pero presintió que sería algo importante.