29

Al terminar de correr, Daniel se duchó y se afeitó, con una toalla atada a la cintura. A estas horas solía tener mucha prisa, así que se aplicaba el gel de afeitar antes de desayunar de pie en la cocina. Esta mañana, en cambio, tenía muchísimo tiempo, así que se enjabonó bien. El juez había aceptado la solicitud de Irene. Sebastian iba a prestar declaración ese día. Era posible que se dictase sentencia antes de acabar la semana.

Daniel terminó de afeitarse y se secó la cara. Apoyó ambas manos en el lavabo y observó su reflejo. Se fijó en los músculos de los brazos y, cuando contuvo el aliento y se puso en tensión, aparecieron los abdominales. No tenía pelo en el pecho, salvo uno o dos cerca del esternón, y un triángulo ralo bajo el ombligo. Se pasó una mano por el mentón, ahora muy suave. Correr lo relajaba, pero su mente estaba llena de inquietudes.

Cunningham iba a llevar a cabo la venta de la casa. Daniel no quería la granja y, aun así, cada vez que pensaba en ella sentía un dolor agudo.

Una vez más, observó su rostro en el espejo. Recordó a Minnie, que le agarraba la mandíbula con el índice y el pulgar y le decía que era muy guapo. Recordó cuando tiró todas las fotografías de la repisa de la chimenea al suelo. Recordó la cara de ella, retorcida por el dolor de saber que iba a perderlo a pesar de todo lo que habían vivido juntos. La echaba de menos, admitió al fin. La había echado de menos desde el preciso instante en que le prometió que no lo volvería a ver. Había pedido préstamos y había trabajado en los bares de Sheffield por la noche, empeñado en acabar la carrera sin ella, empeñado en demostrarle que no la necesitaba. La había echado de menos entonces y la echaba de menos ahora.

Minnie quiso ir a la graduación, pero no se lo consintió. Nunca lo había admitido, ni siquiera a sí mismo, pero también ese día la echó de menos. Recordó que había mirado alrededor, por si había venido a pesar de todo. Todos los otros padres estaban ahí, los hermanos, las hermanas. Bebió champán a solas y besuqueó a una de las camareras.

Y luego comenzó a trabajar, y Minnie desapareció de su mente. El éxito le llegó rápido, devolvió los préstamos y compró un apartamento en Bow.

Con las manos apoyadas sobre el borde del lavabo, se inclinó, hasta ver bien sus ojos castaños. Era incapaz de comprender por qué había sentido esa furia contra ella durante tanto tiempo. Esperó más de ella: el arrepentimiento no era suficiente. Ni siquiera pensó en todo lo que había perdido antes de obligarla a perderlo a él también.

Daniel respiró hondo. Apesadumbrado por el arrepentimiento, no quería comenzar el día, aunque estaba preparado.

En la celda, Sebastian jugaba a papel, piedra y tijera con un agente de policía. Estaba arrodillado sobre la litera, vestido con traje y corbata, riéndose. «Los miembros del jurado deberían ver esto —pensó Daniel—: Aquí no hay un monstruo, sino un niño que se divierte con juegos infantiles».

—¿Quieres jugar, Danny? —preguntó Sebastian.

—No, tenemos que irnos ya.

El juez aceptó que Sebastian prestase declaración, aunque ni se planteó que no fuese mediante enlace de vídeo. Además de la imposibilidad de saber cómo reaccionaría el niño ese día, había ciertas cuestiones prácticas: era demasiado bajo para el banquillo de los testigos y el jurado necesitaba ver sus expresiones faciales. El sistema de justicia penal había sido objeto de numerosas críticas a lo largo de los años debido a su indiferencia con los jóvenes acusados de delitos graves, así que el juez Baron no estaba dispuesto a ofrecer nuevas razones a los detractores. Aunque el vídeo se mostraría en la sala de audiencias, el público no podría verlo.

Mientras se dirigía al juzgado número trece, Daniel echó un vistazo al teléfono. Había recibido un mensaje de Cunningham: «La firma del contrato de la casa, a finales de la semana. Llámeme luego».

Daniel se detuvo en el pasillo, bajo los arcos de piedra del viejo tribunal. «Ahora no. Ahora no». Resopló y frunció los labios. Irene apareció a su lado.

Daniel apagó el teléfono y lo guardó en el bolsillo.

—Escucha, quiero que le prestes mucha atención esta mañana. Si piensas que no va a poder con ello, lo podemos parar. Parece que habla contigo —dijo Irene.

—No voy a estar con él. Hay una asistente social…

—Ya lo sé, pero va a haber descansos frecuentes. Échale un ojo.

—Vale… Buena suerte —dijo Daniel.

—Señoría, llamo a… Sebastian Croll.

La pantalla parpadeó y apareció el rostro de Sebastian. Estaba sentado muy recto y lucía una leve sonrisa.

—¿Sebastian? —dijo Philip Baron, que se dio la vuelta para mirar la pantalla.

—¿Sí, señor?

Daniel se reclinó en su asiento. «Sí, señor». Durante los ensayos, no le habían enseñado a Sebastian que se dirigiese al juez de esa forma. Daniel echó un vistazo a los asientos del público. La sala estaba llena, y se respiraba la inquietud. Daniel percibió la frustración de los periodistas, incapaces de ver la pantalla: los cuellos retorcidos y los dedos agarrados a los asientos de delante.

—Quiero hacerle una pregunta. ¿Sabe qué significa «decir la verdad»?

—Sí, señor, significa no contar mentiras.

—¿Y cuál es la diferencia entre la verdad y la mentira?

—La verdad es lo que ocurrió en realidad y la mentira lo que no ocurrió.

—Y si promete hoy decir la verdad, ¿qué cree que significa eso?

—Que tengo que decir la verdad.

—Muy bien —dijo Baron—. Que preste juramento.

Irene se levantó.

—Quiero que nos hables, en primer lugar, acerca de tu relación con Ben Stokes. ¿Hace cuánto que lo conocías?

—Unos tres o cuatro años.

—¿Y cómo describirías a Ben? ¿Era tu amigo?

—Era mi amigo y mi vecino, y también íbamos al mismo colegio —afirmó Sebastian con claridad.

—¿Y jugabas con él a menudo?

—Jugaba con él a veces.

—¿Con qué frecuencia?

La imagen proyectada de Sebastian se quedó pensativa. Los enormes ojos verdes miraron a un lado, sopesando la pregunta.

—Quizás unas tres veces al mes.

—¿Y qué tipo de cosas hacíais juntos?

—Bueno, en el colegio jugábamos al balón o al corre que te pillo. En casa, a veces venía a mi casa o yo iba a la suya, pero normalmente jugábamos en la calle.

—Sebastian, ¿viste a Ben el día que desapareció?

—Sí.

—¿Nos podrías decir qué pasó?

—Bueno, como dije a la policía, Ben estaba montando en la bici y le pregunté si quería jugar. Jugamos cerca de nuestras casas un rato, pero luego decidimos ir al parque.

—¿De quién fue la idea?

—Bueno, de los dos, supongo.

El juez los interrumpió, malhumorado. Sus rollizas mejillas habían enrojecido.

—Señorita Clarke, vaya más despacio. Se le ha olvidado que he de anotar todo esto.

—Sí, señoría, me he dejado llevar… Bueno, Sebastian, ahora un poco más despacio, ¿le dijiste a tu madre dónde ibais?

—No.

—¿Por qué no?

—Bueno, solo íbamos al parque. Está al lado, e íbamos a volver antes de que lo notase.

Daniel resopló. Sebastian, que ahora hablaba más despacio, hacía una pausa después de cada frase para que el juez pudiese tomar notas.

—¿Qué ocurrió cuando llegasteis al parque?

—Bueno, empezamos a correr y a perseguirnos y luego nos peleamos en broma, pero al final la pelea era un poco de verdad… Ben comenzó a insultarme y a darme empujones… Al principio le dije que parase, pero no se paró. Entonces yo le empujé. Fue entonces cuando nos habló ese hombre alto, el que llevaba un perro… El señor Rankine.

Irene titubeó un momento: Sebastian había recordado el nombre del testigo.

—Nos dijo que parásemos y paramos un rato… Fuimos corriendo a lo alto de la colina.

—¿Qué pasó a continuación? —preguntó Irene, que se aclaró la garganta.

—Bueno, llegamos al parque infantil, a los columpios. Estaba cerrado, pero es fácil entrar. Subimos a lo alto de la caseta de madera, pero entonces me acordé de mi madre. Estaba en la cama porque tenía dolor de cabeza. Pensé que debía volver a ver cómo estaba…

Daniel vio que los hombros de Irene se relajaban. Sebastian iba por buen camino.

—Pero… Ben no quería que yo fuese a casa. Comenzó a empujarme otra vez. Me dio miedo que me tirase de la caseta. Me daba puñetazos en el estómago, me tiraba del pelo y quería tirarme al suelo. Le dije que parase pero no me hizo caso, entonces le dije que ya no era divertido y que me iba a casa.

—¿Y qué pasó a continuación? —preguntó Irene.

—Bueno, yo estaba a punto de bajar, pero Ben parecía muy triste porque me iba a casa. No quería volver a su casa. Me dijo que iba a saltar del columpio. Le dije que vale, pero en realidad pensaba que no lo iba a hacer. Creo que quería impresionarme. Yo soy mayor que él —dijo Sebastian, sonriendo—. No quería que me fuese a casa…

—¿Saltó Ben?

—Sí, saltó y cayó mal. Se dio en la nariz y la frente y se hizo sangre. Se tumbó de espaldas y me bajé para ayudarlo.

—¿Cómo lo ayudaste?

—Bueno, en realidad no lo ayudé. Sé un poco de primeros auxilios, pero no mucho. Me acerqué e intenté parar la sangre. Sangraba mucho de la nariz. Se le estaba poniendo la cara roja… Pero estaba enfadado conmigo. Se puso a insultarme otra vez. No sé por qué, porque la idea de saltar había sido suya.

—¿Qué pasó a continuación?

—Lo dejé en el parque. Le dije que le iba a contar a su madre que me había pegado y me había insultado, pero no me chivé. Pensé que a lo mejor me metía en un lío por pelearme con él en el parque. Ahora me siento mal por haberlo dejado allí. No sé quién le hizo eso, pero ojalá yo no le hubiese dejado solo. Creo que podría haber hecho algo…

—¿Por qué? —preguntó Irene. Por el tono de su voz, Daniel comprendió que casi le daba miedo oír la respuesta.

«Está usando las declaraciones que ha oído —pensó Daniel—. Quiere explicar las manchas de sangre de la camiseta». También se preguntó si estaba imitando a los otros testigos que habían expresado su pesar por no haber hecho nada ese día, como Rankine.

—No sabía que alguien le iba a hacer daño. Si hubiésemos hecho las paces y hubiésemos ido a casa juntos, tal vez ahora estaría bien.

Una vez más Sebastian miró directamente a la cámara. Daniel contuvo la respiración. La pequeña sonrisa había desaparecido y los ojos verdes parecían cubiertos de lágrimas.

—¿A qué hora dejaste a Ben en el parque y volviste a casa?

—Llegué a casa más o menos a las tres.

—Gracias, Sebastian —dijo Irene.

Cuando regresó a su asiento, Irene lanzó una mirada tranquilizadora a Mark, sentado detrás de ella, y alzó una ceja a Daniel.

Tras el descanso, Gordon Jones se levantó para interrogar a Sebastian.

En los labios del niño se dibujó de nuevo esa leve sonrisa. Daniel se inclinó, absorto.

—Sebastian, ¿ha oído las grabaciones policiales que se han reproducido durante el juicio, las grabaciones de sus interrogatorios mientras estaba detenido?

—Sí, señor.

—Leo ahora unas declaraciones suyas: «Fuimos al parque y subimos al columpio más alto, pero luego tuve que volver a casa. Pensé que debía ver cómo estaba mi madre, por si necesitaba un masaje». ¿Recuerda haber dicho estas palabras a la policía?

En la gran pantalla, Sebastian asintió, sin pestañear.

—¿Sebastian? —dijo el juez Baron, que interrumpió el interrogatorio una vez más—, sé que es un poco raro aparecer… en la televisión, por así decirlo…, pero si pudiese articular sus respuestas, sería de gran ayuda. Quiero decir…

—Está bien, lo entiendo. No puedo asentir con la cabeza, tengo que decir «sí».

—Eso es —dijo Baron. El juez sonrió al volver a sus notas; fue una sonrisilla arrugada, complacida.

—¿Recuerda haber hecho esa declaración a la policía, Sebastian? —insistió Jones.

—Sí.

—Y solo más tarde, cuando la policía le informó de haber encontrado sangre de Ben Stokes en su ropa y sus zapatos, y que se trataba de sangre exhalada, cambió su versión, para incorporar la caída y la hemorragia nasal. ¿No es eso correcto?

—Estaba muy asustado en la comisaría —dijo Sebastian. Sus ojos eran enormes y Daniel tenía la mirada clavada en ellos—. Me quitaron toda la ropa y me dieron un traje blanco de papel… Me dijeron que no podía ver a mi madre, que no podría volver a entrar hasta que hubiese respondido todas sus preguntas. Estaba muy confundido. Tenía muchísimo miedo. —Una vez más, esos ojos agigantados parecieron cubrirse de lágrimas.

Daniel sonrió. Confiaba en que Sebastian superase las tretas de Gordon Jones. Los dardos del fiscal le harían daño, pero no lo derribarían. Sebastian había recordado el enfado de Daniel cuando los detectives retrasaron el regreso de su madre a la sala de interrogatorios, y ahora lo estaba usando en su provecho. Baird, el psicólogo al que había enredado la fiscalía, les había perjudicado, pero Sebastian parecía dispuesto a ganar su propio juicio. Daniel había defendido a adultos que carecían de la agilidad mental de ese niño.

—Asustado o no, sabe que le dijo a la policía una cosa y luego, cuando vio que la historia no se sostenía, cambió su versión… Usted mintió. ¿No es así, Sebastian?

—No creo que se pueda decir que estuviese mintiendo. Solo estaba asustado y confundido y mezclé las cosas un poco y olvidé otras. Solo quería ver a mi madre.

—Sebastian —prosiguió Gordon Jones—, se encontró sangre de Benjamin Stokes en su camiseta, vaqueros y zapatos; su piel apareció bajo las uñas de Ben Stokes y en el cinturón de Ben había fibras de sus vaqueros, como si (y estoy seguro de que ha oído al patólogo, que lo sugirió) se hubiese sentado a horcajadas sobre él. Le pregunto: ¿golpeó a Ben Stokes en la cara con un ladrillo?

—No, señor.

—¿Le golpeó en la cara hasta fracturarle la cuenca del ojo y causarle una grave lesión en la cabeza que resultó mortal?

—No, señor. —La voz de Sebastian era más fuerte ahora, más insistente. Tenía los ojos abiertos de par en par.

—Creo que es usted un mentiroso. ¿Reconoce que mintió a la policía?

—Me sentía confundido. No mentí.

—Y nos está mintiendo ahora, ¿no es así?

—No, señor, no —dijo Sebastian. Agachó la cabeza. Se cubrió la cara con una mano diminuta. Se llevó el nudillo del índice al ojo, como para secar una lágrima.

Todos los presentes escucharon durante unos momentos mientras el muchacho trataba de contener el llanto. El juez se dirigió a la asistente social, sentada junto a Sebastian, para preguntarle si necesitaba un descanso.

Daniel miró a la asistente social, que se acercó a Sebastian. Éste negó con la cabeza y se apartó.

Jones prosiguió. Pasó las hojas de su archivador de anillas y Daniel se preguntó si iba a leer más transcripciones policiales.

La pausa pareció más larga de lo necesario. Jones era un actor consumado: con desenvoltura, aprovechaba el momento para acaparar toda la atención.

—¿Es usted inteligente, Sebastian?

—Creo que sí.

—¿Hay mucha gente que lo piensa?

—Tal vez.

—¿Sus profesores lo piensan?

—Supongo que sí.

—¿Sus padres?

—Sí.

—Yo también pienso que es usted inteligente, Sebastian. Pienso que es un chiquillo muy inteligente…

Sebastian sonrió ante el elogio, con los labios cerrados.

—Comprende muy bien todo lo que sucede hoy en el juzgado, ¿no es así? —La voz de Jones era siniestra—. Comprendió al médico que habló de las lesiones de Benjamin Stokes y acerca de la sangre y el ADN hallados en su ropa, ¿no es así?

Sebastian asintió, cauteloso, y a continuación dijo:

—Sí.

—¿Ve la televisión, Sebastian?

—Sí.

—¿Todos los días?

—Casi todos los días, sí.

—¿Cuántas horas de televisión ve al día?

—No lo sé. Tal vez dos o tres.

—¿Qué tipo de cosas le gusta ver?

—De todo un poco.

—¿Le gustan las series policiacas?

—A veces.

—¿Esos programas sobre criminales en los que tratan de encontrar al asesino?

—A veces.

—Ya veo. ¿Le interesan los asesinatos, Sebastian?

—A todo el mundo le interesan los asesinatos —afirmó Sebastian. Daniel contuvo la respiración—. Por eso hay tantos programas en la tele sobre eso. No los pondrían si no interesasen a la gente.

Daniel suspiró.

—¿Oyó antes al médico, que dijo que tenía un interés poco saludable…, una curiosidad morbosa, de hecho…, por la sangre, la muerte y las heridas?

Jones dijo cada palabra muy despacio, disfrutando de esos sonidos que invadían la sala.

—Sí, me enteré, pero creo que no sabe nada sobre mí. Solo me vio dos veces. No sabe qué me interesa ni qué me gusta o no me gusta, ni nada.

—Ya veo —dijo Jones, casi para sí mismo—. El experto no sabía nada…, pero habló de un diagnóstico anterior: síndrome de Asperger. ¿Padece usted síndrome de Asperger, Sebastian?

—¡No! —En la carita del niño apareció un mohín de disgusto. Los ojos verdes se oscurecieron y las cejas se hundieron.

—¿Sabe qué es el Asperger?

Sebastian se quedó inmóvil, con cara de pocos amigos, cuando Irene se levantó como un resorte.

—Señoría, con su venia, el testigo afirmó que Sebastian no padecía síndrome de Asperger, a pesar de un diagnóstico previo.

Baron se encogió de hombros y torció la boca.

—Sí, señor Jones, haga el favor de reformular la pregunta.

—Permítame preguntarle, Sebastian, ¿es cierto que no tiene amigos?

—Sí tengo amigos.

—Ya veo. No es así según sus profesores. ¿Quiénes son sus amigos?… ¿Ben Stokes?

—Sí tengo amigos.

—Ya veo. Aquí tenemos su expediente escolar. En él se dice que es un abusón, que nadie quiere ser su amigo porque es antipático con todos.

—Eso no es cierto.

Sebastian transmitió una furia tranquila pero nítida al decir no y cierto. Entre dientes, Daniel comenzó a susurrar: «Está bien, tranquilo. Lo estás haciendo bien, tranquilízate».

Irene se dio la vuelta durante un breve instante y lanzó una mirada a Daniel. Éste asintió para decirle que las cosas iban bien. Sin embargo, no estaba del todo seguro.

—¿Es cierto que cuando hace amigos le duran muy poco?

—No.

—Los otros niños no quieren estar con usted, Sebastian, ¿no es así?

—No. —El niño no gritaba, pero mostraba los dientes inferiores. Eran pequeños y blancos, como los dientes de un lucio.

—¿No es cierto que, en cuanto los otros niños empiezan a conocerlo, ya no quieren ser sus amigos?

—¡No!

Los presentes escuchaban absortos. En la pantalla, las mejillas de Sebastian estaban rojas de rabia.

—Tengo aquí las notas del centro de seguridad donde cumple la prisión preventiva. El director ha mencionado específicamente su incapacidad para relacionarse con los otros niños y entablar amistades…

Irene se puso en pie.

—Señoría, protesto. Mi cliente es un niño inocente que cumple prisión preventiva en un centro de seguridad donde es de lejos el más joven y está rodeado de adolescentes gravemente trastornados. Creo que no solo es comprensible, sino que dice mucho a favor de mi cliente que le resulte difícil hacer amigos en esas circunstancias.

Se hizo un breve silencio y Daniel se relajó al comprobar que tanto Jones como Baron daban la razón a Irene.

—Volvamos a hablar del asesinato de Ben… El asesinato, al fin y al cabo, es su principal interés. Tenía sangre de Ben Stokes en la ropa y los zapatos: ¿cómo se sintió?

—¿Qué quiere decir? —El mal humor de Sebastian desapareció un momento, interesado en la abstracción de Jones.

—Bueno, cuando Ben supuestamente se reventó la nariz y su sangre le manchó la ropa y los zapatos, ¿cómo se sintió?

—Bien. Es solo sangre. Todo el mundo tiene sangre.

—Ya veo, ¿así que se sentía muy bien manchado con la sangre de Ben al volver a casa?

—Me sentía normal. Era una cosa natural. —La mirada de Sebastian exploraba un rincón de la pantalla, como si intentase recordar. Había recuperado esa leve sonrisa.

—Y cuando Ben se hizo daño, ¿qué sintió entonces?

—Bueno, él se hizo daño. Yo no. Yo no sentí nada.

—¿Qué cree que sentía Ben?

—Bueno, se cayó y estaba sangrando, pero eso pasa a veces cuando te das en la nariz. A veces… no hay que darse un golpe muy fuerte…, a veces con poca cosa ya te sangra la nariz. Las narices son muy sensibles.

A Daniel le dolió el diafragma. Sebastian parecía estar lejísimos. Detrás de la pantalla, era como si estuviese en otra dimensión, ajeno a todos sus esfuerzos para salvarlo. Se había ido, irremediablemente. Todos oían a un muchacho sin empatía que hablaba sobre la violencia, pero Daniel comprendió que Sebastian se refería a King Kong maltratando a su madre.

—Sebastian, ¿golpeó a Ben y por eso le sangró la nariz? —Gordon Jones casi susurraba.

A Daniel le sorprendió que Sebastian lo oyese. Si hubiera tenido el testigo delante, Jones habría tenido que hablar más alto.

—No. —Sebastian negó con la cabeza.

—La sangre… es natural —repitió Jones—. Todo el mundo tiene sangre… Cuando se manchó con la sangre de Ben, se sintió bien. ¿Alguna vez se había manchado con la sangre de alguien, Sebastian?

—Bueno…, la mía… cuando me he hecho alguna herida.

—Ya veo, ¿y la de nadie más?

Sebastian se quedó pensativo durante un momento, mirando hacia arriba, a un lado, recordando.

—La sangre de mi madre… No hablo de cuando nací, porque al nacer hay un montón de sangre y el bebé se mancha, pero más tarde, si se hacía daño y me tocaba.

—Ya veo. ¿Alguna vez ha hecho sangrar a alguien?

Irene se puso en pie.

—Señoría, he de cuestionar la pertinencia de este tipo de preguntas.

Baron asintió y se aclaró la garganta ruidosamente.

—Sí, señor Jones, si pudiese ceñirse a los hechos…

—Muy bien, señoría. Sebastian, ¿dijiste estas palabras a la policía? Paso a leer las transcripciones del interrogatorio: «¿Sabes de quién podría ser la sangre de tu camiseta?». «¿De un pájaro?». «¿Por qué? ¿Hiciste daño a un pájaro?». «No, pero una vez vi uno muerto y lo cogí. Todavía estaba caliente y su sangre era toda pegajosa».

Una vez más, Irene se puso en pie.

—Señoría —comenzó, pero Baron la silenció con una mano.

—Quiero oír la respuesta —afirmó—. Pero, señor Jones, la señorita Clarke tiene razón: debería formular la pregunta con más claridad.

—Sí, señoría. —Irene se sentó.

—¿Recuerda haber dicho eso a la policía, Sebastian? —dijo Jones.

—Sí.

—¿Por qué pensaba que la sangre de su ropa pertenecía a un pájaro y no a Ben?

—Estaba muy confundido. Lo del pájaro fue otro día.

—Ya veo, otro día. ¿Hirió a ese pájaro?

—No —dijo Sebastian, pero se detuvo. Sus ojos contemplaron la esquina superior izquierda de la pantalla mientras reflexionaba. Daniel pensó que parecía un pequeño santo, hostigado. Se mordió el labio inferior y lo chupó. Al soltarlo, casi sonó como un beso—. Lo ayudé…

—Hábleme del pájaro, Sebastian. ¿Qué le hizo?, ¿cómo se manchó con su sangre?

Una vez más, Sebastian alzó la vista al recordar. Los ojos del muchacho eran enormes en esa gran pantalla.

—Bueno…, un día me encontré un pájaro en el parque. Tenía un ala rota. Era una paloma o algo así. Daba vueltas y vueltas porque no podía volar. Iba a morirse, ¿sabe? Se la comería un zorro o un perro o un gato, o se moriría de hambre…

—Ya veo, y ¿qué hizo a continuación? —Jones había girado el cuerpo hacia el jurado, pero miraba la cámara al dirigirse a Sebastian.

—Le pisé la cabeza; quería que dejase de sufrir, pero no murió. Seguía moviendo las patas. —Como si las palabras no bastasen, Sebastian alzó ambas manos ante la cara. Imitó las patas de un animal que se retorcían—. Tuve que acabar con eso.

—¿Qué hizo? —preguntó Jones.

—Le arranqué la cabeza y entonces… se quedó quieto. —De nuevo Sebastian miró hacia arriba y a la izquierda, recordando—. Pero me manché con la sangre. —Sebastian volvió a mirar a la cámara. Se frotó las manos, como si se las estuviese lavando.

Daniel juntó las manos bajo la mesa. Estaban húmedas, sudadas.

—¿Por qué pensó que era necesario matar al pájaro, Sebastian? —susurró Gordon Jones, sin mirarlo.

—Ya se lo he dicho: habría muerto de todos modos. Tenía que acabar con ese sufrimiento.

—Podría haberlo llevado al veterinario. ¿Por qué no quiso ayudar al pájaro? ¿Por qué decidió asesinarlo?

—No creo que los veterinarios cuiden palomas con alas rotas —dijo Sebastian. Se expresaba con autoridad y condescendencia—. El veterinario la habría matado también, solo que con una jeringuilla.

La palabra jeringuilla pareció perforar la piel del silencio en la sala. Había murmullos y la gente se removió en sus asientos.

—¿Cómo se sintió cuando el pájaro murió? —preguntó Jones.

—Bueno, era solo un pájaro pequeño y tenía que morir, una pena. Pero era mejor que no sufriese.

—Ben Stokes solo era un niño pequeño. ¿Le afectó su muerte?

Sebastian parpadeó, dos veces o tal vez tres; inclinó la cabeza a un lado, como si esperase que los dedos de Charlotte recorriesen su pelo.

—Bueno… Yo también soy pequeño —dijo—. ¿Por qué todo el mundo se interesa tanto por Ben? Él ha muerto, pero yo sigo aquí.

Por la sala de audiencias se extendió un silencio antinatural.

—No tengo más preguntas para el testigo, señoría —dijo Jones.

—¿Señorita Clarke? —preguntó Baron.

Daniel casi no podía respirar, pero observó a Irene, que se levantó. A pesar del testimonio, su aspecto era fuerte, valeroso.

—Sebastian —dijo Irene.

Su voz era clara y despertó a los presentes. Sebastian, parpadeando, volvió a girarse a la cámara.

—Ben Stokes era tu amigo. ¿Qué era lo que te gustaba de él?

—Era divertido y… se le daba muy bien hacer volteretas de espaldas. Yo no puedo hacerlas. Acabo con dolor de cuello.

—Conociste a Ben hace casi cuatro años. A lo largo de todo ese tiempo, ¿alguna vez peleasteis de tal modo que acabaseis en el hospital o necesitaseis primeros auxilios?

—No. A veces jugábamos a tirarnos y acabábamos peleando, pero no nos hacíamos daño.

—Ya veo. ¿Mataste a Ben Stokes el 8 de agosto de este año?

—No. —Sebastian estaba inmóvil, el mentón apoyado en el pecho.

—¿Golpeaste a tu amigo Ben Stokes en la cara con un ladrillo en el parque el 8 de agosto?

—¡No! —Sebastian estaba boquiabierto y su mirada reflejaba angustia.

Daniel percibió que se producía un cambio en la energía de la sala. El jurado, incluso el público, parecían impresionados al ver que Irene confrontaba al niño de este modo. Pero Daniel se sintió orgulloso de Irene por ello. El pájaro había caído en el olvido.

—No tengo más preguntas, señoría.

Sin voz, el vídeo zumbó. Sebastian miró a la cámara, los ojos resplandecientes y una leve sonrisa en sus labios aún rosados. Se frotó los ojos y alzó la mirada. Esa cara pálida cautivó al tribunal por última vez y, a continuación, el monitor se apagó.

Daniel salió porque necesitaba tomar aire. Tendría que bajar y ver al niño antes de que se reanudase la sesión.

Para Daniel había sido difícil verlo declarar. Se aflojó el cuello de la camisa y miró las nubes, que acechaban a los edificios. En su mente se confundían los recuerdos recientes y distantes. Vio la cara de Sebastian ampliada en la pantalla; oyó el ruido del cubo y la pala por el patio de Minnie; vio a Minnie caer de nuevo: cómo perdió el equilibrio y cayó mal cuando se alejó de ella.

Le había hecho daño, ahora lo veía con claridad.

El dolor que le causó esa mentira ahora parecía casi insignificante comparado con el sufrimiento de ella. Minnie siempre supo lo que era mejor para él. No lo comprendió entonces, pero lo había protegido. Pensó en ella, agonizante, con el deseo de verlo una vez más, a sabiendas de que él no vendría. Daniel creía que había sido la única persona que lo había amado de verdad. Cerró los ojos y recordó el peso de su cálida mano en la cabeza cuando le daba las buenas noches. Ni siquiera durante esos años de furia había puesto en duda su amor. Deseó que ella también supiese cuánto la quiso. Durante años había renegado de ella, pero ahora reconocía todo lo que le debía.

Daniel fue a ver cómo estaba Sebastian, que jugaba con el agente de policía en la celda. Estaba muy hablador, cargado de energía; de pie en la litera, intentaba tocar el techo. Al parecer, el interrogatorio no le había afectado y no sabía qué había hecho mal ni qué había hecho bien.

—¿Qué tal he estado? —preguntó Sebastian, mirando con ojos parpadeantes a Daniel.

Daniel se metió las manos en los bolsillos.

—Has estado bien.

Una vez arriba, Daniel telefoneó a Cunningham.

—Qué alivio para usted cuando todo esto acabe —dijo Cunningham—. Sé que pensaba que la venta tardaría siglos, pero ha ido más rápido de lo que me esperaba. ¿Va a venir o quiere que yo me encargue de todo?

—Encárguese usted —dijo Daniel enseguida. Se pasó una mano por el pelo y se dio la vuelta en el pasillo—. O… ¿podría esperar? Quizás pueda ir el fin de semana. Quiero ver la granja una vez más, solo para… ¿Podría esperar?

—Por supuesto. Lamento que esto haya sucedido en un… momento difícil para usted.

—¿A qué se refiere?

—Lo he visto en la tele. El Ángel Asesino. Está en ese juicio.

Daniel respiró hondo. Todo el mundo se había formado una opinión acerca de Sebastian. Se preguntó qué decidiría el jurado.