28

Cuando Daniel salió del autobús, el sol resplandecía en el cielo. No soplaba el viento y las ortigas en flor lo observaron mientras caminaba a la granja de Minnie.

Al cruzar el pueblo, se apartaron de su camino personas a las que reconocía vagamente. Pasó ante los carniceros, quienes vendían pollos y huevos de la granja Flynn, y la tienda de caramelos, donde antes trabajaba la vieja y antipática señora Wilkes. Estaba cerrada a cal y canto, víctima del paso del tiempo. Pasó ante la comisaría, que no abría nunca. Ante la entrada vio el teléfono que servía para llamar a la comisaría de Carlisle.

Cuando llegó a la granja, Daniel estaba sin aliento. Las manos caían tranquilas y pesadas, pero los dedos le temblaban. El sudor se le acumulaba en la frente y se pasó la mano por el pelo, se limpió la palma en la camiseta y metió el dedo índice en el bolsillo de atrás. Se quedó al pie de la colina, observando la casa, hasta que recuperó el aliento. La quietud del día era cautivadora. Caminó hasta la puerta de entrada.

Giró el picaporte y la puerta cedió con un breve chirrido. Blitz, cada vez más viejo, ya no salía corriendo al encuentro de los recién llegados, pero Daniel oyó las uñas del perro sobre el linóleo cuando se dirigió a la entrada.

El perro giró la cabeza con las orejas levantadas y se acercó a él, la cabeza gacha, moviendo el rabo. Daniel no se arrodilló para acariciarlo, como habría hecho normalmente, pero se agachó a rozar las orejas de terciopelo y rascarle, un momento, el mentón cano.

—Hola, muchacho —susurró.

Miró hacia la cocina, el corazón desbocado, a la espera del enfrentamiento. El sol entraba por las ventanas.

La vio fuera, el trasero en alto, la falda marrón que revelaba las botas marrones, con tachuelas. Estaba arreglando el gallinero, tirando hierbajos fuera del patio, al montón de abono.

Se encontraba de pie en el patio con un cubo de metal y una escoba en la mano cuando Daniel quitó el pestillo de la puerta de atrás y salió. La contempló desde la puerta, y una parte de él se alegró de verla al cabo de tantos meses. De repente, el patio le pareció hermoso, con su olor a estiércol y la hierba mordisqueada por las cabras. Las cabritas ya habían crecido y una era más grande que la madre. Un dolor en la garganta le recordó que esta había sido su primera casa de verdad, y la última.

Ella aún no lo había visto y Daniel dudó si esperar hasta que se volviera y lo descubriese. Blitz se sentó en el umbral, junto a él.

—¡Minnie! —exclamó.

«Minnie», no «mamá».

Minnie se volvió. Dejó caer el cubo y la escoba y se llevó ambas manos a las mejillas, como si se rindiese.

—¡Oh, mi amor!… ¡Qué sorpresa! —gritó.

Con la mano en la cadera dolorida, se acercó a él, con una sonrisa tan amplia que sus ojos azules casi desaparecieron. Caminaba con una mano delante del rostro para protegerse del sol. Daniel sabía que no veía su expresión. Se imaginó a sí mismo, una silueta oscura en el umbral.

Minnie rio y Daniel suspiró. Su risa había sido importantísima para él, y había aprendido a apreciarla. Minnie se sacudió las manos sucias en la falda.

—¿A qué debemos este honor?

Se acercó a él, apartó la mano de los ojos y se guareció a la sombra, donde él esperaba. Estiró las manos para coger las de él, pero entonces sus miradas se cruzaron.

—¿Estás bien, cariño? ¿Ha pasado algo? —Posó una mano en su brazo para consolarlo. Frunció el ceño, preocupada, y los labios dibujaron hoyuelos en sus mejillas.

—No, no estoy bien —susurró, apartando el brazo. Fue al centro del patio. Una de las cabras mordisqueó los faldones de su camiseta y Daniel dio una, dos, tres patadas al suelo, hasta que el animal salió corriendo.

Minnie se acercó. Blitz la seguía, dando saltos, y se quedó delante de ella intentando averiguar qué sucedía. Gimoteó un poco, arañó el suelo. Minnie estiró los dedos para acariciar la cabeza del perro, pero no apartó la mirada de Daniel.

—¿De qué se trata, cariño? —preguntó de nuevo—. ¿Qué ha ocurrido?

El corazón de Daniel estaba desbocado y tenía las manos húmedas. Trató de controlar la respiración para hablar con calma, pero tenía la boca demasiado seca. Quería hablarle de todo lo que había pensado, sobre el deseo de averiguar lo que le había sucedido a su madre, ahora que ya era mayor de edad. Había previsto hablarle del Registro, del certificado de defunción, del cementerio con la cruz de mármol blanco, y de la pintura de las letras del nombre, ya descascarillada. Había previsto decirle que su madre estaba limpia cuando Minnie le dijo que había muerto. Había dejado las drogas por él, y la sobredosis solo llegó cuando pensaba que ya nunca la buscaría, que se había olvidado de ella. Fue demasiado para él, así que se limitó a gritarle:

—¡Mi-madre-murió-el-año-pasado!

Le sorprendieron las lágrimas, que brotaron de repente. Notó la hinchazón de la vena de la sien y el dolor en la parte posterior de la garganta. Fueron las lágrimas lo que más le enfureció. No quería llorar. No lo había previsto.

—¡El año pasado! —gritó, recogiendo el cubo de metal. Apuntó a Minnie y amagó sin llegar a tirarlo, solo para tratar de asustarla, pero ni se inmutó. Lo arrojó entonces, a dos metros de ella, de modo que se estrelló contra la puerta, con tal estrépito que las cabras huyeron a los rincones del patio y Blitz se agazapó. Cogió la escoba y también la tiró, y luego una pala que estaba apoyada en el gallinero. La empuñó, sintiendo las lágrimas que se derramaban, disfrutando del peso de la pala en las manos.

—Me mentiste —susurró. Se mordió el labio. Ella se quedó delante de él, las manos a los costados y esa mirada que le recordó su niñez: tranquila, decidida. Arrojó la pala, mirándola—. ¿Qué tienes que decirme? ¿Qué-tienes-que-decirme?, ¿eh?

La furia lo golpeó de nuevo.

—¿Eh? —gritó.

Cogió la pala y la alzó sobre la cabeza, dio un paso adelante y la estampó contra el gallinero. Lo apaleó hasta que el gallinero se tambaleó. Las gallinas armaron un alboroto. Giró la pala a su alrededor y derribó el cubo del pienso y unas macetas que Minnie había amontonado cerca del cobertizo. Blitz al principio se sobresaltó, pero no tardó en situarse cerca de Minnie, agazapado, ladrando a Daniel. Se lanzaba a correr, dispuesto a morderlo, y regresaba enseguida, como si estuviera controlando a una oveja descarriada.

—Aquí tengo su… certificado de defunción. Vi su tumba. Murió el año pasado. Podría haberla visto. Podría haberla…

Las lágrimas dejaban un rastro ardiente sobre sus mejillas. No se las limpió. No la miraba a la cara. El patio trasero era un torbellino de imágenes: el gallinero destartalado, Minnie ante él, las manos juntas, las cabras asustadas y el perro que la protegía mostrando los dientes.

—Vamos a casa —dijo Minnie—. Sentémonos y hablemos de esto.

—No quiero ir a casa. No quiero hablar de esto. Ojalá estuvieras muerta.

Soltó la pala. El perro se apartó de un salto y siguió gruñendo. Daniel se cubrió el rostro con las manos. La lengua le sabía a sal. Daniel sintió la mano de ella en el brazo.

—Vamos, cariño —decía—. Venga, vamos a tomar una taza de té.

Apartó el brazo con tal fuerza que Minnie perdió el equilibrio y cayó de costado. Blitz avanzaba y retrocedía, gruñendo y gimoteando. Minnie miró a Daniel desde el suelo. Por un momento, pensó que ella estaba asustada, pero esa mirada de miedo no tardó en desaparecer, sustituida por la expresión de siempre, como si pudiese leerle los pensamientos. Se recordó a sí mismo observándola por la puerta del salón, las lágrimas que resbalaban por la mandíbula hasta las teclas de marfil, los pies descalzos en los pedales, y cómo quiso comprenderla tan bien como ella lo comprendía a él.

—¡Levántate! —gritó. Las lágrimas se habían evaporado, el sol se había ocultado tras la casa y una sombra cubría el patio—. Levanta. —Le dio una patada en la bota, así que Blitz se lanzó contra él y luego retrocedió. Minnie giró y se puso de rodillas, levantó una rodilla y poco a poco se puso en pie.

Daniel la miraba fijamente, las manos en la cintura y la respiración entrecortada, como si hubiese llegado corriendo desde Newcastle. Minnie se dio la vuelta y caminó despacio hacia la casa. Daniel pensó en golpearla con la pala, en derribarla de nuevo, en agarrarla del pelo y aplastar su cara contra el muro ruinoso de la casa. El perro la siguió y se detuvo ante el umbral cuando ella entró, como si advirtiera a Daniel de que no intentase entrar.

Daniel respiró hondo y miró a su derredor. Las cabras volvieron a mordisquear sus bolsillos, en busca de golosinas. Las gallinas se tranquilizaron y comenzaron a picotear entre las hierbas. Daniel entró en la casa.

Minnie no estaba en la cocina. La puerta del baño estaba abierta y Daniel miró dentro, a ese tramo fino y largo iluminado por el sol, a la mariposa de porcelana, inmóvil, con las alas extendidas. Apartó la vista.

Minnie se encontraba en el salón, una mano en el piano y la otra en la cadera. Aún tenía el ceño fruncido.

Daniel observó el salón como si lo viese por primera vez. Sobre la chimenea había una foto de una joven Minnie acompañada de su marido y su hija. Al lado había tres fotografías de Daniel, dos con el uniforme escolar y una tomada en el mercado.

Daniel se quedó de pie con las manos en los bolsillos. Estar una vez más enfadado con ella resultaba extrañamente familiar. Le recordó varias escenas de su niñez. Ahora era demasiado alto, demasiado corpulento para esa furia, y se quedó en el umbral y ella no se apartó del piano. Recordó sentirse así hacía muchos años: enojado, desconfiado, solo. Por aquel entonces, era mucho más pequeño. Ella podía inmovilizarlo contra el suelo gracias a su peso, pero eso ya no era posible. Ahora él era más fuerte.

—¿Quieres una copa? —preguntó Daniel.

Minnie no dijo nada, pero negó con la cabeza.

—¿Por qué no, si ya es la hora?

—Obviamente, hay algo de lo que quieres hablar.

Usó ese tono, el que empleaba en el mercado al hablar con gente que le caía mal.

—Sí, me gustaría saber por qué me mentiste.

Las lágrimas se agolparon una vez más en la garganta. El perro estaba entre ellos, confundido, mirándolos. Movía la cola y al poco la escondía entre las piernas.

—Eras muy pequeño. Necesitabas estabilidad. Necesitabas una oportunidad para centrarte, para aprender a amar y a confiar. Te di una oportunidad para que no tuvieses que salir corriendo. Te di una oportunidad para ser… —Minnie hablaba en susurros. Daniel tenía que esforzarse para oírla.

—¿Para ser tu hijo?

—Para ser tú mismo…

—Me das asco.

Minnie se encogió de hombros. Recorrió con la mano la superficie del piano, como si limpiase el polvo.

—¿Qué era yo? ¿El sustituto de mierda de ella?

Minnie se volvió hacia él. Hinchó el pecho, pero no dijo nada.

—No eras ningún sustituto. Eres mi hijo. Tú eres mi hijo.

—Entonces, ¿me querías tanto que tuviste que matar a mi madre cinco años antes de tiempo? Podría haberla visto una vez más. Podría haberla…

Se llevó el dorso de la mano a la nariz. Minnie no apartó la vista de él.

—Lo que necesitabas era un espacio donde no pensar en ella. Para…

—¿Para qué? ¿Para pensar en ti, mamaíta?

—Para pensar en ti mismo de una vez, para ser un niño, para no tener que cuidar de nadie.

—¿Por qué llevarte a ti a la cama era diferente de llevarla a ella a la cama?

Esas palabras la irritaron. Colocó el guardallamas frente a la chimenea y recogió los papeles tirados por el sofá.

—No sigas —dijo. Parecía cansada, como si se diese por vencida, pero alzó el mentón y habló en un tono comedido. Esa firme amabilidad sofocó su violencia, como siempre—. Sé que estás sufriendo. Lo comprendo. Quizás debería habértelo dicho cuando fuiste a la universidad, pero no creí que fuese un buen momento para semejante distracción. Lamento que haya muerto. Pensé que podría explicártelo cuando fueses mayor. No tienes ni idea de cómo cambiaste cuando dejaste de preocuparte por ella. Mírate ahora. Dios mediante, pronto serás abogado. Tu madre habría estado orgullosa de ti. Fuiste un niño bueno y amable, pero necesitabas estar libre de ella para poder escoger por ti mismo al fin.

Daniel habló entre dientes:

—He venido hasta aquí para decirte a la cara que no voy a verte jamás, que nunca voy a volver a hablar contigo. No quiero ni un penique tuyo. No quiero saber nada más de ti. Te odio.

Minnie siguió erguida, la mano apoyada en el brazo del sofá. La tristeza inundó su cara. Daniel recordó esas noches que se pasaba llorando, cuando tenía esa misma expresión. Minnie tragó saliva, los labios entreabiertos.

—Hijo, por favor. Vamos a hablar de esto más tarde, cuando te hayas calmado. Estás enfadado. Quiero que comprendas por qué lo hice. No lo hice por mí. No comprendes cómo te estaba envenenando. Ella te nublaba la mente y, cuando desapareció, fue como si pudieses concentrarte de nuevo. Mira cómo estás ahora, y todo es gracias a esos años de paz, porque sabías que no tenías que salir corriendo en su busca.

—Pero sí necesitaba salir corriendo en su busca, ¿no lo comprendes? Ahora está muerta y ya es demasiado tarde.

Daniel dio un paso hacia Minnie, que alzó la mandíbula, como si esperase un golpe. Daniel tuvo un escalofrío, los músculos del cuello en tensión.

—Lo siento, entonces —dijo ella—. Tal vez me equivoqué. Lo hice por tu bien, pero tienes razón: no debí haberte mentido. Lo siento.

A Daniel le dolía la garganta por el esfuerzo de contener las lágrimas. Se mordió el labio y se cubrió la mano con la manga del suéter. De un movimiento, derribó las fotografías de la repisa. Cayeron frente a la chimenea y el perro se levantó de un salto, ladrando, cuando se quebró el cristal.

Minnie se cubrió la boca con ambas manos.

—No, no debiste haberme mentido, pero lo hecho hecho está. —Se acercó a ella, los brazos caídos a los costados—. Esta es la última vez que me ves. Ojalá estuvieras muerta.

Salió, las lágrimas una vez más derramándose por las mejillas, y abrió la puerta y bajó la colina. «Por favor, vuelve», pensó que la oía decir.

Sintió que desfallecía al bajar la colina. Se tambaleó, como si le hubiesen herido, pero a su espalda el sol era cálido y lo calmó. Se secó la cara con una mano, sabedor de que a su espalda, además del sol, también estaba todo el cariño y el amor que había conocido en este mundo. Y lo estaba dejando atrás.