25

Comenzó la segunda semana del juicio de Sebastian. Daniel evitaba leer los periódicos, pero llamó su atención un artículo que leía a su lado un pasajero del metro. Cuando llegó a Saint Paul, corrió a un quiosco, donde compró el Mail y pasó las páginas hasta encontrarlo. En la página seis aparecía su fotografía. Tenía el ceño fruncido; era una fotografía tomada a la entrada del tribunal. El titular decía: «El hombre que quiere liberar al Ángel Asesino». El artículo también mencionaba a Irene.

Daniel volvió a dejar el periódico en el revistero. Cuando llegó al tribunal, aún no habían dado las nueve. La muchedumbre que aguardaba en el exterior no había disminuido desde el inicio del juicio. Un policía protegió a Daniel al entrar, con una taza de café en una mano y el maletín en la otra.

—Señor Hunter, ¿cómo va a ser la defensa? —gritó un periodista y Daniel se giró por si reconocía su cara, pero no era el que había ido a su apartamento—. ¿Diría que la fiscalía va ganando?

Alrededor del reportero, la multitud bullía.

Dentro del Old Bailey, Daniel enderezó los hombros y caminó hacia el juzgado número trece, mirando las paredes recargadas y coloridas. Vio a Irene unos minutos antes de que llegara el juez. Le tocó el hombro al pasar y se agachó para susurrar: «Bastardos», tan cerca que le hizo cosquillas en la oreja. Supo que había visto el artículo.

—No saben cómo pervierten la justicia —dijo Irene—. ¿Cómo se atreven a ser juez y parte?

—No te preocupes por eso —susurró Daniel en respuesta—. Buena suerte.

—La corona llama a John Cairns.

John Cairns era un hombre al que le incomodaba ir trajeado. Por la forma en que el traje se ceñía a los hombros, Daniel supo que Cairns se sentía fuera de lugar. El hombre se acercó al banquillo y tomó un sorbo de agua antes de mirar al jurado, al juez y, finalmente, a Gordon Jones, quien le dirigía la palabra.

—Señor Cairns, usted trabaja en el parque infantil ubicado en Barnard Park, ¿es así?

—Sí.

—Por favor, ¿podría aclararnos cuál es su puesto y cuánto tiempo lleva trabajando ahí?

—Soy uno de los encargados y llevo tres años trabajando ahí. —Tenía una voz pastosa, como si se sintiese nervioso o estuviese recuperándose de un resfriado.

La sesión acababa de comenzar y todo el mundo estaba absorto.

—Señor Cairns, ¿podría hablarnos de la mañana del lunes 9 de agosto de este año?

El señor Cairns carraspeó y se apoyó en el banquillo de los testigos.

—Fui el primero en llegar. Siempre llego el primero. Abrí como de costumbre y preparé una taza de café. Siempre compruebo el estado del patio los lunes, por si las cuerdas están sueltas o… Por lo general tengo que limpiar algunos restos, y eso es lo que hice a continuación. Mientras me dedicaba a eso, encontré… el cadáver del niño.

—Más adelante, se identificó el cadáver como el de Benjamin Stokes. ¿Podría confirmarnos la ubicación exacta del cadáver cuando lo encontró?

—Estaba parcialmente oculto bajo la casita de madera que hay en el parque, en un rincón cerca de las calles Barnsbury y Copenhagen.

—Permítanme que les remita a la página cincuenta y tres del expediente del jurado. Ahí verán un plano del parque infantil, dividido en casillas a las que corresponden números y letras. Por favor, ¿nos podría indicar la ubicación aproximada en este mapa?

—E3.

—Gracias. ¿Vio el cadáver de inmediato?

—No, qué va. Vi que había algo ahí, pero, para ser sincero, pensé que sería una bolsa de plástico o algo así, basura que se había quedado entre los árboles cerca de la valla…

Entre los asientos del público se oyeron unas exclamaciones ahogadas. Daniel miró a la señora Stokes, quien se había encorvado, con la mano en la boca. Su marido la estrechó entre sus brazos, pero fue imposible consolarla y tuvo que acompañarla fuera. Sebastian se sentó erguido, con las manos en el regazo. Estaba escuchando con interés la declaración del encargado, pero el ataque de nervios de la señora Stokes pareció complacerlo de un modo extraño. Daniel le puso una mano sobre la espalda para indicarle que se girara cuando se volvió a mirar a la señora Stokes.

Kenneth Croll estaba en la sala. Se inclinó hacia delante y, levantándose de su asiento, dio un golpecito en la espalda de Sebastian. Ese dedo bastó para que Sebastian se sobresaltase en su asiento. Daniel miró a Croll por el rabillo del ojo. Sebastian comenzó a mover los ojos y a mecerse adelante y atrás.

Los juntaletras lo habían notado. El jurado también.

—Por favor, continúe, señor Cairns —solicitó Jones.

—Bueno, al acercarme, vi los pantalones del chico y… pensé que se trataría de unos zapatos y unos pantalones viejos que alguien había arrojado por encima de la valla. A veces se encuentra ese tipo de cosas… Pero a medida que me acercaba…

—Disponemos de las fotografías del cadáver tal como estaba cuando usted lo descubrió. Si el jurado tuviese la amabilidad de mirar la página tres de su expediente…

Daniel observó a los miembros del jurado, que contemplaban la fotografía con expresión de asco y las manos en la boca, si bien aún no habían visto lo peor. Sebastian se fijó en los rostros. Al mismo tiempo dibujaba árboles con un bolígrafo.

—Señor Cairns, siento tener que insistir en este tema, sé que son recuerdos perturbadores, pero, por favor, continúe su descripción.

—Bueno, al acercarme, vi que no era un montón de ropa, sino un niño pequeño, lo que había debajo de la casita de madera.

—¿Vio de inmediato que se trataba de un niño?

—No, lo que se veía eran unas piernas que sobresalían. La cara estaba bien escondida debajo de la casita, pero me di cuenta de que era una criatura.

—¿Qué hizo?

—Gateé bajo los árboles y luego me arrastré sobre el vientre para sacarlo de ahí, pero al acercarme me di cuenta de…

—¿Sí, señor Cairns?

—Bueno, me di cuenta de que estaba muerto y no me atreví a tocarlo. Volví de inmediato y llamé a la policía.

—¿Sabía usted que había desaparecido un niño?

—Bueno, yo no vivo por ahí, pero cuando llegué a trabajar por la mañana vi las fotografías y la furgoneta de policía. No había visto las noticias. No sabía qué había ocurrido…

—Acaba de describirnos cómo llegó al cadáver… —Jones se puso las gafas y leyó de sus notas, que sostenía con el brazo extendido—: «Me arrastré… sobre el vientre». —Se quitó las gafas y se apoyó en el atril—. En ese caso, ¿sería correcto decir que el lugar donde encontró el cadáver era de difícil acceso para un adulto?

—Sin duda alguna. Está cubierto de maleza. Creo que por eso no habían hallado el cadáver. Me alegro de haberlo encontrado yo y no uno de los niños.

—Sí, menos mal. Cuando identificaron al pequeño, ¿lo reconoció?

—No. No iba a menudo al parque.

—Gracias, señor Cairns.

Como de costumbre, se hizo el silencio cuando Gordon Jones se giró hacia Irene Clarke. Daniel se mordió el labio, a la espera de la primera pregunta. Observó a Irene, que consultaba sus notas, y se fijó en el tendón que definía su largo cuello.

Jones parecía satisfecho consigo mismo. Al demostrar que el lugar de los hechos era inaccesible para un adulto, había contrarrestado el argumento según el cual un niño no tenía la fuerza suficiente para causar las heridas de Ben.

Irene se apoyó en el atril con ambas manos y sonrió al señor Cairns con los labios cerrados. Daniel admiró su compostura.

—Señor Cairns, según su descripción, la víctima fue hallada bajo una casita de madera. ¿Podría describir con más detalle esta casita?

—Bueno, es una pequeña cabaña o casa que se alza sobre unos pilotes… Es como esas casas de árbol, pero… está a medio metro del suelo. Como está rodeada de árboles, para los niños es casi lo mismo. Supongo que esa es la idea.

—¿Es popular entre los niños?

—Bueno, a veces juegan ahí, pero no diría que es popular, no. Como hay tantos hierbajos, es un poco demasiado agreste para algunos niños. A menudo hay insectos, ortigas y cosas así…

—Madre mía, parece difícil llegar ahí, incluso para los niños, ¿no es así?

—En cierta medida, sí. Hay que apartar las ramas, ensuciarse un poco. A la mayoría de los niños no les importa.

—¿Cuánto diría que tardó en llegar a la casita y al cadáver de la víctima? ¿Unos diez minutos?

—No, menos de un minuto.

—¿Menos de un minuto? ¿Un hombre adulto? ¿En medio de toda esa vegetación?

—Sí, eso creo.

—En ese caso, no solo los niños pueden llegar a esa área del parque, ¿está de acuerdo?

—No, eso no sería posible. Supervisamos todos los columpios y, por tanto, necesitamos entrar en todos los rincones, por si los niños se meten en líos.

—¿Podría ser que algunos niños tuviesen dificultades para llegar a la casita, sobre todo si carecen de fuerza suficiente para apartar las ramas?

—Bueno, sí, podría ser, pero casi todos los niños gatean bajo los árboles. Un adulto tendría que apartar las ramas.

—Gracias, señor Cairns, no tengo más preguntas.

Tras el descanso, Daniel vio a Kenneth Croll, recostado en su silla, fulminando a Sebastian con la mirada. El niño se apartó de su padre y bajó la mirada, como si estuviese avergonzado. Daniel había encontrado una sopa de letras en un periódico abandonado en los asientos del público. La dejó frente a Sebastian y se giró para saludar a Croll con un gesto.

Sebastian inclinó la cabeza, destapó el bolígrafo y comenzó a dibujar círculos alrededor de las palabras, absorto. Daniel observó el frágil cuello del muchacho: la nuca y el pelo fino y corto. Había visto llorar a hombres durante un juicio y se preguntó por la fortaleza que le permitía a Sebastian mantener la concentración y la compostura.

Estaban comprobando las pantallas del vídeo. Madeline Stokes lloraba. Tenía la cara blanca y desencajada, y Daniel hubo de apartar la mirada. Había visto al agente asignado a la familia explicarles algo durante el descanso. El señor Stokes había asentido, con gesto sombrío. Daniel podía suponer qué les había dicho. La patóloga, los testigos policiales y los peritos forenses iban a prestar declaración a continuación. El letrado les habría explicado que era imprescindible proyectar las fotografías del cadáver a fin de resaltar ciertos detalles, pero que los padres no tenían la obligación de permanecer en la sala. Quizás el señor Stokes había identificado el cadáver de su hijo mediante una marca de nacimiento en el hombro o la forma de los pies.

No intentó consolar a su esposa ni le dio un pañuelo cuando ella abrió el bolso en busca de uno. Solo sus ojos denotaban su sufrimiento; rastreaban la sala, cada esquina, cada rostro, como si preguntara en silencio: «¿Por qué?».

—¿Van a echar una película? —preguntó Sebastian.

—No, van a proyectar algunas fotografías del… —Daniel se detuvo antes de decir «cadáver», recordando la fascinación de Sebastian—. Los abogados de la otra parte han traído algunos expertos para explicar lo que le ocurrió a la víctima. Supongo que van a querer señalar algunas cosas en la pantalla…

Sebastian sonrió y asintió, puso la tapa en el bolígrafo y juntó las manos. Parecía que estaba a punto de empezar un espectáculo.

La tarde comenzó con las pruebas policiales: fotografías del cadáver del niño, tumbado bocabajo, los brazos a los costados. El sargento Turner, que había interrogado a Sebastian, fue al banquillo de los testigos. Se mostraron secuencias del interrogatorio de Sebastian, en las cuales se negaba a admitir que había herido a Ben de ninguna forma. Jones dedicó el resto de la tarde a interrogar al sargento Turner, mientras se reproducían imágenes de Sebastian, que hablaba de las manchas de sangre de su ropa y rompía a llorar. Jones también se explayó en las bravatas de Sebastian a lo largo del interrogatorio y sus explicaciones lógicas acerca de las pruebas forenses que lo acusaban. El jurado se quedó con la impresión de que Sebastian era muy inteligente y manipulador para su edad.

A la mañana siguiente Irene interrogó al sargento de policía. La sala estaba más silenciosa de lo habitual, como si todo el mundo estuviese aún conmocionado por haber visto a ese niño sollozando ante los policías el día anterior. En las grabaciones, Sebastian parecía aún más pequeño.

—Sargento, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre la declaración del señor Rankine, si no es molestia —comenzó Irene.

—Claro —dijo el sargento. Bajo las brillantes luces de la sala, su rostro se veía enrojecido, casi enfadado, pero sonrió.

—Según la patóloga, la víctima pudo haber muerto a cualquier hora de la tarde del 8 de agosto…, a las cuatro, las cinco, incluso cerca de las seis en punto. El señor Rankine declaró que vio a una persona con una camiseta azul celeste o blanca aparentemente atacar a la víctima alrededor de las tres y media o cuatro de la tarde. ¿Qué hizo para confirmar la identidad de este agresor?

—Una camiseta blanca perteneciente al acusado ha sido presentada como prueba. El testigo parecía seguro de haber visto un muchacho antes cuya descripción coincidía con la del acusado (como él mismo admite) y luego un poco más tarde.

—Ya veo —dijo Irene, que se giró y alzó la mano ante el jurado—. ¡Cómo no! —Se volvió a mirar al sargento—. El acusado tenía una camiseta blanca y admite que se peleó con la víctima en torno a las dos. Así usted ya no tiene que hacer nada más. No hacía falta investigar si hubo o no otro agresor, quizás un adulto con una camiseta celeste…

—Señorita Clarke —dijo Baron, con otra sonrisa forzada—, ¿tiene intención de hacerle una pregunta al testigo?

—Sí, señoría. Sargento, ¿el testigo estaba convencido de haber visto un niño con camiseta blanca debido a que sus colegas sugirieron que habían detenido a alguien que coincidía con esa descripción?

—¡Por supuesto que no!

—Señorita Clarke, esperaba más de usted —la reprendió el juez.

Daniel notó que Irene no se dejaba intimidar. Ladeó la mandíbula, en un gesto desafiante.

—Sargento Turner —continuó—, el señor Rankine ha admitido ante el tribunal que quizás vio un adulto con una camiseta azul o blanca. Independientemente de que el acusado tuviese una camiseta blanca, ¿podría decirnos qué hizo para localizar a la persona que agredió a la víctima a última hora de la tarde, cuando mi cliente dispone de coartada?

—Estudiamos las cámaras de seguridad, pero no pudimos confirmar la presencia de nadie en el parque… De hecho, ni por la tarde ni a primeras horas de la noche.

—¿Significa eso que un adulto con camiseta azul celeste no agredió a la víctima esa tarde?

—No, y tampoco demuestra que su cliente no fuera el agresor.

—¿Qué quiere decir?

El sargento Turner tosió.

—Bueno, por la tarde las cámaras enfocaron sobre todo las calles circundantes y no dedicaron al parque suficiente tiempo para ver a alguien… Por tanto, no quedó constancia de la agresión, ni de la pelea anterior de los niños, que el acusado ha admitido.

—Qué cómodo. —Una vez más, Irene se volvió hacia el jurado—. Por la tarde, las cámaras no enfocaron el parque, un testigo ve a una persona vestida de blanco o azul celeste agredir a la víctima, hay un niño detenido que tiene una camiseta blanca, y eso es todo…

—Una camiseta blanca manchada con la sangre de la víctima —la interrumpió el sargento Turner, elevando la voz.

Daniel reparó en que la sala contuvo el aliento cuando Irene ladeó el mentón, lista para el ataque.

—Cuando las cámaras resultaron infructuosas, ¿qué más hicieron para hallar al agresor?

—Como he dicho, las pruebas forenses nos convencieron de que ya teníamos a nuestro hombre.

Turner se detuvo y pareció sonrojarse, como si reconociera la improcedencia de sus palabras.

—Tenían a su hombre —repitió Irene—. Ya veo. Tenían a un niño pequeño detenido y a un testigo que les dijo que había visto a alguien con una camiseta celeste o blanca agredir a la víctima en torno a las cuatro…

Una vez más, Turner interrumpió a Irene:

—El testigo declaró que vio a un niño… El mismo niño que antes.

Daniel reparó en que al jurado le disgustaba que el sargento gritase a Irene.

—Ya veo. O sea, que encajaba… —Irene se volvió hacia el testigo e hizo una pausa.

—Nosotros no lo encajamos, era él el que encajaba en la descripción. —Turner tenía la cara muy roja.

—Y si le dijese que el señor Rankine ha admitido ser miope y que reconoce que quizás vio un adulto esa tarde, ¿pensaría aún que todo encaja?

—Sí, las pruebas forenses hablan por sí solas.

—Yo diría que su falta de profesionalidad habla por sí misma. Si existe la posibilidad de que el testigo viese a un adulto agrediendo a la víctima, ¿no le parece razonable hacer todo lo posible para encontrar a esa persona?

—Hemos llevado a cabo una investigación minuciosa. El acusado coincidía con la descripción del testigo y se descubrió que en su ropa había restos de sangre de la víctima.

—Trabajo hecho, ya veo —dijo Irene, que miró al jurado y se sentó.

Baron se bajó las gafas por el puente de la nariz para mirar críticamente a Irene antes de excusar al testigo, pero no dijo nada.

Daniel reparó en que Irene jadeaba cuando se sentó. Observó el suave oleaje de su pecho. La miró unos instantes, esperando que se girase, pero no lo hizo.

Por la tarde, los agentes encargados de investigar la escena del crimen prestaron declaración sobre las pruebas que hallaron: el ladrillo y hojas empapadas de sangre.

—Vamos a hablar muy claro —dijo Irene cuando llegó su turno—. ¿No hallaron ni una sola huella dactilar en el lugar de los hechos?

—Bueno, encontramos huellas parciales, pero no eran identificables.

—Para que quede claro, ¿no hallaron ni una sola huella fiable en el lugar de los hechos?

—Correcto.

—¿Y en el arma del crimen? ¿Hallaron huellas en el ladrillo?

—No, pero no es de extrañar si tenemos en cuenta el tipo de superficie…

—Le agradecería que se limitase a responder sí o no.

—No.

Tras la declaración del agente hubo un descanso y, a continuación, la fiscalía llamó a su científico forense: Harry Watson.

Jones se levantó y pidió a Watson que confirmase su nombre y sus títulos. Watson los enumeró: licenciado en Nottingham, biólogo colegiado y miembro del Instituto de Biología. Había asistido a cursos básicos y avanzados sobre análisis de manchas de sangre impartidos en Estados Unidos y era miembro de la Asociación Internacional de Analistas de Sangre. Watson afirmó que su experiencia se centraba en los aspectos biológicos de la ciencia forense, como fluidos corporales, pelos y fibras.

Daniel notó que Sebastian se aburría. Había sido una tarde larga, pero esta declaración era clave para la fiscalía y Daniel albergaba la esperanza de que Irene fuese capaz de socavarla.

—¿Qué analizaron en concreto? —preguntó Jones.

—Principalmente, la ropa de la víctima y las prendas del acusado. —Watson aparentaba unos cincuenta años y el traje le quedaba muy justo. Se sentaba rígido, con los labios apretados, a la espera de la siguiente pregunta.

—Y ¿qué encontraron?

—Los vaqueros del acusado se admitieron como prueba tras un registro de la casa. En esos vaqueros se halló una concentración de fibras en la parte interior de los muslos. Las fibras concordaban sin duda alguna con las fibras de los pantalones de la víctima. También se identificaron manchas de sangre en los zapatos, los vaqueros y la camiseta del acusado. Es sangre perteneciente a la víctima sin lugar a dudas.

—¿Cómo describiría las manchas de sangre presentes en la ropa del acusado?

—Las manchas de la camiseta eran sangre exhalada: sangre que ha salido de la nariz, la boca o una herida como consecuencia de la presión del aire, que es la fuerza propulsora.

—¿Qué tipo de lesiones podrían causar este tipo de manchas en la ropa del acusado?

—Las manchas de sangre son las propias de un traumatismo facial: una agresión violenta contra el rostro o la nariz. La sangre de la víctima salpicaría al agresor.

Unos murmullos sobrecogidos recorrieron la sala.

—Por lo tanto, a Sebastian Croll lo salpicó la sangre exhalada de la víctima. En la sangre de la ropa del acusado, ¿había más indicadores de un incidente violento con el fallecido?

—Además de la sangre hallada en la camiseta del acusado, había manchas por contacto en los vaqueros y los zapatos, lo cual sugiere que el acusado había estado muy cerca del fallecido en el momento de la agresión fatídica. Había también una pequeña cantidad de sangre en la suela de los zapatos del acusado.

—¿Qué podría indicar la sangre de la suela?

—Bueno, podría deberse a haber pisado la sangre de la víctima, después de la agresión.

—¿Existe alguna prueba forense que sugiera que la agresión tuvo lugar en el sitio donde se halló el cadáver?

—Sí, en las rodillas de los vaqueros del acusado y en la parte baja de los pantalones de la víctima había suciedad que coincidía con las hojas y la tierra del lugar del crimen.

—¿Se halló en el acusado otro material biológico de la víctima?

—Bueno, sí, había piel del acusado bajo las uñas de la víctima y había arañazos en los brazos y el cuello del acusado.

—Entonces, ¿Ben trató de enfrentarse a Sebastian y lo arañó?

—Eso es lo que parece.

Gordon Jones volvió a su asiento e Irene Clarke se puso en pie.

—Señor Watson —dijo Irene sin mirar al testigo, consultando sus notas—, ¿cuándo comenzó a colaborar con la policía científica?

El señor Watson se enderezó la corbata antes de responder:

—Hace poco más de treinta años.

—Treinta años. ¡Vaya! Qué experiencia tan amplia. Se incorporó en 1979, ¿es cierto?

—Sí.

—Y en esos treinta y un años de servicio, ¿nos podría decir en cuántos casos ha trabajado?

—No tengo manera de saberlo sin consultar mis archivos.

—Díganos una cifra: ¿treinta, cien, más de quinientos? ¿Cuántos, más o menos?

Irene fue inclinándose sobre el atril, alzando los hombros, que casi le llegaron a las orejas. Daniel pensó que parecía una muchacha asomada a la ventana para ver un desfile.

—A lo largo de treinta y un años, yo diría que he participado directamente en cientos de casos, tal vez no lleguen, pero quizás sean más de quinientos.

—¿Y en cuántos juicios ha declarado en sus treinta y un años de servicio?

—Más de un centenar, de eso estoy seguro.

—Doscientos setenta y tres, para ser exactos. Usted es sin duda un testigo experto. Dígame, en esos doscientos setenta y tres juicios, ¿cuántas veces ha sido testigo de la defensa?

—Mi testimonio es imparcial y no tengo ningún prejuicio contra la defensa ni la acusación.

—Por supuesto. Permítame precisar: ¿en cuántos de esos doscientos setenta y tres juicios ha solicitado su testimonio la fiscalía?

—La mayoría.

—La mayoría. ¿Se atrevería a calcular cuántos?

—¿Tal vez dos terceras partes?

—No, señor Watson. En esos doscientos setenta y tres juicios ha sido testigo de la defensa solo tres veces. Tres veces a lo largo de treinta años. ¿Le resulta sorprendente?

—Un poco. Pensaba que serían unos cuantos más.

—Ya veo. Unos cuantos más. Con respecto a sus títulos, veo que se licenció en Nottingham… En Economía. ¿Le resulta útil la economía en su especialidad actual?

—Ahora soy biólogo colegiado.

—Ya veo. Ha declarado que había fibras de los vaqueros de Ben Stokes en la ropa del acusado. Dígame, ¿no cabría esperar que dos niños, vecinos, que juegan juntos tengan fibras de sus respectivas ropas debido a sus juegos?

—Es posible, sí.

—Del mismo modo, los arañazos del acusado y la piel hallada bajo las uñas de la víctima podrían deberse a una pelea normal entre dos colegiales, ¿no es cierto?

—Es posible.

—Y también ha declarado que la sangre en la ropa de Sebastian era exhalada. Según usted, podía deberse a un golpe en la nariz o la boca. ¿Es correcto?

—Sí.

—El acusado declaró que la víctima se cayó y se golpeó la nariz cuando estaban juntos, por lo que sangró en abundancia. Mi cliente ha declarado que se inclinó sobre la víctima para observar la herida. Díganos, ¿es posible que esa transferencia de sangre hubiese tenido lugar en estas circunstancias más benévolas?

—Estas manchas de sangre, y creo que es la causa más probable, suelen deberse a la fuerza, pero es posible que fuesen el resultado de la lesión accidental que ha descrito.

—Una cosa más —dijo Irene—. La cantidad de sangre en la ropa del acusado (exhalada, por contacto o lo que sea) es escasísima, ¿no le parece?

—Hay una modesta cantidad de sangre en la ropa.

—Los rastros de sangre fueron evidentes tras el análisis forense… Sin embargo, al mirar las fotografías de la página veintitrés no se ven a simple vista.

Sebastian la observaba con los ojos abiertos como platos. Daniel recordó a los hijos de sus amigos frente a un videojuego: esa inmovilidad tan poco natural en los pequeños. La atención de Sebastian no era menos perturbadora. Se quedó absorto ante las fotografías de las manchas de sangre y la ropa sucia.

—Las manchas de sangre se veían a simple vista, pero no eran grandes ni llamativas, así que no era obvio que se trataba de sangre.

—Ya veo. Muchas gracias por esa aclaración, señor Watson… Con una lesión de este tipo (traumatismo facial causado por un objeto romo), la cual ocurrió con el agresor muy cerca de la víctima, ¿no cabría esperar que el criminal estuviese… cubierto de sangre?

Watson cambió de postura en el asiento. Daniel lo observó. El tono rojizo de su cutis sugería que se enfadaba con facilidad.

El testigo se aclaró la garganta.

—Con este tipo de lesión es lógico que haya una pérdida importante de sangre, por lo que cabría esperar importantes manchas de sangre en el agresor.

—Normalmente, con estas lesiones por golpes con objetos romos, ¿habría esperado que las manchas de sangre fuesen considerablemente mayores que las manchas de la ropa del acusado?

—Tenemos que recordar la posición del cuerpo y el hecho de que se produjo una hemorragia interna…

—Ya veo —dijo Irene—. Pero acaba de decir que esperaría unas manchas de sangre importantes, ¿no es cierto?

Una vez más, Watson se aclaró la garganta. Miró alrededor de la sala, como si buscase ayuda. Jones lo miraba fijamente, pellizcándose la barbilla con dos dedos.

—Señor Watson, ¿no es cierto que sería esperable que la ropa del agresor estuviese cubierta de sangre tras este tipo de lesión?

—Normalmente, habríamos esperado una mayor cantidad de manchas por contacto o transmisión aérea de sangre.

—Gracias, señor Watson.

El contrainterrogatorio había ido tan bien que Irene decidió no citar al científico forense de la defensa cuando llegó su turno. Había convertido al experto de la fiscalía en un apoyo para la defensa, lo cual era más efectivo.

La semana terminó con la patóloga, Jill Gault. En el banquillo de los testigos era tan cálida y tranquilizadora como la recordaba Daniel, que la había visitado en su despacho, con vistas a Saint James’s Park. Era alta y vestía botas y un traje gris. Parecía el tipo de persona que iba a remar los fines de semana, sin que la afectase saber cómo, exactamente, había sido aplastado el cráneo de un niño.

—Doctora Gault, ¿realizó usted la autopsia de la víctima, Benjamin Stokes? —comenzó Jones.

—Sí, eso es.

—¿Podría decirnos a qué conclusión llegó respecto a la causa de la muerte?

—La causa de la muerte fue un hematoma subdural agudo, causado por un fuerte traumatismo producto de un golpe en la parte derecha del cráneo.

—Y, hablando con sencillez, doctora Gault, ¿cómo describiría un hematoma subdural?

—Bueno, es básicamente una hemorragia cerebral, lo que causa una presión creciente en el cerebro que, de no tratarse, acabaría en una muerte cerebral.

Se proyectó una reproducción del cerebro y la lesión para mostrar la ubicación exacta de la herida. En el expediente del jurado había una fotografía del rostro de Ben Stokes. Sebastian la estudió, tras lo cual se acercó a Daniel para susurrar en su oreja:

—¿Por qué no está cerrado su otro ojo? Al morir, ¿no se cierran los ojos? —Daniel sintió los cálidos dedos del niño en la mano. Se agachó para pedirle que guardara silencio.

—Doctora Gault, ¿descubrió qué objeto causó este golpe fatídico?

—La lesión es propia de un traumatismo contuso; el arma del crimen, por tanto, ha sido un objeto contundente, pesado, sin filo. Se halló un ladrillo en el lugar de los hechos y en la herida había pequeños trozos de ladrillo.

El secretario trajo una bolsa con pruebas y se mostró al jurado un ladrillo envuelto en celofán.

—Este ladrillo fue hallado en el lugar del crimen y disponemos de pruebas que confirman la presencia en su superficie de sangre, masa cerebral, piel y cabellos de la víctima. Según sus hallazgos, ¿la forma y el tamaño de este ladrillo se corresponde con las lesiones sufridas por la víctima?

—Sí, los contornos del ladrillo coinciden con los de la herida con exactitud.

Una vez más, se utilizó una reproducción para comparar los contornos del ladrillo y la herida.

Sebastian se volvió hacia Daniel y sonrió.

—Es ese ladrillo realmente —susurró con un aliento acaramelado.

Daniel asintió y alzó una mano para pedir silencio.

Las fotografías del rostro mutilado de Ben Stokes aparecieron en las pantallas, accesibles al juez, el jurado y los abogados, pero invisibles para el público. El ojo izquierdo del niño estaba abierto (tal como había notado Sebastian), blanco y transparente; el derecho recordó a Daniel un huevo aplastado. Los miembros del jurado retrocedieron impresionados. El juez Philip Baron examinó su pantalla con gesto impasible. Daniel estudió el rostro del anciano, el peso de la piel que le hundía la boca. Jill Gault utilizó un láser para señalar el lugar del impacto y habló de la fuerza necesaria para dañar de tal manera el cráneo y el pómulo.

—¿Y pudo calcular la hora de la muerte, doctora Gault? —continuó Gordon Jones, dando golpecitos con la pluma en su carpeta.

—Sí, aproximadamente a las siete menos cuarto de la tarde del domingo 8 de agosto.

—¿Y descartaría eso que la agresión ocurriese antes, por ejemplo, a las dos o incluso a las cuatro de la tarde, cuando el acusado fue visto por última vez peleando con la víctima?

—No, de ningún modo. Con un hematoma subdural agudo, solo es posible aventurar la hora aproximada de la muerte, no la de la agresión. Debido a la naturaleza de esta lesión, la muerte puede darse poco después o tras varias horas. La hemorragia ejerce presión sobre el cerebro, pero pueden pasar minutos u horas antes de que sea fatídico.

—Entonces, Ben podría haber muerto horas después de recibir el golpe, ¿es eso correcto?

—Sí, es correcto.

—¿Es posible que hubiese permanecido consciente durante ese tiempo?

—La probabilidad es bajísima…, pero es posible.

—Posible. Gracias, doctora Gault.

El juez Baron se aclaró la garganta ruidosamente y se acercó al micrófono.

—Dada la hora, creo que es un momento oportuno para hacer un descanso. —Giró la cadera, arrastrando sus vestiduras y la papada hacia el jurado—. Hora de largarse y tomarse un café. Les recuerdo que no hablen del proceso con otras personas.

—Todos en pie.

Daniel se quedó hasta que llevaron a Sebastian abajo. Tras salir, se metió las manos en los bolsillos mientras observaba a la gente que recorría el vistoso y colorido vestíbulo del Tribunal Central de lo Penal: almas perdidas que lidiaban con el dolor, la pobreza y la mala fortuna. Aquí se decidían la felicidad y la miseria, no se encontraban. Se sintió desolado, otra alma perdida que deambulaba. Sacó el teléfono y llamó a Cunningham. Estaba con un cliente, así que Daniel dejó un mensaje para que lo informase acerca de la venta de la casa de Minnie.

Sintió unos dedos en el hombro. Era Irene.

—¿Todo bien?

—Claro… ¿Por qué lo preguntas?

—Todas las veces que te he mirado ahí dentro tenías cara de pocos amigos.

—Ah, ¿me mirabas mucho? —coqueteó él, aunque se dio cuenta de que no era el momento.

Irene lo reprendió dándole unos golpecitos con la pluma.

—¿Qué te preocupa?

—¿Te fijaste en las caras de los miembros del jurado cuando vieron esas fotografías?

—Lo sé, pero vamos a demostrar que Sebastian no lo hizo.

—Y Jones preguntando si Ben podría haber estado consciente durante las horas previas a su muerte… ¡Dios! —Daniel sacudió la cabeza, pero Irene posó una mano en su antebrazo. Daniel sintió el calor de su mano.

—No pierdas la fe —susurró.

—No en ti —dijo Daniel, e Irene se dio la vuelta y volvió a entrar en la sala.

—Doctora Gault, ha descrito el hematoma subdural como una hemorragia en el cerebro —dijo Irene comenzando el interrogatorio—. En ese caso, ¿cabría esperar una pérdida de sangre sustancial?

—Bueno, la sangre se acumula en el cerebro como resultado del traumatismo. Con un hematoma subdural, los vasos capilares que están entre la superficie del cerebro y su capa exterior, la duramadre, se estiran y se rompen, por lo que la sangre se acumula. Es esta presión la que causa la muerte.

—Gracias por la aclaración, doctora. Pero, díganos, con este tipo de traumatismo facial, ¿cabría esperar que el agresor fuera… salpicado por la sangre de la víctima debido a la agresión?

—Sí, es probable que un traumatismo facial de esa naturaleza causase considerables salpicaduras de sangre en el autor del crimen.

Irene hizo una pausa y asintió. Daniel se fijó en su cara, que se inclinaba, pensativa.

—Una pregunta final: ¿cuánto pesa un ladrillo, doctora Gault?

—¿Disculpe?

—Un ladrillo, un ladrillo normal, como el ladrillo en cuestión, ¿cuánto pesa?

—Diría que casi dos kilos.

—Díganos, doctora, en su opinión, ¿qué tipo de fuerza sería necesaria a fin de causar las lesiones que recibió Benjamin Stokes, teniendo en cuenta el peso del arma del crimen?

—Una fuerza muy considerable.

—¿Cree que un niño de once años, en particular uno de la complexión del acusado, podría haber reunido la fuerza necesaria?

La doctora Gault cambió de postura en su asiento. Echó un vistazo a Sebastian y Daniel notó que éste le sostenía la mirada.

—No, habría imaginado que la fuerza necesaria era propia de un adulto… pero, dicho esto…, alguien de baja estatura, o incluso un niño, podría haber causado estas lesiones si la víctima se encontrase bajo el agresor, pues la gravedad compensaría la falta de fuerza física.

—Ya veo —asintió el juez Baron—. Ya veo. ¿Tiene alguna otra pregunta, señorita Clarke?

—En su opinión de experta, doctora Gault, ¿cree que sería difícil para un niño infligir estas lesiones debido al peso del arma del crimen?

—La testigo ya ha respondido esa pregunta, señorita Clarke —dijo Baron. Irene se sentó, con un ligero rubor en las mejillas—. ¿Señor Jones?

—Si se me permite, señoría, una aclaración…

El juez Baron ondeó los dedos para mostrar su acuerdo. Irene lanzó una mirada a Daniel.

Una vez más, Gordon Jones se situó ante el atril.

—Doctora Gault, muy brevemente: si el golpe mortal contó con la ayuda de la gravedad, ¿concordaría con la postura del cadáver: boca arriba, con las manos a los costados?

—… Sí —dijo la doctora Gault, dubitativa—. Habrían sido posibles varias posturas, pero, desde luego, si la víctima se encontraba un tanto aturdida o asustada, habría sido posible asestar el golpe mientras estaba en el suelo, de pie o sentado… a horcajadas sobre la víctima, por así decirlo. Esto habría sido más sencillo para un agresor… más débil.

—Gracias, doctora Gault.

Daniel llevó a casa varios periódicos y los hojeó hasta encontrar las noticias acerca del juicio. Varios artículos se centraban en su relación con Sebastian: «El muchacho se arrimó a su abogado». Había uno sobre el testimonio de la doctora Gault: «La patóloga de la fiscalía, la doctora Jillian Gault, conjeturó que el Ángel Asesino pudo sentarse a horcajadas sobre su víctima a fin de reunir la fuerza suficiente para golpearla hasta que murió».

Daniel se frotó los ojos. El piso estaba a oscuras, pero prefirió no encender la luz. La mesa de la cocina estaba cubierta con sus archivos de trabajo. Se situó junto a la ventana y observó el parque, a la luz vacilante de la luna. El lago giraba como una moneda bajo esa luz cambiante. Estaba cansado, pero era un agotamiento nervioso y sabía que no sería capaz de dormir.

Reparó en la luz intermitente del contestador. Cunningham había dejado un mensaje. Había interferencias y Daniel no comprendió todas las palabras: «Danny, hola, recibí su mensaje… La casa está lista y tengo un comprador. Una pareja joven de Londres, que lleva un tiempo buscando una granja como esta. Le he enviado un correo electrónico. Es una buena oferta, así que llámeme y dígame si podemos llevar a cabo la venta».

Daniel suspiró. En un gesto automático, borró el mensaje. No estaba preparado para esto. Necesitaba tiempo para hacerse a la idea. Se tumbó vestido en la cama y se quedó mirando el techo, sin pestañear. Recordó la primera vez que fue a casa de Minnie, de niño. Recordó sus berrinches y su rabia. Pero, después de todo lo que habían vivido juntos y de todo lo que ella había hecho por él, lo que recordaba con más nitidez eran las últimas palabras que le dijo: «Ojalá estuvieras muerta».

Ahora que había muerto, quería decirle que lo sentía. El juicio del niño le hacía pensar más en ella. Le había ayudado a darse cuenta de lo cerca que estuvo de encontrarse en la situación de Sebastian. Minnie le había hecho daño, pero también lo había salvado.

Se pasó la mano por el pecho, palpando los huesos del tórax. Recordó la forma tan inoportuna en que Charlotte se le había insinuado tras salir de la celda. No comprendía por qué le daba tanta pena. Debido a Sebastian, a Daniel le defraudaban la debilidad y la desesperación de Charlotte, a pesar de que el niño solo le mostraba amor.

Puso una mano bajo la cabeza. Entendía la devoción de Sebastian por su madre. De niño había estado dispuesto a morir para proteger a la suya. Se recordó a sí mismo descalzo, en pijama, entre ella y el novio. Recordó el chorro lento y cálido de orina que bajaba por su pierna, y aun así estaba listo para lo que se avecinaba, si con ello la salvaba.

Después las autoridades se hicieron cargo de él.

Pensó en su madre: las marcas en los brazos y sus cambios de humor, el inmundo olor de su aliento. Ahora le daba pena, igual que Charlotte. Su amor desesperado e infantil había quedado eclipsado hacía mucho tiempo. Hasta llegar a la edad adulta no se había percatado del daño que le había hecho.

Daniel se sentó y se pasó una mano por el mentón. Se cambió de ropa y, a continuación, cogió el teléfono del vestíbulo. Sopesó el receptor en la mano, indeciso, antes de marcar el número. Esta vez respondió el marido de Harriet. Daniel balbuceó un poco al explicar quién era.

—Oh, sí, por supuesto —dijo el hombre—, ahora se pone.

Daniel esperó con una mano apoyada en la pared. Se oía la televisión al fondo, y al anciano, que se aclaraba la garganta. Daniel se mordió el labio.

—Hola de nuevo. —Era una voz cansada—. Cómo me alegro, pero me sorprende oírte otra vez tan pronto.

—Lo sé, es algo que me dijiste el otro día. He estado pensando en ello. ¿Tienes tiempo?

—Claro, cariño, ¿qué pasa?

El sonido de la voz le recordó a Minnie. Cerró los ojos.

—Hablé con la hermana de Norman. Me contó más cosas acerca del accidente…

Harriet no dijo nada, pero Daniel oyó su respiración.

—Lo que pasa es que creo que nunca supe muy bien qué le pasó a Minnie, y ahora sí lo sé… Estaba pensando en algo que dijiste…

Daniel sintió los latidos de su corazón. Hizo una pausa para animarla a hablar, pero ella permaneció en silencio. Se preguntó si la había enfadado de nuevo.

—¿Qué, cariño? —dijo ella al fin—. ¿Qué dije?

Daniel respiró hondo.

—Que se torturaba acogiendo a todas esas niñas.

—Así es, que Dios la bendiga.

Daniel apretó el puño y dio un pequeño golpe en la pared.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me adoptó a mí y no a otro? —Harriet suspiró—. ¿Fue porque se lo pedí? O… ¿porque me daba miedo que me echasen? ¿Pensó alguna vez en adoptar a otro niño?

Esperó la respuesta de Harriet, pero no llegó. El silencio persistió como la nota grave de un piano con el pedal pisado.

—¿No lo sabes, cielo? —dijo al fin—. Te quería como si fueses hijo suyo. Eras especial para ella, vaya que sí. Recuerdo el primer año que te quedaste con ella. Al principio tuvo un montón de problemas contigo, lo recuerdo bien. Eras un pequeño salvaje. Pero vio algo en ti…

»Por supuesto, quería lo mejor para ti, por supuesto. Habría renunciado a ti por tu propio bien, como renunció a los otros. Ella vivía sola y siempre me decía que los niños necesitan una familia, con hermanos, hermanas… y un padre. Recuerdo que trató de encontrar una buena casa para ti, aunque se moría de ganas de que te quedases.

—Ella era suficiente familia para cualquiera… o al menos lo fue para mí.

—El día que te adoptó me llamó cuando te quedaste dormido. Nunca la había visto tan feliz desde la muerte de Delia.

Daniel se aclaró la garganta. Harriet comenzó a toser: una tos ronca tan intensa que tuvo que dejar el teléfono un momento. Daniel esperó.

—¿Estás bien?

—No consigo librarme de esta tos. ¡Madre de Dios hermoso…! Pero tienes que saberlo, Danny. Lo que más quería en el mundo es que fueses su hijo. Fuiste importantísimo para ella.

—Gracias —dijo Daniel, casi susurrando.

—No pienses en estas cosas ahora, hijo. No le hace bien a nadie. Pasa página.

Harriet comenzó a toser de nuevo.

—Deberías ir al médico —observó Daniel.

—Estoy bien. ¿Y tú estás bien? Creo que te vi en las noticias el otro día. ¿Estás en el juicio del Ángel Asesino? ¿Eras tú? Qué asunto tan horrible.

—No te equivocas —dijo Daniel. Se enderezó; la mención del juicio lo apartó de las taciturnas garras de la memoria.

—¿En qué se está convirtiendo este mundo? ¿Habías oído alguna vez algo semejante: críos matándose así unos a otros?

Daniel deslizó una mano en el bolsillo y dijo que tenía que irse.

—Muy bien, cariño. Siempre has sido muy trabajador. Descansa un rato. Deja de pensar en todo esto.

Daniel colgó. Se fue a la cama, reconcomido por el arrepentimiento.

Cuando se despertó eran las seis y media, demasiado tarde para salir a correr. Aún merodeaba por su mente el sueño que había tenido. Había soñado con la casa de Brampton. Las paredes estaban abiertas, como las de un belén o una casa de muñecas. Los animales entraban y salían libremente. Daniel ya era un adulto en el sueño, pero aún vivía ahí, cuidando de los animales. Minnie estaba fuera, en algún lugar, pero no la veía ni la oía.

En la cocina, se encontró con un cordero: dormido, roncando feliz, con el abdomen subiendo y bajando, y una dulce sonrisa en los labios. Daniel se agachó y llevó el cordero fuera, donde la cegadora luz del sol partía los árboles.

Sentado al borde de la cama, Daniel aún recordaba el peso tangible del cordero entre sus manos y la calidez de su fina lana.

Después del desayuno, miró el correo electrónico y devolvió la llamada a Cunningham. Confirmó que la granja se podía vender. Daniel pronunció muy despacio esas palabras, por si cambiaba de opinión. Era el momento de vender la casa, decidió. Necesitaba seguir con su vida. Tal vez, tras vender la casa, los remordimientos lo abandonasen. Tal vez no volviese a pensar en ella.