No cabía duda: la fiscalía intentaba retratar a Sebastian como un pequeño diablo. La lista de testigos incluía vecinos de los Croll, niños del colegio de Sebastian, además de a su profesora. Como podían influir sobre el jurado, Irene protestó la validez de esas preguntas, pues suponían un intento de recabar pruebas irrelevantes sobre su carácter, pero el juez fue permisivo, sobre todo respecto a la fama que tenía Sebastian de abusón, ya que la consideró relacionada con el crimen.
Ese día Sebastian seguía el juicio con atención. Ni hacía garabatos ni movía las piernas. Su padre no se encontraba en la sala. Daniel había hablado con Charlotte, quien dijo que Kenneth había ido al extranjero, pero que volvería en unos días. Charlotte parecía alterada: era toda tendones, ojos hundidos y dedos temblorosos. Le daba pavor salir a fumar un cigarrillo, confesó a Daniel, por si los periodistas la acorralaban. No podía soportar las mentiras que escribían acerca de su hijo. Daniel la agarró del codo y le dijo que mantuviera la calma.
—Va a ir a peor antes de que llegue nuestro turno —le dijo—. Es mejor que se prepare.
—La corona llama a la señora Gillian Hodge.
Daniel la observó mientras se dirigía al banquillo de los testigos. Todos los periodistas garabatearon con frenesí cuando levantó la mano derecha y prestó juramento. Madre de dos niñas, era vecina tanto de los Croll como de los Stokes. Daniel había hablado con Irene acerca de ella. Su voz era clara y fuerte, sus gestos seguros y serenos. Su actitud era profesional y maternal al mismo tiempo, con una mirada luminosa y sincera. Daniel juntó las manos y esperó, casi temiendo su declaración. Sintió la pequeña mano de Sebastian en el muslo y se agachó para que sus orejas estuviesen más cerca de la boca del niño.
—Me odia —fue todo lo que dijo.
—Tranquilo —dijo Daniel, casi para sí mismo.
Gordon Jones se echó la toga a un lado y se situó ante el atril.
—Señora Hodge, ¿podría decirnos de qué conoce a los Croll y a su hijo, Sebastian?
—Soy su vecina y también soy vecina de Madeline y Paul Stokes. Estoy justo entre ambos.
Daniel la escuchaba con atención. Su voz, propia de un colegio privado de Londres, era firme y casi no necesitaba el micrófono.
—Y a sus hijos —preguntó Jones—, ¿diría que los conoce bien?
—Mis hijas solían jugar tanto con Ben como con Sebastian, así que conozco a los padres y a los hijos.
Al decir «y a los hijos», Madeline se volvió claramente hacia Sebastian. Daniel se enderezó ante esa mirada severa.
—Tiene dos hijas, ¿es cierto?
—Sí.
—¿Y cuántos años tienen?
—Una tiene ocho y la otra doce.
—¿Su hija pequeña es de la misma edad que Ben Stokes?
—Sí, iban a la misma clase. —Los ojos grandes y luminosos de Gillian buscaron a Madeline Stokes, que agachó la cabeza. Gillian se aclaró la garganta.
—Y su hija mayor… ¿tiene más o menos la edad de Sebastian?
—Sí, ella es un poco mayor, pero no juega mucho con niños. La pequeña es la aventurera. Le gustaba jugar con Ben…
—¿Surgió algún problema cuando su hija jugaba con alguno de sus vecinos?
—Bueno, como he dicho, Poppy, la pequeña, se llevaba de maravilla con Ben, pero a menudo Sebastian intentaba juntarse a ellos o jugar con Poppy aunque Ben no estuviese.
—¿Causó esto algún problema?
Irene se levantó de un salto y Daniel contuvo el aliento.
—Con la venia de su señoría, protesto. Este tipo de preguntas solo da lugar a habladurías.
—Sí, pero lo voy a consentir. —La voz de Philip Baron era grave y poderosa, si bien parecía haberse desplomado sobre el estrado, extraviado en sus vestiduras—. Tengo la certeza de que es admisible en interés de la justicia.
Irene se sentó. Se giró para mirar a Daniel, quien hizo un gesto para mostrar su apoyo.
—Sebastian podía ser muy violento, muy abusón…
—¿En qué sentido?
—Una vez, cuando Poppy no quiso jugar a un juego que él propuso, la amenazó con un pedazo de cristal roto. La tenía agarrada del pelo para que no se escapase y le había puesto el trozo de cristal justo en la garganta… Lo vi todo desde…
Irene volvió a ponerse en pie.
—Señoría, protesto. Solo se pretende influir en el jurado. Mi cliente no tiene la oportunidad de defenderse a sí mismo.
—Bueno —dijo el juez Baron, cuyos dedos aleteaban sin parar—, veo que tiene una defensora más que competente, señorita Clarke.
Irene abrió la boca para replicar, pero se sentó de mala gana. Daniel garabateó una nota y se la pasó a su asistente, Mark. Decía: «¿Preguntar sobre la violencia doméstica en casa de los Croll?».
Irene se volvió en cuanto leyó la nota. Daniel le sostuvo la mirada mientras ella pensaba. Los maltratos ofrecían una explicación al comportamiento de Sebastian, pero Daniel comprendió que también era un riesgo. Podría indicar que Sebastian había aprendido a ser violento, que actuó así por las escenas que había presenciado en casa.
—… Poppy le tenía pavor. Me había dicho que le caía mal Sebastian, pero yo la había animado a que intentasen llevarse bien. Después de ver a mi hija amenazada de ese modo, le prohibí jugar con él.
—¿Habló con los padres de Sebastian acerca de lo ocurrido?
—Hablé con su madre, sí. —Gillian se puso tensa, como si el recuerdo la ofendiese—. No mostró interés alguno. Parecía que no le preocupaba en absoluto. Me conformé con asegurarme de que no volvía a jugar con él.
—Muchas gracias, señora Hodge. —Gordon Jones recogió sus notas y se sentó.
—Señora Hodge… —Irene se mostraba serena.
Daniel se inclinó sobre la mesa y apoyó la barbilla en una mano. Un segundo después, Sebastian hizo lo mismo, adoptando la postura de Daniel.
—Dígame, ¿durante cuánto tiempo ha vivido junto a los Croll y los Stokes?
—Yo… no recuerdo, unos tres o cuatro años.
—¿Fue entonces cuando se mudó a Richmond Crescent?
—Sí.
—Los niños jugaban juntos. ¿Se relacionó usted con los padres?
—Sí, por supuesto, compartimos algún que otro vaso de vino o una taza de café… Más con Madeline, diría yo, aunque también visité… a Charlotte una o dos veces.
—Habló con Charlotte Croll acerca del comportamiento de Sebastian con su hija y dice que no mostró interés. ¿Una vecina con quien tenía trato? ¿Espera que nos lo creamos?
Gillian pareció sonrojarse un poco. Sus grandes ojos recorrieron la sala de audiencias y luego miró hacia arriba.
—Ella fue… comprensiva…, pero nada cambió. No parecía tener control alguno…
—Señora Hodge, respecto a este incidente al que se refiere, cuando Sebastian supuestamente amenazó a su hija con un trozo de cristal, ¿informó de ello a alguien aparte de la madre del muchacho?
Los ojos de la señora Hodge se abrieron de par en par. Miró a Irene y negó con la cabeza.
—Está negando con la cabeza. ¿No denunció el incidente a la policía, al colegio… o a un asistente social?
La señora Hodge se aclaró la garganta.
—No.
—¿Por qué no?
—Vi lo que ocurrió y lo regañé muy severamente, y prohibí a Poppy que jugara con él. Ahí se acabó todo. No le pasó nada a nadie.
—Ya veo, no le pasó nada a nadie. Cuando regañó a Sebastian… severamente, como ha dicho, ¿cómo reaccionó?
—Me… pidió perdón. Es… muy educado. —Gillian se aclaró la garganta—. Se disculpó ante Poppy cuando se lo pedí.
A su lado, Sebastian sonrió a Daniel, como si le complaciera el elogio.
—Señora Hodge, le hemos oído decir que Sebastian podía ser un poco agresivo. Pero ¿en alguna ocasión, durante esos casi cuatro años que vivió a su lado, tuvo motivos para denunciar su comportamiento a las autoridades?
Gillian Hodge se sonrojó.
—No, a las autoridades no.
—Y, siendo usted una buena madre, si hubiese sospechado que Sebastian representaba una amenaza para su hija o para los hijos de sus vecinos, ¿lo habría denunciado de inmediato?
—Bueno, sí…
—Tiene dos hijas, una de la edad de la víctima y otra del acusado, ¿es así?
—Sí.
—Dígame, ¿en alguna ocasión sus hijas han actuado de forma agresiva?
La señora Hodge se sonrojó de nuevo.
Jones se levantó y alzó una mano, exasperado.
—Señoría, he de cuestionar la pertinencia de este tipo de preguntas.
—Sí, pero la voy a admitir —dijo Baron—. Ya me había pronunciado al respecto.
—Señora Hodges —repitió Irene—, ¿en alguna ocasión sus hijas han actuado de forma agresiva?
—Bueno, sí. Todos los niños pueden ser agresivos.
—Claro que pueden —replicó Irene—. No tengo más preguntas.
—Muy bien, teniendo en cuenta la hora, creo que es el momento oportuno para… —Baron se giró para mirar al jurado—. Disfruten de la comida, pero les recuerdo una vez más que no hablen del proceso a menos que estén todos juntos.
Se hizo el silencio y se extendió una ola sin agua, un roce de telas y carraspeos en la sala sofocante, mientras los presentes se levantaban a la vez que el juez y volvían a sentarse tras su salida. El secretario pidió al público que desalojase la sala y Daniel observó las caras reacias a alejarse del espectáculo.
Daniel se situó detrás del asiento de Sebastian y le dio un amable apretón en los hombros.
—¿Estás bien, Sebastian? —preguntó, con una ceja arqueada.
Sebastian comenzó a dar saltitos, asintiendo, y luego se tocó la punta de los pies y comenzó a dar vueltas. Los extremos del traje, demasiado grande, subían hasta las orejas y bajaban al saltar.
—¿Estás bailando, Seb? —preguntó el agente de policía—. Es hora de bajar.
—Dentro de un momento, Charlie —pidió Sebastian—. Llevo muchísimo tiempo sentado.
—Puedes ir bailando hasta abajo, ¿vale, Fred Astaire?
—Hasta luego, Danny —dijo Sebastian, que se dio la vuelta, con la mano del agente sobre el hombro—. Nos vemos después del almuerzo.
—Hasta luego —contestó Daniel, que sacudió la cabeza al ver a su joven cliente. Por un lado, quería reírse del muchacho y sus payasadas; por otro, le entristecía demasiado.
Irene se acercó y le agarró del codo.
—Pensé que no era conveniente, Danny. —Daniel sonrió y la miró a los ojos, pensando en lo bonitos que eran—. Es una espada de doble filo.
—Eh, lo sé, es una decisión difícil —dijo él—. Y, sinceramente, es, con toda probabilidad, lo último que querrían revelar ante el jurado Sebastian y su familia. —Irene sonrió—. Confío en tu criterio —dijo, mientras salían de la sala.
Daniel bajó a la celda a hablar con Sebastian. También Charlotte estaba allí. Cuando el guardia dejó entrar a Daniel, Sebastian dio una patada en el muslo de su madre. Charlotte no hizo sonido alguno, pero se alejó, con una mano en la pierna.
—Tranquilo, Seb —dijo Daniel.
Sebastian se desplomó contra la pared, haciendo un mohín.
Charlotte parecía nerviosa después de las declaraciones.
—¿Por qué tenían que llamarla? Siempre está metiendo las narices donde no la llaman.
—Me odia —dijo Sebastian otra vez.
—Gillian nos odia a todos —replicó Charlotte.
—¿Puedo hablar con usted fuera? —preguntó Daniel.
Charlotte asintió y se apartó para coger el bolso. Se le notaban los omóplatos bajo el vestido.
Tras cerrar la puerta, Charlotte quiso fumar un cigarrillo. Daniel rogó al guardia que la dejase salir directamente de las celdas, sin tener que subir antes. Le sorprendió que el guardia lo permitiese, pero al parecer Charlotte ya había pedido antes que la dejasen salir a fumar. La puerta trasera de las celdas estaba aislada y no había periodistas.
Sus manos temblaron mientras encendía el cigarrillo. Soplaba una brisa, así que Daniel rodeó el encendedor con las manos. Charlotte dio una calada profunda antes de volverse hacia él. Unas líneas profundas surcaban su ceño.
—Sé que es duro para usted, Charlotte, pero piense en cómo es para Sebastian. Ahora todas las declaraciones se centran en criticarlo.
—Es mi hijo. También me critican a mí.
—Tiene que ser fuerte. Esto es solo el principio. Y va a ir a peor.
—No se les debería permitir declarar tales cosas —dijo ella—: Que no lo puedo controlar, que no me importó que amenazase a otros niños. Yo no estaba ahí cuando pasó lo del trozo de cristal.
Su voz era estridente y se le desencajaba el rostro. Parecía haber envejecido de repente.
—Piense que cuando recurren a estas cosas (su mal carácter, cotilleos) es porque lo necesitan. Casi todas las pruebas son circunstanciales. Con esos informes escolares que muestran su actitud agresiva, esto tenía que suceder, pero no olvide que no prueba…
—Yo soy la culpable, eso es lo que intentan decir. Me juzgan a mí. Lo van a condenar a él y decir que todo fue culpa mía.
—Nadie está diciendo eso… —Daniel extendió la mano para estrechar el hombro de Charlotte.
Charlotte se apartó y, cuando se giró para dar otra calada al cigarrillo, Daniel vio que estaba llorando. Las lágrimas eran negras y dejaban al descubierto unos surcos blancos bajo el maquillaje.
—Usted es su madre —dijo Daniel—. Él tiene once años y lo están juzgando por asesinato. Esto le va a afectar durante el resto de su vida. Necesita que sea usted fuerte.
Las camionetas de la cárcel se apiñaban oscuras y ominosas en el patio. Daniel se acordó de la granja por la noche: los cobertizos donde dormían los animales. La salida de emergencia por la que habían salido dio un portazo, sacudida por el viento.
—¿Fuerte como tú, quieres decir? —soltó, la mano en el párpado, con cuidado de no correr el maquillaje. Posó la mano en el pecho de Daniel. Bajo la camisa, la piel cosquilleó ante el contacto—. Qué fuerte eres.
—Charlotte… —susurró, dando un paso atrás, acercándose al edificio. Olió su embriagador perfume y el cigarrillo en su aliento. Los labios de ella estaban a milímetros de los suyos. Una columna de ceniza tembló y cayó en la solapa de su chaqueta. Daniel se irguió y apoyó la nuca en la pared.
Charlotte dejó caer la mano poco a poco y Daniel sintió sus uñas largas en la parte inferior del abdomen. Endureció los abdominales y, bajo la camisa, la piel del vientre se apartó de ella.
Había algo casi abominable en esa mujer, el maquillaje de los ojos que se había corrido, la base que se acumulaba en los poros…, pero sintió un arrebato de compasión.
—Ya basta —susurró—. Su hijo la necesita.
Charlotte retrocedió, escarmentada. Parecía desconsolada, aunque Daniel sabía que no era solo este rechazo lo que la había abatido. Sus ojos eran manchas. Los dedos amarillentos temblaron al llevar la colilla a los labios.
—Lo siento —atinó a decir con un hilo de voz.
Tiró el cigarrillo al suelo. Daniel sostuvo abierta la puerta.
—La corona llama a Geoffrey Rankine.
Daniel observó al hombre que se acercaba al banquillo de los testigos.
Parecía demasiado alto para la sala y sus pantalones rozaban los zapatos. Tenía entradas, el pelo pulcramente cortado y las cejas siempre alzadas. Cuando juró decir la verdad ante Dios, una ligera sonrisa se dibujó en sus labios.
—Señor Rankine, según informó a la policía, usted vio a dos chicos peleando en Barnard Park el 8 de agosto por la tarde. ¿Es eso cierto?
—Es cierto. Desde entonces, cuando veo las noticias no hago más que pensar que si hubiera hecho algo… —La voz de Rankine era apática.
—En su declaración del 8 de agosto, usted menciona que vio a los chicos peleándose en dos ocasiones. ¿Cuándo los vio?
—La primera vez eran más o menos las dos de la tarde. Siempre saco el perro a pasear a esa hora, un paseíto breve después de comer, para que haga sus cosas.
—¿Podría describir a los dos chicos que vio peleándose?
—Bueno, ya se lo dije a la policía: los dos tenían el pelo corto y castaño y eran más o menos de la misma altura, aunque uno un poco más bajo. Uno iba con una camiseta blanca de manga larga y el otro con una camiseta roja.
—Señoría, miembros del jurado, permítanme que les remita a la página cincuenta y siete de su expediente, con la fotografía y la descripción de la ropa de Ben Stokes el día de su muerte, en particular la camiseta roja —dijo Gordon Jones, cuyas gafas pendían de la punta de la nariz mientras contemplaba su propio expediente—. Y en la página cincuenta y ocho la ropa que analizó el equipo forense y que llevó el acusado el día del asesinato… ¿Conocía a esos niños, señor Rankine?
—No, no me los habían presentado, pero los había visto muchas veces por ahí. Sus caras me eran familiares. No vivimos lejos y siempre estoy en la calle con el perro.
—Háblenos acerca de la primera vez que vio a los niños ese día.
—Iba con el perro, no por el parque, sino por la acera de la calle Barnsbury. Es un perro viejo, ¿sabe?, le gusta olisquearlo todo. A mí me gusta caminar rápido y a veces me enfado con él. Ese día fue como todos, quizás iba incluso más despacio. Hacía sol. El parque estaba bastante lleno, diría, y conocía a los otros dueños de perros, a los que veía a menudo, pero luego vi que dos muchachos se peleaban en la cima de una colina.
—¿A qué distancia diría usted que estaba de los muchachos?
—Tal vez a siete o nueve metros, no más.
—¿Qué es lo que vio?
—Bueno, al principio nada de lo que preocuparse. Solo eran dos chiquillos dándose unos mamporros, pero uno empezó a imponerse. Recuerdo que agarró al niño más bajo del pelo y lo obligó a arrodillarse. Le estaba dando puñetazos en los riñones y el estómago. Tengo dos hijos y sé que los chicos son así, y normalmente no intervendría, pero esto parecía demasiado, un tanto peligroso o… violento.
—¿Cuál de los chicos que ha descrito parecía «imponerse»?
—El que era un poco más alto, el que iba de blanco.
—Habló con los chicos… ¿Qué les dijo?
—Bueno, parecía que se estaban poniendo un poco brutos, ¿sabe? Les dije que parasen.
—¿Qué pasó?
—Bueno, pararon y uno de los muchachos me sonrió y dijo que solo estaban jugando.
—¿Qué niño hizo eso?
—El acusado. No me quedé del todo tranquilo, pero los chicos son así, como digo, y me fui. —Las mejillas de Rankine se volvieron grises de repente. Inclinó la cabeza—. No dejo de recordarlo. No tendría que haberme ido, ¿sabe? Debería haber hecho algo… Si hubiese sabido lo que iba a ocurrir…
Rankine se puso de pie con un movimiento súbito. Miró al centro de la sala, hacia los Stokes.
—Lo siento —dijo.
Gordon Jones asintió comprensivo y continuó:
—Dice que se estaban poniendo un poco brutos. ¿Cree que se trataba de un juego que se les fue de las manos o diría usted que uno de los niños estaba agrediendo al otro?
—Tal vez sí, creo que sí. Ya ha pasado un tiempo, pero creo que el muchacho de la camiseta blanca… Es el chico sobre el que me preguntó la policía después de encontrar el… cadáver. —El señor Rankine negó con la cabeza y se tapó los ojos con la mano.
—¿Qué hicieron los niños después de hablar con usted?
—Bueno, se fueron por su lado y yo por el mío.
—¿Adónde se dirigieron?
—Fueron al parque infantil…, a ese parquecito que hay en Barnard Park.
—Según su descripción, ¿estaba uno de los muchachos «en apuros»?
—Bueno, la policía me preguntó y creo que sí, creo que ese era el caso.
—¿Cuál de los dos niños piensa que estaba en apuros?
—Bueno, creo que dije que el de rojo…
—¿Y todavía recuerda si fue así?
—Eso creo, sí. Por lo que puedo recordar.
—¿Qué características o aspectos de la conducta del niño le llevaron a pensar que estaba en apuros?
—Bueno, creo que el niño de rojo quizás estaba llorando.
—¿Quizás?
—Bueno, yo ya estaba más lejos, a unos pocos metros. Eso me pareció.
—¿Quiere decir que gemía, que tenía la cara roja, que había lágrimas?
—Lágrimas quizás, sí, quizás lágrimas y la cara roja. Creo recordar que se frotaba los ojos.
Los ojos llorosos del señor Rankine miraron a lo lejos, tratando de ver una vez más lo que había visto meses antes y pasado por alto.
—En los interrogatorios, el acusado confirmó que lo vio a usted justo después de las dos y que usted les pidió a él y al difunto que dejasen de pelear. ¿Vio a los chicos peleando otra vez ese día?
—Sí, más tarde, quizás serían las tres y media o tal vez incluso las cuatro. Iba a la tienda. Miré hacia el parque y vi a los mismos niños peleando. Lo recuerdo porque pensé en cruzar la calle y decirles de nuevo que parasen… Ojalá lo hubiese hecho…
—Descríbanos esta segunda vez.
—Miré al parque según iba a la tienda. Los vi: eran las mismas camisetas blanca y roja. Vi al niño de blanco blandiendo los puños ante el niño de rojo.
—Pero esta vez ¿usted no hizo nada?
—No —dijo Rankine, que pareció derrumbarse sobre el banquillo de los testigos—. Lo siento. Lo siento muchísimo. —Se llevó la mano a la boca y cerró los ojos.
—¿Qué lo llevó a acercarse a la policía, a la furgoneta aparcada en Barnsbury Road, la mañana siguiente a la desaparición de Ben?
—Bueno, al día siguiente salió la fotografía de Ben. Había estado desaparecido toda la noche. Al verlo, supe al instante que había sido el chico al que pegaba… el de la camiseta roja.
Sebastian había escuchado la declaración con suma atención, observando a Rankine con el ceño ligeramente fruncido. A veces se apoyaba en Daniel y echaba un vistazo a sus notas.
Rankine se movió inquieto en el estrado cuando Irene se puso en pie y dejó sus notas sobre el atril. Los periodistas se enderezaron en sus asientos.
—Al escuchar su declaración, señor Rankine, y compararla con sus declaraciones a la policía, se diría que no está demasiado seguro de lo que vio esa tarde del 8 de agosto. Les remito a la página veintitrés de su expediente. Es su declaración jurada a la policía. ¿Podría, por favor, leer desde el segundo párrafo?
Rankine se aclaró la garganta y comenzó:
—«Vi a dos niños a quienes reconocí del barrio peleando en la cima de una colina en Barnard Park. Ambos niños eran blancos. Uno de los muchachos era más bajo, posiblemente más joven, y llevaba una camiseta roja y vaqueros. Lo agredía violentamente un chico más corpulento, vestido con una camiseta blanca o celeste».
—Gracias, señor Rankine. Describe la pelea como «la agresión violenta» de un muchacho y, poco después, diciendo que «eran un poco brutos» y usted mismo aclara que «los chicos son así». ¿De qué se trataba, señor Rankine? ¿Fue testigo de una agresión violenta o tal vez de un juego un poco bruto entre dos colegiales?
—Fue bastante violento. Sin duda uno de los chicos se estaba imponiendo…
—¿Bastante violento? ¿Hubo sangre? ¿Algún niño parecía herido como consecuencia de los golpes?
—Bueno, como dije, hubo unos cuantos mamporros. El niño pequeño parecía estar en un apuro…
—¿Cuáles fueron sus palabras exactas al parar la pelea?
—Creo que dije: «Muchachos, parad ya… Ya basta».
—Ya veo. ¿Entró en el parque e intentó separarlos?
—No, como dije, se pararon en cuanto hablé.
—Ya veo, y en ese momento ningún niño parecía herido.
—Bueno, no.
—¿Y entonces usted siguió su camino y ellos bajaron corriendo la colina hacia el parque infantil?
—Sí.
—En ese momento, ¿informó a las autoridades acerca del ataque?
—No.
—¿Qué es lo que hizo?
—Me fui a casa.
—Ya veo, y ¿qué hizo una vez en casa?
—Yo… vi un poco la televisión.
—Por lo tanto, ¿se podría decir que después de presenciar este primer «ataque violento» no se quedó preocupado por la seguridad del niño?
—Bueno, sí, pero luego, cuando vi que el niño había desaparecido…
—Para resumir, la primera vez que vio a los chicos, teniendo en cuenta tanto su declaración ante la policía como su testimonio de hoy, ¿sería justo decir que la pelea que ha descrito como «algo violenta» de hecho fue una escaramuza normal, de la que no merecía la pena informar a la policía, ni tampoco le distrajo de sus otras actividades cotidianas como, por ejemplo, ver la televisión? ¿Es eso correcto?
—Bueno, yo… supongo que sí.
—Como mi docto colega recordó al tribunal, mi cliente declaró en un interrogatorio que jugó a las peleas con la víctima la tarde de su muerte y recuerda que un adulto los instó a parar. Pasemos ahora a la segunda vez que supuestamente vio a los niños. Ha declarado que tuvo lugar a las tres y media o cuatro. ¿Podría ser más preciso?
—No, pero era más o menos esa hora.
—Les remito a la página treinta y seis del expediente del jurado, un mapa de Barnard Park y de Barnsbury Road.
Se mostró la ubicación exacta del señor Rankine, al otro lado de la calle, a la hora que los vio. El testigo admitió que probablemente estaba a cincuenta metros de los niños en ese momento. Entre las pruebas se encontraban unos informes médicos del señor Rankine que demostraban que era miope, con dos dioptrías y media. El señor Rankine declaró que solo llevaba gafas para ver la televisión y para conducir. Después de aclarar estos puntos, Irene se lanzó al ataque.
—El niño que usted vio, con una camiseta blanca o azul celeste, podría tratarse de varios jóvenes del barrio. ¿No es cierto?
—Ahora lo reconozco, es el… acusado.
—Ahora, ya veo. Ahora. Antes nos dijo que los chicos eran «más o menos de la misma altura», pero en su declaración inicial a la policía sugirió que la pelea fue entre un niño mayor y otro pequeño. ¿Fue lo uno o lo otro?
—Bueno, uno era un poco más grande. No gran cosa, pero se notaba que uno era más grande…, más alto, como ya he dicho.
—Ya veo, y la ropa que llevaba el más alto era «blanca o azul». Pero ¿ahora está seguro de que era blanca?
—Ahora la recuerdo blanca.
—Ahora, ya veo. ¿Se debe a que la policía le preguntó específicamente acerca de un «niño con camiseta blanca» al que ya habían detenido?
—No creo. No lo puedo afirmar con certeza.
—De hecho, no creo que tenga certeza de gran cosa, ¿no es así, señor Rankine?
Daniel intentó no sonreír. Se hinchó de orgullo.
—Bueno, yo…
—Volvamos a su declaración inicial a la policía. Les remito a la página treinta y nueve, párrafo dos, de su expediente. Por favor, lea su declaración, a partir de «ese día, un poco más tarde…».
Rankine se aclaró la garganta y comenzó a leer.
—«… Ese día, un poco más tarde, vi a los dos chicos de nuevo, esta vez peleando en el parque infantil. Al más pequeño, de rojo, lo atacaba una persona más alta…».
—Permítame que lo detenga ahí, señor Rankine. «Una persona más alta…». «Una persona más alta». ¿Está seguro de que se trataba del acusado?
—Sí, lo había visto antes, ese mismo día.
—Señor Rankine, le recuerdo que está bajo juramento. Ese mismo día vio a Sebastian antes, pero ¿lo vio peleando en el parque infantil horas más tarde? La fiscalía y la defensa coinciden en que no hay pruebas en las grabaciones que lo confirmen. Sabemos que no llevaba las gafas puestas y que estaba al otro lado de la calle, mirando entre unos arbustos y por la verja que rodea el parque infantil. Quizás dio por hecho que la persona a la que vio es mi cliente, a quien había visto antes.
El juez Baron se inclinó hacia delante.
—Señorita Clarke…, ¿va a formular una pregunta al testigo en un futuro cercano?
—Sí, señoría.
—Ah, cómo me regocijo —respondió el juez, con la boca torcida.
—Señor Rankine, ¿no es cierto que no podría identificar a mi cliente desde esa distancia, en particular debido a su miopía?
—Pensé que era el chico de antes.
—¿De verdad? ¿Qué quería decir exactamente al describir a la persona que al parecer agredía al fallecido como «una persona más alta»? ¿Nos podría indicar si quería decir una persona más alta o también más corpulenta que la víctima?
—Pensé que era el chico de antes —balbuceó Rankine. Parecía confundido y se tiraba del lóbulo de la oreja—. Era bastante más alto, un poco más pesado que el pequeño…
—¿Bastante más alto y pesado? Queremos presentar como prueba la altura y el peso de la víctima, Benjamin Stokes: un metro veinticinco centímetros y veintiocho kilos. El acusado medía un metro veintinueve y pesaba veintinueve kilos y medio cuando fue detenido. En realidad, los niños eran de una altura y peso similares y ninguno era «bastante más alto y pesado». Le sugiero, señor Rankine, que la persona que vio esa tarde no era Sebastian Croll, con quien habló antes, sino otra persona. ¿Podría ser?
—Bueno, estaba seguro en ese momento…
—Señor Rankine, está bajo juramento. Sabemos cuántas dioptrías tiene y sabemos a qué distancia estaba de esas dos personas que asegura haber visto a las tres y media o cuatro de la tarde de ese día. ¿No podría haber visto a otra persona, quizás incluso un adulto, con la víctima?
—Sí —contestó Rankine, que pareció encogerse en el banquillo de los testigos—. Es posible.
—Muchas gracias —dijo Irene. Estaba a punto de sentarse, pero el testigo se levantó, sacudiendo la cabeza.
—Cómo me alegraría equivocarme —afirmó Rankine—. Si no lo vi, entonces no podría haber evitado lo que ocurrió. Me alegraría equivocarme.
—Gracias, no tengo más preguntas, señoría. —Irene recogió la toga antes de sentarse.
—Irene es muy buena abogada —susurró Sebastian a Daniel cuando el jurado salió y estaba a punto de bajar de nuevo a las celdas—. No me vio en el parque. Vio a otra persona.
Daniel sintió un escalofrío. Puso una mano en el hombro de Sebastian cuando se acercó el agente de policía. Tenía la certeza de que el niño estaba comprendiendo todo lo que ocurría.
Irene hizo un gesto a Daniel al salir de la sala.
Daniel trabajó hasta tarde en su despacho y llegó a casa después de las ocho. Cerró la puerta del apartamento y apoyó la cabeza contra el marco. Su casa olía a vacía, como si nadie viviese en ella. Encendió la calefacción y se preparó una taza de té, se quitó el traje y se puso unos vaqueros y una camiseta y llenó la lavadora de ropa.
Llamó a Cunningham, el abogado de Minnie, para interesarse por la situación de la granja, pero saltó el contestador. Justo entonces llamaron a la puerta. Daniel supuso que sería un vecino, ya que había que llamar al telefonillo para entrar desde la calle. Abrió la puerta y se encontró con un hombre bajito y corpulento que sostenía un iPhone como si fuese un micrófono.
—¿En qué puedo ayudarle? —dijo Daniel, con gesto de pocos amigos, dos dedos en el bolsillo trasero de los vaqueros.
—Usted es Daniel Hunter, el abogado del Ángel Asesino —dijo el hombre—. Me preguntaba si querría hablar conmigo. Soy del Mail.
La ira, cálida y veloz, desbordó los músculos de Daniel. Soltó una risa que fue como un monosílabo y cruzó el umbral.
—Cómo se atreve. ¿Cómo me ha encontrado…?
—El registro electoral —dijo el hombre, inexpresivo. Daniel notó la camisa arrugada y los dedos manchados de nicotina.
—Salga de mi propiedad ahora mismo, antes de que llame a la policía.
—Es una escalera pública.
—Es mi escalera, ¡fuera! —dijo Daniel, tan alto que un eco recorrió el vestíbulo. El acento norteño transformó su voz. Su acento siempre era más marcado cuando se enfadaba.
—De todos modos, estamos escribiendo un artículo sobre usted. Quizás sea mejor que hable —observó el hombre con la misma inexpresividad, tras lo cual miró el teléfono para tocar la pantalla y, supuso Daniel, grabar la conversación.
Esa acción desató algo en el interior de Daniel. Hacía años que no golpeaba a nadie ni recurría a la fuerza. Agarró al hombre por el cuello y lo aplastó contra la pared. El teléfono cayó al suelo con un crujido.
—¿Se lo tengo que repetir? —dijo Daniel, con el rostro casi pegado al del hombre. Olió un chicle de menta y la humedad del impermeable.
El hombre se soltó, se agachó deprisa para coger el teléfono y casi se cayó por las escaleras al bajar. Daniel esperó en el rellano hasta que oyó cerrarse la puerta principal.
Dentro caminó de un lado a otro del vestíbulo, pasándose la mano por el pelo. Golpeó la pared con la palma de la mano abierta.
Fue a la sala de estar, maldiciendo entre dientes. Vio la fotografía de Minnie en la repisa y se imaginó lo que le diría en estos momentos. «¿Para qué necesita los puños un muchacho inteligente como tú, a ver?». Sonrió a su pesar.
Trató de imaginar que venía a visitarlo: subía a duras penas las escaleras y le preguntaba por qué no podía buscar un piso en una planta baja. Le cocinaría algo y beberían ginebra juntos y se reirían de sus peleas.
Pero había muerto y nunca sabría cómo sería ser adulto junto a ella. Ella lo había adoptado de niño y él la había abandonado siendo un niño (con más años, pero aún un niño), furioso y amargado. Había perdido la oportunidad de compartir una ginebra y escuchar su historia, hablar con ella de igual a igual, no con una madre salvadora. Eso era lo que más lamentaba ahora, saber que había perdido la oportunidad de conocerla de verdad.
Daniel se levantó y fue a la cocina a buscar una ginebra. Guardaba las bebidas dentro de una caja, en un armario. Había de todo tipo, sobras de fiestas: Madeira, advocaat, Malibu, y Daniel rara vez las tocaba. Abrió la caja y buscó hasta encontrar una botella medio llena de Bombay Sapphire. Era mejor que lo que Minnie se habría permitido, pero Daniel lo preparó cuidadosamente como a ella le habría gustado: un vaso alto, el hielo primero y luego el limón (cuando tenía) exprimido arriba. Estaba seguro de que añadía el hielo primero para pensar que no bebía tanto como parecía. La tónica burbujeó sobre el hielo, la ginebra y el limón y Daniel lo removió con el mango de un tenedor. Lo bebió en la cocina, recordando ese puño rosáceo que agarraba el vaso y los ojos centelleantes.
Había fútbol en la televisión, pero quitó el sonido y cogió la libreta de direcciones. Una vez más miró la página con el número de Jane Flynn y la dirección de Hounslow. Daniel miró el reloj. Eran las nueve pasadas: aún no era demasiado tarde para llamar.
Daniel marcó el número que Minnie había escrito con esmero en tinta azul. No recordaba que Minnie tratase a Jane, pero quizás había anotado este número antes de la muerte de Norman.
Daniel escuchó el tono del teléfono mientras saboreaba su bebida. El aroma de la bebida le recordó a Minnie.
—¿Diga? —La voz sonaba lejana, solitaria, como si hablara en una sala oscura.
—Hola, quería hablar con… ¿Jane Flynn?
—Soy yo. ¿Quién es?
—Me llamo Daniel Hunter. Yo era… Minnie Flynn fue mi… Si no me equivoco, ¿fue la esposa de su hermano?
—¿Conoce a Minnie?
—Sí, ¿tiene un momento para hablar?
—Sí, pero… ¿en qué puedo ayudarle? ¿Cómo está Minnie? Pienso mucho en ella.
—Bueno, pues… murió este año.
—Oh, lo siento. Qué horror. ¿Cómo dice que la conoció?…
—Yo era su… hijo. Me adoptó. —Esas palabras le dejaron sin aliento y se apoyó en el sofá, exhausto.
—Qué horror —volvió a decir ella—. Dios… Muchísimas gracias por decírmelo. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?
—Danny.
—Danny —repitió Jane. Daniel oyó gritos y risas de niños al fondo, por encima del sonido de la televisión, y se preguntó si serían sus nietos.
—¿La conocía usted bien? —preguntó.
—Bueno, solíamos salir juntos en Londres cuando éramos jóvenes. Ella y Norman se conocieron ahí. Íbamos a bailar, a comer pescado y patatas fritas. Cuando ella y Norman se mudaron a Cumbria… ya no tanto.
—Usted y Norman eran de ahí, ¿verdad?
—Sí, pero yo he vuelto muy poco. Norman lo echaba de menos, echaba de menos esa vida, pero a mí me gustaba la ciudad. ¿Cuándo es el funeral?
—Fue hace unos meses. Estoy llamando tarde… —Daniel se ruborizó un poco, adoptando el disfraz del buen hijo—. Me dejó su libreta de direcciones y ahí he visto su número. Pensé en llamarla, por si seguía teniendo el mismo número… y quería enterarse.
—Se lo agradezco. Qué noticia tan triste, pero… Que Dios la tenga en su gloria. Su vida no fue nada fácil, ¿verdad?
—¿Sabe lo que les sucedió… a Delia y a Norman? —Daniel aún sentía que le ardían las mejillas.
—Tardé años en superarlo. Una parte de mí siempre estuvo enfadada con Minnie… Seguro que le parece horrible, lo siento, pero, por supuesto, ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Pero, cuando algo así sucede, uno se siente de esa forma. Necesitamos culpar a alguien y yo no pude culpar a mi hermano. Creo que por eso no mantuvimos el contacto. Seguro que piensa que soy una persona horrible…
—La comprendo —dijo Danny en voz baja—. ¿Qué le ocurrió a Norman?
—Bueno, cuando Delia murió, Norman llevó una escopeta al jardín… y se la puso en la boca. Minnie no estaba en casa. Los vecinos lo encontraron. Salió en los periódicos. Yo comprendía que estuviese… Adoraba a esa criatura, pero no fue su culpa… Su matrimonio se había acabado, ¿sabe? Creo que pasaron una época muy negra. Él culpó a Minnie por lo que pasó, ya sabe…
—Creo que Minnie también se culpó a sí misma.
—Al fin y al cabo, ella iba conduciendo… Norman llegó al hospital para verla por última vez: estaba con la pequeña cuando murió, pero… nunca se recuperó. Unos meses después de su muerte se suicidó.
»Ojalá nunca tenga que pasar por algo así, Danny. Fui a Cumbria, al funeral de mi sobrina, y luego, tres meses más tarde, al de mi hermano. ¿Es de extrañar que no quiera volver?
—¿Cómo estaba Minnie? En el funeral de Delia, quiero decir.
—Estaba bien. Nos llevó a su casa y nos cocinó un festín. No derramó ni una lágrima. Todos estábamos destrozados, pero ellos mantuvieron la compostura. Sin embargo, hay algo que recuerdo…
—¿El qué?
—Habíamos terminado. El pastor había dicho su parte. Los sepultureros estaban llenando el agujero, pero entonces Minnie se apartó de Norman y salió corriendo y se tiró al barro, junto a la tumba. Llevaba un vestido gris pálido con motivos florales. Se arrojó de rodillas junto a la tumba de Delia y metió los brazos. Tuvimos que sacarla a rastras. Norman tuvo que sacarla a rastras. Se habría metido en la tumba con ella. Fue la única señal, de verdad, de sus…, de sus… Cuando volvimos a la casa, había hecho bizcochos. Bizcochos caseros, no comprados, hechos por ella. Debió de pasar la noche anterior cocinando. Y recuerdo que los servía con una sonrisa en la cara y los ojos secos…, pero con esos dos círculos de barro en el vestido.
Daniel no supo qué decir. Se hizo el silencio mientras imaginaba la escena que Jane había descrito.
—Cuando Norman murió, ella no intentó arrojarse a su tumba. Por lo que vi, ni siquiera se había cambiado de ropa. Iba en bata. Ni siquiera llevaba medias. No hubo bizcochos tras el funeral de Norman. Minnie esperó hasta el final y luego se fue. Entonces no pensé bien de ella, pero ahora no la culpo. Había llegado al límite. Todos tenemos límites, ya sabe. Estaba muy enfadada con él. Dios, yo también, cuando superé el golpe.
Una vez más, el silencio.
—Lo siento muchísimo —dijo Daniel.
—Lo sé… Fue todo tan horrible… Minnie y yo perdimos el contacto porque yo la culpaba de la muerte de Norman, pero la verdad es que…, y es algo que he logrado aceptar hace muy poco…, la decisión fue de Norman, no de ella, y fue una decisión cobarde. Todos morimos, al fin y al cabo. Nada más cierto. Él no logró soportarlo. Yo conocía a Minnie, sé que ella habría odiado… esa cobardía…, sobre todo porque ella no se rindió, y para ella esa pérdida debió de ser más dolorosa.
—¿Por qué dice eso?
—Bueno, porque ella conducía. Seguro que tuvo que pensarlo: ¿Y si la pequeña hubiese ido delante, con el cinturón puesto?… ¿Y si hubiese girado de forma diferente? Es para volverse loco. Fue valiente por mantener la cordura. Porque espero que…
—Sí, muy cuerda —dijo Daniel, que se permitió una pequeña sonrisa—. Más cuerda que la mayoría.
Expulsó el aliento, fue mitad suspiro y mitad risa.
—¿A qué se dedica ahora, Danny? ¿Desde dónde llama?
—Soy abogado, también vivo en Londres. En el East End.
—Siento su pérdida, cielo.
—Gracias por hablar conmigo. Yo solo quería…
—No, gracias por decírmelo. Habría ido al funeral si lo hubiera sabido. Fue una buena mujer. Un fuerte abrazo…
Daniel colgó.
«Una buena mujer».
Se terminó la ginebra pensando en el vestido embarrado.