22

Los años se sucedieron como los surcos del arado. Minnie arregló las ventanas cuando las gallinas habían picoteado toda la masilla. El viento arrancó algunas pizarras del tejado y, cuando llovía, una gotera poco a poco llenaba un cubo en las escaleras. Como Minnie no tenía dinero para las reparaciones, el cubo se quedó ahí más de un año. Daniel se encargaba de vaciarlo por la mañana.

La cabra de Minnie, Hector, falleció durante el tercer invierno que Daniel pasó en Brampton, pero a la primavera siguiente Minnie compró una cabra hembra y dos cabritos. Daniel ordeñaba por la mañana, con paciencia, metódicamente, tal como Minnie le había enseñado. Hicieron un nuevo redil para las cabras y un corral de ordeño donde no podían entrar los otros animales. Minnie le dijo a Daniel que el corral debía estar siempre muy limpio. Por la noche separaban los cabritos de la hembra, para que las ubres se llenasen. La cabra se llamaba Barbara y Daniel llamó a los cabritos Brock y Liam, por unos futbolistas del Newcastle United, aunque ambos fueran hembras.

Por la noche, después de bañarse y hacer los deberes, jugaba al backgammon con Minnie mientras ella se tomaba una ginebra y él comía pasteles de chocolate. A ella le maravillaba su habilidad para mover las fichas sin contar tocando tablero. O a veces jugaban a las cartas: al cinquillo o a la veintiuna. Minnie ponía música mientras jugaban: Elvis, Ray Charles y Bobby Darin. Daniel mecía los hombros al repartir las cartas y Minnie lo miraba con las cejas alzadas y le arrojaba una patata frita a Blitz.

Daniel tenía trece años y era su primer curso en la escuela secundaria William Howard Longtown. Era capitán del equipo de fútbol y había ganado dos medallas de oro en carreras de larga distancia, pero aún era más bajo y más delgado que los otros niños de su clase. El año siguiente comenzaría con los exámenes del Certificado General de Educación Secundaria. Se le daban bien la Literatura, la Historia y la Química. Había una niña llamada Carol-Ann, un año mayor que él, que a veces venía a casa después del colegio. Era un poco marimacho y Daniel le enseñó a dar toques al balón y a cuidar a los animales. Minnie la invitaba a tomar té cuando su madre trabajaba hasta tarde. Carol-Ann no era su novia ni nada parecido, aunque Daniel le había visto los pechos cuando se le cayó el sujetador mientras nadaban en el río Irving el verano anterior.

Daniel era popular en el colegio. Tenía amigos gracias al fútbol y ya casi no se metía en peleas. No obstante, aparte de Carol-Ann, nadie solía ir a la granja. A Danny lo invitaban a las fiestas de cumpleaños y acudía a los actos escolares. En el colegio formaba parte de un grupo de amigos, casi todos jugadores de fútbol, pero no solía jugar con nadie después de las clases y no visitaba la casa de ningún amigo salvo un par de veces al año. Al acabar las clases, a menos que hubiese un partido o un cumpleaños, volvía a casa con Minnie y atendía a los animales, recogía hortalizas para la cena, pelaba las patatas o daba patadas a unas latas en el patio para jugar con Blitz. Y luego venían la cena y los juegos, junto a la ginebra y la música. Año tras año. Era la simetría de los días, el agradable cumplimiento de las expectativas, la estructura de la vida cotidiana. Gracias a ello, Daniel se sentía seguro.

Aprendió a cultivar la esperanza. Sus deseos tenían que empequeñecerse para ajustarse a los confines de la casa, al igual que las alas de las gallinas que Minnie cortaba para que no volasen, pero todo lo que deseaba en esa casa Minnie se lo daba.

Era sábado y Daniel despertó antes de que sonase el despertador. Se estiró como una estrella de mar, sintiendo alargarse hasta la punta de los dedos. Por la ventana llegaban los cloqueos y el alboroto de las gallinas y los balidos lastimosos de las cabras. Estaba tumbado en la cama, con las manos detrás de la cabeza, pensando, recordando.

Daniel dio una vuelta y bostezó. A continuación metió la mano en el cajón de la mesilla. Sacó el collar de su madre y acarició la ese dorada. Era más suave de lo que recordaba y se preguntó si se debería a sus manos, al igual que el mar suaviza los bordes angulosos de las rocas. Durante casi un año el collar había estado en el cajón, envuelto en un pañuelo, pero no lo había tocado. Casi lo había olvidado.

Volvió a acostarse, con la mirada fija en el collar. Los recuerdos que evocaba al acariciarlo no eran recuerdos reales, sino imágenes que había formado en su mente, rociadas con esperanza, para enhebrarlas en la oscuridad, empapadas de sus propias expectativas. En una de esas imágenes su madre reía en la cocina de Minnie, tan fuerte que se veía que le faltaban dos muelas, los ojos cerrados con tanta alegría que las líneas de la risa le realzaban los huesos. En otra su madre daba de comer a las gallinas mientras Minnie saludaba desde la ventana. En su mente, las manos de su madre eran huesudas y se movían con lentitud: soltaba los granos a cámara lenta, como si las articulaciones estuvieran atascadas. En otra imagen jugaban a las cartas y su madre ganaba; se mecía en el sofá con las rodillas en alto y gritaba incrédula.

Daniel guardó el collar en el cajón. Se preguntó qué pensaría Minnie de su madre si se llegasen a conocer. Qué frágil sería su madre: un gorrión frente a un oso que se abalanza. Minnie le daría de comer y la querría y la pondría a trabajar, como había hecho con Daniel. Al lado de Minnie, la madre de Daniel sería otro niño. Cuando pensaba en ello, era eso lo que le rompía el corazón. Para él su madre era una niña y cada año se sentía crecer junto a ella, si bien en su mente ella seguía siendo la misma: joven, delgada, necesitada de él.

Desde su adopción, había cambiado la manera en que pensaba en su madre. Antes, había sentido pavor por haberla perdido, una emoción desgarradora, punzante, hiriente. Ahora quería consolarla. Se recordó a sí mismo acariciando su frente y cubriéndola con un abrigo cuando se quedaba dormida en el sofá: tanto los ojos negros como los labios azules le sonreían. Ya no quería salir corriendo en su busca. Apreciaba la calma de su nueva vida más de lo que añoraba el caos que rodeaba a su madre, pero ahora soñaba con atraerla a esta nueva existencia. Minnie podría adoptarla a ella también; podría dormir en el sofá, escuchando a Ray Charles, mientras Daniel recolectaba los ruibarbos en la huerta y daba verduras a las cabras.

Abajo, Minnie cocinaba gachas. Llevaba la bata puesta y sus pies descalzos se ensuciaban en el suelo de la cocina. Las plantas de sus pies eran duras como el cuero. Por la noche, veía la televisión con los pies apoyados en un taburete y Daniel a veces tocaba con un dedo esa piel amarillenta y densa de los pies. Podía pisar un alfiler y no notarlo hasta una semana más tarde, no por el dolor, sino por el ruido que hacía al caminar. Apoyaba el tobillo en la rodilla y arrancaba el alfiler, pero no salía ni una gota de sangre.

Cuando lo oyó bajar, Minnie se acercó a la escalera con la cuchara de madera en la mano. Le plantó las manos en las mejillas y le giró el rostro para darle un beso en la frente.

—Buenos días, precioso.

Era verano y, aunque no habían dado las siete aún, era un día luminoso, de un cielo azul e impoluto. Daniel se puso las botas y salió a dar de comer a los animales. Tenías las manos frías y Barbara pateó y pisoteó cuando tocó las ubres, así que se las calentó bajo las axilas antes de intentarlo de nuevo.

Juntas de nuevo, las cabras se olisquearon y se acariciaron. Daniel llevó la leche a Minnie.

—Eres un buen muchacho —dijo, dejando las gachas frente a él con una taza caliente de té. Daniel sabía que ya llevaría leche y azúcar—. Me voy a vestir.

Cuando regresó Minnie, Danny estaba preparando tostadas. Le preguntó si quería.

—Solo media rebanada, cariño. Con el té ya es bastante.

Daniel le dio una rebanada entera, pues sabía que se la comería de todos modos. Minnie parloteó sobre la huerta y la gotera y dijo que llamaría a alguien para que la arreglara la semana siguiente. Llevaba meses diciéndolo. Le preguntó qué le apetecía hacer, pues era sábado. Si seguía el buen tiempo podrían salir a dar un paseo. Si llovía pasarían la tarde viendo películas y comiendo patatas fritas. A veces Minnie cocinaba mientras Danny daba patadas a un balón en el patio.

Daniel se encogió de hombros.

—¿Sabes qué estaba pensando? —dijo, dando un mordisquito a la tostada mientras la miraba.

—Sospecho que me lo vas a decir. —Minnie sonrió: toda ella era unos ojos azules y unas mejillas enrojecidas.

—¿Crees que la asistente social podría averiguar dónde está mi madre?

La luz de su mirada se extinguió.

—Cariño, ya sabes lo que dijeron. A los dieciocho años podrás hablar con ella si lo deseas. Sé que es difícil, pero es la ley y hay que acatarla. Tienes que olvidarte de esas ideas.

—Lo sé, es solo que… Quería enseñarle las nuevas cabras, y mi habitación, ahora que está terminada. A ella le gustaría. Solo quería hablar con ella, vaya.

Minnie suspiró. Sus pechos se alzaron sobre la mesa y volvieron a desplomarse.

—Danny, mírame.

—¿Qué? —dijo mirándola, la boca rebosante de tostada. Minnie lo contemplaba con el ceño fruncido.

—No vas a volver a salir corriendo, ¿me oyes? —Se llevó una mano al corazón—. No podría aguantarlo, cariño.

—No voy a salir corriendo. Solo quería hablarle de las nuevas cabras, vaya. —Apartó la vista, se terminó la tostada con un mordisco demasiado grande y se atrevió a mirarla. Minnie lo observaba con las manos en el regazo. Daniel volvió a apartar la vista—. Pensé que estaría bien si viniese a vivir con nosotros —dijo. Al decirlo en voz alta, comprendió que era imposible, estúpido, pero aun así se volvió para ver cómo respondía Minnie.

—Ya sabes que eso no puede ocurrir, Danny —dijo, en voz muy baja.

Daniel asintió. Le dolía la garganta.

—Es que sé que le gustaría esto. Necesita que la cuiden y yo podría cuidar de ella aquí. —Daniel sintió la pesada mano de Minnie sobre la suya.

—Tienes que comprender que cuidar de tu madre no es tu responsabilidad. Es mi responsabilidad cuidar de ti.

Daniel asintió. Le picaba la nariz y sabía que lloraría si hablaba de nuevo. No quería hacer daño a Minnie. La quería y quería seguir viviendo con ella. Lo único que deseaba era que comprendiese que su madre debía ir a vivir con ellos. Entonces todo sería perfecto.

—No voy a salir corriendo, vaya —atinó a decir—. Solo quiero hablar con ella. Quiero hablarle de la granja y todo lo demás. —Se pasó los dedos por el ojo izquierdo—. Solo quiero hablar con ella, vaya.

—Lo comprendo, cariño —dijo Minnie—. Voy a hablar con ellos. A ver si me dan un número de teléfono o algo.

—¿De verdad? —Daniel se inclinó, sonriendo aliviado, pero Minnie lo miraba muy seria. Ella asintió—. ¿Me lo prometes?

—Ya te he dicho que lo voy a hacer.

—¿Crees que te lo van a decir?

—Por preguntar no se pierde nada.

Daniel sonrió y se reclinó en su silla. Minnie se puso a limpiar: guardó la mantequilla y la mermelada y recogió la mitad de la mesa en la que comían; en la otra mitad se apilaban libros, galletas para perros y periódicos viejos. Daniel sintió una calidez que se propagaba dentro de él, que se extendía del estómago a las costillas. La calidez lo izó: se sentó recto y enderezó los hombros.

Esa semana Daniel volvió corriendo a casa por el Dandy. Encontró una lata y fue dándole patadas durante unos cuatrocientos metros, desatada la corbata del uniforme escolar, los faldones de la camisa por fuera y la mochila sobre los hombros. El aire estaba impregnado del olor a hierba recién cortada. Daniel oía su respiración y sentía el sudor sobre la frente mientras se arrojaba contra la lata con los zapatos embarrados. Disfrutó de la elasticidad y potencia de sus músculos y articulaciones y el calor del sol en los antebrazos y el rostro. Estaba contento, decidió, contento por estar aquí y volver a casa junto a Minnie.

«A casa». Dio una fuerte patada a la lata, que subió dibujando un arco iluminado por el sol durante al menos diez metros antes de caer sin hacer ruido sobre la hierba. «A casa». Daniel la buscó y volvió a darle una patada. Salió volando y esperó a que volviera a caer para darle con el exterior del pie y enviarla por los aires de nuevo, por la colina, hacia la granja Flynn y Minnie, quien le habría preparado sándwiches de puré de plátano.

Esa previsibilidad fue lo primero que le gustó de ella. Minnie tenía el don de mostrarle su mundo y, a continuación, repetirlo día tras día. Las cosas sucedían cuando ella decía que iban a suceder. Dijo que lo adoptaría y lo adoptó. El juez puso cara de incredulidad ante los documentos y a Daniel se le encogió el estómago, pero falló a su favor y así se convirtió en el hijo de Minnie, como ella le había prometido.

Daniel la veía de un modo diferente ahora. Le encantaban su cuerpo pesado y las masas blandas que la conformaban, pero había descubierto en ella un poder nuevo. Confiaba en ella. Era capaz de conseguir las cosas que deseaba; todo estaba al alcance de su mano. Incluso el destino de Daniel estaba en sus manos. Cuando pensaba en ella, la veía con el collar de Blitz en la mano, agarrándolo con fuerza al abrir la puerta a algún desconocido mientras el perro ladraba.

Daniel fue más despacio y comenzó a caminar. Su respiración era desigual. Respiró profundamente y disfrutó el cálido olor de la hierba del verano. El cielo estaba azul, tan despejado que lo mareó su infinidad.

Percibió unas voces y, al poco, unos pasos detrás de él. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que eran los tres chicos mayores que le habían pegado. Ahora sabía sus nombres: Liam, Peter y Matt. Iban un curso por delante de él en el colegio.

Sintió la tensión en los músculos. Caminó como si no los hubiese oído, pero aceleró el paso y exageró el movimiento de los hombros. Podía escuchar su conversación, aunque calculó que les sacaba más de cinco metros. Estaban hablando de fútbol, pero luego se callaron y a Daniel se le erizó el pelo de la nuca. Intentó percibir sus movimientos.

—¿Cómo está la vieja bruja, Danny? —gritó uno de ellos—. ¿Te ha enseñado ya algún hechizo?

La voz sonaba cerca.

Daniel hizo caso omiso y se fijó en la tensión que se extendía desde los hombros hacia la columna vertebral. Apretó los dientes y los puños.

—Una bruja gorda como ella… Cómo me gustaría verla intentando volar, vaya.

Daniel echó otro vistazo por encima del hombro y vio que uno de los chicos simulaba volar sobre una escoba antes de caer y rodar por la hierba. Los tres se rieron, y sus risas eran inmundas. Eran voces roncas y graves, voces que ya no eran de niño, marcadas por el desprecio.

Daniel se giró para hacerles frente. En cuanto se dio la vuelta, los muchachos se cuadraron, los pies separados y las manos en los bolsillos.

Se hizo el silencio, de modo que Daniel solo oía un murmullo en las orejas.

—¿Tienes algún problema? —Fue Peter quien habló, la mandíbula torcida, los ojos entrecerrados, provocador.

—¡Ni se te ocurra hablar de ella!

—Y si no, ¿qué?

—Te voy a dar.

—Sí, ¿tú y cuántos más?

Fue como la otra vez. Daniel cargó contra el chaval y le golpeó en el estómago con la cabeza. Aún era más alto que Daniel. El puño del muchacho le alcanzó en las costillas y Daniel respiró dolorido. Oía a los otros dos, que se burlaban: «Acaba con él, Peter. Acaba con él».

Daniel recordó una pelea contra el novio de su madre, el que le había arrastrado por el suelo agarrado del pelo. La rabia estalló, rápida, centelleante, intensísima, por todo su cuerpo. La sacudida lo fortaleció, lo purificó. Golpeó a Peter y se agachó, y lo pateó en el rostro hasta que se dio la vuelta.

Los otros muchachos se lanzaron contra Daniel, pero estaba tenso por el ataque y no sintió los puños contra los brazos y el pecho. Pegó a Matt en la nariz y oyó un crujido que retumbó contra los nudillos y luego dio una patada a Liam en las pelotas.

Daniel se alejó, tambaleante. Le escocía el puño y vio que se había cortado, pero, al tocarlo, se percató de que era tan solo la sangre de Matt. Se dio la vuelta para enfrentarse a ellos una vez más.

—Otra palabra sobre ella y estáis muertos.

La palabra muertos salió de su boca como una bala. Retumbó a lo largo del prado. Las aves se dispersaron a su paso.

Los muchachos, caídos sobre la hierba, no dijeron nada. Daniel se fue caminando, aún precavido, pero exagerando su aire de fanfarronería. Soplaba la brisa y todas las briznas de hierba se inclinaban hacia él, como si lo venerasen.

Daniel sabía que los chicos podrían vengarse, pero se sentía satisfecho consigo mismo al volver a la granja. Caminaba con ligereza. Se lo pensarían dos veces antes de volver a burlarse de ella. Ahora era su madre; iba a salir en su defensa.

Cuando llegó a la granja, todo estaba en silencio. Las gallinas se paseaban y picoteaban el suelo, pero sin hacer ruido, y las cabritillas estaban pegadas a la ubre que se les negaría al anochecer. Las margaritas se mecían con el viento.

Minnie estaba descongelando la nevera. Daniel fue al cuarto de baño nada más entrar en casa. Se lavó las manos y se miró al espejo. Se subió la camiseta para mirarse las costillas. No tenía ni un rasguño. Ella ni sospecharía que acababa de defenderla, luchando por ella y venciendo.

No pudo evitar cuadrar los hombros al ir a la cocina.

Minnie calzaba las botas de siempre y blandía una espátula contra el hielo incrustado en el congelador.

—Madre de Dios, ¿ya es la hora? —dijo al ver a Daniel—. Creía que eran las dos. Seguro que vienes con hambre, y ni siquiera he preparado nada de comer.

Daniel se limpió la nariz y la frente con la manga y aguardó mientras ella colocaba unas rodajas de plátano entre dos rebanadas de pan blanco y le servía una naranjada. Se bebió el zumo y comió la mitad del bocadillo antes de hablar con ella.

—¿Para qué haces eso? —preguntó, señalando el congelador abierto y humeante.

—Así son las cosas en esta vida, Danny. De vez en cuando tienes que sacar el martillo y comenzar de nuevo.

Daniel no estaba seguro de haber comprendido. Comenzó con la otra mitad de su sándwich de plátano. Las ventanas estaban abiertas y de la granja llegaba el olor a estiércol. Minnie se bebió el té de un trago y cogió el martillo y la espátula. Se lanzó contra el hielo con golpes estridentes.

—Hoy he sacado un sobresaliente en mi examen de Historia —dijo Daniel. Minnie detuvo el ataque contra el congelador un momento y le guiñó un ojo.

—Qué inteligente eres. Ya te lo dije. Eres muy inteligente. Si te esforzaras un poquito, los dejarías a todos boquiabiertos… Ya te lo dije.

Blitz se fue a la sala contigua para huir del ruido del martillo. El hielo se desmenuzaba sobre el suelo de la cocina, silencioso y lloroso como el arrepentimiento.

Daniel se acabó el sándwich y se reclinó en la silla, lamiéndose los dedos. Sabía que Minnie lo miraba, con el martillo en la mano. Se secó las cejas con el antebrazo y dejó las herramientas en el congelador. Se sentó junto a Daniel y posó una mano pesada y roja en su muslo.

—¿Qué? —dijo Daniel, que se limpió la nariz con la manga.

—He hablado con Tricia.

La cocina, con sus rayos de luz y su olor a tostada y su calidez, de repente se tensó como las cuerdas de un violín. En el vestíbulo, el perro descansaba con la nariz sobre las patas. Daniel esperó con la espalda rígida. Minnie aún tenía esa pesada mano sobre su pierna. Comenzó a frotarle la rodilla. Daniel sintió la fricción, el calor, sobre los pantalones escolares.

—No sé cómo decirte esto, Danny. Dios sabe que quisiera evitarte más sufrimientos, pero me has pedido que lo averigüe.

—¿Qué pasa? ¿Está en el hospital otra vez?

—Es imposible que haya un buen momento para esto, así que te lo voy a decir sin más. Lo he sabido hoy.

Minnie se mordió el labio.

—Es eso, ¿verdad? Está otra vez enferma.

—Ha sido peor esta vez, cielo. —Lo miró sin parpadear, como si él fuese a comprender sin tener que decirlo.

—¿Qué?

—Cariño, tu madre ha muerto.

El mundo se convirtió al mismo tiempo en un lugar muy tranquilo y muy ruidoso. Todo pareció detenerse y Daniel sintió la pausa, el silencio sepulcral. Le zumbaban los oídos. Era como antes, cuando iba a comenzar la pelea. Era como si hubiese perdido el equilibrio por un momento. El ruido en los oídos le hizo desconfiar de lo que había oído y, sin embargo, el pavor que se agolpaba en su garganta (amargo, negro) le hizo saber que no aguantaría oír de nuevo esas palabras.

Daniel se levantó y al instante las manos cálidas de Minnie se posaron sobre sus hombros.

—Está todo bien, cariño —dijo—. No salgas corriendo esta vez. Yo siempre voy a estar aquí para ti.

Años más tarde, cuando Daniel recordaba esas palabras, siempre le hacían correr más rápido.

Fue un golpe, pero también una extraña alegría. Fue una sacudida, como si lo hubieran zarandeado o aporreado, pero también una emoción extraña. Su corazón se desbocó, su lengua se quedó pegada al paladar, los ojos muy abiertos y secos.

¿Muerta?

El aire se le salía de la boca como si le hubiesen cortado la garganta.

Muerta.

Bajó la mirada y vio la mano de Minnie en su brazo; esos dedos cálidos, mucho más seguros que los de su madre. Eran poderosos, como una soga en la que podía confiar lo suficiente como para saltar de una roca, sabedor de que aguantaría su peso cuando la gravedad lo arrastrase hacia abajo.

Muerta.

Danny se acurrucó contra Minnie. Ella no lo pidió. Ella no lo acercó, pero se acurrucó de todos modos, como una hoja en el otoño, gastada ya su energía.

—Vamos —dijo—. Vamos, vamos, mi amor, mi niño precioso. Aún no lo sabes, pero eres libre… Ahora eres libre.

No se sentía libre, pero sí desarraigado y el temor lo impulsó a estrechar a Minnie una vez más, por primera vez entregándose a ella plenamente, pidiéndole que lo amara.

Más tarde, Minnie le preparó una taza de té, y Daniel tenía muchísimas preguntas.

—¿Cómo murió?

—Fue otra sobredosis, cariño. Una muy grande.

Agarró la taza de té con las dos manos y dio un sorbo.

—¿Puedo ir a verla? ¿La van a enterrar en alguna parte?

—No, cariño, la incineraron. Pero aún tienes su collar y puedes pensar en ella siempre que quieras.

—Debería haber estado con ella. Podía haber llamado a la ambulancia. Siempre consigo que llegue a tiempo.

—No es culpa tuya, Danny.

—Ha pasado porque estaba sola.

—No es culpa tuya.

Pensó en irse de Brampton, hacer autoestop hasta Newcastle, igual que antes, pero ahora, si ella no estaba, ya no tenía sentido. Ahora Minnie era su madre y Daniel iba a intentar que todo fuese bien.