El juicio de Sebastian se celebraría en el Old Bailey.
Daniel se despertó temprano para ir a correr, pero incluso después de la ducha la tensión le encogía el estómago. No sabía por qué el juicio lo preocupaba tanto. Estaba acostumbrado a los juicios del Tribunal Central y a los juicios por asesinato, pero hoy se sentía diferente, como si él mismo fuese a ser juzgado.
Ante la entrada del Old Bailey se aglutinaba una multitud de público furioso y periodistas impacientes. No esperaba que los fotógrafos supiesen quién era, pues pensaba que Irene sería el centro de atención, pero en cuanto llegó alguien gritó: «¡Es uno de los abogados!», y hubo un flash.
—¡Asesino de niños! —gritó alguien entre la multitud—. Estás defendiendo a un asesino de niños. Ese bastardo debería morir en la hoguera. ¡Vete al infierno!
Siendo abogado defensor, ya se había acostumbrado a la animadversión. Había sido objeto de agresiones verbales por la calle y había recibido amenazas de muerte por correo. Esas cosas solo motivaban más a Daniel a hacer bien su trabajo. Todo el mundo merecía una defensa, independientemente de lo que hubiesen hecho. Pero la furia de esta muchedumbre era algo excepcional. Comprendía la rabia por la pérdida de una vida inocente, pero no lograba comprender por qué la gente parecía tan dispuesta a vilipendiar a un chiquillo. La pérdida de un niño era cruel porque se trataba de una promesa robada, pero para Daniel la criminalización de otro niño no era menos desalmada. Daniel recordó a su padre adoptivo, que lo llamó malvado. Incluso si Sebastian era culpable, necesitaba ayuda, no condenas. Observó a la muchedumbre, esas caras que abucheaban y clamaban venganza. Los manifestantes vociferaban en las calles, enarbolando pancartas que decían «Vida por vida». Gritaban «malnacido» cada vez que veían a alguien relacionado con Sebastian y zarandearon una barrera improvisada por la policía.
Un agente de policía le tiró del codo, instándolo a que siguiera caminando, y Daniel corrió los últimos pasos, hasta llegar al tribunal. Sebastian había llegado al tribunal en una camioneta blindada y esperaba en una celda de observación de la planta baja.
Cuando Daniel entró en la celda, Sebastian estaba sentado en una litera de cemento cubierto con una estera de plástico azul. Estaba pálido. Vestía un traje azul marino que le quedaba ancho en los hombros y una corbata a rayas. Así vestido, el niño aparentaba menos de once años.
—¿Cómo te va, Seb? —preguntó Daniel.
—Bien, gracias —dijo Sebastian, que apartó la vista.
—Qué traje tan elegante.
—Mi padre quiso que me lo pusiese.
Quedaba una hora para el comienzo del juicio y Daniel se compadeció de Sebastian: cuánto tiempo pasaría en esta desagradable celda de hormigón, simplemente esperando. Ya era muy duro para los adultos. El día anterior le habían mostrado el tribunal a Sebastian y le habían explicado los procedimientos, pero en realidad era imposible preparar a un niño para esto.
Daniel se sentó en la litera, junto a Sebastian. Ambos se quedaron mirando la pared de enfrente, llena de obscenidades y súplicas religiosas. Daniel se fijó en una frase que parecía haber sido inscrita con un cuchillo: «Te quiero, mamá».
—¿Has ido a correr esta mañana? —preguntó Sebastian.
—Sí. ¿Has desayunado algo?
—Sí. —Sebastian suspiró y de nuevo apartó la vista, apático.
—Tengo que irme —dijo Daniel, y se puso en pie.
—¿Daniel?
—¿Sí?
—Tengo miedo.
—Todo va a ir bien. ¿Te dijeron dónde te vas a sentar? Vas a estar justo a mi lado, como te dije. Mantén la cabeza alta, ¿eh?
Sebastian asintió y Daniel dio con los nudillos en la puerta para que lo dejaran salir.
Cuando se cerró la puerta, Daniel apoyó la palma de la mano en ella antes de subir al tribunal.
El juez y los letrados iban ataviados con sus togas, pero habían prescindido de las pelucas, pues intimidaban a los niños. Los periodistas llenaban casi por completo los asientos y Daniel sabía que había muchos más que se habían quedado fuera. Se habían tomado medidas para limitar el número de periodistas a diez. Los cuchicheos, expectantes, dominaban la sala. Daniel se sentó en su silla, al lado de la de Sebastian. Irene Clarke y el abogado asistente, Mark Gibbons, se sentarían delante.
Sebastian entró lamiéndose un labio junto a dos agentes de policía. Daniel se inclinó y le dio un apretón en el hombro, para transmitirle tranquilidad. Formaban una familia de desconocidos, a la espera del inicio.
Detrás de Sebastian se sentaban su madre y su padre. Charlotte llevaba un vestido elegante. Kenneth se reclinó en su asiento, las manos cruzadas sobre el vientre. Miraba una y otra vez el reloj, mientras Charlotte contemplaba su maquillaje en un pequeño espejo y se aplicaba el pintalabios. Se oía un murmullo en la sección de la prensa, pero nadie más parecía estar hablando.
Daniel oyó a Sebastian tragar saliva.
Entró el juez. Daniel dio un empujoncito a Sebastian para que se levantase. Los presentes se pusieron en pie y se sentaron a continuación.
Los miembros del jurado fueron seleccionados y prestaron juramento. Los elegidos se quedaron mirando a Sebastian con descaro. Habían leído muchísimas cosas sobre él, pero ahora al fin podían verle la cara, e iban a decidir su destino.
Los padres de Benjamin Stokes estaban allí: Madeline y Paul. Estaban sentados juntos, inmóviles y compungidos, sin consolarse el uno al otro ni mirar a Sebastian. También ellos aguardaban, apesadumbrados, el comienzo.
El juez se inclinó sobre el estrado y miró al público por encima de las gafas.
—Miembros de la prensa, me gustaría recordarles que, hasta nuevo aviso, no se podrá mencionar el nombre del acusado, Sebastian Croll, en ningún reportaje sobre el juicio.
Las consonantes del nombre de Sebastian invadieron la sala embelesada. Daniel frunció el ceño.
El juez se bajó aún más las gafas y dirigió la mirada a Sebastian.
—Sebastian, no le voy a pedir que se levante cuando le dirijo la palabra, como es habitual en esta sala. Además, puede sentarse junto a su abogado y cerca de sus padres, en lugar de en el banquillo del acusado. Muchos de los procesos judiciales se demoran y quizás le resulten confusos. Le recuerdo que sus abogados están a su disposición si hay algo que no comprenda.
Sebastian miró a Daniel, quien le puso una mano en la espalda para indicarle que mirase al frente. Ya habían asesorado a Sebastian sobre cómo comportarse en el tribunal.
Irene Clarke se puso en pie, con la mano en la cadera por debajo de la toga.
—Señoría, he de plantear una cuestión de derecho…
Transmitía autoridad con sencillez y hablaba el lenguaje de los tribunales con claridad.
La sala esperó a que el jurado saliese: ocho hombres y cuatro mujeres; dos jóvenes, y el resto de mediana edad. Daniel los observó mientras salían.
—Señoría, quisiéramos solicitar la suspensión porque la publicidad previa al juicio ha sido muy perjudicial para mi cliente. Presento ante el tribunal una selección de recortes de prensa que muestran el tono apasionado con el que se ha tratado el asunto. Con toda probabilidad, la intensísima cobertura de este caso ha influido en el jurado.
El juez suspiró al sopesar los artículos. Daniel ya conocía a este juez: Philip Baron era uno de los jueces más viejos. Él mismo había aparecido en la prensa, debido a algunas sentencias impopulares. Le habían dedicado titulares por su forma de expresarse en los casos de violación. Aparentaba sus sesenta y nueve años, ni uno menos.
El fiscal, Gordon Jones, argumentó que el jurado no tendría prejuicios por la cobertura debido a que la prensa no había mencionado el nombre del acusado y desconocía los principales detalles del caso. La mañana transcurrió examinando y discutiendo los artículos de prensa. El estómago de Daniel rugió y apretó los músculos para evitarlo. La sensación era que todos en la sala estaban agotados. La enorme expectación se vio frustrada por la burocracia. Daniel estaba acostumbrado a ello, pero, mientras Irene luchaba por Sebastian, notó que el niño ya se aburría. Estaba dibujando pequeñas ruedas en la esquina del cuaderno. Daniel lo oyó suspirar y cambiar de postura.
El juez se aclaró la garganta.
—Gracias, tras meditarlo he decidido que el juicio prosiga, pero recordaré al jurado que su deber consiste en examinar los hechos tal y como se presentan en el tribunal únicamente. No obstante, soy consciente de la hora y creo que es el momento oportuno para levantar la sesión. Continuaremos después de comer…
La sesión terminó y Sebastian fue llevado a su celda.
Irene salió del tribunal antes de que Daniel pudiese hablar con ella, así que bajó a ver a Sebastian. El guardia abrió el ventanuco de la puerta para ver dónde estaba Sebastian antes de permitir que Daniel entrase.
—¿Estás bien, Seb? —preguntó. Sebastian estaba sentado al borde de la litera, mirándose los zapatos, girados hacia dentro—. Enseguida te traen la comida. —Sebastian asintió, sin mirar a Daniel—. Ya sé que es aburrido… Quizás eso sea lo peor de los juicios.
—No me aburría. Es solo que me gustaría no tener que oír…
—¿Oír qué? ¿Qué quieres decir?
—Todas esas cosas malas sobre mí.
Daniel respiró hondo, sin saber cómo responder, y se sentó en la litera junto a él.
—Eso va a ir a peor, ¿sabes, Seb? —dijo al fin, apoyándose sobre los codos, de modo que su cabeza estaba a la altura de la del niño.
—Hemos perdido el primer recurso —dijo.
—Cierto —dijo Daniel—, pero se trataba de un recurso que ya sabíamos que íbamos a perder.
—¿Por qué lo hemos presentado entonces?
—Bueno, por un lado porque es un recurso válido y en un tribunal, incluso si un juez no está de acuerdo contigo, al apelar a otro juez quizás te dé la razón.
Una vez más, Sebastian se quedó en silencio, mirando al suelo. Daniel no estaba seguro de si lo había comprendido. Pensó en explicarle más cosas, pero no quería abrumar al niño. Se imaginó qué habría sentido, solo en esta celda, a los once años. Le había faltado poco para ello. Los Thornton lo podrían haber denunciado.
—¿Eres mi amigo? —preguntó Sebastian.
—Soy tu abogado.
—Caigo mal a la gente —dijo Sebastian—. Y al jurado creo que también.
—El jurado está ahí para analizar los hechos. No importa si les caes bien o no —señaló Daniel. Aunque le habría gustado que eso fuese cierto, no lo creía del todo.
—¿A ti te caigo bien? —dijo Sebastian, que alzó los ojos. La primera reacción de Daniel habría sido apartar la vista de esos ojos verdes que lo buscaban, pero sostuvo la mirada.
—Claro que sí —contestó, y una vez más sintió que había traspasado una barrera.
No pasó mucho tiempo antes de que se reanudase la sesión. Daniel compró un bocadillo cerca de la catedral de Saint Paul y se lo comió con la vista puesta en Cannon Street. Se le había contagiado el desánimo de Sebastian y las preguntas del niño se arremolinaban en su mente.
Tuvo un mal presagio: no estaba seguro de si era miedo al resultado del juicio o empatía con el niño y lo que le esperaba. La responsabilidad lo abrumaba. De repente, un cuervo aterrizó en una cornisa frente a la cafetería. Daniel dejó de comer y observó cómo engullía una patata frita que había apresado en la acera. El pájaro ladeó la cabeza y miró a Daniel. Su pico brillaba. Y se fue, remontándose sobre los edificios cuyas piedras habían trazado fantasías barrocas. Daniel observó el ascenso hasta que perdió al cuervo de vista.
Volar: huir, controlar las fuerzas opuestas, el impulso contra el peso, la gravedad y el poder de los abismos.
Luchar o volar, huir: el cuerpo posibilita ambos al mismo tiempo, hacer frente a la amenaza o salir corriendo.
Hacía años que Daniel no sentía la necesidad de salir corriendo, pero la sentía ahora. Tenía miedo de las consecuencias y se sentía responsable por su implicación.
Irene caminaba fuera de la sala, con el móvil pegado a la oreja, arrastrando la toga detrás de ella, cuando Daniel regresó al tribunal. Daniel le guiñó un ojo al pasar y ella alzó la vista.
La sala trece estaba casi completamente llena. Sebastian entró y tomó asiento. Miró alrededor en busca de su madre. Los Croll estaban detrás, pero no miraban a su hijo. Charlotte llevaba gafas de sol, que se ajustaba una y otra vez. Cruzó y descruzó las piernas. Kenneth miró el reloj y luego al fiscal, Gordon Jones, quien, pensó Daniel, aun sin la peluca parecía un director de escuela. Delgado, siempre inclinado levemente hacia delante, Jones era una persona de edad indeterminada. Podría tener treinta y cinco años o estar cerca de la jubilación. El cutis de Jones se extendía muy ceñido a los huesos del rostro.
—¿Qué has comido? —preguntó Sebastian.
—Un bocadillo. ¿Y tú?
—Aros de espagueti, pero no estaban ricos. Sabían a plástico o algo así.
—Qué lástima.
—Solo he comido un poco. Estaban asquerosos.
—Entonces, tendrás hambre. ¿Quieres un caramelo? Esto va para rato.
Sebastian se metió en la boca una pastilla de menta que le dio Daniel. Éste se dio cuenta de que un periodista los señalaba mientras ofrecía el caramelo a Sebastian, tras lo cual tomó notas en el cuaderno.
Sebastian parecía satisfecho consigo mismo. Entró el juez. Irene aún no había vuelto, de modo que su asistente se levantó. Pero esta tarde era el turno de la fiscalía.
Gordon Jones se puso en pie y apoyó dos dedos sobre el atril.
—Miembros del jurado, les hablo en nombre de la corona. Al acusado lo representa mi docta colega, la señorita Clarke. —Inspiró hondo y espiró. Quizás respirase para calmarse antes de comenzar, pero Daniel sabía que se trataba de un suspiro—. William Butler Yeats escribió que el inocente y el bello no tienen más enemigo que el tiempo. Ben Stokes fue inocente y fue bello. Era una bella criatura de ocho años. Era así de alto… —Gordon Jones estiró la mano para indicar la altura de Ben. En medio del público, la madre de Ben Stokes soltó un gemido de repente. Todos en la sala la miraron, mientras su marido la rodeaba con un brazo. Jones esperó unos segundos, hasta que se hizo de nuevo el silencio—. Debería tener toda la vida por delante: el colegio, las novias, la universidad, el primer trabajo, formar una familia. Pero, por desgracia, Ben tenía otro enemigo aparte del tiempo. Vamos a demostrar que lo golpeó hasta morir alguien a quien conocía, un vecino y compañero de colegio, pero que en realidad es, y lo vamos a demostrar, un sádico abusón.
»Ben montaba en bicicleta cerca de su casa, en Islington, el domingo 8 de agosto de este año. Era un niño tranquilo, que se portaba bien, pero era tímido. Como a tantos niños, le gustaba muchísimo montar en bicicleta, pero la dejó en la calle, desatendida, y al día siguiente fue hallado muerto, tras ser golpeado con un ladrillo que yacía en un rincón del parque infantil donde apareció su cadáver.
»Vamos a demostrar que el acusado, Sebastian Croll, persuadió a Ben a salir de casa y dejar la bicicleta antes de llevarlo a Barnard Park, donde más tarde lo vieron intimidando y maltratando a un niño pequeño. Por último, cuando Ben se negó a quedarse y seguir sufriendo ese maltrato, sostenemos que Sebastian se encolerizó y lanzó contra él un ataque prolongado y fatídico, en una zona del parque oculta por los árboles.
»Vamos a demostrar que Sebastian Croll blandió el arma homicida de forma brutal.
»Nos encontramos ante un crimen atroz, pero muy poco común. Los periódicos les harán creer que nuestra sociedad está en decadencia y que la violencia de niños contra niños es más común ahora que en el pasado. No es así.
»Por fortuna, los asesinatos de este tipo son muy poco frecuentes, pero su rareza no aminora su gravedad. No permitan que la edad del acusado desvíe su atención de los hechos: esta criatura, Ben Stokes, fue despojada de la vida antes de cumplir nueve años.
»La tarea que aguarda a la fiscalía no ofrece equívoco: demostrar, sin que quede lugar a dudas, que el acusado llevó a cabo las acciones que ocasionaron la muerte de Ben Stokes, y que lo hizo con la intención de causarle o bien la muerte o bien lesiones graves. Vamos a demostrar, sin que quede lugar a dudas, que el acusado peleó violentamente con Ben Stokes, que eligió una zona del parque apartada y frondosa para cometer una agresión brutal. Vamos a demostrar que el acusado se sentó sobre el fallecido y golpeó con un ladrillo la cara del pequeño con la clara intención de matarlo. Lo que sucedió a continuación…, y no nos engañemos, la edad del acusado no es excusa para semejante acto…, lo que sucedió a continuación… fue un asesinato premeditado.
»Ben Stokes era bello e inocente, pero vamos a demostrar que el acusado cometió el más atroz de los crímenes y es culpable, sin que quede lugar a dudas.
Todos en la sala parecían contener la respiración, así que Daniel contuvo la suya. Los paneles de roble y el cuero verde parecían resquebrajarse de impaciencia ante ese silencio prolongado. Daniel echó un vistazo a los Croll. Charlotte se sentaba erguida, las comisuras de los labios hacia abajo. Kenneth fruncía el ceño mirando a Gordon Jones.
Sebastian estaba absorto. Ya no se aburría. Daniel había observado que se inclinaba hacia delante para escuchar a Jones, como si el fiscal estuviera narrando un cuento creado para su deleite, con Sebastian como protagonista.
Irene, en silencio, volvió a entrar en la sala.
Cuando la fiscalía terminó de esbozar los argumentos de la acusación, Daniel sintió un escalofrío. No sabía a ciencia cierta si Sebastian era inocente o culpable; solo sabía que el niño estaba fuera de lugar aquí, en un tribunal de adultos, a pesar de que el niño estuviera sentado en otra silla, de no usar pelucas y haber permitido solo diez periodistas en la sala.
Por fin, Gordon Jones se sentó y Sebastian se acercó a Daniel:
—Se ha equivocado en todo. ¿Debería decírselo? —Incluso en susurros, su voz, diáfana y bien entonada, se oía con claridad.
—Ahora no —dijo Daniel, pendiente de Irene, que se aclaraba la garganta y miraba hacia ellos—. Cuando sea nuestro turno.
Era el segundo día del juicio y Daniel llegó al tribunal a las nueve y media. Pasó corriendo ante las filas de fotógrafos que se aglomeraban tras las barreras improvisadas. Cuando entró en el Tribunal Central de lo Penal, estaba húmedo y en penumbra. Las entradas del tribunal siempre eran muy solemnes. Eran como la boca de una fiera, como adentrarse en el costillar de una bestia. Las estatuas de mármol le lanzaron una mirada de reproche.
Una vez más, Daniel estaba nervioso, como si fuese un abogado más joven, sin experiencia. Había participado en muchísimos juicios, pero ese día le sudaban las manos, como si lo fuesen a juzgar a él.
Antes de que Sebastian llegase a la sala, Daniel respiró hondo, para intentar calmarse. Sabía lo que les depararía el día y que sería muy duro para el niño.
—La corona llama a la señora Madeline Stokes.
Entró la madre de Ben Stokes, que se dirigió al banquillo de los testigos. Caminaba como si estuviese encadenada. Llevaba el pelo recogido. Estaba un poco despeinada, como si se lo hubiese recogido a toda prisa. El peinado acentuaba las mejillas hundidas y los ojos oscuros. Daniel estaba a más de cinco metros de ella, y aun así no le cupo duda de que temblaba. Al llegar, se apoyó en el estrado y su respiración se oyó por el micrófono.
La calefacción caldeaba la sala y secaba el aire. Daniel notó que le sudaban las axilas.
Pasaron unos segundos, mientras Gordon Jones hojeaba sus notas. Todo el mundo esperaba a que comenzase a hablar.
—Señora Stokes —dijo, al cabo de una larga pausa—, sé que es difícil para usted, pero he de pedirle que recuerde la tarde del domingo 8 de agosto. ¿Podría describir la última vez que vio a su hijo con vida?
—Bueno…, hacía buen día. Me preguntó si podía salir a montar en bici, y le dije que sí, pero que…, que fuese por nuestra calle. —Era obvio que estaba nerviosa, abrumada por una profunda tristeza, y aun así su voz era clara y elegante. A Daniel le recordó a un cubito de hielo dentro de un vaso. Cuando se emocionaba, la voz sonaba más grave.
—¿Veía a su hijo mientras estaba jugando fuera?
—Sí, al principio. Estaba en la cocina, lavando los platos, y lo veía recorrer la acera.
—¿A qué hora cree que lo vio por última vez? —Jones hablaba con delicadeza y respeto.
—A la una, más o menos. Llevaba fuera media hora aproximadamente y le pregunté si quería ponerse una chaqueta o entrar. Pensé que tal vez iba a llover. Me dijo que estaba bien. Ojalá le hubiese dicho que entrara. Ojalá hubiese insistido. Ojalá…
—Entonces, ¿dio permiso a Ben para que siguiese jugando fuera? ¿A qué hora notó que ya no estaba jugando en la calle?
—No mucho después de eso. Quizás habían pasado quince o veinte minutos… Eso fue todo. Hacía mis tareas arriba y miré por la ventana. Estaba pendiente de él. Yo… Desde la ventana de arriba se ve casi toda la calle, pero cuando miré… no lo vi por ningún lado.
Cuando dijo «por ningún lado», los ojos de Madeline Stokes se abrieron de par en par.
—¿Qué hizo?
—Salí corriendo a la calle. Corrí de un lado a otro de la calle y encontré su bicicleta tirada en el suelo, a la vuelta de la esquina. Supe de inmediato que algo terrible le había sucedido. No sé por qué, pero fue así. En un primer momento pensé que lo habría atropellado un coche, pero todo estaba en silencio. Simplemente… había desaparecido.
Madeline Stokes estaba llorando. A Daniel le conmovieron sus palabras y sabía que también habían impresionado al jurado. Su mano izquierda estaba ahora roja sobre el estrado, pero su cara seguía pálida. Al llorar se llevó la mano a la boca. Daniel recordó lo que Harriet le había contado acerca de la hija de Minnie. Recordó ese día en el mercado, con las manos frías de Minnie entre las suyas y esos ojos azules y tristes que le suplicaban que no mencionase a su niña. Al igual que Minnie, Madeline Stokes solo había tenido un hijo. Había perdido todo lo que le importaba y el mundo se había convertido en un lugar lúgubre.
—Fui por las otras calles gritando su nombre y me paré ante la puerta del parque, pero no lo vi ahí dentro. Llamé a sus amigos, a su padre y entonces… llamamos al hospital y a la policía.
—¿Llamó a los Croll, sus vecinos?
—No. —Se secó el rostro con la mano. Sus ojos eran guijarros enrojecidos y pesarosos. Se movían y brillaban… al ver de nuevo la escena, al revivir el pánico—. No los llamé.
—¿Jugaba Ben de vez en cuando con Sebastian?
—Sí, no en el colegio, pero sí los fines de semana, a veces. En un principio me pareció bien, pero luego me enteré de que Sebastian era malo con Ben, que se metía en líos por su culpa, y les prohibí que se siguiesen viendo.
—¿Podría explicarnos a qué se refiere cuando dice que era malo y que Ben se metía en líos por su culpa?
—Bueno, cuando nos mudamos a Richmond Crescent, Sebastian preguntó si Ben podía salir a jugar. Me alegró ver que había otro niño que vivía tan cerca, aunque era un poco mayor, pero luego pensé que no era… adecuado.
—¿Por qué, si me permite la pregunta?
—Después de jugar con Sebastian, Ben comenzó a decir palabrotas muy vulgares, que no sabía antes. Le dije que no las repitiera y no le dejé jugar con Sebastian durante unos días, pero aun así a veces jugaban los fines de semana. Luego noté que Ben llegaba con moratones después de jugar con Sebastian. Ben me dijo que Sebastian le pegaba cuando no le hacía caso. Me quejé a la madre de Sebastian y le dije a Ben que no volviera a jugar con él.
—Cuando se quejó a la madre de Sebastian, ¿recibió una respuesta satisfactoria?
—No, Sebastian hace lo que le da la gana en esa casa, o al menos eso tengo entendido. Su madre no tiene control alguno sobre él y su padre a menudo está fuera. Creo que ella no está muy bien.
La señora Stokes se limpió la nariz y el pañuelo le cubrió la boca al hablar. Daniel miró a Charlotte por el rabillo del ojo. Permanecía impasible, pero ahora había un brillo en su maquillaje. Ambas mujeres evitaban mirarse. Sebastian estaba sentado con la espalda recta, sin apartar la vista de Madeline. Parpadeaba a menudo.
—Por lo tanto, no llamó a los Croll tras la desaparición de Ben porque le había prohibido jugar con Sebastian y, por tanto, no sospechaba que estuvieran juntos. Pero piensa que Ben quizás la desobedeció…
La señora Stokes comenzó a llorar en silencio. Sus hombros se estremecieron y se llevó el pañuelo a la nariz. Cuando volvió a hablar, su voz era más grave.
—Ben estaba sometido a Sebastian, supongo. Él era más fuerte, era mayor. No había jugado con Sebastian desde hacía meses y no se me pasó por la cabeza. Ahora, parece…, parece obvio.
—¿Qué ocurrió tras llamar al hospital y la policía?
—Mi esposo llegó a casa. Los agentes se portaron maravillosamente. No me esperaba que actuasen tan pronto, pero enseguida quisieron conocer los detalles, nos ayudaron a rastrear los alrededores y difundieron la descripción de Ben.
—Muchas gracias, señora Stokes —dijo Gordon Jones.
Irene Clarke se puso en pie. Daniel la observó: Irene sonreía de modo alentador y cruzó las manos sobre el atril. Se mostró sombría, casi penitente, ante la señora Stokes.
—Señora Stokes, lamento la gran tragedia que han vivido usted y su familia. Solo quiero hacerle unas breves preguntas. Por favor, tómese su tiempo.
Madeline ahogó una tosecilla y asintió.
—¿Había desaparecido su hijo alguna vez antes?
—No.
—Ha mencionado que hubo una época en que jugaba con Sebastian a menudo. ¿Se alejaron los niños en alguna ocasión o desaparecieron por un tiempo?
A la señora Stokes le entró la tos y tuvo algunas dificultades para recuperar la compostura.
—¿Señora Stokes?
—No.
—¿Y no es cierto que hasta que detuvieron al hijo de sus vecinos no sospechó que Sebastian tuviese algo que ver con la desaparición de su hijo?
La mirada de Madeline se extravió en los rincones de la sala. Tensa en el estrado, parecía exaltada y la sala un lugar sagrado. Unas lágrimas rodaron en silencio por sus mejillas.
—No pensé en él —dijo en voz baja.
—Ha declarado que prohibió a Ben ver a Sebastian. En ese caso, ¿es cierto que a Ben le gustaba jugar con Sebastian?
—No, era un abusón, era un… —Los dedos de la señora Stokes se aferraron al estrado.
—A usted no le cae bien Sebastian, señora Stokes, eso es evidente, pero ¿su hijo le pidió jugar con él? Según ha dicho, Sebastian lo tenía sometido. ¿No es cierto que, a pesar de su desaprobación, Ben y Sebastian en realidad eran amigos y les gustaba estar juntos?
La señora Stokes se sonó la nariz y respiró muy despacio. El juez le preguntó si quería un vaso de agua. La mujer negó con la cabeza y miró a Irene.
—Lo siento, señora Stokes —dijo Irene—, sé lo difícil que es esto. ¿Es cierto o no?
Madeline suspiró y asintió.
—Señora Stokes, ¿tendría la amabilidad de responder en voz alta?
—Tal vez eran amigos.
Irene echó un vistazo a Daniel y se sentó. Podría haber ido más lejos, comprendió Daniel, pero el jurado compadecía a la madre del niño. Era otro de los rasgos de Irene que respetaba: era capaz de lograr que un testigo se contradijese cuando le convenía, pero no dejaba de ser amable.
Los descansos eran frecuentes debido a las normas vigentes desde el juicio Bulger. Daniel fue al baño en cuanto se levantó la sesión. Se sentía abrumado y cansado. Los zapatos resonaban sobre los suelos de mármol. Los aseos le resultaban familiares, con sus paredes azules y los grifos dorados, pero olían a orina incrustada y lejía inútil.
En una esquina alejada había un urinario libre. Daniel exhaló aire mientras orinaba en la porcelana blanca.
—¿Qué tal, Danny? —Era el comisario jefe McCrum. Su hombro rozó el de Daniel mientras se desabrochaba la bragueta—. A veces me pregunto… —dijo McCrum, cuyo acento norteño sonaba extrañamente acogedor en ese frío baño victoriano— si no hay otra manera. Este juicio va a ser inhumano, lo sé. No es lógico hacerles pasar por esto.
—No podría estar más de acuerdo —contestó Daniel. Se sacudió, subió la cremallera y comenzó a lavarse las manos. No sabía cómo sobrellevaría Sebastian las largas jornadas que se avecinaban, y lo peor aún estaba por llegar—. Y no hemos hecho más que empezar…
—Lo sé… Pobre mujer —dijo McCrum.
Daniel se dio la vuelta. Se fue sin decir nada más, con una ligera inclinación de cabeza al pasar ante McCrum. El comisario lo miró al salir.