20

Era primavera. En el aire flotaba el olor a estiércol y nuevos brotes. Las botas de Daniel chapoteaban en el barro del patio mientras daba de comer a Hector y las gallinas. La puerta del cobertizo colgaba de la bisagra, parte de la malla de alambre estaba rota. Daniel se arrodilló en el barro para reparar la malla y atornillar el cerrojo en su sitio. Los zorros habían matado gallinas en la granja de al lado. Sus gallinas solo se habían sobresaltado. Cloquearon y revolotearon contra la malla en medio de la noche, hasta que Minnie salió con Blitz para ahuyentar al zorro.

Eran las seis y media de la mañana y el estómago de Daniel bostezaba hambriento mientras trabajaba. Todavía hacía frío y tenía las manos rosadas hasta el puño. Una vez más la ropa le empezaba a quedar pequeña y las mangas de la camiseta le llegaban al antebrazo. Minnie le había prometido comprarle ropa nueva a final de mes, además de un uniforme de fútbol. Era delantero en el equipo escolar. Pero hoy era sábado y tenían que ir al mercado.

Daniel veía a Minnie por la ventana, llenando la tetera, cocinando gachas. Por la mañana, su cabello gris caía suelto, sujeto a ambos lados por broches de carey. Solo después de vestirse se lo recogía en lo alto de la cabeza.

El pelo de la madre de Daniel había sido castaño claro, pero se teñía de rubia. Al vaciar las últimas sobras en el cobertizo, Daniel recordó el tacto de su cabello entre los dedos. Era fino y suave, a diferencia de los contundentes rizos de Minnie.

Tras el problema con los Thornton, Minnie le había dicho que solicitaría la adopción. Habían rellenado los documentos juntos, con los formularios dispersos sobre la mesa de la cocina. Ahora solo podían esperar. A Daniel le resultaba extraño pensar que iba a ser hijo de otra persona y, al mismo tiempo, hijo de su madre, si bien lo había aceptado e incluso sentía una alegría extraña y prometedora.

Minnie le había preguntado si quería cambiarse el apellido a Flynn, pero había decidido mantener el suyo: Hunter. Era el apellido de su madre, no de su padre. Quiso mantenerlo porque le gustaba. Era su apellido y pensó que, al cumplir los dieciocho, su madre quizás quisiese encontrarlo. Si alguna vez lo buscaba, quería ser fácil de encontrar.

Dentro, Daniel se lavó las manos en el cuarto de baño, disfrutando del agua cálida sobre los dedos fríos. Cuando terminó, se inclinó sobre el lavabo y se miró el rostro en el espejo. Observó el cabello oscuro, casi negro, y sus ojos castaño oscuro, tan oscuros que era difícil distinguir la pupila del iris. A menudo Daniel se había sentido ajeno a su propia cara. Era tan distinto a su madre… No sabía de dónde procedían sus rasgos.

No llegó a conocer a su padre. Varias veces Daniel había preguntado cómo se llamaba, pero su madre se negaba a responder o le decía que no lo sabía. Daniel había visto su certificado de nacimiento, pero los datos del padre estaban en blanco.

Pronto tendría dos madres: una había recibido la aprobación del Estado y la otra no; de una tenía que cuidar, la otra cuidaba de él. Sin embargo, seguía sin tener padre.

Minnie tenía la radio encendida en la cocina. Estaba batiendo las gachas y movía las caderas al compás de la música. Una vez servidas, Daniel sopló las gachas antes de añadir leche y azúcar. Minnie le había enseñado a verter la leche sobre el dorso de la cuchara para no rasgar la superficie de la papilla.

—Qué hambre —dijo Daniel mientras Minnie le servía zumo de naranja.

—Bueno, estás creciendo, vaya que sí. Come.

—¿Minnie? —dijo Daniel, tomando un bocado de las gachas dulces.

—¿Qué, cariño?

—¿Nos lo dirán esta semana?

—Eso creo. Es lo que dijeron. Pero no te preocupes, seguro que sale bien. Y cuando eso ocurra, debemos celebrarlo.

—¿Qué vamos a hacer?

—Podríamos ir de picnic. Podríamos ir a la playa…

—¿De verdad? Pero tendrías que conducir.

—Bueno, podríamos ir despacio. Tomarnos nuestro tiempo.

Daniel sonrió y se comió el resto de las gachas. Nunca había ido a la playa y solo de pensar en ello sintió mariposas en el estómago.

—¿Minnie? —dijo, lamiendo la cuchara—. Cuando lleguen los papeles, ¿te voy a llamar mamá?

Minnie se levantó y comenzó a recoger las cosas del desayuno.

—Mientras lo digas con respeto, me puedes llamar lo que quieras —dijo, despeinándolo con una mano.

Sobre las mejillas rosadas, los ojos resplandecían. Daniel lo vio, sin saber si estaba feliz o triste.

Seguía haciendo frío y Minnie le obligó a llevar su parka al mercado. Daniel ya tenía experiencia. Cubrió la mesa de madera con un mantel de plástico, mientras Minnie realizaba el inventario de los productos en el maletero del coche. Llevaba dos rebecas y unos guantes sin dedos.

Minnie ordenó la mesa: tres pollos que había sacrificado, desplumado y destripado ella misma, además de huevos, patatas, cebollas, zanahorias, nabos y repollos, todo fresquísimo. También tenía frascos de mermelada a la venta, de albaricoque y fresa, y ocho tartas de ruibarbo.

Daniel abrió el bote de helados donde guardaban el dinero y contó el cambio. Todo lo que tenía que ver con dinero era responsabilidad suya. Era él quien cogía el dinero de los clientes y contaba el cambio. Calculaba los beneficios y su propio salario, que era un porcentaje de las ganancias. Tras vaciar el coche y dejar el puesto listo, Minnie sacó los termos y los bocadillos: café con leche para Daniel, té dulce para ella y bocadillos de mermelada de fresa. Si estaba muy concurrido, era probable que no terminasen los bocadillos hasta la hora de irse, pero si las cosas estaban tranquilas se los comían todos antes de las once.

—Abróchate la chaqueta.

—No tengo frío.

—Abróchate la chaqueta.

—Abróchatela tú también —dijo, y obedeció.

—No te hagas el listillo.

Los puestos se emplazaban en la asamblea de Brampton, situada en el centro del pueblo desde hacía casi doscientos años. Además del de Minnie, había otros ocho puestos. Casi todos vendían hortalizas, carne o productos caseros, pero el de Minnie era uno de los pocos que ofrecían una gama amplia. Su granja no era lo bastante grande para especializarse. Vendía lo que elaboraba para sí misma.

La primera hora pasó enseguida y Minnie vendió dos pollos y varias medias docenas de huevos. Sabían que tenía las mejores gallinas, así que incluso aquéllos a quienes les caía mal le compraban huevos.

Las manos de Daniel estaban enrojecidas por el frío. Cuando vio que se cubría las manos con las mangas de la chaqueta, Minnie se las frotó para que entraran en calor. Le hizo juntar las palmas, como si fuese a rezar, y las restregó entre sus manos. Lo hizo con tal brío que Daniel tembló.

Mientras la sangre regresaba a los dedos y los brazos, Daniel recordó cómo solía frotar las manos de su madre. Siempre fue muy friolera: era muy delgada y nunca llevaba bastante ropa. Recordó esas manos huesudas contra las palmas de sus manos de niño. Se preguntó dónde estaría. Ya no sentía esa necesidad de encontrarla, pero aún se acordaba de ella y quería saber si ella se acordaba de él. Quería hablarle acerca de la granja, acerca de Minnie, acerca de cómo contaba el cambio y separaba su parte. Recordaba el tacto de sus delgadas manos al apartarle el pelo de la cara. Cuando pensaba en ello, un dolor despertaba bajo las costillas. Era como un hambre intensa, un anhelo de sentirla apartando el pelo de su cara una vez más.

—¿En qué piensas? —preguntó Minnie.

Daniel agarró el vaso de plástico que le había dado con las dos manos, para aprovechar el calor. Se encogió de hombros y tomó un sorbo de té dulce.

—¡Estabas en las musarañas! —Minnie fue a acariciarlo, pero Daniel se apartó. Una vez más, ella parecía saber lo que necesitaba. Pero no era lo mismo y nunca podría serlo.

Una mujer de labios apretados se acercó al puesto. Daniel la reconoció: era la señora Wilkes, de la tienda de caramelos. Era la madre de su amigo Derek. Daniel sabía que había llamado a una ambulancia cuando el marido de Minnie agonizaba. También había denunciado a dos compañeros de clase al director por robar caramelos.

Sus labios dibujaban un gesto preocupado mientras estudiaba la mermelada de Minnie. Entrecerró los ojos al notar que Daniel la miraba. Daniel se metió las manos en los bolsillos de la parka.

—¿A cuánto está la mermelada? —preguntó con las comisuras de la boca inclinadas hacia bajo.

—A dos libras y media —dijo Daniel con su mejor sonrisa, aunque Minnie había dicho que el precio era una libra y media.

—¡Qué vergüenza! —exclamó la señora Wilkes, dejando la mermelada con tal fuerza que los huevos temblaron.

Al oír el ruido, Minnie se volvió y torció el gesto. Tenía un bocadillo a medio comer en la mano.

—La calidad tiene un precio, señora Wilkes, debería saberlo —dijo Daniel, que sacó una mano del bolsillo para enderezar la mermelada.

—Eso parece. —Daniel sabía que la señora Wilkes había perdido el interés por él y ahora se dirigía a Minnie. Ésta tenía la boca llena y el viento la despeinaba, pero se volvió con los ojos alegres y la barbilla llena de migas.

—¿Estás bien, Jean?

—Estoy escandalizada por estos precios. Esto es un robo a mano armada. —La señora Wilkes empujó un tarro de mermelada ligeramente, estropeando una vez más la alineación que había hecho Daniel.

—Llévate una, entonces —dijo Minnie.

Las comisuras de la boca de Jean Wilkes se hundieron aún más.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que te lleves una, de regalo. Es una mermelada muy buena. Toma, que la disfrutes.

Daniel se volvió para observar a Minnie, pero ella estaba terminando su bocadillo y miraba a Jean.

—No, de ningún modo. Te voy a dar lo que vale y ni un penique más.

—Qué tontería, llévatela. Y que la disfrutes. Gracias, Jean.

Minnie centró su atención una vez más en los termos y el picnic que había montado en el maletero de su Renault. Se preparó otro bocadillo.

—Qué ridícula eres, Minnie —dijo Jean, que arrojó tres libras en el bote de helados a cargo de Daniel—. Primero pides un ojo de la cara y luego lo regalas. Es como con esos niños tuyos. Todo el mundo sabe que los tienes en casa solo para sentirte mejor. No puedes cuidar de los tuyos y, de repente, te conviertes en la madre del mundo… Pero tienes razón, tu mermelada está rica. —Jean sostuvo la jarra en la palma de la mano. La boca, tensa, dibujaba algo parecido a una sonrisa.

—¿Qué has dicho?

Daniel se giró al oír el susurro de Minnie. El pelo de la nuca se le puso de punta.

—He dicho que, a pesar de todo, estamos de acuerdo en que tu mermelada está rica.

Daniel vio los dientes marrones de Jean Wilkes y se preguntó si los tenía así por los caramelos.

—No, antes de eso. —Minnie aún hablaba en susurros, pero ahora tenía el estómago aplastado contra el puesto y se inclinaba hacia la señora Wilkes. Se apoyó con fuerza sobre la mesa y Daniel vio que la presión le dibujaba marcas blancas en las manos—. ¿Que no puedo cuidar de los míos? ¿Es eso lo que has dicho?

Jean Wilkes se alejaba despacio.

Minnie se irguió y se apartó el pelo de la cara. Daniel notó que le temblaban los dedos. Minnie abrió un envase de huevos y metió dentro los dedos, rojos y ásperos.

¡Paf!

Daniel aún tenía las manos en los bolsillos, pero se quedó boquiabierto cuando Minnie apuntó y le dio a Jean Wilkes entre los hombros con un huevo.

Jean miró alrededor, con la boca retorcida, pero Minnie ya tenía otro huevo en la mano. Para regocijo y asombro de Daniel, Jean Wilkes echó a correr, a zancadas tambaleantes, para intentar escapar de los proyectiles de Minnie.

Daniel tiró del codo de Minnie y dio un puñetazo al aire, en señal de victoria. Minnie chasqueó la lengua y apartó el brazo.

—Qué puntería. Así aprenderá.

—¡Ya basta! —dijo Minnie. Daniel no comprendía por qué estaba enfadada con él. Minnie tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos azules rebosaban furia—. Recoge todo, que hace mucho frío y es hora de irse.

Los dedos de Daniel estaban adormecidos por el frío, pero empezó a recoger el puesto. Ella trabajaba a su lado, sin prestar atención a lo que hacía. Minnie arrojó los termos en una bolsa. Normalmente los habría vaciado en una alcantarilla y los habría envuelto con cuidado.

—Lo siento —dijo Daniel, pero ella no lo oyó.

Estaba poniéndose la rebeca y enderezaba las cajas de huevos sobrantes en el maletero del coche.

—Lo siento —dijo de nuevo, esta vez más fuerte, dando un pequeño tirón de la rebeca.

Minnie finalmente se volvió hacia él, confundida. Sus ojos acuosos y azules lanzaban pequeños dardos de luz.

—No esperaba que se pusiese así —explicó—. Le dije que la mermelada costaba dos libras y media. Para tomarle un poco el pelo, vaya. Pensé que podríamos ganar un poco más a su costa. No esperaba que ella…

—No importa, cariño.

En el coche, de camino a casa, Daniel agarró el dinero que habían ganado y miró por la ventanilla. Las pequeñas casas de Brampton, el tufillo de las granjas y los ocasionales tramos de hierba ondulante aún le sorprendían. En cierto modo, esperaba ver los ladrillos rojos de Newcastle, sus complejos distantes y su confusión urbana. Una parte de él aún se sentía fuera de lugar. Se preguntó sobre Minnie y su pelea con la señora Wilkes. No entendía por qué les caía mal a tantos vecinos. Algunos incluso parecían odiarlo incluso a él.

Las manos de Minnie se aferraban al volante. Conducía al borde del asiento, el estómago contra la parte baja del volante y la barbilla sobre la parte superior. Daniel miró cómo se lamía los labios y los apretaba.

Minnie llevaba la ventanilla bajada y unos mechones de pelo rizado y cano se mecían sobre el rostro. Siempre que Daniel iba en el coche con ella, Minnie llevaba la ventanilla bajada, sin importar el tiempo que hiciera. Decía que le entraba claustrofobia en el coche.

Daniel respiró hondo antes de hablar.

—No hay mucha gente por aquí a quien le caigas bien, lo sabes, ¿verdad? —A Minnie no le gustaba hablar en el coche. No apartó la vista de la carretera, pero Daniel notó que lo había oído, pues sus manos agarraron el volante con más ahínco—. Pero no importa —añadió—. A mí me caes bien.

Esta vez tampoco dijo nada, pero frunció los labios; Daniel sabía que era un atisbo de sonrisa.

Era el día del proceso. Minnie le había dicho que era una mera formalidad, que iba a adoptarlo sin duda, pero aun así estaba nervioso. Se levantó antes del canto del gallo, hizo sus quehaceres y estaba listo para salir antes de que ella bajase a desayunar. Ya había puesto las gachas al fuego y había dado de comer al perro.

Minnie le acarició el hombro al entrar en la cocina, al tiempo que guardaba un pañuelo en el bolsillo de la bata. Preparó el té y encendió la radio mientras Daniel ponía la mesa, con mantequilla y tarros de mermelada. Minnie le sonrió mientras Daniel servía el té y añadía azúcar. A Minnie le gustaba tomar tres terrones y mucha leche; a Daniel, un terrón y poca leche. Daniel dejó el té de ella en la mesa, junto al tazón, y se quedó en medio de la cocina, bebiendo.

Miró alrededor de la cocina mientras saboreaba el té. Blitz dormía boca abajo y sacudía sus delgadas patas en sueños, tirado en el suelo de la cocina. Daniel observó el movimiento de las caderas de Minnie al remover las gachas. Por las viejas ventanas se derramaba un destello de luz sobre las cucharas. Conocía la canción que sonaba en la radio y movió el pie al compás de la música. Era cálido el olor de la mañana y Daniel lo apresó en la boca, dispuesto a saborearlo. Esta era su casa; esta iba a ser su casa.

Vio cómo ella bostezaba ante la olla, con una mano en la espalda. Antes de acabar el día, ella sería su madre y vivirían en esta casa para siempre. Daniel casi no se lo podía creer.

—¿Por qué no te estás comiendo las gachas? —dijo Minnie, que rebañaba el tazón.

—Sí estoy comiendo, mira. —Se llevó la cuchara a la boca.

—Siempre terminas primero. ¿Qué te pasa? ¿Nervios?

—Un poco, sí —dijo, dejando la cuchara, que tintineó contra la porcelana.

—No estés nervioso. Es un gran momento. —Le dio un pequeño tirón de la manga—. Es lo que quieres, ¿verdad?

—Sí.

—Ya sabes que la decisión es tuya.

—Sí quiero.

—Yo también. Hoy me voy a convertir en tu madre, no en tu madre adoptiva sino… tu madre de verdad.

Daniel vio que sus ojos se llenaban de lágrimas y sus mejillas se sonrosaban. Ella le sonrió y fue solo eso, las mejillas que se alzan, los ojos que se estrechan, y las lágrimas, súbitas, finas, surgieron, una en cada mejilla. Con rapidez, como si limpiara una migaja, se pasó la palma de la mano por una mejilla y el dorso por la otra. Las lágrimas habían desaparecido y solo quedaba la sonrisa.

«Tu madre de verdad», recordó Daniel mientras esperaba a los pies de la escalera a que se vistiera. «Tu madre de verdad», se recordó a sí mismo al mirar por la ventana del autobús, en la carretera de Brampton a Newcastle. Iban en autobús para que Minnie no tuviese que conducir por el centro de Newcastle.

Daniel iba ataviado con su uniforme escolar y Minnie llevaba zapatos. No obstante, no eran zapatos de mujer. Eran planos, marrones y tenían cordones, pero no eran botas y Daniel contempló esa visión insólita. Nunca la había visto sin sus botas. Llevaba la falda gris, un abrigo verde y una blusa negra, más limpia que las que solía vestir.

Minnie había pedido un día libre para Daniel en el colegio… por asuntos familiares.

«Familiares», pensó Daniel mirando por la ventanilla, sintiendo el peso de la cadera de ella contra el cuerpo. No estaba seguro de si había tenido familia antes, o qué significaba, pero le hacía ilusión si eso conllevaba quedarse con ella, en la granja.

En el juzgado, Tricia los estaba esperando. Estaba feliz e inquieta. Se movía sin parar y preguntó a Daniel si quería un refresco de la máquina expendedora. Llevaba varios archivos y les dijo que la audiencia sería breve.

—¡Cuánto tiempo, Danny! —dijo Tricia—. ¿Cuándo nos conocimos? ¿No tenías unos cinco años?

—No sé.

—Eras así de alto. Tenías cuatro o cinco años. Tanto tiempo desde que nos conocemos, y hoy vas a ser adoptado. Qué feliz estoy. No pensaba que fuese a ver este día.

Llegó el abogado. Era joven. Llevaba un traje negro y un maletín marrón. Estrechó la mano de Minnie y se agachó para dar la mano a Daniel. Éste observó la mano abierta.

—Dale la mano, Danny —dijo Minnie.

Daniel obedeció y sintió la energía de esa mano fuerte y cálida.

—Soy tu abogado —dijo el hombre y Daniel sonrió.

Se sintió poderoso por un momento, vestido con su uniforme limpio, con abogado y todo, esperando a ver al juez y a ser adoptado. Recordó lo que Minnie le había dicho acerca de los abogados.

Cuando llegó la hora, se reunieron en el despacho del juez. Daniel había imaginado que habría vidrieras similares a las de las iglesias, pero era solo una oficina, con un gran escritorio rematado en cuero, e hileras de estantes.

El despacho olía a humo de pipa y Daniel se acordó del director del colegio, el señor Hart, aunque el juez no se parecía en nada. Tenía un enorme bigote, blanco pero amarilleaba en las puntas, y las cejas sobresalían por encima de las gafas cuando sonreía. Daniel, Minnie, Tricia y los representantes legales se sentaron frente al escritorio del juez. Daniel se sentó en una silla y Minnie en otra, frente a él. Tricia y los abogados compartieron el sofá y el juez se sentó en su sillón, al lado de la secretaria, que tomaba nota de todo lo que se decía. No era como las otras veces que Daniel había acudido a un tribunal.

El juez no llevaba la toga. Daniel ocultó las manos entre los muslos y apretó los labios cuando el juez comenzó a hablar. Le gustaba el orden de los procedimientos legales y cómo su abogado lo miraba, con las cejas alzadas, cada vez que se mencionaba su nombre.

—Por tanto —dijo el juez—, supongo que todo depende de usted, joven. Lo más importante es si desea o no que la señora Flynn lo adopte, lo que la convertiría en su madre y a usted… en su hijo. Díganos, Daniel.

Se hizo un silencio sepulcral y Daniel sintió todas las miradas clavadas en él. Tricia le hizo un gesto para que respondiese; el abogado frunció el ceño, expectante.

Alzó la vista y vio que Minnie lo miraba, sonriendo. Supo que también ella estaba nerviosa. Le había dado tantas vueltas a su alianza que tenía el anular rojo y blanco.

Se aclaró la garganta y miró al juez. Este sonreía y las puntas amarillentas de su bigote se alzaron.

—Quiero que me adopte —dijo Daniel. Habló con la mirada clavada en la mesa, pero enseguida se armó de valor, miró al juez y, a continuación, al abogado.

Solo cuando todo hubo acabado, cuando las formalidades quedaron atrás, Daniel volvió a mirar a Minnie. Se miraron fijamente, cada uno a un lado de esa mesa de caoba, con la boca abierta y la respiración entrecortada, como si acabasen de correr a toda prisa.

Al salir del despacho, Daniel sintió que le fallaban las piernas. Era como si hubiese estado jugando al fútbol demasiado tiempo. Minnie iba delante, Tricia la seguía y Daniel observó el movimiento de sus caderas en esa falda gris. Tricia estaba hablando, se alisaba el cabello y metió una mano en el bolso. El abogado miró el reloj y metió la mano en el bolsillo.

—Bien —dijo Minnie, con la mano en la cadera, y al fin se volvió hacia él—. Danos un beso, precioso, que estoy contentísima.

Lo levantó en el aire y Daniel soltó una carcajada cuando le hizo girar. Cuando paró, Daniel estaba mareado y Minnie sonreía tanto que se notaba que le faltaba una muela. El sol entraba por el atrio y Daniel lo sintió en la piel, en las manos y en la cara. Tuvo la sensación de que eran un prisma que reflejaba su felicidad.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Daniel.

—Casi dos mil. Imagina, cuánto tiempo, antes de que existieran los coches, los trenes o la electricidad, y las personas ya eran capaces de construir un muro como este.

—¿Por qué se llama la muralla de Adriano?

—Creo que fue el emperador romano que mandó que se construyese.

—¿Por qué quiso construirla?

—Quizás quería que lo recordasen dos mil años más tarde —contestó riendo Minnie—. No estaría mal. Seguro que fue un arrogante viejo puñetero, y perdona la expresión.

Daniel tocó las piedras, las acarició con los dedos. Trepó con manos y rodillas y se subió. Estaban allí para celebrar la adopción y después Minnie iba a llevarlo a cenar fuera.

—¡Cuidado, cariño! —exclamó Minnie, con una mano en la cadera y la otra cubriéndose los ojos—. No te vayas a caer.

—Sube.

—No seas tonto. Si apenas puedo subir las escaleras.

Se fueron caminando, uno al lado del otro, pero Daniel iba por arriba. Se giró y miró las verdes colinas, que se extendían ante él. Estiró los brazos y abrió las manos. Todo ese espacio lo mareaba.

—Qué gran vista se ve desde aquí —dijo Daniel, tentándola.

—Me basta con tu palabra.

Al final de un tramo, se paró con los pies al borde, doblando las rodillas.

—No saltes, Danny.

—Podrías cogerme.

—Te harías daño en las rodillas.

—Qué va. He saltado de lugares más altos.

—Vale, coge mis manos para amortiguar la caída.

Saltó y sintió que sus manos, fuertes y toscas, lo apretaban; cayó sobre ella, con la respiración entrecortada por la emoción.

Fueron caminando por la colina para tomar una taza de té. Daniel alzó la vista para mirarla, pero ella no se dio cuenta. Sonreía ausente, la boca entreabierta y el pecho subiendo y bajando.

Daniel tragó saliva y deslizó su mano en la de ella. Minnie lo miró, sonrió y apartó la vista, avergonzada. Sintió una contracción en el abdomen, como si su estómago estuviese intentando sonreír. A Daniel le gustaba el tacto de esa mano rugosa. Mientras caminaban, Minnie acarició con el pulgar los dedos de Daniel.

«Esto es la felicidad —pensó Daniel—: Este día luminoso, el olor de la hierba, esa muralla que está ahí desde hace siglos, y sentir sus manos, y tener los labios húmedos ante la expectativa de una taza de té caliente y dulce».

Pensó en su madre. Quería hablarle de este momento. Mientras su mano entraba en calor dentro de la mano de Minnie, imaginó que su madre venía y lo agarraba de la otra mano. El día era casi perfecto, pero eso lo colmaría.