Sebastian parecía distinto cuando Daniel fue a verlo al centro de seguridad. Si bien no había cambiado su frío aplomo, tenía un aspecto pesado, hinchado. La cara del niño estaba más rellena y tenía ojeras. Sus delgadas muñecas se habían ensanchado y tenía granos en las manos. Era difícil hacer ejercicio en Parklands House y Daniel sabía que la dieta de patatas fritas y pizzas no le sentaría bien tras las verduras orgánicas que Charlotte, estaba seguro, le servía.
—¿Cómo te va? —preguntó Daniel.
—Bien —dijo Sebastian, la mejilla apoyada en el puño—. Es aburrido. Y aquí el colegio es peor que el colegio normal. Los profesores son tontos y los otros niños aún más tontos.
—Bueno, ya no queda mucho para el juicio. Solo quería repasar un par de cosas contigo.
—¿Voy a ir con esposas al banquillo de los acusados?
—No. Antes del juicio, vas a ir a ver el tribunal. Te lo va a enseñar una mujer muy simpática. La conozco. Te va a contar todo sobre los procedimientos y lo que va a pasar. Ya sabemos que, en lugar de en el banquillo de los acusados, te vas a sentar a mi lado, y tus padres detrás de nosotros. ¿Te parece bien?
Sebastian asintió.
—¿Es porque piensan que en realidad no lo he hecho?
—No, es porque eres un niño. Ahora solo ponen a los adultos en el banquillo.
—¿Le vas a decir al juez que yo no lo hice?
—¿Te acuerdas de Irene Clarke, la abogada de la corona?
Sebastian asintió con rotundidad.
—Bueno, ella va a presentar el caso ante el jurado.
Daniel abrió el cuaderno y destapó el bolígrafo. Sebastian se levantó y caminó alrededor de la mesa para ver el contenido de la carpeta de Daniel. Se apoyó en Daniel y observó una vez más sus tarjetas de visita, el teléfono móvil, el bolígrafo y la tarjeta de memoria que Daniel guardaba en su maletín de cuero. Daniel podía oler el cabello limpio del niño y su aliento a fresa. El ligero peso del niño sobre su hombro lo conmovió. Daniel recordó pedir cariño a extraños: apoyándose en ellos, en busca de un afecto que no era ni ofrecido ni esperado. Y por eso Daniel no rehusó el peso del niño. Tomó notas en el cuaderno, con cuidado de no girarse y rechazarlo sin querer. Al cabo de un momento, Sebastian suspiró y volvió a su sitio, con el iPhone de Daniel en las manos. Daniel lo había apagado al entrar en Parklands House. Con destreza, Sebastian lo encendió.
Daniel extendió la mano, con la palma hacia arriba. El niño estaba sonriendo y sus miradas se cruzaron.
—Por favor —dijo Daniel, a la espera. No sabía por qué había permitido a Sebastian coger su teléfono y creía que se lo devolvería sin rechistar.
—Mi madre me deja jugar con su teléfono.
—Estupendo, seguro que te lo deja cuando venga a verte luego.
Sebastian no le hizo caso. Se sentó en la silla y echó un vistazo a los contactos de Daniel.
Daniel trató de recordar cómo actuaba Minnie cuando él se rebelaba contra ella. Le habría mirado con frialdad, al igual que en otras ocasiones desbordaba calidez. Era una forma persuasiva de demostrarle que ella era más fuerte. Daniel sintió que el corazón le latía más rápido al pensar que quizás no sería capaz de controlar al niño. Al fin Sebastian alzó la vista y Daniel sostuvo su mirada. Recordó los ojos de acero de Minnie. Ella nunca le había temido. No creía que pudiese transmitir tanto poder como ella, pero Sebastian desvió los ojos como si estuviese herido, y dejó el teléfono sobre la mano de Daniel.
—Bueno —dijo Daniel, que se quitó la chaqueta y miró a Sebastian—, la fiscalía cuenta con la madre de Ben como testigo. Es probable que sea la primera, luego tus vecinos y uno o dos chicos del barrio y del colegio.
—¿Quiénes? —preguntó Sebastian, con gesto atento una vez más, la concentración reflejada en sus ojos verdes.
—Poppy… y Felix —dijo Daniel, hojeando sus notas.
—No les caigo bien, van a hablar mal de mí.
—Por eso les llama la fiscalía. Pero no vamos a consentir que hablen mal de ti. Desde un punto de vista jurídico, no pueden presentar pruebas acerca de tu carácter. Son irrelevantes y no son justas. Irene lo va a impedir. Solo quería que lo supieses porque creo que ver a la madre de Ben y a esos chicos va a ser difícil para todos nosotros, pero no es la parte principal de la acusación. Tienes que intentar que no te afecten, ¿vale?
Sebastian asintió.
—Estamos ultimando los detalles de tu defensa. ¿Estás seguro de que no hay nada más que quieras contarme?
Sebastian miró a un lado por un instante, tras lo cual sacudió la cabeza ferozmente.
—Muy bien.
—¿Voy a declarar?
—No. Por el momento nuestro plan es que no lo hagas. No es una experiencia agradable y estoy seguro de que estar presente ya te será bastante duro. Pero tenemos que esperar y ver cómo va el juicio. Quizás, más adelante, Irene decida que prestes declaración, pero hablaríamos contigo antes si se diese el caso. ¿Vale?
—Vale.
—El argumento principal de la acusación son las pruebas forenses, y es probable que les dediquen mucho tiempo. Gran parte de lo que sucede en un tribunal es aburrido y técnico y no va a tener mucho sentido para ti, pero tienes que intentar estar atento. La gente va a estar mirándote.
Sebastian se incorporó de repente. Al parecer, la idea de ser observado lo entusiasmaba. Se agarró las manos y sonrió a Daniel, con los ojos resplandecientes.
—¿De verdad? —dijo—. ¿Mirándome a mí?
Daniel clavó los ojos en el muchacho, que le sostuvo la mirada. En los ojos del niño no había ni rastro de vergüenza. No percibía que lo que había dicho estaba fuera de lugar. Era un niño, al fin y al cabo.
—Tu padre y tu madre vinieron a verte ayer, ¿verdad?
Los hombros de Sebastian se desinflaron. Asintió, mirando a la mesa.
—Sé que es difícil. Seguro que los echas de menos.
—Qué suerte tienes —dijo Sebastian, mirando a Daniel a los ojos.
—¿Por qué?
—Por no tener padre.
—Bueno —Daniel respiró despacio—, ya sabes, a veces los novios pueden ser incluso peores —dijo.
Sebastian asintió. Daniel tenía la certeza de que el niño lo había comprendido.
—Quiero salir pronto para cuidar de ella. A veces consigo que pare.
—Sé cómo te sientes —dijo Daniel—. Yo también solía querer proteger a mi madre, pero lo que tienes que hacer es cuidar de ti mismo. Tienes que recordar que tú eres el niño y ella es el adulto.
Algo así le habría dicho Minnie.
Después del trabajo, Daniel fue caminando a Crown, en la esquina de su calle, con las manos en los bolsillos, cabizbajo. Ya era otoño y el aire se había vuelto frío. Daniel pensó en volver para buscar la chaqueta, pero prefirió no subir las escaleras.
Era un bar luminoso y cálido. En un rincón crepitaba un fuego de leña y el olor a comida y madera húmeda flotaba en el aire. Daniel pidió una cerveza y se sentó en la barra, girando el vaso, dejando que se asentase. Solía leer la prensa, pero no lo haría esta noche. Estaba harto de los periódicos; en todos aparecía Sebastian, a quien llamaban el asesino de niños del barrio de Angel, o lo mencionaban de pasada, en columnas de opinión acerca de la «sociedad enferma». Ben Stokes ya había sido inmortalizado, convertido en un mártir de la bondad, de la infancia. Nunca era Benjamin Stokes sin más, sino «el pequeño Ben» o «Benny», siempre retratado de la misma manera, con una fotografía escolar tomada dos años antes de su muerte, en la que le faltaban dos dientes y sobresalía un mechón de pelo a un lado de la cabeza. Era el ángel del barrio de Angel y, por lo tanto, Sebastian se había convertido en el diablo.
Para Daniel era una novedad el constante acoso de los medios. Algunos de los adolescentes que había defendido en el pasado no habían sido mucho mayores que Sebastian y habían vivido vidas más duras, pero habían sido casi invisibles para la prensa. Sus juicios habían merecido unas líneas a un lado de la página, cerca del pliegue. ¿Qué importaban? Eran solo niños de pandillas, controlando su propia población. Era el orden natural.
Solo quedaban tres semanas para el juicio de Sebastian. Era pensar en ello y la boca de Daniel se quedaba seca. Tomó el primer sorbo de la cerveza. Daniel estaba preparado para el juicio, pero aún se sentía impotente para enfrentar la voluntad de los tribunales.
Mientras contemplaba la cerveza, recordó la mirada del niño, la intensidad de sus ojos. Su emoción ante la idea de ir a juicio. La verdad es que Daniel no sabía de qué era capaz el niño. A pesar del calor en el bar, lo recorrió un escalofrío.
—¿Cómo va todo, Danny? —dijo el camarero. Era un cincuentón a quien le colgaba la tripa sobre el cinturón y en cuya cara se acumulaba la sordidez de las historias que había oído—. ¿Estás teniendo una semana difícil?
—Como siempre. —Daniel suspiró y sonrió, negando con la cabeza.
—¿Adónde ha ido tu buena dama? Hace muchísimo que no la veo.
—Se mudó.
—Lo siento, tío —dijo el camarero, que secó un vaso y lo colocó bajo la barra—. Pensaba que os iba bien.
—Algunas cosas no están hechas para durar, ¿eh?
—Ya, bueno, mujeres nunca faltan.
La amable voz del camarero se desvaneció al otro lado de la barra cuando fue a atender a una pareja que acababa de entrar. La mujer temblaba por el frío de la noche.
Daniel observó el líquido ámbar. Estaba cálido entre sus manos. Lentamente, tomó otro trago, mirando la puesta de sol en Victoria Park, que partía las nubes bajas con una luz rosada. El aire en el bar era acogedor y cálido, dulce, con olor a sidra, cerveza y comida caliente.
Para él, ahora las cosas estaban más claras, eran más sencillas y aun así se sentía espoleado. Quería que comenzara el juicio de Sebastian y quería averiguar más acerca de la vida de Minnie. Quería comprenderla. Era como ese momento de la carrera en que encontraba su ritmo y su respiración se afianzaba. Ese momento en el que pensaba que podría correr para siempre. Así corrió el maratón de Londres en el 2008.
Le sirvieron la cena y comió la hamburguesa de un modo mecánico. Se fue caminando a casa, las manos en los bolsillos, cabizbajo.
Subió las escaleras despacio, pero acabó corriendo, pues oyó su teléfono.
—¿Diga?
—¿Danny? —Reconoció la voz de mujer, pero le costó ubicarla—. Danny, soy Harriet.
Daniel respiró hondo.
La entrada estaba a oscuras, pero Daniel no encendió la luz. Dejó que la espalda se deslizara hacia abajo por la pared y escuchó con el teléfono entre el hombro y el oído. Apoyó los codos en las rodillas.
—¿Cómo estás? —dijo. Con las rodillas contra el pecho, percibió los latidos de su corazón. Se preguntó qué querría decirle, si aún quería acusarlo.
—Tenía que llamarte. Cuanto más pienso en ello, más… Fui innecesariamente grosera. Es que estaba muy triste por ella. Espero que lo comprendas. Ella tuvo una vida difícil y la echo mucho de menos ahora que no está, pero sé que tú te sentirás igual. No importa lo que sucedió entre vosotros, estuvisteis muy unidos y debe de ser una pérdida terrible.
Daniel no supo qué decir. Se aclaró la garganta y respiró profundamente.
—Nunca aprobé que tuviese en casa a todos esos niños…
—¿Hablas de las acogidas? ¿Por qué no? Se le daba bien, ¿no es así?
—Era una buena madre, pero supongo que yo no lo entendía. Pensaba que se estaba torturando a sí misma.
En la oscuridad, Daniel torció el gesto.
—Gracias por llamarme.
—Bueno, de todos modos a ella no le habría gustado que te hablase así. —La voz se le quebró por un momento, pero recuperó el control—. No te he despertado, ¿verdad?
—No, acabo de llegar a casa.
—¿Sigues trabajando muchísimo? Siempre fuiste muy trabajador.
Se hizo un silencio. Daniel oyó la respiración entrecortada de Harriet y la melodía de las noticias de las diez.
—¿Qué querías saber de ella, Danny?
Daniel estiró las piernas en la entrada y se frotó los ojos. No estaba preparado para esto ahora. La semana lo había dejado exhausto, vulnerable. Respiró hondo antes de responder.
—Bueno, no te culpo por no querer hablar conmigo. Has perdido a tu hermana. No querría que fuese aún más doloroso por mi culpa. Es solo que… Es solo que acabo de comprender que se ha ido. Incluso en el funeral, todavía estaba… enfadado con ella. No llegamos a arreglar nuestros problemas, pero ahora que se ha ido supongo que… la echo mucho de menos. —Cuando dijo que la echaba de menos, se le agrietó la voz. Respiró hondo para calmarse—. Volví a la casa…, a la granja. No la había visto… No había estado allí desde hacía mucho tiempo. Fue… No lo sé, me hizo recordar cosas. Habían pasado muchísimos años, pero no lo parecía. Además, me dejó una caja de fotografías. Supongo que comprendí que había muchas cosas que no sabía de ella…
—Dime qué quieres saber, cariño, y te lo diré.
—Bueno, quisiera saber por qué estaba siempre tan triste. —Tragó saliva.
—Bueno, ya sabes que perdió a su pequeña y luego a su esposo, poco después.
—Sí, pero nunca me habló de ello y no conozco toda la historia.
—Pues bien, cuando casi no había pasado ni un año, ya estaba acogiendo a otros niños. Yo no podía comprenderlo. Y todavía no lo comprendo. Fue una buena enfermera, una buena madre; supongo que necesitaba cuidar a alguien. Era una de esas personas que necesitan cuidar a los demás.
—Recuerdo que una vez me dijo que para ella eso era la felicidad… Nunca me habló de Norman y Delia. Siempre lo evitó… Decía que era demasiado doloroso. —Harriet suspiró. Daniel oyó a su marido, que le preguntó si quería té—. ¿Qué quisiste decir cuando comentaste que se estaba castigando a sí misma? —preguntó.
—Bueno, tras perder a su hija y convertirse en madre adoptiva, le enviaban una niña nueva cada pocos meses… Pero nunca eran ella… —La voz de Harriet volvió a resquebrajarse—. ¿Cómo era capaz de soportarlo? Y ya sabes que hasta que tú llegaste todas eran niñas, todas. —Daniel se tapó la boca con la mano—. Ella me dijo —una vez más la voz de Harriet se entrecortó y se permitió exhalar un solo gemido— que Delia le había inspirado tanto amor… No sabía qué otra cosa hacer, ya ves. Tenía que seguir entregándose… Fue eso lo que la mató, ¡créeme! Murió muy sola. Qué injusto, cuando amó a la mitad de los indeseados del mundo.
—No sabía nada de eso —dijo Daniel. Apretó la espalda contra la pared. Los recuerdos iluminaban esa entrada en penumbra—. Cuando era pequeño, cuando llegué ahí por primera vez, me pareció que no se rumoreaba más que de ella. Se contaban un montón de historias sobre ella. No te lo creerías…
—Sí, no me extraña. Los pueblos son así, llenos de gente con prejuicios, y ella era todo un carácter. Era una mujer de ciudad. Le encantaba Londres; ahí fue feliz. Fue Norman quien quiso mudarse a Cumbria. Fíjate… Cumbria…, por el amor de Dios. ¡Minnie en Cumbria! Después de su muerte, no comprendí por qué se quedó. No tenía raíces en ese lugar. «Vuelve a Londres o vuelve aquí» —le dije—, ve a cualquier lugar antes que quedarte en ese estercolero.
—Le gustaban la granja, los animales.
—Eso era solo una excusa.
—Había formado una familia ahí. Era su hogar…
—Incluso si hubiese vuelto a Irlanda…, pero estaba decidida a quedarse, como si fuese su penitencia.
—¿Penitencia por qué?
—Bueno, se culpaba a sí misma, ¿no? Como si hubiese hecho daño a esa criatura a sabiendas. La quería más que a nada en este mundo.
—¿Qué fue lo que pasó? —Daniel hablaba en susurros—. ¿Un accidente de coche?
—Sí, ¿y te puedes imaginar lo que es perder a una niña de seis años? Además, su única hija. Y qué adorable era Delia. Era la niña más lista y divertida que he conocido. Desde pequeñita fue el ojito derecho de Minnie. Esos rizos negros y esos ojos azulísimos. Era un ángel. Yo estaba trabajando en Inglaterra cuando sucedió y llegué en cuanto me enteré, pero la pequeña ya estaba casi muerta… —Daniel contuvo la respiración—. Todavía estaba consciente…, al menos a ratos. Qué heridas más espantosas, y sentía un dolor terrible. Minnie no lo podía soportar. Le agarraba la manita con las dos manos y la niña le decía: «¿Me estoy muriendo, mami?». Y, oh Dios, cuánto luchó, cuánto luchó para no irse. De repente Minnie se quedó muy tranquila. Recuerdo cómo susurró a Delia: «No pasa nada, cielo, tú siempre serás mi ángel…».
Harriet comenzó a llorar en voz baja. Daniel se levantó y encendió las luces. La repentina claridad lo deslumbró y se cubrió los ojos con la mano. Las apagó de nuevo.
—¿Minnie se culpaba porque iba conduciendo cuando ocurrió?
—Iba conduciendo…, pero no era solo eso. —Oyó un sonido: Harriet se estaba sonando la nariz—. Delia tenía una fiesta esa noche, ¿sabes? Estaba en una fiesta de cumpleaños en la casa de una amiga y Minnie fue a buscarla. Otra chiquilla quiso volver a casa también y Minnie se ofreció a llevarla, para que el padre no se tomase la molestia, ya sabes…
»Dios bendito, lo recuerdo como si fuese ayer. Minnie me dijo que Delia llevaba su mejor vestido, con unas diminutas margaritas, y que estaba adorable. Me contó que Delia llevaba un trozo de tarta en una servilleta azul. Todavía lo recuerdo: dijo que era una servilleta azul.
»Minnie, que Dios la tenga en su gloria, dijo a Tildy, la amiga de Delia (estoy segura de que ese era su nombre), que se sentase en el asiento delantero, con el cinturón de seguridad. Delia iba atrás, sin cinturón de seguridad. Así eran los coches entonces, Danny, en los años setenta… No había tanta seguridad. Ni siquiera la habían inventado…
»Minnie dijo que la pequeña le iba cantando al oído… A Delia le encantaba cantar en el coche. Tenía los codos en los asientos delanteros, ya sabes cómo hacen los niños o hacían por aquel entonces, y Minnie le dijo: «Siéntate», pero luego… pasó lo que tenía que pasar.
—¿Qué pasó? —dijo Danny, con la uña del pulgar entre los dientes.
—Había una curva. —Harriet comenzó a llorar de nuevo—. Las carreteras estaban mojadas, ya sabes. Había llovido muchísimo y esas malditas carreteras de pueblo estaban mojadas y resbaladizas. Minnie dijo que Delia no hizo ruido alguno, ni siquiera cuando… se estrelló contra el parabrisas. ¡Oh, Dios! Lo siento, Danny, ya no puedo seguir.
Harriet estaba llorando. Daniel oyó cómo le costaba respirar.
—Solo quería decir que lamento —concluyó Harriet— lo del otro día.
—Siento haberte molestado. —Tenía el pecho comprimido—. Muchas gracias por llamarme.
—Te quería, ¿sabes? —dijo Harriet, sollozando—. Estaba orgullosa de ti. Me alegro de que fueses al funeral. A ella le habría gustado mucho.
Daniel colgó. El apartamento estaba frío. Le dolía la parte posterior de la garganta. Fue a la sala de estar, también sumida en la oscuridad. La foto que le había legado era como un recorte negro en la chimenea blanca. Sin encender la luz ni acercarse, podía ver su rostro. Debía de haber sido a finales de los sesenta o a principios de los setenta: los colores eran más brillantes y más felices que los colores reales, como si hubieran sido pintados, arrebatados a la imaginación en lugar de a la vida. Minnie llevaba una falda corta y Norman unas oscuras gafas de concha. También la niña era casi irreal: mejillas de porcelana y dientes blancos como perlas. Era como Ben Stokes: arrancados de la vida cuando aún eran perfectos.
Caminó en la oscuridad hasta la cocina, donde cogió una cerveza de la nevera. La breve luz de la nevera se mofó de él. Tenía frío y la botella fresca le erizó la piel de los brazos. Se mordió el labio y echó un largo trago de la botella, acabando la mitad antes de dejarla de un golpe sobre la mesa de la cocina.
Daniel se pasó una mano sobre los ojos. Tenía mucho frío, pero los ojos le ardían. Se llevó la palma de la mano a los labios, perplejo, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había llorado. Se cubrió la cara con el brazo, recordando el consuelo de su cuerpo envuelto en la áspera lana de su rebeca. Maldijo y se mordió el labio, pero la oscuridad era comprensiva y se lo permitió.