En los juzgados de la calle Heathcote se celebraba una fiesta (un evento habitual en septiembre) para que los abogados se relacionasen con los principales letrados y jueces. Daniel acudió junto a Veronica, su socio principal, con la esperanza de encontrarse con Irene. Había llevado consigo copias de unos documentos confidenciales que detallaban una investigación de los Servicios Sociales acerca de los Croll, que le había entregado un empleado de su bufete.
La fiesta era una algarabía: en la barra libre, bien abastecida con champán, los abogados y secretarios adulaban a los grandes letrados, gracias a los cuales tenían trabajo. El año anterior, en esta fiesta, Daniel había conocido a su ex: una estudiante casi quince años menor que él. Hacía poco se había trasladado a otro juzgado.
Cuando Daniel y Veronica llegaron, las escaleras y los pasillos estaban abarrotados de gente sonrosada y risueña, que bloqueaba las puertas de habitaciones rebosantes de risas. El aire era cálido, dulce y aromático. No había música, pero era difícil oírse debido a la cacofonía de las conversaciones.
Daniel tuvo que inclinarse hacia Veronica.
—Voy a buscarnos una copa —le dijo, al tiempo que a ella le besaba en ambas mejillas uno de los jueces del Tribunal de la Corona.
Se quitó la chaqueta y guardó la corbata en un bolsillo mientras esperaba que le sirviesen dos copas de champán, que llevó en una mano al regresar sobre sus pasos. Divisó a Irene en medio de las escaleras, hablando con otro joven abogado de la corona.
Daniel esquivó a tres jueces para dar la copa a Veronica y luego, poco a poco, se abrió camino hacia las escaleras. Hizo una señal a Irene, que se apartó del hombre con quien hablaba y lo saludó.
—Me alegra que hayas podido venir, Danny —dijo, inclinándose para besarlo en la mejilla.
Estaba un escalón más alto que él. Daniel se sintió extraño mirándola a la altura de los ojos. Aún llevaba la ropa del tribunal, con una falda que le llegaba por la rodilla y una blusa blanca.
—¿Conoces a Danny, de Harvey, Hunter y Steele? —dijo Irene al abogado con quien había estado hablando.
—Oh, sí, por supuesto. Daniel Hunter, ¿verdad? —El abogado estrechó la mano de Daniel y se disculpó para ir en busca de una bebida.
—¿Cómo va Sebastian en el centro? —preguntó Irene.
Daniel sonrió al ver el brillo de su piel y el leve rubor de las clavículas desnudas.
—Sobrevive. Escucha, ¿tienes un minuto? Me han enviado algo. Tenemos que hablar sobre qué vamos a hacer con esto…
—Estoy intrigada —dijo Irene, que agarró a Daniel del codo y lo llevó con delicadeza hacia arriba—. Vamos a mi despacho. No te preocupes…, ¡ahí también hay vino!
Al igual que el resto de las estancias, era una habitación de decoración opulenta y tradicional, de modo que incluso el papel de la pared y la alfombra emitían una tranquilizadora discreción. La luz de la calle bañaba la habitación e Irene encendió una lámpara de mesa. Las voces que llegaban del pasillo eran abrumadoras y Daniel cerró la puerta despacio.
—¿Quieres más champán o un poco de vino? —preguntó Irene, que abrió un armario antiguo junto a la ventana.
—Lo que prefieras —dijo Daniel, que terminó el champán saboreando su burbujeante acidez.
—Esto, entonces —dijo Irene. Sonó el corcho y la botella humeó. Irene llenó tanto la copa de Daniel como la suya, tras lo cual dejó el champán en el escritorio—. ¿Y las cintas? ¿Habéis encontrado algo? ¿Alguna pista de nuestro misterioso criminal?
—Nada —contestó Daniel, que se pasó la mano por los ojos.
—Brindemos por… tener más suerte esta vez —dijo Irene mientras le entregaba la copa.
Entrechocaron las copas e Irene se sentó en el borde del escritorio. Daniel tiró su chaqueta sobre una silla, tras sacar el informe que quería enseñarle. Fuera estallaron unas carcajadas cuando una voz masculina gritó: «Cuestión de derecho, señoría».
—Esto es… —Daniel desdobló un papel y se lo entregó a Irene— un informe de Servicios Sociales tras una reunión especial para investigar la vida doméstica de Sebastian, debido a la acusación y su repercusión mediática —explicó Daniel.
—¿Cómo diablos lo has conseguido?
Daniel negó con la cabeza.
—Fue un envío anónimo a mi despacho, que llevaba mi nombre y la palabra «confidencial». Lo he recibido esta mañana.
—Quienquiera que lo hiciese podría acabar en la horca —replicó Irene, echando un vistazo al informe—. ¿Quién crees que fue?
—Imagino que alguien que participó en la reunión y que ha estado siguiendo el caso. Léelo.
Tomó un gran sorbo del champán mientras Irene leía en voz alta: «Motivo de la reunión: supuesto delito de Sebastian, los padres quedan excluidos de la reunión». Irene lo miró.
Daniel se sentó en el borde del escritorio, junto a Irene, y miró por encima del hombro mientras leía:
Violencia física sufrida durante años. Seis costillas rotas y una clavícula fracturada. Ruptura del bazo. Nariz rota. Diazepam, nitrazepam, dihidrocodeína. Segundo intento de suicidio: sobredosis de nitrazepam tomada con alcohol. Se ofreció protección y asesoramiento, pero se niega a identificar al esposo como agresor. Los médicos establecieron que el feto de 29 semanas falleció como consecuencia de heridas en el saco amniótico y el útero.
—Tal como lo representó Sebastian ante el psicólogo —dijo Irene, que alzó la vista y dejó el informe sobre el escritorio.
—Has leído esta parte, ¿verdad? —Daniel lo cogió y le mostró una sección que había subrayado.
—Charlotte intentó suicidarse… —Irene suspiró y tomó otro trago.
—Pero intentó llevarse a Sebastian consigo —dijo Daniel, que torció el gesto y se acabó la bebida—. Eso es lo que parece. Le hicieron un lavado de estómago la misma noche en que ingresaron a Charlotte.
—Aparte de las píldoras, sin embargo, a Sebastian nunca le han puesto un dedo encima.
—No lo han pegado, pero basta con que vea lo que le pasa a ella. No es de extrañar que sea un niño «inquietante», como dijiste.
—Por mucho que nos pese a ti y a mí —Irene suspiró—, no es King Kong quien va a ir a juicio… Dios sabe quién te dio esto, pero no podemos utilizarlo.
—Lo sé —dijo Daniel—. Alguien habrá pensado ingenuamente que esto ayudaría a explicarlo todo.
—Muy ingenuamente —puntualizó Irene, que volvió a beber—. Sea quien sea, ha puesto su carrera en peligro.
—Ya has leído los informes escolares. Consta que Sebastian es un pequeño abusón agresivo… y que se porta mal en clase. Sabemos que la fiscalía los va a usar —dijo Daniel.
—Tal vez podamos evitarlo. Con Tyrel pudimos. Y, además, este informe es confidencial.
—Pero, como has dicho, solo corrobora lo que Sebastian contó al psicólogo. Lo que quiero decir es que si se admiten los testimonios de mal carácter y empiezan a decir que Sebastian es un monstruo, entonces podemos mencionar la violencia doméstica. Podemos solicitar que preste declaración el psicólogo, sin necesidad de usar este informe.
—Es incluso menos probable —Irene negaba con la cabeza— que el juez admita pruebas sobre la violencia doméstica en el hogar de Sebastian que los testimonios de mal carácter. Tienes razón en que es bueno saberlo, pero no creo que sea compatible con nuestra estrategia actual. Estábamos de acuerdo en centrarnos en las pruebas circunstanciales.
—Mira, esa vecina de los Croll, Gillian Hodge, llama a la policía una y otra vez por las peleas de al lado. Va a ser testigo de la fiscalía —dijo Daniel—. Tiene hijas de la edad de Sebastian y dice en su declaración que él es agresivo con ellas. Bueno… El juez quizás no lo admita y sé que vas a pedir que no lo haga, pero, si tratan de retratar a Sebastian así, podemos señalar que los maltratos explican su agresividad, que consta también en su expediente escolar, pero dejando claro que ser un abusón no es ser un asesino.
Sus ojos se encontraron. La mirada de Irene era reflexiva.
—Entiendo lo que quieres decir —señaló—. Lo tendremos en cuenta, pero no vamos a admitir que es una persona violenta.
—Los hechos están claros: no tienen huellas, no tienen un testigo fiable que lo sitúe en la escena del crimen, las pruebas forenses son circunstanciales, pero sé que van a buscar testigos que declaren que es un abusón, aunque sea irrelevante para el caso. Podemos usar los testigos de la fiscalía en su contra. Gillian Hodge va a admitir que ha pedido a Urgencias que vayan a la casa de los Croll.
—Gracias. —Irene asintió y dejó el informe—. Podemos pensar en ello. —Hizo una pausa y miró con gesto serio a Daniel—. Tienes aspecto de estar cansado, Danny.
—Tú tienes un aspecto fabuloso —replicó él, mirándola a los ojos antes de vaciar su copa. Irene dejó pasar el cumplido.
—¿No sedujiste en esta fiesta a la aprendiz de Carl el año pasado? —preguntó. Daniel se sorprendió al notar que se ruborizaba.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—¿Dónde se encontraba por estas fechas en septiembre del año pasado? —Irene se rio, arqueando una ceja y alzando un dedo. Daniel levantó ambas manos, dejando que el pelo le cayese sobre los ojos—. He oído decir que lo habéis dejado. Se trasladó a otro tribunal el mes pasado.
—Sí, eso he oído —dijo Daniel, mirando la puerta.
Se hizo una pausa. La pausa se hizo más larga y cálida gracias al papel tapiz y la gruesa alfombra. Daniel tenía sed y calor.
—¿Y tú? —dijo Daniel.
—¿Si seduje a un aprendiz?
Daniel soltó una carcajada.
—¿No estabas saliendo con aquel juez?
—Madre mía, eso fue hace siglos, ponte al día. —Se acercó a él con la botella y le sirvió más champán. Daniel podía olerla. Irene lo miró a los ojos—. De verdad que pareces cansado, ¿sabes?
—Lo sé, no he dormido mucho últimamente. —Daniel se pasó una mano sobre los ojos y suspiró.
—No por este caso, espero. Qué asco de prensa.
—No. Bueno, en parte sí, pero… es algo personal. —Daniel la miró y apretó los labios.
—¿Una dama? —Irene arqueó una ceja.
—No. Bueno, en realidad sí… Mi… madre murió.
—Oh, Dios, Danny, lo siento.
Fuera hubo otro ataque de risas. Una vez más, Daniel se sorprendió al sentir que se ruborizaba. No sabía por qué le había hecho esa confesión a Irene. Apartó la vista. «Mi madre, mi madre…». Apenas dos meses atrás habría renegado de ella. Ahora que Minnie se había ido para siempre, podía admitir de nuevo que era su madre.
Irene se sentó tras el escritorio. Se quitó los zapatos y giró los pies, mirando a Daniel, sosteniendo la copa con ambas manos.
—Este caso va a ser despiadado, ¿lo sabes, Danny?
—Ya lo sé… El Ángel Asesino. Qué bien suena. —Alzó una ceja.
—No sé si es por el disgusto del año pasado, pero hay algo en este caso que me asusta.
—Sé lo que quieres decir.
—No podemos rendirnos —dijo y, de repente, se levantó y se calzó—. Por mala que sea la publicidad ahora, va a ser peor durante el juicio.
Ambos intentaron coger el informe al mismo tiempo y la mano de Daniel accidentalmente rozó su cintura.
—Lo siento… Esa es tu copia. Quédatela.
Irene asintió y la guardó en un cajón. Daniel giró el pomo de latón, cuyo frescor le resultó reconfortante. En cuanto abrió la puerta las voces y el calor se apoderaron de la habitación e invadieron ese espacio tranquilo.
—Gracias por la copa —dijo.
—Gracias por la información.
Se apartó para dejarla pasar, pero ella estaba detrás y se tropezaron el uno con el otro.
—Lo siento —dijo Daniel. El pelo de ella olía a coco.
En el pasillo, Irene se apartó de él.
—Discúlpame, tengo que saludar a mucha gente. ¡El deber me llama!
Daniel la observó mientras bajaba las escaleras, dando apretones de manos y riéndose con esos dientes blancos y perfectos.
Se paseó por la fiesta, con otra copa de champán. Conocía a casi todo el mundo, al menos de vista. La gente gritaba su nombre y le daban palmadas en el hombro al pasar; algunos lo saludaban desde el otro lado de la sala. Daniel comprendió que no quería hablar con ninguno de ellos.
Se preguntó si sería el champán, que había bebido demasiado rápido: lo azotó la claustrofobia. Se apartó de puntillas para dejar paso a dos letrados, luego se abrió camino entre la multitud hasta una de las grandes salas de la planta baja. La ventana estaba abierta y sintió el fresco de la noche.
Al acercarse, Daniel se vio arrastrado hacia un grupo de abogados. Se quedó con una mano en el bolsillo, sonriendo de vez en cuando ante los chistes mientras escuchaba a los fumadores junto a la ventana.
—¿Sabes que Irene ha aceptado el caso del Ángel Asesino?
—¿De verdad? ¡Qué polémico para una abogada de la corona!
—Pero va a ser un juicio de los grandes. En el Old Bailey. Mucha publicidad.
—Lo sé, pero yo ni lo tocaría. He oído que se va a declarar no culpable. Seguro que ese cabroncete es culpable, ¿verdad?
—Una familia de bien. El padre es comerciante en Hong Kong. ¿Conoces a Giles por casualidad? Trabaja para los Cornell. Él lo conoce. Al parecer, está furioso… Dice que todo es un error.
—Bueno, veremos. Irene lo aclarará.
—Están en buenas manos.
—Buenas y… bien bonitas. —Los hombres se rieron.
Daniel se excusó. Vació la copa y la dejó en una mesa con forma de media luna, junto a un florero de porcelana. Debió de apoyarse con demasiada fuerza en la mesa, porque el florero azul y blanco se meció peligrosamente durante un segundo, antes de que lo sujetase.
Se abotonó la chaqueta y miró a su alrededor en busca de Veronica, pero no la vio, así que decidió marcharse. Se sentía irritado. Quizás Irene tenía razón y solo estaba cansado. Se dirigió a la puerta, notando una gota de sudor que bajaba por la espalda.
Una vez en la calle, la noche y la brisa fresca fueron un alivio. Se abrió otro botón de la camisa y caminó lentamente hacia el metro. El frío dejó de ser refrescante y el aire parecía tan cargado y asfixiante como la muchedumbre de antes.
Se sentía solo, pensó caminando con las manos en los bolsillos. No era una sensación que le resultase extraña y, sin embargo, esta noche prefirió regodearse en ella, saborearla, paladear su aroma. Era ácida y sorprendente, como el ruibarbo de la huerta de Minnie.
Le alegraba haber hablado con Irene. La recordó girando de un lado a otro en su silla y bromeando sobre la aprendiz.
Nunca pasaba mucho tiempo sin pareja. Era después, una vez que flaqueaba la emoción y la intimidad adquiría un peso real, cuando le resultaba difícil. No le gustaba hablar de su pasado y no confiaba en las promesas. Nunca le había dicho a una mujer que la quería, aunque había amado. Muchas le habían dicho que lo querían, pero nunca lo había sentido, nunca había sido capaz de creerlas. Pensó en Irene, en sus hombros fuertes y erguidos. Habían luchado juntos antes y habían perdido, y ahora compartían esa franqueza, esa inocencia. A pesar de su amistad, entre ellos se alzaba una barrera, el trabajo, que no se imaginaba cruzando.
Al entrar en el metro, pasó los torniquetes y se situó a la derecha de la escalera mecánica, para descender pasivamente a las entrañas de la ciudad. Se puso a pensar en el juicio y en los artículos de prensa, que no harían más que empeorar. Sebastian (sin nombre y sin rostro) era malvado por naturaleza, según los periódicos. No solo lo consideraban culpable, sino malvado por naturaleza. Para la prensa no existía la presunción de inocencia.
La inocencia o no de Sebastian interesaba menos a Daniel que la supervivencia del niño. Preveía que el muchacho que él e Irene habían defendido el año anterior moriría antes de cumplir los veinte. No quería que Sebastian compartiese ese destino.
Mientras sentía la calidez del metro a su alrededor, envolviéndolo, Daniel se preguntó acerca de esa línea que separa a los adultos de los niños. Conocía la línea legal: la responsabilidad penal a partir de los diez años. Se preguntó dónde estaba la línea real. Una vez más pensó en sí mismo a la edad de Sebastian, y en lo cerca que había llegado a encontrarse de su situación.