16

Daniel miraba los cómics en la tienda de revistas de Front Street. Notó que lo observaban y se giró de repente para sorprender a una mujer vestida con un peto granate mirándolo con descaro. Cuando le sostuvo la mirada, la mujer le sonrió y volvió a la caja registradora. Daniel sintió que le ardían las mejillas. Sabía que la mujer era Florence MacGregor, a quien todos llamaban Flo-Mac. Compraba huevos y a veces pollo en el puesto de Minnie y siempre se quejaba del precio. Tenía el pelo negrísimo y Minnie le había dicho que se teñía; «algunas personas no soportan envejecer, aunque no hay nada más seguro en la vida que la muerte», dijo a Daniel.

Daniel sabía que Flo-Mac se imaginaba que iba a robar el cómic, y estaba dispuesto a hacerlo solo para no decepcionarla, pero, cuando comenzó a enrollarlo para deslizarlo dentro del pantalón, pensó en su carrera como abogado y en qué pensarían de él entonces. Desenrolló el cómic y contó su dinero. Tenía suficiente.

Al acercarse al mostrador, oyó a Flo susurrando a su asistente. Daniel no comprendió todas las palabras, pero oyó «Flynn», «huérfanos», «vergüenza».

Daniel dejó el cómic sobre el mostrador.

—Catorce peniques —dijo Flo.

—Métetelo por el culo. —Daniel le arrojó el cómic a la cara y salió de la tienda.

En el colegio, jugó al fútbol durante la hora de la comida y marcó dos goles. Por la tarde tuvo un examen de Matemáticas y Daniel terminó el primero, como de costumbre, pero esta vez había respondido las preguntas. Esperó al acabar la clase y pidió a la señorita Pringle que corrigiese su examen. Tenía bien todas las preguntas, así que la señorita Pringle le dio una estrella dorada para que se la enseñase a Minnie.

Al cruzar Dandy, Daniel caminó con el papel del examen y la estrella dorada frente a él. Los otros niños ya estaban en casa y el Dandy estaba tranquilo. Billy Harper estaba solo en los columpios y Daniel lo saludó. El hombre corpulento le devolvió el saludo, dejándose mecer por el columpio. Recordó el verano anterior, cuando le dieron una paliza al cruzar este trozo de tierra. Se sentía diferente ahora, mayor. Dobló el examen, lo guardó en el bolsillo y salió corriendo a casa. De vez en cuando se detenía para dar patadas a las margaritas.

Cuando llegó a casa, Minnie estaba cambiando la cama de Hector. Se acercó a su espalda y dio un empujón a sus anchas caderas.

—Me preguntaba dónde te habías metido. ¿Estabas haraganeando como de costumbre?

—No, me quedé para que me diesen mi examen de Matemáticas, ¡mira! —Daniel mostró el papel a Minnie.

Minnie frunció el ceño ante el papel durante unos instantes y, al comprender, lo agarró y le dio un abrazo de oso, apretando tanto que Daniel no podía respirar, y lo alzó del suelo.

—Vaya, es maravilloso —dijo—. Tenemos que celebrarlo. Una estrella dorada se merece una tarta y unas natillas.

Daniel vio cómo daba un tirón al ruibarbo que crecía fuera de control al lado del gallinero. Los tallos tenían el grosor de tres dedos y las hojas eran grandes como paraguas. Minnie entró en la casa con tres tallos y le preguntó si quería uno en ese momento. Mientras preparaba la tarta y calentaba el aceite para freír patatas, Daniel se sentó a la mesa de la cocina y metió un tallo de ruibarbo en el bote de azúcar. Esa acidez cubierta de dulzura era la síntesis de la felicidad, y en ese momento era feliz, con la estrella dorada, el olor de las patatas fritas y el sabor del ruibarbo en la boca.

Estaba comiendo la tarta cuando Minnie abordó el tema. Minnie apartó el tazón mientras Daniel se llevaba a la boca una cucharada de ruibarbo cubierto de crema.

—¿Recuerdas que te dije que a menudo a los asistentes sociales les cuesta encontrar padres adoptivos para los niños mayores, como tú?

Daniel dejó de comer. Su brazo cayó sobre la mesa y la cuchara quedó suspendida en el borde del plato. Tenía comida en la boca, pero no podía tragar.

—Bueno, parece que Tricia ha encontrado una pareja que podría estar interesada.

Minnie observó su rostro en espera de algún tipo de respuesta; Daniel sintió que los ojos de ella exploraban los suyos. Estaba completamente inmóvil, igual que ella.

—Se trata de una familia con niños mayores, de dieciocho y veintidós, que van a irse de casa. En total tienen cuatro hijos y solo uno vive con ellos. Eso quiere decir que habría un ambiente familiar, pero acapararías casi toda la atención. Mejor que aquí, solo conmigo y los animales. ¿Qué te parece?

Daniel se encogió de un hombro y se quedó mirando la comida. Hizo lo posible por tragar.

—Viven en Carlisle y tienen una casa grande. Seguro que vas a tener un dormitorio muy espacioso…

—¿Qué más da?

Minnie suspiró. Estiró la mano, pero Daniel apartó el brazo con tal prisa que tiró la cuchara al suelo. Las natillas mancharon la pared y el suelo.

—Solo quieren que vayas a probar —añadió—. Sugirieron el fin de semana, solo para que os conozcáis.

Daniel se levantó de la mesa y salió corriendo escaleras arriba. Blitz estaba dormido y Daniel le pisó la cola al pasar. No supo si fue el aullido del perro o los gritos de Minnie, que le pedía que volviese, lo que despertó su ira. En un instante ocupó todo su cuerpo y, tan pronto como llegó a su habitación, comenzó a destrozarla: tiró los cajones, dio patadas a la mesita de noche y aplastó otra lámpara. Esta vez, por si acaso, pisoteó la pantalla una, dos, tres veces.

Estaba metido entre el armario y la cama, acurrucado, cuando Minnie entró. Se escudó contra esas reconfortantes manos que esperaba en la espalda y el pelo. Se abrazó a sí mismo con más fuerza. Le recordó a los ataques sufridos. Dos de los novios de su madre lo habían golpeado hasta dejarlo inconsciente. Recordó estar sentado así, entre muebles, protegiéndose el estómago y la cabeza, dejando que los hombros y la espalda absorbiesen los golpes, hasta que lo sacaban, gritando, agarrado del pelo.

Ahora, de la misma manera, se protegió contra sus gestos de consuelo; estaba tenso, los músculos preparados para reaccionar si ella se acercaba. Apretaba la cara contra las rodillas, así que oía y olía su respiración, con un toque de acidez debido a las novedades o al ruibarbo.

Pero Minnie no lo tocó. Oyó el quejido de los muelles cuando Minnie se sentó en la cama. Oyó un suspiro y a continuación se hizo el silencio.

Esperó durante unos minutos, observando las formas circulares que flotaban ante él cuando apretaba las rodillas contra los ojos. Sintió dolor en los globos oculares, pero no se detuvo. Le dolía la espalda por torcerse en torno a los muslos. Lentamente, levantó la cabeza. Estaba sentada dándole la espalda. Vio que daba vueltas a la pulsera dorada de la mano izquierda. Sus manos, rojas y ásperas, habían empezado a gustarle. Le gustaba sentirlas sobre la mejilla y el pelo, como si solo unas manos así de ásperas pudiesen consolarlo.

La miró así, con la barbilla sobre las rodillas. Estaba inmóvil, apartada de él, contemplando una fantasía invisible en el aire. Veía su pecho subir y bajar y el sol de poniente reflejado en sus cabellos canos, de modo que parecía casi blanco, en medio de esa luz.

—Lo único que quiero es estar contigo —dijo al fin.

—Oh, Danny —dijo Minnie, que aún le daba la espalda—, me alegra que te hayas adaptado bien; es lo que quería. Pero esta es una gran oportunidad para ti. Se trata de una familia; imagina tener dos padres con experiencia y un buen trabajo solo para ti. Mejor que esta granja vieja y sucia, donde solo tienes a una vieja como yo…, y no lo digo porque sí.

—Me gusta la granja…

—A ellos les encanta el aire libre, ¿sabes? Gente inteligente, con estudios.

—¿Y? ¿Qué más da?

Minnie se volvió hacia él. Dio unos golpecitos en la cama, a su lado.

—Ven aquí. —Daniel se incorporó y se sentó junto a ella. Le dio un golpecito con el hombro y le preguntó—: ¿Acaso te da miedo pasar un fin de semana con unos simpáticos desconocidos? Nadie te envía a ninguna parte. Es una oportunidad que hay que aprovechar.

—Entonces, ¿puedo volver si no me caen bien?

—Claro que sí, pero ¿quién te dice que tú les vas a caer bien? ¡Un mocoso gruñón como tú!

Daniel sonrió al fin y Minnie le dio otro empujoncito. Se dejó caer sobre la extensión de su cuerpo, los brazos entre las caderas y el regazo, la cara aplastada contra la suavidad de su brazo.

El sábado por la mañana, Daniel miraba por la ventana de su habitación a la espera del coche. Veía el jardín de Minnie, con sus huertas y sus tallos de frambuesa. La nudosa mano del serbal se alzaba en el lado opuesto, surgiendo de la tierra en un gesto desesperado, lleno de tendones y de bayas rojas como la sangre. Los padres que querían conocerlo se llamaban Jim y Val Thornton. Aún no era tarde, pero Daniel ya llevaba una hora esperando. Como no había ningún coche a la vista, se dedicó a mirar el árbol, que lo saludaba sacudido por el viento. Recordó que había trepado al serbal a coger las bayas y Minnie le dijo que eran venenosas. Le dijo que el árbol estaba ahí para espantar a las brujas, así que ¿cómo podría ser una bruja ella? Daniel observó los gorriones y las urracas, que despojaban al árbol de sus bayas. Se preguntó cómo esas aves diminutas sobrevivían comiendo unas bayas que, según Minnie, podían matarlo a él.

En eso pensaba cuando un gran coche negro aparcó frente a la granja. Se escondió tras la cortina, pero siguió mirando al hombre alto y rubio que salió del automóvil y, a continuación, a la mujer, que llevaba el pelo recogido y una bufanda de colores brillantes. Cuando los perdió de vista, Daniel salió del dormitorio para sentarse en lo alto de las escaleras. Tenía una bolsa de viaje al pie de las escaleras, pero Minnie había dicho que primero charlaría con ellos.

La puerta estaba abierta, pues Minnie había salido a su encuentro. Los cumplidos se adentraron en la casa como hojas de otoño. Blitz se quedó medio dentro medio fuera, por lo que Daniel solo podía ver la cola moviéndose. Le dolía el estómago debido a los nervios y se inclinó sobre las rodillas en un esfuerzo por liberar la tensión. Se escondió cuando Minnie les mostró el salón.

Esperaba que lo llamasen, pero fue Blitz quien fue a buscarlo, jadeante, a las escaleras. Daniel acarició el pelaje blanco y negro del perro y Blitz inclinó la cabeza para permitirlo. Fue entonces cuando lo llamaron.

—¿Danny? ¿Quieres bajar, cielo?

Blitz bajó en cuanto oyó la voz de Minnie. Daniel esperó un momento y respiró hondo antes de ir. Iba en calcetines y caminó sin hacer ruido. Minnie aguardaba a los pies de la escalera, con una extraña sonrisa en el rostro. Nunca la había visto sonreír así, como si estuviese contenta consigo misma o como si la observase otra persona aparte de él. Daniel torció el gesto, metió las manos en los bolsillos y la siguió al salón.

—Vaya, hola…

El hombre se puso tenso, estiró los brazos y parecía a punto de levantarse hasta que la mujer le puso la mano en el antebrazo. Daniel se alegró de que se quedase en su sitio. Minnie tenía ambas manos sobre sus hombros y los frotaba. Daniel asintió ante el saludo y arrastró los calcetines por la alfombra del salón.

—Me llamo Val —dijo la mujer, con una sonrisa similar a la de Minnie, aunque más severa; Daniel pensó que tenía los dientes demasiado blancos y se le veían las encías—. Y este es Jim, mi marido… Nos alegra mucho que vayas a pasar el fin de semana con nosotros.

Daniel asintió y Minnie lo llevó al sofá.

Fue a la cocina a hacer té. Daniel se reclinó en el sofá mientras Jim y Val lo miraban con atención.

—Bueno, ¿hay algo que quieras saber de nosotros? —preguntó Val.

—Ya lo sé todo —dijo Daniel—. Tenéis cuatro hijos. Solo uno sigue en casa y es un muchacho de unos dieciocho años. Tenéis una casa grande y Jim es contable.

Val y Jim rieron al unísono, nerviosos. Daniel puso un pie encima del otro. Se había reclinado tanto en el sofá que tenía la barbilla apoyada en el pecho.

—¿Por qué no nos cuentas algo de ti? —preguntó Val—. ¿Qué te gusta hacer?

—Jugar al fútbol, dar de comer a los animales, vender cosas en el mercado.

—Nosotros vivimos en Carlisle —dijo Jim, inclinándose hacia delante, con los codos sobre las rodillas—. Nos gusta ir de paseo o en bicicleta, así que me apunto a jugar al fútbol. Tal vez podamos jugar este fin de semana, si te apetece.

Daniel intentó encogerse de hombros, pero los tenía incrustados en el sofá.

Minnie trajo té caliente y un plato de pastas alemanas. Daniel siguió hundido en el sofá y Minnie llevó el peso de la conversación, hablando más alto de lo habitual sobre la granja, sobre cuánto tiempo llevaba acogiendo niños y sobre Irlanda, donde no estaba desde 1968. Daniel se sentó inmóvil junto a ella, hurgando con el índice en un agujero del sofá, que, según le explicó Minnie, se debía a un cigarrillo de su marido.

—Ya tenemos tu habitación preparada —dijo Val—. Es la más grande, la que ocupaba nuestro hijo mayor, así que vas a tener tu propia televisión.

—¿Es en color? —preguntó Daniel.

—Sí.

Daniel miró a Minnie y sonrió. Miró a Jim, que cogía una pasta. Se la comió sin darle ni una miga a Blitz, que salivaba a sus pies.

—¿Tenéis animales? —preguntó Daniel, que se incorporó por primera vez.

—No, los chicos siempre quisieron tener un perro, pero Val es alérgica…

—Oh, lo siento —dijo Minnie, agarrando a Blitz del collar—. Voy a sacarlo.

—No, no, por un rato no pasa nada; con que no lo acaricie… De verdad que nos alegra muchísimo que pases el fin de semana con nosotros, Daniel; va a ser muy bonito tener de nuevo un niño en casa. —Las fosas nasales de Jim se dilataron al sonreír.