Eran más de las nueve y Daniel estaba cenando comida tailandesa en su apartamento. Aún no había terminado de trabajar, así que se sentó con el portátil abierto en la mesa de la cocina, bebiendo cerveza, intentando no manchar las teclas con salsa. La radio sonaba bajo. A la mañana siguiente tenía que presentarse en un tribunal por un caso de robo. Daniel había dicho a su cliente, madre de cuatro hijos, que esperaba que no la condenasen a prisión. Estaba examinando los hechos y anotando los detalles.
Sebastian había absorbido más tiempo del necesario. Daniel siempre se preparaba bien para sus casos, y se estaba tomando su tiempo para repasar las notas para el día siguiente, pero aun así el caso de Sebastian lo distraía.
Se concentró en los archivos, pero su mente divagaba en torno a las carencias de su vida. Desde que dejó a Minnie, cuando era adolescente, se había acostumbrado a estar solo. En la universidad, y también después, se le tenía por un solitario, un rompecorazones, sin amigos duraderos. Era dueño de sí mismo. Dueño de su soledad. Hacía lo que quería.
Daniel recordó a la hermana de Minnie, Harriet, hablándole de puntillas: «Espero que estés avergonzado, jovencito» y, a continuación, verla apuñalando con el bastón el estridente suelo del patio de la funeraria.
«Harriet».
Daniel recordó sus visitas, y el tenso viaje en coche cuando iban a buscarla a Carlisle: los nudillos blancos de Minnie sobre el volante, el rugido del Renault al enfrentarse a la autopista en tercera.
Harriet era la hermana pequeña de Minnie, enfermera, muy divertida y también aficionada a la bebida. Daniel recordó el sabor de sus dulces besos de ginger ale, una vez al año o cada dos años, y los jerséis tejidos a mano y los frascos de caramelos que traía.
Se terminó el curry y apartó el plato. Tras limpiarse la boca, vio la caja de Minnie en el salón y sacó la libreta de direcciones. Estaba llena de granjeros de Brampton, pero encontró a Harriet (Harriet Macbryde) con su apellido de soltera, aunque se había casado y tenía una familia en Cork… Había visto las fotografías. Daniel continuó hojeando la libreta, haciendo una pausa al final, ante otro nombre que reconoció: Tricia Stern.
«Tricia». Daniel aún recordaba cuando Tricia lo llevó en coche a la granja de Minnie por primera vez. Había un número de teléfono y la dirección del Servicios de Asistencia Social a Menores de Newcastle y otro número, el de los Servicios Sociales de Carlisle.
Daniel comenzó desde el principio y esta vez pasó las páginas más despacio. «Jane Flynn»: un número de Londres, una dirección en algún lugar de Hounslow. Flynn había sido el apellido de casada de Minnie: Minnie Flynn, Norman Flynn y Delia Flynn: los Flynn de la granja Flynn. Norman tendría familia, razonó Daniel, aunque Minnie no la había mencionado nunca. No era de extrañar: apenas podía mencionar a su marido sin que los ojos se le arrasasen de lágrimas.
Era tarde y Daniel no tenía tiempo. Tenía demasiado trabajo y dudaba que pudiese acostarse antes de las dos, pero las preguntas se amontonaban en su mente. Durante años había intentado apartarla de sus pensamientos, pero ahora que había muerto se descubrió a sí mismo atrapado en su red. Quería saber por qué ella le había hecho tanto daño, y por qué se había hecho tanto daño a sí misma. Pero ya era demasiado tarde.
Daniel respiró hondo. Volvió a hojear la libreta de direcciones, inclinándose hacia delante, la mano en la frente, el pelo cayendo sobre los dedos.
Cogió el teléfono y marcó con el pulgar el número de Harriet Macbryde, en Middleton (Cork), la botella de cerveza en la otra mano. Marcó todos salvo el último número y colgó. Harriet no querría hablar con él, se dijo. Ella pensaba que debía avergonzarse, que debía lamentar lo ocurrido, que era el culpable. ¿Qué quería preguntarle a Harriet? Quería conocer a Minnie, comprendió, quería saber quién había sido, aparte de esa mujer de anchas caderas que se convirtió en una madre para él y lo había salvado de sí mismo.
Daniel se pasó ambas manos por el pelo y suspiró. Dejó el teléfono y volvió a su trabajo, preparándose para una larga noche.
La fiscalía había contratado a un psiquiatra para evaluar a Sebastian. El informe sostenía que estaba sano y era apto para declarar. Daniel también había preparado una evaluación psicológica. El psicólogo había visitado Parklands House para reunirse con Sebastian y el informe llegó a Harvey, Hunter y Steele a la semana siguiente. Daniel se mordió el labio mientras guardaba el informe en el maletín. No sabía qué había esperado del psicólogo. A veces, cuando estaba con Sebastian, sentía una extraña afinidad. Otras veces, también él se sentía incómodo junto a ese niño al cual Irene consideraba inquietante.
En el baño, Daniel se anudó la corbata y se pasó una mano por el pelo. Estaba solo y se miró a sí mismo más tiempo de lo habitual, sin sonreír, viendo su rostro como imaginaba que otros lo verían. Tenía un aspecto cansado, pensó, tenía ojeras y las mejillas más delgadas de lo normal. Recordó ser niño, ser salvaje. Sabía de dónde procedía ese niño salvaje, pero no qué había sido de él. Se acercó más al espejo y recorrió con un dedo el puente de la nariz, reparando en la pequeña protuberancia que atribuía a ese día que le rompieron la nariz de niño.
Daniel tenía que ir al Tribunal Central de lo Penal para una breve audiencia y después tenía cita con el psicólogo. Llegaba tarde, así que fue corriendo al metro y siguió corriendo por las escaleras mecánicas, y pidió disculpas cuando su maletín golpeó a una mujer en la cadera. Salió en Saint Paul y llegó caminando al tribunal.
Eran más de las cuatro cuando salió del juzgado y se dirigió a Fulham a ver al doctor Baird, el psicólogo. Irene se había demorado, de modo que solo lo acompañó Mark Gibbons, el abogado asistente.
Baird era más joven de lo que Daniel había esperado. Tenía la piel pálida y las pecas de su nariz se dispersaban por el rostro hasta el cuero cabelludo, donde el pelo rubio rojizo comenzaba a escasear. Parecía nervioso.
—¿Quieren té o café? —preguntó el doctor Baird, arqueando las cejas como si uno de ellos hubiese realizado una interesante observación.
Daniel declinó, pero Mark se aclaró la garganta y pidió un té.
Su informe había sido objetivo, profesional, y aun así ofrecía impresiones personales acerca del carácter de Sebastian. Desde el punto de vista de la defensa, podría ayudar a mostrar el lado amable de Sebastian, pero Daniel e Irene no habían decidido cómo usarlo, si es que lo usaban. Según el doctor Baird, Sebastian era apto para ser juzgado en un tribunal de adultos, si bien Daniel habría preferido mostrar a Sebastian como el niño que era, a duras penas preparado para los rigores del juzgado. El psicólogo había descrito a Sebastian como inteligente y expresivo y Daniel esperaba que esta opinión profesional positiva ayudara a contrarrestar las declaraciones de los testigos de la fiscalía, según los cuales Sebastian era un cruel abusón, de modo que el jurado se compadeciese de él. Por supuesto, Daniel esperaba que no necesitasen recurrir a la compasión y que los hechos bastasen para demostrar su inocencia.
El doctor Baird había visitado a Sebastian en Parklands House armado con muñecos y rotuladores. Daniel se sintió fascinado por el informe, no solo debido a su posible importancia en el juicio, sino por lo que revelaba acerca de Sebastian.
Mientras Mark bebía té (la taza temblaba sobre el plato), Baird se recostó en la silla, con las manos entrelazadas sobre el estómago, y disertó acerca de Sebastian.
—Es muy inteligente, como afirmo en el informe (un cociente de 140), y sin duda era plenamente consciente de quién era yo y qué hacía ahí…
Daniel pensó que Baird parecía molesto.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó el doctor.
—Sí —dijo Sebastian—. Quieres hurgar en mi cabeza.
—Sin duda, demostró una… asombrosa madurez para un chico de su edad y tenía la certeza de ser inocente. —Baird abrió los ojos de par en par al decir esta palabra.
Daniel no estaba seguro del significado del gesto: ¿estaba impresionado o se mostraba incrédulo?
—¿Sabes de qué crimen te acusan, Sebastian?
—Asesinato.
—¿Y qué te parece?
—Soy inocente.
El chico conocía la diferencia, según dijo Baird a Daniel y Mark. Sabía diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto y sabía que el asesinato (o cualquier tipo de violencia) estaba mal.
Daniel se preguntó si Sebastian de verdad comprendía la diferencia o si había respondido según las expectativas del doctor. Daniel pensó en su infancia y en sus propios errores, delitos algunos de ellos. Recordó no ser consciente de la inmoralidad de esos actos: solo le importaban el interés, la protección y la venganza. Minnie le había ayudado a comprender la diferencia.
—Doctor Baird —Daniel hojeaba en el informe las secciones que había subrayado antes de la reunión—, usted ha escrito que no tiene manera de saber cómo reaccionaría Sebastian en un estado de angustia emocional, pero piensa que incluso en ese estado sabría qué está haciendo y cuáles son sus consecuencias morales… Discúlpeme por parafrasear. ¿Qué significa eso exactamente?
—Bueno, significa que he visto a Sebastian dos veces y no me cabe duda de ese análisis, es decir, que conoce la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, pero sé que sería necesario un estudio más detallado de su conducta a fin de ofrecer conclusiones acerca de su comprensión moral y sus cambios de conducta bajo gran presión emocional.
—Ya veo. Dice usted que es… —Daniel pasó la página y leyó—: «… Incapaz de tratar y comprender las emociones intensas y es propenso a las rabietas y los estallidos emocionales». ¿Qué significa esto en relación con su capacidad de cometer un crimen violento?
—Bueno, muy poco… Me pareció intelectualmente maduro, incluso precoz, pero, como ya he dicho, emocionalmente inmaduro. Hablamos de algunos temas espinosos y se mostró visiblemente molesto, pero ciertamente no fue agresivo en modo alguno.
Daniel echó otro vistazo al informe, con el ceño fruncido.
—¿Percibió indicios de maltrato?
—Vaya, pues sí —dijo Baird, cogiendo el archivo y fijándose en sus notas—. Sin duda, de maltrato conyugal. Jugamos con muñecas, aunque al principio Sebastian no estaba dispuesto…, pero con el tiempo interactuó con ellas. No lo verbalizó (otra indicación de inmadurez emocional), pero pareció representar escenas en las que su padre propinaba puñetazos y patadas a su madre.
—La familia nunca ha recibido la visita de un asistente social —dijo Mark tras terminar el té.
—Cierto —dijo el doctor Baird—, pero los informes médicos corroboran algunas afirmaciones de Sebastian.
—Soy hijo único. Hubo un bebé, pero murió. Puse la mano sobre el estómago de mi madre y lo sentí moverse. Pero luego se cayó y dio a luz una cosa muerta.
—Sebastian describió un parto fallido, y de modo muy vívido, y ciertamente la señora Croll sufrió un aborto espontáneo en el tercer trimestre debido a un accidente doméstico —confirmó Baird.
Daniel había leído en el informe médico que Sebastian se mostró inexpresivo al proporcionar esta información y Baird anotó que el muchacho hizo «con la boca el breve sonido de succionar».
Daniel se aclaró la garganta y echó un vistazo a Mark, quien tomaba apuntes.
—Finalmente —dijo Daniel—, ¿descarta el diagnóstico previo de Asperger que ofreció la psicóloga del colegio? Aparecía en sus informes escolares.
—Sí, no hallé evidencia alguna de que padeciese Asperger, si bien presenta algunos rasgos relacionados.
—¿Y recomienda descansos frecuentes durante el juicio? —preguntó Daniel—. Creo que forman parte de las reglas, pero quizás necesitemos que declare a tal efecto… ¿Estás de acuerdo, Mark?
Mark asintió con entusiasmo y la nuez se movió por encima del cuello de la camisa.
—Claro, por supuesto… El tribunal debería tener en cuenta la edad de Sebastian y su estado emocional. Su inteligencia le permitirá comprender lo que sucede si se le explica bien, pero hay que disponer descansos con frecuencia para disminuir la tensión emocional.
Daniel se despidió de Mark y se dirigió a casa. Cerró los ojos y se sentó, dejándose llevar por los vaivenes del metro. Recordó la impotencia que sentía cuando pegaban a su madre e imaginó a Kenneth King Croll provocando la caída de Charlotte por la que perdió al bebé.
De vuelta en Bow, abrió el maletín en la cocina, esparciendo las pruebas del caso Croll sobre la mesa, y se abrió una cerveza. Lo repasaría todo una vez más después de la cena. Vio el cuaderno de la noche anterior, con los números de Harriet Macbryde y Jane Flynn, y se sentó mirándolos fijamente, preguntándose qué hacer. Harriet estaba furiosa con él y Jane probablemente ni siquiera sabía que existía. No era familia de ninguna de las dos.
Se duchó y se puso una camiseta y unos vaqueros. Caminó descalzo hasta el salón, donde cogió de la repisa la fotografía de la primera familia de Minnie. La llevó a la cocina y se terminó la cerveza con los ojos clavados en la cara de Minnie. Estaba radiante de felicidad, y no había ni rastro de esa piel castigada por los años al aire libre.
Daniel respiró hondo y cogió el teléfono. Marcó el número de Harriet; mientras escuchaba el sonido inusualmente largo, su pecho se sobrecogió ante la incertidumbre. Dio golpecitos con los dedos en la mesa. No había pensado qué iba a decir. Estaba a punto de colgar cuando Harriet contestó.
—¿Diga? —Una respiración entrecortada, como si hubiese corrido para coger el teléfono.
—Hola, ¿está… Harriet?
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle? —Estaba tranquila ahora, armada de valor, tratando de identificar su voz.
—Soy… Soy Danny, te vi en…
Hubo una larga pausa y, al cabo de un rato, Harriet dijo:
—¿Qué quieres?
Daniel se inclinó sobre la mesa de la cocina y cogió la foto de Minnie. Habló en voz baja. No estaba acostumbrado a pedir ayuda. Hacía calor en la cocina y se le notaban las venas de las manos mientras sostenía el marco.
—Siento mucho… cuando te vi en el funeral. Yo estaba… Bueno, me gustaría hablar contigo sobre Minnie. He estado pensando mucho en ella y me he dado cuenta de que hay muchísimas cosas sobre ella que no sé…, que ella nunca me contó. Me preguntaba si podrías…
—Como te dije en el funeral, Danny, este repentino interés llega muy tarde. Le rompiste el corazón porque no hablabas con ella ni la visitabas. Le rompiste el corazón, ¿comprendes? Y ahora que está muerta, ¿quieres saber más acerca de lo buena persona que era? Estoy llorando la muerte de una hermana a la que quise mucho, pero tú ya le dijiste adiós hace mucho tiempo. Ahora, por el amor de Dios, déjame en paz.
—Lo siento —susurró Daniel, pero Harriet ya había colgado.