—Vaya, eres todo un encanto. Muy bien, me llevo una docena.
Mientras contaba el cambio para Jean Wilkes, que trabajaba en la tienda de golosinas, Daniel percibió que Minnie le sonreía. Hacía unas semanas, la señora Wilkes había echado a Daniel de su tienda por decir palabrotas. Cogió los huevos y se alejó mientras Daniel contaba las ganancias depositadas en el bote de helados. Treinta y tres libras con cincuenta peniques.
Minnie le sonrió de nuevo y Daniel se sintió raro. Aún se estaba ganando su perdón.
—Se te da bien el mercado, claro que sí —dijo Minnie—. Tienes madera. En solo tres horas ya nos estamos forrando. Te digo una cosa: si al final del día nos va bien, te voy a dar una pequeña comisión.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, si ganamos algo más de ciento veinticinco, te doy una parte.
Daniel respiró hondo y sonrió.
—Parece que les caes bien a los clientes, así que vale la pena. Es que eres muy guapo. Mira a Jean. Se le caía la baba contigo. Normalmente a mí ni me sonríe.
El viento soplaba por encima del cartel que decía: «Granja Flynn: productos frescos». Daniel lo enderezó y se volvió hacia Minnie, cubriéndose las manos con las mangas.
—No me cae bien.
—¿Por qué no? —dijo Minnie. Estaba atareada anotando las transacciones en su cuaderno—. La vieja Jean no le haría daño ni a una mosca.
—Habla mal de ti —dijo Daniel, con una mano en el bolsillo, mirando a Minnie—. Deberías oírla. En la tienda habla a la gente sobre ti.
—Ah, deja que hable todo lo que quiera.
—Todos lo hacen. Toda la gente en las tiendas, todos los niños en el colegio. Dicen que eres una bruja y que mataste a tu marido y a tu hija…
Daniel vio que la cara de Minnie se volvía inexpresiva, relajada y pálida, como si estuviera muerta. Las mejillas parecían más pesadas que de costumbre. Aparentaba ser más vieja.
—Jean dice que tienes una escoba y cosas así, y que Blitz es un espíritu.
Minnie se rio entonces, una carcajada desatada, que la hizo apoyarse en los talones. Apoyó una mano en la tripa y la otra sobre la mesa para recuperar el equilibrio.
—Solo te están tomando el pelo. ¿Es que no lo notas?
—No sé. —Daniel se encogió de hombros y se limpió la nariz con la manga—. Entonces, ¿no asesinaste a tu marido con el atizador de la chimenea?
—No, cariño, claro que no. A algunas personas les gusta tanto el drama que necesitan inventar cosas, porque su vida les aburre.
Daniel miró a Minnie. Se estaba soplando las manos y daba patadas al suelo. Aunque no sabía por qué, el olor de ella lo reconfortaba. Su cuerpo producía esporas que confiaban en ella, pero soplaba el viento de nuevo y se las llevaba, y Daniel volvía a dudar.
La asistente social había confirmado que no se volvería a poner en contacto con su madre. Salió corriendo a Newcastle dos veces después de matar la gallina, para tratar de encontrarla de todos modos, pero en la casa de su madre vivían nuevas personas. Preguntó a los vecinos, pero nadie sabía dónde había ido. El hombre con quien había hablado tras el incendio le dijo que su madre probablemente estaría muerta.
Tricia, la asistente social, había dicho a Minnie que Daniel figuraba en el registro de adopción y que podía «irse en cualquier momento». Ahora que se cernía sobre él la amenaza de otro nuevo hogar, Daniel comenzaba a apreciar la vida en la granja e intentaba portarse bien. Tricia había confirmado que podría retomar el contacto cuando cumpliese dieciocho años, si así lo deseaba, pero hasta entonces no se le permitía recibir información acerca de su madre.
—Entonces, ¿cómo murieron tu marido y tu hija? —preguntó mirándola y lamiéndose los labios resecos por el frío. Al principio Minnie ni siquiera lo miró, demasiado ocupada con el puesto y la rebeca, que se estaba abrochando. Pero al cabo de un rato le devolvió la mirada. Sus ojos eran la parte más dura de ella, pensó Daniel. Eran de un azul acuoso muy diferente a los de él. A veces era doloroso mirarla.
—Un accidente.
—¿Los dos?
Minnie asintió.
—¿Qué pasó?
—¿Cuántos años tienes, Danny?
—Doce.
—Sé que han sido doce años difíciles. No quiero ni intentar imaginar qué cosas terribles has visto, hecho o sufrido. Quiero que sepas que puedes hablarme de todo lo que te ha ocurrido. No te voy a juzgar. Me puedes contar lo que quieras. Pero cuando crezcas tal vez comprendas que hay ciertas cosas sobre las cuales las personas no podemos hablar con facilidad. Tal vez sea bueno hablar de ellas, pero que sea bueno no significa que sea fácil. Quizás haya algunas cosas de las que no quieras hablar ahora…, cosas relacionadas con tu madre o con otras personas. Puedes hablar conmigo de esas cosas, pero, si no quieres, deseo que sepas que lo respeto.
»Aunque solo eres un muchacho, ya sabes lo que es perder a un ser querido. Sabes más que la mayoría, estoy segura. Sé que echas de menos a tu madre. Las pérdidas son parte de la vida, pero no es sencillo asimilarlas. Quiero que sepas, cada vez que eches de menos a tu madre o te sientas muy triste, que yo conozco ese dolor. A veces, cuando perdemos a un ser muy querido el mundo se convierte en un lugar lúgubre. Es como si esa persona fuese un poco de luz y al irse nos dejara a oscuras. Recuerda que todos tenemos esa luz, esa bondad, dentro de nosotros, y que estemos tristes no significa que no podamos hacer felices a los demás, y hacer feliz a otro es ser feliz… —Minnie respiró tan hondo que sus pechos se estremecieron—. Vaya, eso es lo que aprendí después de la muerte de Norman y Delia, pero todavía no puedo hablar de ellos. Espero que lo comprendas, cariño, y no es nada contra ti, es que es así como me siento.
«Norman y Delia». Daniel repitió los nombres en silencio. De repente, al igual que la gallina que había matado, sus vidas se alzaron reales ante él. Delia era pálida como la mariposa de porcelana; Norman era oscuro como el atizador con el que decían que le había matado.
Daniel asintió y comenzó a apilar los huevos.
—¿Te trató mal? —dijo Daniel. Se le caían los mocos, salados y claros, y la lengua salía a su encuentro. Minnie lo sorprendió con la lengua sobre el labio y le limpió bruscamente con un pañuelo usado que guardaba bajo la manga de la rebeca.
—¿Te refieres a Norman?
—Sí.
—Dios mío, no. Fue el hombre más amable del mundo. Todo un caballero. Fue el gran amor de mi vida.
Daniel frunció el ceño y de nuevo se limpió la nariz con la manga.
—Ya basta. Hablar del pasado no sirve de nada.
Al final del día, Daniel ayudó a Minnie a cargar en el coche lo poco que no habían vendido, junto a los carteles y el bote del dinero. Se sentó delante. Minnie resopló al dejarse caer en el asiento del conductor y puso en marcha el motor. Respiraba con dificultad. Su pecho, apresado en la rebeca, se aplastaba contra el volante. El coche arrancó al tercer intento y Daniel comenzó a girar el dial de la radio hasta que encontró una canción. La señal era pobre y se perdía.
—Ponte el cinturón —le indicó Minnie.
—Vale —dijo Daniel—. ¿Puedes arreglar la antena como la otra vez para que podamos escuchar la radio?
Le gustaba viajar en el coche con Minnie, pero no sabía por qué. Era una conductora nerviosa y vacilante, y el coche parecía más viejo que ella. Era emocionante cuando agarraba con fuerza el volante y se atrevía a ir rápido. Había una vaga sensación de peligro. Minnie salió del coche y arregló la antena, que en realidad era el alambre de una percha. Daniel alzó los pulgares cuando la señal fue clara.
Se fueron conduciendo por el pueblo. Había un agujero en el tubo de escape y Daniel notó que los peatones se quedaban mirando ese coche ruidoso. Pensando en la comisión que le daría tras contar el dinero por la noche, empezó a cantar la canción de la radio. Era una de Frankie Goes to Hollywood. Daniel se inclinó para seguir el ritmo golpeando con ambas manos en la guantera.
Minnie lo miró y de repente dio un brusco volantazo.
—¿Qué haces? ¿Qué ha…? ¿Qué te he dicho? —gritó, y Daniel se volvió a sentar bien bruscamente.
Conducía por la calle principal, hacia Carlisle Road, junto a hileras de coches aparcados. Dio otro volantazo cuando una furgoneta salió de Bertie’s Fish and Chips y se oyó un fuerte bocinazo. El ruido sobresaltó a Minnie y el coche se lanzó al otro lado de la calle, cerca del cruce de Longtown Road. Daniel puso una mano sobre el salpicadero mientras Minnie giraba el volante. El auto derrapó al evitar la furgoneta y se golpeó contra la verja metálica en el lado opuesto del cruce. Daniel salió disparado hacia delante. Se golpeó la cabeza contra el salpicadero.
Con una mano en el chichón, Daniel se quedó agazapado en el suelo del coche, junto a la palanca de cambios. Minnie tenía la mirada clavada al frente, con una respiración tan dificultosa que el pecho se le hinchaba; las manos todavía se aferraban al volante. Daniel comenzó a reír. Le dolía la cabeza, pero le parecía gracioso estar despatarrado debajo del salpicadero y que el coche estuviese al otro lado de la calle, empotrado contra la verja.
Los compases de Frankie Goes to Hollywood eran ahora demasiado ruidosos en ese coche diminuto.
La respiración de Minnie se calmó y estiró el brazo hacia Daniel. Daniel pensó que iba a frotarle la cabeza y preguntarle si estaba bien. En cambio, lo agarró con brusquedad por los brazos y lo puso en su asiento de un tirón.
—¿Qué diablos estabas haciendo? —gritó, sacudiéndolo. A pesar de todo lo que habían vivido juntos, ni una sola vez le había alzado la voz. Daniel subió los hombros hasta las orejas y se giró, así que solo la veía por el rabillo del ojo. Minnie tenía los ojos demasiado abiertos y Daniel le veía los dientes—. ¿Qué te dije? Te pedí que te pusieses el cinturón de seguridad. Tienes que ponerte el cinturón. ¿Qué podría haber sucedido…?
—Se me olvidó —susurró Daniel.
Minnie lo agarró por los hombros de nuevo. Daniel sintió la presión de sus dedos contra la chaqueta.
—Pues no lo puedes olvidar. Tienes que hacer lo que te digo. Tienes que ponerte el cinturón.
—Vale —dijo Daniel y, a continuación, más alto—: Muy bien.
Minnie se relajó. Aún lo tenía agarrado de los hombros, pero ya no apretaba tan fuerte. Se había quedado sin aliento y sus ojos miraban el suelo angustiados.
—No quiero que te pase nada malo —susurró y luego lo acercó a ella—. No quiero que te pase nada malo.
Daniel sintió la calidez de su aliento contra el pelo.
Minnie apagó la radio. Estuvieron sentados en silencio durante unos instantes. Daniel tragó saliva.
—Muy bien, póntelo ahora —dijo, y él obedeció.
Minnie salió del coche y examinó el parachoques y el capó, tras lo cual volvió a entrar. Se aclaró la garganta y arrancó el motor. Daniel notó que sus dedos temblaban sobre el volante. Se frotó los brazos en el lugar donde le había apretado. Volvieron en silencio a la granja.
Daniel dio de comer a los animales mientras Minnie preparaba la cena. Cuando volvió dentro, pisando con las botas sucias el suelo de la cocina, Minnie se estaba sirviendo una copa. Últimamente esperaba hasta después de la cena, pero ahora mientras Daniel rascaba la tripa de Blitz ella se llenó un vaso grande. Danny oyó el tintineo y los chasquidos de los cubitos de hielo y miró hacia arriba. Vio que sus manos aún temblaban.
—Lo siento —dijo Daniel, mirando al perro.
—No pasa nada, muchacho. —Minnie bebió y suspiró—. Yo también lo siento. Perdí el control, lo perdí.
—¿Por qué coges el coche si odias tanto conducir?
—Bueno, cuando tienes miedo de algo, normalmente lo mejor es hacer precisamente eso que te da miedo.
—Pero ¿por qué te da miedo conducir?
—Bueno, seguro que el problema no es el hecho de conducir. Casi todo lo que nos asusta está relacionado con nuestro propio corazón y sus defectos. Siempre tendrás miedo de algo… Nunca te vas a librar del miedo. Pero no pasa nada. El miedo es como el dolor, está en tu vida para que te conozcas a ti mismo.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo entenderás algún día.
Cenaron carne asada, zanahorias, guisantes y patatas asadas. Daniel hizo un espacio en la mesa y puso el mantel y los cubiertos. Las gallinas revoloteaban hasta la ventana mientras el día tocaba a su fin. Cuando sirvieron la cena, Minnie iba por su segunda ginebra y sus manos se movían con firmeza. Daniel sintió una tristeza familiar y efímera asentarse sobre él, ligera como una mariposa. Se le puso carne de gallina. Cogió el tenedor.
—¿Minnie?
—¿Hum? —Alzó la vista. Su rostro había recobrado la calma y tenía las mejillas rosadas.
—¿Te ha llamado Tricia esta semana?
—No, cariño. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con ella?
—Bueno, quería preguntarle qué pasaría si no me adoptan… ¿Cuándo me llevarán a otra casa? Quiero saber cuándo va a ocurrir, vaya.
Daniel sintió la calidez de sus dedos en el brazo.
—Claro que te van a adoptar. Cómete la cena.
—Pero si no me adoptan, ¿me puedo quedar aquí?
—Todo el tiempo que quieras, sí. Pero te van a adoptar. Te gustaría, ¿no? Una nueva familia para ti.
—No lo sé. No me importaría quedarme aquí contigo, vaya. —Daniel miró la comida.
—Bueno, a mí también me gusta tenerte aquí conmigo, pero sé que hay lugares mejores para ti. Padres jóvenes, quizás incluso hermanos y hermanas… Eso es lo que necesitas… Un nuevo hogar de verdad.
—Ya estoy harto de hogares nuevos.
—El próximo será el último, Danny. Estoy segura.
—¿Por qué no puede ser éste el último?
—Come, que la cena se va a quedar fría.
Recogieron la mesa juntos, Daniel secó los platos mientras Minnie se servía otra bebida. La miró por el rabillo del ojo y se percató de que sus movimientos eran más lentos, más pesados. Minnie llevó el bote del dinero al salón y lo dejó abierto en la mesilla, junto a la ginebra. Se agachó, respirando pesadamente, a encender el fuego y las brasas humeantes poco a poco caldearon la sala. Tras poner un disco de música clásica y dejarse caer en su sillón, tomó otro trago de la bebida.
—¿Vas a darme ahora la comisión? —preguntó Danny, arrodillado en el suelo junto a la mesa de centro.
—Bueno, veremos. Primero quiero contarlo. ¿Puedes tú?
Daniel asintió. Separó las monedas y los billetes y comenzó a contarlos, susurrando números. El sonido de las brasas al crepitar se oía junto al movimiento lento de la sinfonía que había elegido Minnie. Blitz se sentó sobre las patas traseras, como siempre que sonaba un disco. Alzó las orejas y dio tres vueltas antes de tumbarse a los pies de Minnie, con la nariz sobre las patas.
—¿Cuánto? —preguntó Minnie cuando Daniel terminó de contar.
—Ciento treinta y siete libras, con sesenta y tres peniques —dijo Daniel.
—Bien, vuelve a guardarlo en el bote, pero quédate un billete de cinco. Gracias por todo tu trabajo.
Daniel obedeció. Se sentó con las piernas cruzadas, la mirada clavada en el billete.
—Has contado ese dinero bastante rápido. ¿Seguro que lo has contado bien?
—Seguro. ¿Quieres comprobarlo?
—Más tarde, pero te creo. Eres un chico listo, ¿verdad? En el colegio te debería ir mejor de lo que te va.
Daniel se encogió de hombros y se subió al sofá, donde se tumbó con las manos detrás de la cabeza, frente a ella.
—Tu profesora también lo dice, que sabes las respuestas cuando pregunta pero que nunca terminas los exámenes. Tampoco haces los deberes que te manda. ¿Por qué, dime?
—No me apetece.
Minnie se quedó pensativa. Daniel vio cómo alzaba la barbilla y se quedaba mirando el fuego.
—Piensa en tu madre, y en tu padre si te acuerdas de él —dijo en voz baja—. ¿Dirías que han vivido una buena vida? —Daniel esperó a que volviese a mirarlo antes de encogerse de hombros—. Cuando piensas en ser mayor, ¿qué te imaginas haciendo?
—Quiero estar en Londres.
—¿Haciendo qué? ¿En qué te gustaría trabajar? Y decir carterista no vale.
—No sé.
—Vale, ¿quieres ganar mucho dinero?, ¿quieres ayudar a la gente?, ¿quieres trabajar al aire libre?…
—Quiero ganar dinero.
—Bueno, podrías ser banquero. Trabajar en la ciudad, en Fleet Street…
—No sé.
Minnie se quedó en silencio y de nuevo volvió a mirar el fuego. Había caído la oscuridad y Daniel vio el fuego y el rostro de ella reflejados en la ventana.
—Si nos fijamos en tu vida, lo que vemos es que la controla la ley, ¿no es cierto? Es probable que hayas ido al tribunal más veces que yo y la ley ha decidido que por tu propio bien tienes que permanecer lejos de tu familia. Me pregunto si serías un buen abogado. Así tendrías algo que decir en estos asuntos y de paso ganarías un montón de dinero.
Daniel le devolvió la mirada, pero no dijo nada. Nadie le había hablado así antes. Nadie le había dicho que podía elegir lo que le iba a suceder.
—Estos años que vienen son probablemente los más importantes de tu vida, Danny. Vas a ir al instituto el año que viene. Si sacas buenas notas en los exámenes, el mundo puede ser tuyo. Tuyo, déjame que te lo diga. Puedes trabajar en Londres, hacer lo que quieras, créeme. Mi pequeña, Delia, era como tú: más lista que el hambre. En todas las clases, Matemáticas, Inglés, Historia, siempre sacaba buenas notas. Quería ser doctora. Y lo habría sido…
Minnie se volvió hacia el fuego una vez más. El fuego había caldeado el salón y las mejillas de Minnie ahora estaban rojas y brillantes.
—Entonces, ¿qué hay que hacer para ser abogado?
—Sacar buenas notas en el colegio, cariño, y luego ir a la universidad. Piensa en toda la gente que te ha tratado mal. Así aprenderían, ¿verdad? Al verte acabar la carrera y convertirte en abogado. —Se rio para sí misma, sin apartar la vista del fuego, y luego se levantó pesadamente en busca de otra bebida—. Piensa en lo orgullosa que estaría tu madre.
Daniel siguió tumbado en el sofá, mirando a Blitz: la barbilla sobre la alfombra y las patas traseras estiradas. Recordó a su último padre adoptivo, que lo agarró de los hombros y le susurró «pequeño malnacido», y a uno de los novios de su madre, que lo abofeteó y le llamó «inútil basura» cuando le trajo mal el cambio tras ir a comprar papel de fumar. Respiró hondo.
—Entonces, ¿basta con sacar buenas notas?
—Bueno, sí, eso es el principio. Y no me tomaría la molestia de decirte todo esto si no pensase que vale la pena. Porque sé que eres inteligente. Podrías hacerlo, lo sé.
Minnie salió del salón y Daniel escuchó cómo se preparaba una bebida en la cocina. La calidez del fuego había llegado a su piel, y en su interior las palabras de Minnie también eran cálidas. Se sintió poderoso, pero bueno. Era como cuidar de los animales.
Minnie volvió a derrumbarse sobre el sillón, derramando un poco de la bebida sobre la rebeca, que limpió con la palma de la mano.
—Entonces, si fuese abogado, ¿podría ayudar a los niños a vivir con sus madres?
—Bueno, hay muchos tipos de abogados, cariño. Algunos trabajan en asuntos familiares y, si eso es lo que te interesa, lo podrías hacer. Pero otros trabajan con grandes empresas, otros trabajan con criminales, o en el mercado inmobiliario…, ya sabes, ayudando a la gente a comprar casas.
—Entonces, sería como en la tele. ¿Yo estaría de pie enfrente del juez?
—Sí, podría ser. Y se te daría de maravilla.
Daniel pensó un momento, escuchando el tintineo del hielo en el vaso.
—¿Puedo poner la tele? —preguntó.
—Vale. Quita el disco, pero con cuidado, sin rayarlo. Como te he enseñado.
Daniel se levantó de un salto y con cuidado levantó la aguja del tocadiscos. Cogió el disco como le había enseñado, las dos manos en el borde para no dejar huellas, y lo guardó en la funda.
Tenía un viejo televisor en blanco y negro con un dial. Daniel lo giró hasta que encontró una comedia y se sentó de un salto en el sofá.
—Deberías comprar una televisión en color.
—Vaya, ¿debería? Tengo mejores cosas en las que gastar mi dinero. Tal vez cuando seas un abogado rico nos puedas comprar una.
Le guiñó un ojo y Daniel sonrió. Sentía calidez en su interior. Era por la idea de quedarse durante años y llamar a esa casa su hogar. Se acurrucó en el sofá viendo una serie cómica y sonreía, pero sin reírse ante los chistes, de los cuales solo comprendía algunos, consciente siempre de los chasquidos del fuego y el tintineo del hielo. Se sentía seguro, pensó, eso era lo que sentía. Se sentía seguro con ella, aun cuando estuviese borracha y fuese mala conductora y oliese raro. No quería irse.
Cuando acabó el programa, Blitz pidió salir a la calle, así que Daniel abrió la puerta trasera. Cuando Blitz regresó, Daniel echó el cerrojo a la puerta y cogió una galleta del frasco. En el salón, el vaso de Minnie estaba vacío y sus ojos cubiertos de lágrimas.
Esa cálida sensación se desvaneció al verla. Minnie estaba mirando la televisión, pero Daniel supo que no la veía. La luz grisácea se reflejaba en su rostro. Daniel se acercó al fuego y se quedó ahí, de espaldas, dejando que le calentase las piernas.
—¿Estás bien? —preguntó Daniel.
Minnie se pasó la mano por la cara, pero enseguida aparecieron lágrimas frescas a punto de rodar por las mejillas.
—Lo siento, cariño. No me hagas caso —dijo—. Estaba pensando en lo que ha pasado hoy. Qué susto me has dado, vaya susto. Prométeme que siempre te vas a poner el cinturón, incluso cuando estés en otro coche. Prométemelo.
Se inclinó hacia delante, con los nudillos blancos sobre el borde de la silla, los labios húmedos de lágrimas o saliva.
—Lo prometo —dijo Danny en voz baja—. Me voy a la cama.
—Muy bien, cielo, buenas noches. —Volvió a pasarse la mano por la cara una vez, dos veces y otra vez más con la manga derecha—. Recuerda guardar el dinero en la hucha. Ni se te ocurra llevarlo al colegio y comprar porquerías. Ven aquí…
Abrió los brazos y Daniel se acercó despacio. Minnie lo agarró de la muñeca y tiró de él con delicadeza, para darle un beso en la mejilla. Daniel se apoyó en ella un segundo más de lo necesario, percibiendo lana rugosa contra la mejilla derecha y lana húmeda contra la mejilla izquierda.