Amanecía y Daniel estaba en el cobertizo de las gallinas.
Era la primera helada del otoño y sus dedos estaban agarrotados por el frío. El día se extendía perezoso ante él mientras respiraba el olor del cobertizo, frío por la escarcha pero cálido por las plumas y la paja. Minnie estaba dormida. Había oído sus ronquidos junto al sonido del despertador cuando bajaba las escaleras. En la sala de estar, una bebida se había derramado sobre el piano. Se había secado y era una mancha blanca, como una gran ampolla en la madera.
Mientras ella yacía inconsciente, él estaba fuera, dedicado a sus quehaceres con esmero. Se sentía extraño: despojado de todo, solo, cruel, como un halcón que había visto de camino a la escuela, concentrado, sobre un poste, mientras despedazaba un ratón de campo.
No sabía dónde estaba su madre. Era como si se la hubiesen robado.
Daniel cogió un huevo cálido y marrón. Estaba a punto de dejarlo en la bandeja de cartón que Minnie le había dejado, como siempre, en la carbonera de la cocina. Palpó su dureza con la palma de la mano. La palma percibió la vulnerabilidad del huevo. La palma conocía la cáscara y la yema que contenía, la promesa pospuesta de un pollo.
Sin proponérselo, casi para que la palma pudiese sentir la súbita rotura de la cáscara y el empalagoso chorrear de la clara, Daniel apretó el huevo y lo aplastó. La yema corrió entre sus dedos como sangre.
De repente se sintió acalorado, en la nuca y en la zona lumbar. Cogió un huevo tras otro y apretó. De sus dedos caían gotas claras de esta pequeña violencia sobre la paja.
Como en señal de protesta, las gallinas se apartaron de él, graznando descontentas. Daniel dio una patada a una gallina, pero voló ante su rostro, un aleteo rojo y alocado. Daniel arremetió contra la gallina, los dedos aún pegajosos por los huevos. La aplastó contra el suelo y sonrió al notar que un ala se rompía bajo su peso. Se sentó sobre las rodillas. El pájaro cloqueó y se tambaleó, arrastrando el ala rota. El pico se abría y cerraba, sin emitir sonido alguno.
Daniel esperó un momento, con la respiración entrecortada. Detrás de él el griterío de las gallinas le erizó el vello de los brazos. Despacio, de forma metódica, como si doblara calcetines, Daniel intentó arrancar un ala a la gallina. El pico abierto y la lengua enardecida lo consternaron, así que le rompió el cuello. Se inclinó sobre la gallina y separó la cabeza del cuerpo.
La gallina se quedó inmóvil, los ojos vidriosos y ensangrentados.
Daniel se tropezó al salir del gallinero. Cayó sobre los codos y la sangre de la gallina le manchó la cara. Se levantó y entró en la casa con la mejilla cubierta de sangre y las plumas del pájaro que había matado pegadas aún a los pantalones y los dedos.
Minnie estaba despierta y se encontraba llenando la tetera cuando entró. Estaba de pie, de espaldas a él. La bata sucia le llegaba a las pantorrillas. Tenía la radio puesta y tarareaba una canción pop. Al principio, Daniel pensó en subir las escaleras hasta el cuarto de baño, pero se quedó clavado en el sitio. Quería que Minnie se diese la vuelta y lo viese, manchado con los restos de su violencia.
—¿Qué diablos? —dijo ella, con una sonrisa, al girarse.
Quizás fuesen las plumas que se aferraban a los pantalones o el amarillo brillante de la yema que le embadurnaba la mejilla junto a la sangre de la gallina. Minnie apretó los labios y pasó junto a él hacia el patio. Daniel miró desde la puerta trasera mientras Minnie se llevaba una mano a la boca a la entrada del cobertizo.
Regresó a casa y Daniel buscó en su rostro señales de rabia, de horror, de decepción. Ella ni lo miró. Subió por las escaleras y poco después reapareció vestida con la falda gris, las botas de hombre y la vieja sudadera que se ponía para limpiar. Daniel se quedó al pie de las escaleras. El huevo y la sangre se secaban en sus manos y la piel estaba tensa y áspera. Se interpuso en su camino, esperando que lo castigase, deseando que lo castigase.
Minnie se paró a los pies de la escalera y lo miró por primera vez.
—Límpiate —fue todo lo que dijo.
Pasó a su lado de nuevo y salió al patio.
Por la ventana del baño, la vio recogiendo las cáscaras rotas y la paja sucia. Se restregó las manos y la cara y se quedó mirando cómo trabajaba. Se quitó las plumas de los pantalones y siguió mirando por la ventana, que sostenía entre el índice y el pulgar. Dejó que las plumas volasen al viento, mareado pero confiado, cuando vio que Minnie volvía a casa. Llevaba la gallina muerta agarrada por las patas. El cuello de la gallina giraba a cada paso.
Se quedó arriba, bajo la colcha, y luego en el armario, mientras ella seguía atareada abajo. Empezó a sonarle el estómago a medida que el calor y la energía de la mañana lo abandonaban. Le entró frío y se cubrió las manos con las mangas. Salió del armario y se miró en el espejo que había roto tan solo una semana antes.
«Pequeño malnacido», recordó de nuevo. Se miró a la cara, aunque los fragmentos no encajaban. Su corazón latió con más fuerza. Se paró en lo alto de las escaleras y se sentó ahí, escuchando los sonidos de Minnie en la cocina. Blitz subió y se quedó mirándole, jadeante. Daniel acarició las suaves orejas del perro. Blitz lo consintió durante un momento, hasta que se giró y bajó. Daniel se adelantó un poco, hasta el escalón del medio, luego al de abajo, y ahí se quedó, agarrado a la barandilla. Pasaron diez minutos hasta que reunió el valor para llegar a la puerta de la cocina.
—No quiero ni mirarte —dijo Minnie, que aún le daba la espalda.
—¿Estás enfadada?
—No, Danny —dijo Minnie, girándose hacia él. Tenía los labios fruncidos y el pecho erguido—. Pero estoy muy triste. Muy triste, sí.
Sus ojos, llorosos y abiertos de par en par, eran de un azul intenso y temible. Su rostro parecía erguirse ante él, aunque estaba al otro lado de la cocina. Daniel suspiró y bajó la cabeza.
Ella apartó una silla para él.
—Siéntate. Tengo un trabajo para ti.
Se sentó donde le dijo. Minnie trajo una tabla de cortar sobre la cual yacía la gallina muerta y la puso frente a él.
—Se hace así —dijo, agarrando la gallina y arrancando las plumas. Tiró y tiró, y pronto quedó al descubierto un trozo de piel desnuda, blanca, cubierta de granos—. Este pájaro asesinado va a ser nuestra cena —añadió—. Tenemos que desplumarlo para poder destriparlo y asarlo.
Minnie se situó junto a él y observó cómo agarraba con cuidado las plumas suaves, el rojo convirtiéndose en gris cerca de la raíz.
—Tira —dijo Minnie—. Tira fuerte.
Daniel tiró demasiado fuerte y la piel se desprendió junto a las plumas, lo que dejó una marca enrojecida en la carne.
—Así —dijo, apartando su mano y arrancando otro puñado de plumas. La piel quedó blanca y suave, cubierta de granos—. ¿Puedes hacer eso?
Daniel se avergonzó al sentir un nudo en la garganta y los ojos húmedos. Asintió y abrió la boca para hablar.
—No quiero hacerlo —dijo, en un susurro.
—Ella no quería morir, pero la mutilaste y la mataste. Hazlo, hazlo ya.
Estaba de espaldas a él y, mientras hablaba, posó un vaso sobre la repisa de madera. Daniel oyó los cubitos de hielo y el débil sonido del zumo Jif, que usaba cuando no tenía dinero o tiempo para los limones de verdad. Ante la intensa pesadumbre que transmitió la botella de ginebra al abrirse, Daniel se puso a temblar y obedeció. Esta vez con más cuidado, agarró las plumas del ave y tiró. La repentina calva del pájaro era sorprendente.
Cuando terminó de desplumar la gallina, Daniel se sentó con las plumas pegadas a los dedos. Quería irse, correr fuera, al otro lado del Dandy, y quitarles los columpios a los niños pequeños. Quería volver al armario, abandonarse a su estrecho y oscuro abrazo. El olor de la gallina muerta le provocó náuseas.
Minnie cogió el ave e hizo un corte entre los muslos. Era un tajo tosco y Daniel notó el esfuerzo que le costó. Minnie metió la mano, ancha y roja, y Daniel vio cómo desaparecía.
—Tienes que llegar al fondo, tan lejos como puedas, hasta que sientas un bulto sólido: la molleja. Agárralo con firmeza y tira, con cuidado, despacio. Ojo: todo tiene que salir junto. ¡Toma! Inténtalo, no lo voy a hacer por ti.
—No quiero hacerlo. —Daniel oyó un quejido que era su propia voz.
—No te portes como un niño pequeño. —Minnie nunca antes le había hablado con desprecio, pero eso fue lo que percibió en su voz.
Inclinado sobre el fregadero, la pila temblando bajo él, Daniel introdujo la mano en las entrañas sanguinolentas de la gallina.
—No te preocupes demasiado por los pulmones —dijo Minnie—. Suelen quedarse pegados.
Daniel se mareó, pero trató de agarrar las cálidas entrañas y tirar de ellas. A cada tirón se le revolvía el estómago y la bilis le llegó a la garganta. Cuando al fin logró sacar esa masa oscura y roja, se apartó y sus propias entrañas se derramaron por el suelo junto a las de la gallina.
Daniel se inclinó y vomitó en el suelo de la cocina. No había comido, por lo que el vómito era un líquido amarillo que salpicó las entrañas del ave.
—No pasa nada —dijo Minnie—. Ya me encargo yo. Sube a limpiarte.
En el baño, Daniel vomitó en el váter y luego se acurrucó contra la pared. La mariposa le sonreía desde el estante. Se sintió muy mal, como un caracol al que arrancan el caparazón. Se lavó la cara con agua fría y se secó con una toalla. Se cepilló los dientes hasta borrar el sabor del vómito.
Esperó unos minutos antes de volver a la cocina.
Se sentía extraño, como si no quisiera abandonar el cuarto de baño. Se sentía como en el baño de casa, cuando uno de esos hombres hacía daño a su madre. Tenía el mismo líquido lúgubre del miedo en el estómago y la misma comezón en los músculos.
Sin hacer ruido, Daniel abrió la puerta y se quedó en lo alto de las escaleras. Fue a la cama con la ropa puesta, pero no durmió. Escuchó con atención los sonidos que venían de la cocina. El horno que se abría y se cerraba, los pasos de Minnie que recorrían el suelo, sus palabras a Blitz y el sonido de la comida de Blitz al llenarle el tazón.
—Has tardado siglos —dijo Minnie cuando lo vio—. Casi voy a buscarte. Son más de las dos y no has desayunado nada. ¿Tienes hambre?
Daniel negó con la cabeza.
—Vas a comer igual. Siéntate.
Daniel se sentó a la mesa y se quedó mirando el estúpido mantel en el que aparecía un potro.
Minnie había asado y trinchado la gallina. En el plato, junto al maíz dulce y las patatas cocidas, había unos filetes de pechuga.
—Cómetelo.
—No quiero.
—Te lo vas a comer.
—No quiero. —Apartó el plato.
—Si puedes asesinarla, puedes asumir la responsabilidad. Te lo vas a comer. Así sabrás que ha muerto y que su bondad está dentro de ti.
—No lo voy a comer.
—Tú te vas a sentar ahí y yo me voy a sentar aquí hasta que te lo hayas comido. —Minnie dejó la bebida sobre la mesa con un golpe. El hielo se estremeció en señal de protesta.
Permanecieron sentados hasta que se acabó la bebida. Daniel pensó que se levantaría a buscar otra y él aprovecharía la oportunidad para irse, pero Minnie dejó el vaso vacío ante ella. Lo miró y parpadeó lentamente. El tiempo comenzó a pudrirse a su alrededor, como el musgo sobre las piedras del patio. Daniel observó la gallina y las verduras ya frías y se preguntó si podría tragárselas como si fuesen píldoras.
—¿Y si me como las verduras?
—Eres un muchacho inteligente, así que ¿para qué me preguntas eso? Ya sabes que no me importa si tocas las verduras, pero te vas a comer hasta el último bocado del ave que has matado. Esas gallinas son mi forma de ganarme la vida, pero no es por eso por lo que estoy enfadada. Tú sabes que yo me las como cuando les llega la hora. Las cuido y las quiero y sí, me las como, pero mueren como tienen que morir, sin violencia, ni odio, ni cólera. Ésta está muerta y no la vamos a desperdiciar, pero quiero que comprendas que ha muerto por ti, por lo que hiciste. De otro modo, mañana nos habría dado sus huevos. Ya sé que lo has pasado mal, Danny, y conmigo puedes hablar de ello cuando quieras. Sé que estás enojado y tienes derecho a ello. Haré lo posible para ayudarte, pero no puedo permitir que mates a mis aves cada vez que te sientas mal.
Daniel comenzó a llorar. Lloró como un niño pequeño, encogido en la silla y tarareando en voz baja su tristeza. Se tapó los ojos con una mano para no tener que mirarla.
Cuando cesó el llanto, abrió los ojos y recuperó el aliento poco a poco. Minnie aún se encontraba delante con el vaso vacío y los ojos azul acero clavados en él.
—Cálmate, así. Recupera el aliento y come.
Derrotado, Daniel se incorporó y comenzó a cortar la carne de gallina. Cortó un pedazo muy pequeño y lo pinchó con el tenedor. La carne tocó su lengua y entró en su boca.