10

Mira —dijo Daniel, saludando a Minnie desde el patio—. ¡Le estoy dando de comer!

Con los pies juntos, ofrecía una zanahoria a Hector, la cabra. Llevaba casi un año viviendo con Minnie y sentía un extraño consuelo en ese patio embarrado y en la cocina desordenada. Le gustaban sus trabajos y le gustaban los animales, aunque Hector aún lo toleraba a duras penas.

—¡Ten cuidado! —Minnie dio unos golpes en la ventana—. Puede ser muy astuto.

También en la pequeña escuela de Brampton le iba mejor. Le habían amonestado unas pocas veces y le habían dado con la correa una (por derribar un escritorio), pero también había logrado una medalla de oro en Inglés y otra de plata en Matemáticas. A Minnie se le daban bien las matemáticas y le gustaba ayudarlo con sus deberes. Le caía bien a la bonita señorita Pringle, su profesora, y formaba parte del equipo de fútbol.

—¡Cuidado con los dedos! —Minnie golpeó otra vez el cristal.

Daniel escuchó el sonido del teléfono y Minnie desapareció tras la ventana. Era mayo y los ranúnculos y las margaritas salpicaban la hierba que rodeaba la casa. Mariposas embriagadas flotaban de flor en flor y Danny las observó mientras la zanahoria se volvía más y más corta. Haciendo caso a Minnie, retiró la mano antes de que fuese demasiado pequeña. Hector bajó la cabeza y se acabó la zanahoria, tallo incluido. Suavemente, Danny acarició el pelo corto y cálido de la cabra, retirando la mano y apartándose cada vez que la cabra bajaba la cabeza.

—Te daré otra más tarde —dijo.

Ahora se llevaba bien con Minnie. Los fines de semana se reían juntos. Un día, después del mercado, hicieron una tienda de campaña en el salón con la mesa plegable y un montón de sábanas. Bajó su viejo joyero, que sería el tesoro, entró a gatas junto a él y se hicieron pasar por ricos beduinos. Le preparó palitos de pescado para la merienda y los comieron en la tienda con las manos, untados en ketchup.

Otro día jugaron a los piratas y ella le hizo saltar al mar con los ojos vendados desde la banqueta del salón.

A Daniel le gustaba su risa, que siempre comenzaba con tres grandes explosiones y luego se convertía en una carcajada o en una risita que se prolongaba durante varios minutos. Le bastaba con ver esa risa para sonreír.

El fin de semana anterior habían decorado su dormitorio y Minnie le dejó escoger el color. Eligió un azul pálido para las paredes y un azul intenso para la puerta y los rodapiés. Minnie le dejó pintar junto a ella y pasaron todo el fin de semana con la radio puesta, arrancando las rosas de la pared y pintando.

La puerta de la casa se abrió de golpe y Minnie se quedó parada con una mano sobre la frente.

—¿Qué tal? —preguntó Daniel.

Ahora comprendía las expresiones de Minnie. A menudo fruncía el ceño mientras trabajaba, absolutamente feliz. Cuando estaba preocupada o enojada, el ceño fruncido desaparecía y sus labios se hundían ligeramente.

—Ven, muchacho, entra. Acabo de hablar con Tricia por teléfono. Va a venir a buscarte.

A pesar de la cálida brisa de verano y el sudor de una tarde dedicada a sus quehaceres, Daniel de repente se quedó frío. El sol seguía en lo alto de un cielo de un azul doliente, pero las sombras acechaban el patio como si surgiesen de su propia mente, oscureciendo el color de las mariposas que jugueteaban entre las flores.

Daniel posó una mano sobre Hector; la vieja cabra se sobresaltó de inmediato y brincó tanto como le permitía la cuerda sobre el barro seco del patio.

—No, no voy. No me voy de aquí… Yo…

—¡Tranquilo!, ¡un momento! No creo que te vaya a enviar a otra casa, pero va a haber una reunión con tu madre.

Minnie permaneció junto a la puerta y se cruzó de brazos. Miró a Daniel con los labios apretados.

Para Daniel el aire se llenó de ruidos de repente: las abejas rugían y las gallinas aullaban. Se tapó las orejas con las manos.

Minnie se acercó, pero él se apartó y entró en la casa. Lo encontró acurrucado tras el piano, que era a donde iba cuando se sentía así. No se sentía así a menudo últimamente.

Vio los pies de ella al acercarse, en sus zapatillas sucias, y luego aparecieron los tobillos cuando se sentó junto al piano.

—No tienes que ir si no quieres, cariño, pero creo que podría ser bueno para ti. Sé que es inquietante. Hace mucho que no la ves, ¿verdad?

Daniel se movió un poco y dio una pequeña patada al piano; sonó un quejido hueco, como si le hubiese hecho daño. Daniel resopló. En esa postura podía oler la madera sin barnizar del piano. Era un olor reconfortante.

—Ven aquí.

Normalmente Daniel no se habría acercado. Se habría quedado donde estaba y Minnie habría esperado cerca si Daniel se sentía mal o habría ido a la habitación de al lado si estaba tranquilo. Hoy, como no quería que se fuese, se levantó y se sentó sobre el brazo del sillón. Minnie lo apretó contra sí. A Daniel le gustaba que ella fuese tan grande. Incluso cuando era pequeño, su madre le parecía frágil. Cuando lo abrazaba a veces le clavaba los huesos con su presión insistente.

Daniel sintió la barbilla redonda de Minnie contra el cuero cabelludo.

—Creo que solo quieren charlar contigo, ¿vale? Luego puedes volver y te preparo ternera asada para la cena. Iré a comprarla mientras estás fuera. Vamos a comer el asado del domingo en sábado, solo para ti.

—¿Con pudín Yorkshire?

—Pues claro, y salsa y zanahorias de las que has plantado tú. Son las más sabrosas que jamás ha dado la tierra. Tienes un don, claro que lo tienes. —Lo bajó del sillón—. Muy bien, ve a limpiarte. Tricia está a punto de llegar.

Daniel miró a Minnie por encima del hombro mientras Tricia lo llevaba al coche. Llevaba una camisa de manga corta a cuadros y pantalones vaqueros. Una sensación familiar le anudó el estómago, como si le hubiesen sacado las entrañas y en su lugar hubiesen puesto papel arrugado u hojas secas. Se sentía relleno, pero vacío y ligero. Se había puesto el collar de su madre y lo frotó con el índice y el pulgar cuando se sentó al lado de Tricia en el coche.

—Te estás portando mucho mejor, Danny. Sigue así.

—¿Voy a vivir con mi madre? —preguntó mirando por la ventanilla, como si esperase que un transeúnte le respondiese.

—No, no vas a vivir con ella.

—¿Me vas a enviar a otro lugar?

—Por ahora, no. Esta noche te traigo de vuelta a casa de Minnie.

—¿Voy a estar a solas con ella? —Aún mirando por la ventana, Daniel se mordió el labio.

—¿Con tu madre? No, Danny, me temo que es una visita supervisada. ¿Quieres que ponga la radio?

Daniel se encogió de hombros y Tricia giró el dial hasta encontrar una canción que le gustaba. Daniel trató de pensar en recoger los huevos o plantar zanahorias o jugar al fútbol, pero su mente estaba en blanco y a oscuras. Recordó cuando se sentó en el armario del apartamento de su madre calcinado por el fuego.

—¿Para qué sacas la lengua? —dijo Tricia de repente.

Daniel metió la lengua. Aún podía saborear el humo.

—Eeeh, hombrecito, mira cómo has crecido.

Los huesos de ella todavía eran dolorosos. Se puso en tensión aun antes del abrazo, a la espera de las costillas y el codo. Ella estaba igual, pero había una negrura bajo sus ojos. A Daniel le sorprendió que no quería tocarla.

—Voy a buscar algo de beber —Tricia cogió su bolso con las dos manos—, así tenéis unos momentos para poneros al día, luego vuelvo y os ayudo con todo.

Daniel no estaba seguro de a quién le estaba hablando. No sabía que necesitasen ayuda.

Vio que su madre estaba a punto de llorar. Se levantó y le acarició el cabello como a ella le gustaba.

—Está bien, mamá, no llores.

—Tú siempre serás mi héroe, ¿verdad? ¿Cómo te ha ido? ¿Vives en una buena casa?

—Todo bien.

—¿Has jugado al fútbol?

—Un poco.

Daniel vio cómo se secaba los ojos con las uñas mordidas. Tenía magulladuras en los antebrazos, que intentó no mirar.

Tricia volvió con dos tazas de café y una lata de zumo para él. Se sentó en el sofá y colocó una taza frente a su madre.

—Ahí lo tienes. ¿Cómo lo lleváis?

—No puedo hacer esto. Necesito un pitillo primero. ¿Tienes? —Estaba de pie, mirando a Tricia con las manos en el pelo. Daniel detestaba que hiciese eso; su rostro parecía más delgado—. ¿Tienes, Danny? Necesito un pitillo.

—Voy a buscarte uno —dijo Daniel, pero Tricia se puso en pie.

—No, quédate aquí. Yo… voy a buscar cigarrillos.

Estaban en la oficina de la asistente social en Newcastle. Daniel había estado allí antes. Odiaba esas sillas, naranja y verde, de respaldo inclinado, y el suelo de linóleo gris. Se dejó caer en una de las sillas y miró a su madre, que caminaba de un lado a otro. Llevaba vaqueros y una camiseta blanca ajustada. Podía ver su columna vertebral y las aristas agudas de las caderas.

—No voy a decir esto delante de ella, pero lo siento, Danny —dijo, de espaldas a él—. Siento haber sido una basura. Te va a ir mejor, lo sé, pero me siento como una mierda…

—No eres una basura… —comenzó Daniel.

Tricia entró y entregó los cigarrillos y un encendedor a su madre.

—Le he gorroneado la mitad de un paquete de Silk Cut a un colega. Dice que te los puedes quedar.

La madre se inclinó sobre la mesa y encendió un cigarrillo protegiendo la llama con una mano, como si estuviera fuera, en medio del viento. Dio una calada y Daniel observó cómo la piel se aferraba a los huesos de su rostro.

—Tu madre y yo hemos ido al juzgado esta semana, Danny —explicó Tricia.

Daniel observó la cara de Tricia. Miraba a su madre con los ojos demasiado abiertos. Su madre miraba la mesa y se balanceaba levemente. Tenía el vello de los brazos erizado.

—He perdido mi última oportunidad, Danny. Esta es la última vez que te veo. No habrá más visitas; te van a ceder en adopción.

Daniel no oyó las palabras en el orden correcto. Revolotearon a su alrededor como abejas. Su madre no lo miró. Ella miraba la mesa, los codos apoyados en las rodillas, y respiró dos veces antes de terminar de hablar.

Daniel seguía hundido en la silla. Dentro de él las hojas secas se movieron.

—Cuando cumplas dieciocho —Tricia se aclaró la garganta—, tendrás derecho a retomar el contacto si quieres…

Las hojas ardieron de repente debido a las chispas del cigarrillo de su madre. Daniel endureció los abdominales. Se levantó de un salto y cogió los cigarrillos y los tiró a la cara de Tricia. Trató de golpearla, pero le agarró de las muñecas. Consiguió darle una patada en la espinilla antes de que ella lo inmovilizara contra la silla.

—¡No, Danny! —oyó decir a su madre—. Solo estás haciendo que sea más difícil para todo el mundo. Es lo mejor, ya verás.

—No —gritó Daniel, sintiendo que le ardían las mejillas y la raíz del pelo—. No.

—¡Para! ¡Para! —gritaba Tricia. Daniel olió el olor a café con leche en su aliento.

Sintió los dedos de su madre en el pelo, el suave cosquilleo de las uñas en el cuero cabelludo. Se relajó bajo el peso de Tricia, que se levantó y lo alzó para que se sentase en la silla.

—Eso es —dijo Tricia—. Pórtate bien. Recuerda que también es tu última oportunidad.

La madre de Daniel apagó el cigarrillo en el cenicero de aluminio que había sobre la mesa.

—Ven aquí —dijo, y él se derrumbó sobre ella. Los dedos que le tocaban la cara olían a cigarrillo. Los huesos de ella cedieron una vez más ante Daniel, y sintió su dolor.

Daniel dio cabezadas de un lado a otro mientras Tricia conducía de vuelta a la casa de Minnie. Sentía la vibración de los neumáticos en la carretera. Tricia tenía la radio apagada y hablaba con él de vez en cuando, como si Daniel le hubiera pedido una explicación.

—O sea, te vas a quedar con Minnie por ahora, pero vamos a solicitar tu adopción. Es una gran oportunidad, de verdad. Se acabó el ir de un lado a otro: tu propia casa, un nuevo padre y una nueva madre, quizás incluso hermanos, imagínate… Por supuesto que vas a tener que seguir portándote bien. Nadie quiere adoptar a un niño que se porta mal, ¿verdad? Ni mamá ni papá van a querer que les den patadas o puñetazos… Como ha dicho tu madre, es lo mejor para ti. Es difícil encontrar un hogar para los niños mayores, pero si eres bueno a lo mejor hay suerte.

Se quedó en silencio mientras recorrían Carlisle Road y Daniel cerró los ojos. Los abrió cuando el coche se paró de golpe. Vio a Blitz, que se acercaba, moviendo la cola y con la lengua colgando.

—Si nadie me quiere —Daniel tragó saliva—, ¿me puedo quedar aquí entonces?

—No, cariño… Minnie es una madre de acogida. Habrá otros niños o niñas que necesiten venir aquí. Pero no te preocupes. Te voy a encontrar un estupendo…

Daniel cerró de un portazo antes de que Tricia pudiese pronunciar la palabra hogar.