En el coche, Daniel sobrepasó el límite de velocidad, las ventanillas abiertas una vez más, disfrutando del aire fresco, respirando hondo, dilatando el diafragma. Frunció el ceño al tratar de entender por qué le había afectado tanto el funeral y por qué se había enojado con Cunningham. Había sido pueril y emotivo. Se reprendió a sí mismo, maldiciendo entre dientes mientras conducía.
Ahora que se encontraba en la carretera de nuevo, se sintió mejor: relajado, pero cansado. Brampton fue una decepción; las distracciones del trabajo todavía parecían distantes. Respiró hondo de nuevo y se preguntó si el olor del estiércol lo estaba adormeciendo. Debería haber tomado la M6, directo hacia Londres (quería llegar a casa antes de que oscureciese) pero se encontró a sí mismo conduciendo con la ventanilla abierta, oliendo los campos, observando las pequeñas casas y recordando los lugares que había visitado de niño.
Se encontró en la A69, casi por accidente, y quedó atrapado en el tráfico, con Newcastle frente a él. Daniel no había previsto dar un rodeo, pero había algo que quería ver otra vez, algo que necesitaba hacer, hoy más que nunca.
Daniel entró en la ciudad, pasó ante la universidad y llegó a Jesmond Road. Condujo mucho más despacio aquí, casi temeroso de volver.
Cuando salió del coche, el sol se había ocultado tras una nube. Era consciente del largo viaje que le esperaba, pero quería quedarse y verla una vez más.
La entrada del cementerio era un arco de arenisca roja y se vio arrastrado a sus profundidades. Sabía dónde ir; había seguido el camino con pasos adolescentes y halló el lugar donde fue enterrada.
A Daniel le sorprendió encontrar con tanta rapidez su lápida. El mármol blanco estaba ahora descolorido y sucio. Las letras de su nombre se habían descascarillado casi por completo, de modo que, a cierta distancia, se leía «Sam Gerald Hunt» en lugar de «Samantha Geraldine Hunter». Daniel suspiró, con las manos en los bolsillos.
Era una simple cruz rodeada de grava, como si así se negase la necesidad de flores, de cuidado, de muestras de amor.
Meciéndose sobre los talones ante la tumba, Daniel pensó en las palabras de la ceremonia de Minnie: «Dejamos. Cuerpo. Elementos. Terrenal. Polvo. Cenizas. Confiando. Misericordia». Se recordó a sí mismo, ante esta misma tumba, más joven, dolido porque su nombre no había sido grabado en el mármol barato. Quería que dijese «Devota madre de Daniel Hunter». ¿Había sido una madre devota? ¿Lo había querido?
Había estado enojado por esta muerte durante mucho tiempo, pero ahora no sintió nada al ver que su nombre no figuraba en la lápida. Sabía que compartía ADN con los huesos que había bajo sus pies, pero ya no tenía necesidad alguna de esos huesos.
Pensó en Minnie, inmolada y arrojada al viento. En su mente, podía olerla, sentir la aspereza de la rebeca contra las mejillas y ver la alegría en sus llorosos ojos azules. Como el presente mismo la perseguía, efímero, como el ahora, siempre inalcanzable. Durante años la había rechazado, pero ahora ya no estaba: ni en la vieja casa, ni en la granja, ni en el cementerio, ni en los ojos de su hermana. Minnie había desaparecido de la tierra y ni siquiera una estúpida lápida de mármol mencionaba su marcha.
Daniel recordó haber llorado ante esta tumba. Ahora tenía los ojos secos y las manos en los bolsillos. Recordaba a Minnie mejor que a su propia madre. Había sido muy pequeño la última vez que vivió con su madre. Durante años sus encuentros fueron tensos y breves. Había corrido a su encuentro y lo habían alejado a rastras.
Se había quedado con Minnie. Ella lo había acompañado durante su niñez, su adolescencia y su juventud. Ahora que se había ido se sentía extrañamente sosegado, pero solo: más solo que antes de conocer su muerte. Esto era lo que no lograba comprender. La había perdido años atrás, y sin embargo era ahora cuando sentía su pérdida.
Las pérdidas no debían ser comparadas, pensó. Y, sin embargo, ahora, pensando en la de sus dos madres, la de Minnie era más devastadora.
Al conducir de vuelta a Londres, Daniel se detuvo en la gasolinera de Donnington Park. Echó gasolina, se tomó un café y miró el teléfono por primera vez tras su salida.
Había tres llamadas perdidas del trabajo. Mientras bebía el café tibio y tragaba los humos de la gasolinera, Daniel llamó a Veronica. Se sentó en el asiento del conductor con la puerta abierta, escuchando el ronco susurro de la autopista.
—¿Estás bien? —dijo Veronica—. Hemos estado intentando hablar contigo. No te lo vas a creer… ¿Qué tal en el funeral, por cierto? No era nadie cercano, ¿verdad?
—No… —Daniel se aclaró la garganta—, no. ¿Qué ha ocurrido?
—¡No respondías las llamadas!
—Sí… Lo tenía apagado. Tenía cosas que hacer.
—Vuelves a tener el caso de Sebastian Croll, si lo quieres. ¿Lo vas a aceptar?
—¿Qué quieres decir?
—Resulta que Kenneth Croll sí tiene buenos contactos. —Daniel se frotó la mandíbula. No se había afeitado y sintió la barba contra la palma de la mano—. El caso acabó con McMann Walkers, pero…, no te lo vas a creer, Sebastian no los quiso. Le entró una enorme rabieta y dijo que solo tú podías ser su abogado.
—¿Por qué Seb no quería que lo defendiesen? ¿Qué hicieron?
—Bueno, el abogado de McMann Walkers fue a ver a Sebastian al día siguiente de tu salida. Yo lo conozco, Doug Brown, al parecer, un viejo compañero de colegio de Croll…
»En cualquier caso, no sé todos los detalles, pero Sebastian fue muy antipático con él. Sus padres intervinieron pero Sebastian empezó a gritar que quería que volvieses. Fue él quien pidió tu vuelta…, la vuelta de su abogado, Daniel. —Las risas de Veronica eran como gorjeos de pájaro—. Fue tan desagradable que McMann Walkers rechazó el caso. Ese King Kong o como se llame… me llamaba sin parar. Quieren que vuelvas para que Sebastian esté contento.
Daniel terminó su café y se mordió el labio. Había sentido la necesidad de proteger al niño, de salvarlo. Sebastian tenía los mismos años que Daniel cuando entró en la cocina de Minnie por primera vez. Pero ahora Minnie se había ido y Daniel se sintió agotado. No estaba seguro de estar preparado para ese juicio.
—Entonces, ¿te vuelves a encargar del caso? —preguntó Veronica. Su voz era clara e insistente—. He mirado el expediente y parece que la defensa es sólida.
—Claro que lo acepto —dijo Daniel, pero eran palabras robadas, que no le pertenecían. La autopista gruñía detrás de él y se apartó de ese ruido insensible y aberrante.
—Estupendo. ¿Vas a llamar al bufete de Irene mañana? ¿Para asegurarte de que ella y su asistente están disponibles todavía? Lo habría hecho yo, pero quería consultarlo contigo primero.
Daniel condujo deprisa, dejando el norte atrás. Pasó por la oficina para recoger las notas del caso de Sebastian. Era tarde y, mientras caminaba por el silencio surrealista del bufete, se sintió aliviado al ver que no estaba ninguno de sus colegas.
Comenzaba a oscurecer cuando regresó finalmente a Bow. Compró comida para llevar en South Hackney y encontró espacio para aparcar no lejos de su apartamento en Old Ford Road. El sol se ponía sobre Victoria Park. El estanque, con su fuente similar a un reloj de sol acuático, reflejaba el cielo ensangrentado. Olió los restos de barbacoas en el aire. Tras abrir el maletero, sacó la caja que le había dado Cunningham y caminó hacia el apartamento, la caja en una mano y la comida y sus llaves en la otra.
Se sentía extrañamente abatido, aún dentro de esa granja vacía, desvencijada, dominada por la ausencia de ella. Oyó las notas de nuevo, dolorosas como una herida abierta. Sonaban frías y duras.
Puso la caja en la mesa de la cocina, pero no la abrió todavía. En vez de eso, comió con rapidez, inclinado sobre la mesa, a la sombra de la caja, y se duchó. El agua estaba demasiado caliente y se inclinó bajo el chorro, agarrando el cabezal con ambas manos. La piel le escoció mientras se secaba. Se quedó desnudo en el cuarto de baño, mirando su rostro en el espejo mientras su piel se enfriaba, y pensó en el cernícalo que había visto merodeando sobre los campos de Brampton. Se sintió solo e implacable, estirando las alas y ascendiendo en una corriente de aire.
Los dos últimos días le habían dejado atemorizado, pero no sabía si el miedo se debía al caso del muchacho y todo lo que implicaba o a la pérdida de Minnie, el temor a la vida sabiendo que se había ido; ya no era necesario guardarle rencor.
«Pérdida». Daniel reflexionó mientras se frotaba la mandíbula y decidía no afeitarse. «Pérdida». Se ató la toalla alrededor de la cintura y espiró. «Pérdida». Era como todo lo demás. Podía practicarse. Ya casi había dejado de sentirlo. Había perdido a su madre y ahora había perdido a Minnie; le iría bien.
Daniel se vistió y comenzó a hojear el expediente de Sebastian. Esperaba que Irene aún estuviese disponible y aceptase. Llamaría a su secretario a primera hora de la mañana. Él e Irene habían colaborado en varias causas, pero especialmente en el tiroteo de la pandilla de Tyrel el año pasado. Había sido devastador para ambos cuando Tyrel fue condenado.
La última vez que la había visto fue en la fiesta de su promoción a abogada de la corona, en marzo, aunque apenas consiguió hablar con ella. Ella era londinense, nacida en Barnes, y varios años mayor que Daniel, pero había estudiado Derecho en Newcastle. Le gustaba intentar impresionarlo con su acento norteño. Daniel era incapaz de pensar en otra persona defendiendo a Sebastian.
Solo en su apartamento, Daniel comprendió que no podría dormir, así que se puso a trabajar. Su secretario ya había visto las cintas entregadas a la defensa. Daniel las vio una vez más, por si se le hubiese escapado algo. A lo largo del día, las cámaras se centraban en Copenhague Street y Barnsbury Road y pasaban a enfocar el parque después de las siete de la tarde. Daniel avanzó hasta las secuencias del parque, pero no había niños no acompañados, ni nadie de aspecto sospechoso.
A la una de la mañana, terminó de tomar notas sobre la defensa de Sebastian y solo entonces abrió la tapa de la caja de cartón. Contenía lo que esperaba: fotografías escolares, fotos de picnics en la playa de Tynemouth. Ahí estaban sus medallas de primaria y las condecoraciones de secundaria, dibujos y pinturas que había hecho para ella de niño, una vieja libreta de direcciones de Minnie.
Ahí estaba la fotografía enmarcada de la repisa de la chimenea, con Minnie, su hija y su esposo. El marido sostenía en brazos a la niña, que hacía pompas de jabón que flotaban ante la cara de Minnie. De niño a Daniel le había maravillado esa imagen de la juventud de Minnie. Era más esbelta y su pelo era corto y moreno y lucía una gran sonrisa blanca. Tenía que examinar con atención la fotografía para descubrir los rasgos que le eran familiares.
En el fondo de la caja, los dedos de Daniel hallaron algo frío y duro. Terminó la cerveza mientras rescataba el objeto de las profundidades de cartón.
Era la mariposa de porcelana, cuyo azul y amarillo eran más brillantes de lo que recordaba. Parecía barata. Había una muesca en el ala, pero, aparte de eso, estaba intacta. Daniel la sostuvo en la palma de la mano.
Pensó en Minnie reuniendo estas cosas y reservándolas para él, en su enfermedad y en cómo se habría manifestado. La imaginó pidiendo a la enfermera que la ayudase a sentarse en su cama de hospital, para poder escribirle. Casi era capaz de verla, suspirando un poco por el esfuerzo, el resplandor de sus ojos azules al firmar la carta: «Mamá». Sabía que estaba muriendo. Sabía que nunca lo volvería a ver.
Trató de recordar la última vez que había hablado con ella. Cuántos años, pero nunca pasó un cumpleaños o una Navidad sin sus tarjetas o llamadas telefónicas. Las últimas Navidades Daniel había ido a esquiar a Francia. Minnie le dejó dos mensajes y envió una tarjeta con un cheque de veinte libras en el interior. Como siempre, Daniel borró los mensajes, rompió el cheque y tiró la tarjeta a la basura sin leerla. Sintió una punzada de remordimiento por la agresión implícita en esos actos.
Debió de ser en su cumpleaños, en abril, la última vez que habló con ella. Tenía prisa; de lo contrario, se habría fijado en su número antes de coger el teléfono. Había llegado tarde del trabajo y ahora iba a llegar tarde a la cena.
—Soy yo, cariño —dijo Minnie. Siempre hablaba con la misma familiaridad, como si se hubieran visto la semana anterior—. Solo quería desearte un feliz cumpleaños.
—Gracias —respondió, un dolor punzante en el músculo del mentón—. No puedo hablar ahora, me estoy preparando para salir.
—Por supuesto. Para ir a un lugar agradable, espero.
—No, es una cosa del trabajo.
—Ah, entiendo. ¿Y qué tal el trabajo? ¿Te sigue gustando?
—Mira, ¿cuándo vas a parar? —gritó. Minnie no respondió—. No quiero hablar contigo.
Daniel recordó esperar su respuesta antes de colgar. Quizás por aquel entonces Minnie ya supiese lo del cáncer. Había colgado, pero pensó en ella el resto de la noche, el estómago revuelto por la rabia. ¿O era culpa?
La música del funeral todavía resonaba en su mente. Recordó el tono acusador de Harriet, como si la culpa fuese de él, como si no tuviese nada que reprochar a Minnie. Daniel dudó que Minnie le hubiese contado lo que había hecho. Harriet pensaba que era un desagradecido, pero era él quien tenía motivos de queja.
Daniel alzó la mariposa para mirarla. Recordó la primera vez que pisó la cocina de Minnie, cuando alzó el cuchillo ante ella. La mirada de Minnie fue impávida, implacable. Fue lo primero que le gustó de ella: su valentía.
Daniel pensó entonces en Sebastian. Se preguntó qué habría visto en él, por qué había insistido en que fuese su abogado. Una vez más acarició la mariposa con el pulgar y la colocó con cuidado sobre la mesita.