Se puso las botas Wellington, que le quedaban demasiado grandes. A pesar de los calcetines, estaban frías, como gelatina que se ha puesto dura. Esparció las sobras entre las gallinas, tal como le había pedido Minnie. Intentó no tocarlo con los dedos, pero el maíz se le metía bajo las uñas. Se lo quitó como si fuesen mocos. Minnie le había dicho que pensaba que su nariz estaba rota. Le costaba respirar al dar de comer a las gallinas. No le importaba demasiado, pues odiaba el hedor: a amoniaco, a verduras podridas y a plumas mojadas.
Era sábado y ella le estaba preparando bacon y huevos. La veía por la ventana de la cocina. Siempre estaba silenciosa por las mañanas. Sabía que era la otra cara de la ginebra. Tenía once años y conocía las resacas de la droga y de la bebida, aunque nunca había sufrido una. Una vez se emborrachó. Una noche se llevó dos latas de cerveza a la cama y se las bebió mientras veía Dallas en la televisión en blanco y negro de la habitación de su madre. Acabó mojando el pijama.
Llevaba puesto el collar de su madre mientras daba las sobras a las aves; no le importaba si así parecía una niña. Quería saber que el collar estaba a salvo. Quería saber que ella estaba a salvo. Se preguntó qué habría dicho la asistente social a Minnie. Al volver en coche, cuando Tricia le dijo que no sabía nada acerca de su madre y del incendio, intuyó que le ocultaba algo.
Daniel entró en casa mientras Hector, el macho cabrío, lo miraba compungido. La cara de la cabra le recordó a la asistente social. Dejó las botas en el vestíbulo. Blitz estaba acostado justo enfrente de la puerta. Levantó la cabeza cuando Daniel entró, pero no se apartó, así que tuvo que pasar por encima de él. La cocina olía a grasa y carne de cerdo y cebollas.
Minnie sirvió el desayuno. Las salchichas eran tan resbaladizas que se deslizaron por encima del plato. Cogió el tenedor y perforó la piel. Era lo que más le gustaba: perforar la piel y ver salir el jugo.
—¿Te sientes mejor esta mañana? —preguntó Minnie.
Daniel se encogió de hombros, mirando la comida.
—¿Qué tal la nariz? ¿Pudiste dormir bien?
Él asintió.
—Necesito hablar contigo.
La miró a la cara; su tenedor se detuvo sobre el plato. Los ojos de Minnie estaban un poco más abiertos que de costumbre. Daniel perdió el apetito, sintió la grasa de la salchicha en la garganta.
—A veces, cuando te sucede algo malo, parece más fácil simplemente salir corriendo, huir, pero quiero que intentes no salir corriendo, que hagas frente a lo que no te gusta. Parece más difícil pero a la larga es lo mejor. Confía en mí.
—No estaba huyendo.
—¿Qué hacías, entonces?
—Iba a visitar a mi madre.
Minnie suspiró y apartó el plato. Daniel vio cómo se mordía el labio, se inclinaba hacia delante y le cogía la mano. Se apartó de ella lentamente, pero Minnie se quedó inmóvil, con la mano tendida sobre la mesa.
—Vamos a averiguar qué le pasó a tu madre. Quiero que sepas que me paso el día al teléfono por eso. Te prometo que lo vamos a averiguar por ti…
—Seguro que está bien. Siempre está bien.
—Eso creo yo. Solo quiero que confíes en mí. Estoy de tu lado, cariño. Ya no necesitas hacerlo todo solo.
«Prometo. Confía. Solo». Las palabras se le clavaron en el pecho. Era como si no la hubiera oído o como si las palabras fuesen piedras, que lo golpeaban. «Cariño. Confía. Solo». Daniel no tenía claro por qué dolían.
—Cállate.
—Danny, sé que quieres ver a tu madre. Lo comprendo. Voy a ayudarte a descubrir dónde está y, dentro de lo razonable, podemos hablar con tu asistente social sobre ir a visitarla. Pero debes tener cuidado, Danny. No puedes salir corriendo todo el tiempo. No te dejarán seguir aquí conmigo, ¿sabes?, y eso es lo último que deseo.
Daniel no estaba seguro de si lo que le asustaba era la idea de no ver a su madre o la de no seguir junto a Minnie. Estaba cansado de ir a lugares nuevos y que lo echasen, aunque no esperaba quedarse aquí. Sabía que pronto se iría. Era mejor comenzar ya.
En primer lugar percibió sus dedos, aún pegajosos por el maíz, juntos como si estuviesen soldados, luego su corazón comenzó a palpitar y no pudo respirar. Se levantó de la mesa y la silla cayó al suelo. El golpe sobresaltó a Blitz, que se levantó de un salto. Daniel salió corriendo de la cocina y subió a su habitación.
—¡Danny! —oyó que lo llamaba.
Se quedó junto a la ventana del dormitorio, mirando al patio. Sus ojos ardían y sus manos temblaban. La oyó en las escaleras, agarrada del pasamanos para sobrellevar su peso. Se dio la vuelta y las rosas de la pared se abalanzaron sobre él.
Se agarró el pelo y tiró hasta que se le saltaron las lágrimas. Gritó a pleno pulmón hasta quedarse sin aliento. En cuanto Minnie entró en el dormitorio, Daniel cogió el joyero y lo lanzó contra el espejo del armario. Cuando ella se acercó, agarró el tocador y lo derribó para cortarle el camino. La vio subirse en la cama para alcanzarlo y él comenzó a golpear el cristal de la ventana con el puño y luego con la cabeza. Quería salir, estar lejos de ella. Quería a su madre.
No podía oír lo que le decía, pero los labios de Minnie se movían y sus ojos reflejaban la angustia. Tan pronto como sintió sus manos sobre él, giró y la golpeó en la boca. Daniel se apartó entonces. No quería ver el reproche en su mirada. Comenzó a golpear la ventana de nuevo, con el puño y luego con la cabeza, y se resquebrajó, pero entonces sintió las manos de ella sobre el hombro. Se giró con los puños apretados, pero ella lo estrujó contra su cuerpo y cayeron al suelo.
Lo rodeó con los brazos. El rostro de Daniel estaba aplastado contra el pecho de ella y sentía los brazos de Minnie a su alrededor como sogas y su enorme peso encima. Luchó. Lanzó patadas y trató de liberarse, pero en vano. Intentó gritar de nuevo, pero lo agarró con más fuerza.
—Ya está, muchacho, estás bien. Vas a estar bien. Desahógate. No dejes nada dentro. Estás bien.
No tenía intención de llorar. Ni siquiera intentó evitarlo. Estaba demasiado cansado. Salieron de él, sin más, las lágrimas y los sollozos. No podía parar. Minnie se incorporó y se apoyó contra el espejo roto del armario, manteniéndolo cerca, siempre. Dejó de agarrarle los brazos, pero lo abrazó con fuerza. Daniel sintió sus labios sobre la frente. Era consciente del ruido que hacía: su respiración entrecortada y el olor de ella. De repente, la lana húmeda de la rebeca lo calmó y la olfateó.
Daniel no sabía cuánto tiempo permanecieron así, pero fue mucho. Fuera el día había cambiado y la húmeda mañana había dejado paso a un sol brillante que bañaba la casa y la granja. Había dejado de llorar, pero seguía respirando entre suspiros, como si probase algo muy caliente. Estaba desgastado como una moneda. No sabía qué iba a ser de él.
—Ya, ya, tranquilo, mi amor —le susurró Minnie mientras trataba de controlar la respiración—. Estás bien. No soy tu madre. Nunca seré tu madre, pero estoy aquí de todos modos. Siempre estaré aquí si me necesitas.
Daniel estaba demasiado cansado para sentarse o responder, pero una parte de él se alegró de estar con ella, y la abrazó con más ganas. Ella lo estrechó un poco más fuerte como respuesta.
Al cabo de un rato, pudo respirar con normalidad. Poco a poco, Minnie lo soltó. Más tarde, en la cama, trató de recordar si alguien lo había abrazado así antes. La mayoría de la gente no se acercaba tanto a él. Su madre lo había besado. Sí, le había pasado los dedos por el pelo. Lo había consolado una o dos veces cuando se había hecho daño.
Daniel ayudó a Minnie a levantarse y luego, juntos, trataron de poner la habitación en orden. La ventana estaba rota y el espejo resquebrajado. Minnie suspiró al contemplar la destrucción.
—Lo siento. No quería romper todo esto —dijo—. Te los voy a arreglar.
—No sabía que tuvieses tanto dinero —dijo Minnie, riendo.
—Podría conseguir algo.
—¿Estás hablando de tu carrera de ladronzuelo otra vez? Ni se te ocurra. —Se agachó para recoger el joyero del suelo. Se inclinó de tal modo que el trasero sobresalía y se le subió la falda, por lo que se veían sus piernas blanquísimas y sus calcetines de hombre que llegaban hasta la rodilla. Daniel reparó en que la había agotado. Tenía las mejillas enrojecidas y sudor sobre los labios.
—Puedo repartir periódicos.
—¿Repartir periódicos? Me puedes ayudar en el puesto los fines de semana. Ayúdame a repartir los huevos. Te pagaré por eso.
—Muy bien, vale.
—Sí, pero, ojo, necesito a alguien cuidadoso. ¿Puedes tener cuidado con los huevos?
—Tendré cuidado. Lo prometo.
—Bueno, veremos. Veremos.