7

Daniel apretó los hombros contra el asiento mientras conducía el M6. Conducía con la ventanilla bajada y el codo fuera. El ruido del viento casi ahogaba al de la radio, pero necesitaba el aire. Iba hacia el norte, sentía una atracción casi magnética. No había planeado ir al funeral, pero había pasado un fin de semana difícil, atormentado por recuerdos de Sebastian y Minnie. Tras despertarse con dolor de cabeza a las seis de la mañana, se duchó, se vistió y fue derecho al coche. Llevaba casi cuatro horas en la carretera, conduciendo de manera insensata, fantaseando y recordando, pisando a fondo el acelerador.

Se imaginaba llegando a Brampton y frenando ante el verde imperecedero, el olor del estiércol en el aire. Se imaginaba aparcando ante su casa y escuchando los ladridos de su último perro. Se le acercaría corriendo: un boxer, un chucho o un collie. Fuese cual fuese el trauma al que había sobrevivido, el perro se pararía en seco y obedecería cuando ella le pidiese que dejase de ladrar. Le diría al perro que Daniel era de la familia y no hacía falta ese jaleo.

«Familia». El suelo de la cocina estaría sucio y la masilla de las ventanas estaría picoteada por las gallinas. Estaría medio borracha, le ofrecería una ginebra y la aceptaría y beberían toda la tarde, hasta que ella sollozase por verlo y llorase una vez más su pérdida. Lo besaría con sus labios de limón y le diría que lo quería. «Lo quería». ¿Qué sentiría él? A pesar de todo el tiempo que había pasado lejos de ella, su olor aún sería familiar. Si bien estaba tan enfadado como para golpearla, su olor lo reconfortaría y se sentaría junto a ella en el salón. Disfrutaría de su compañía y del modo en que su rostro se ruborizaba al hablar. Se sentiría aliviado al estar cerca de ella, escuchando el acento irlandés de su voz cantarina. Sería como un bautizo, liberador, y lo anegaría, lo empaparía como la lluvia del norte y lo dejaría limpio ante ella, dispuesto a aceptar todo lo que había hecho, y todo lo que ella había hecho. Sería capaz de perdonar a ambos.

Aparcó en el área de servicio.

«Nunca te perdonaré», le había gritado una vez, hacía mucho tiempo.

«Yo no he sido capaz de perdonarme a mí misma, cielo. Cómo iba a esperar que tú lo hicieses», había dicho Minnie más tarde, años más tarde, por teléfono, tratando de hacerle entender. Había llamado a menudo cuando se mudó a Londres, menos según pasaban los años, como si hubiera perdido la esperanza de que la pudiese perdonar.

«Yo solo quería protegerte», trataría de explicar. Pero nunca la escuchaba. Nunca le permitió explicarse, por mucho que lo intentase. Algunas cosas no se pueden perdonar nunca.

Daniel compró café y estiró las piernas. Estaba a unos treinta kilómetros de Brampton. El aire era más fresco y pensó que ya podía oler las granjas. Dejó la taza de café en el techo del coche y se metió las manos en los bolsillos, subiendo los hombros hasta las orejas. Le ardían los ojos por el esfuerzo de concentrarse en la carretera. Era casi la hora de comer y el café era como mercurio en el estómago. Había conducido hasta el medio del campo y ahora le resultaba inexplicable. Si no hubiese llegado tan lejos, habría dado la vuelta.

Condujo los últimos kilómetros despacio, manteniéndose en el carril interior, escuchando la fricción del aire contra la ventanilla abierta. En la rotonda de Rosehill tomó la tercera salida, haciendo una mueca de dolor ante la señal de Hexham, Newcastle.

Tras la granja de truchas vio Brampton, entre los campos labrados como una joya en bruto. Un cernícalo revoloteaba al lado de la carretera y luego desapareció de la vista. Como esperaba, llegó el cálido olor a estiércol y lo relajó de inmediato. En comparación con el de Londres, el aire era fresquísimo. Las casas de ladrillo rojo y los cuidados jardines eran más pequeños de lo que recordaba. Era un pueblo primitivo y tranquilo. Daniel comprobó su velocidad y fue directo a la granja donde creció, en lo alto de Carlisle Road.

Aparcó fuera de la granja de Minnie y permaneció sentado durante unos minutos, las manos en el volante, escuchando el sonido de su respiración. Podría haberse marchado de nuevo, pero en cambio salió del coche.

Caminó muy lentamente hacia la puerta de Minnie. Los dedos le temblaban y tenía la garganta seca. No ladró ningún chucho, ni cacareó el gallo, ni cloquearon las gallinas. La granja estaba cerrada, aunque Daniel pensó que aún se podían ver las huellas de sus botas de hombre por el patio. Miró hacia la ventana que había sido su dormitorio. Apretó los puños dentro de los bolsillos.

Caminó alrededor de la parte trasera de la casa. El gallinero seguía ahí, pero vacío. La puerta del cobertizo se dejaba mover por el viento y había unas pocas plumas blancas pegadas a la malla. No había ninguna cabra, pero Daniel vio huellas de pezuñas en el barro. ¿Sería posible que las viejas cabras la hubiesen sobrevivido? Daniel suspiró al pensar en los animales que Minnie perdía y reemplazaba, al igual que esas hijas adoptivas que criaba para dejarlas ir una tras otra.

Daniel sacó la llave de la casa. Junto con la llave de su apartamento de Londres, todavía conservaba la de la casa de Minnie. La misma que le había dado cuando era niño.

La casa olía a humedad y silencio cuando abrió la puerta. Desde sus profundidades, el frío lo rodeó como manos de anciano. Entró, cubriéndose las manos con las mangas del suéter para entrar en calor. La casa aún olía a ella. Daniel llegó a la cocina y dejó que sus dedos pasaran de la repisa abarrotada a la cesta de costura, de las cajas de pienso a los frascos de monedas, botones y espaguetis. En la mesa de la cocina se amontonaban los periódicos. Unas arañas cautelosas se escabulleron por el suelo.

Abrió el frigorífico. No había mucha comida, pero no lo habían vaciado. Los tomates estaban arrugados, cubiertos de sucios sombreros grises. La leche, media botella, estaba amarilla y cortada. La lechuga marchita era como algas marinas. Daniel cerró la puerta.

Fue a la sala de estar, donde el último periódico que había leído yacía abierto en el sofá. Entonces, había sido un martes la última vez que ella estuvo en casa. Podía imaginarla con los pies en alto leyendo The Guardian. Tocó el periódico y sintió un escalofrío. La sintió cerca y distante, como si fuese un reflejo que podía ver en una ventana o un lago.

El viejo piano estaba abierto junto a la ventana. Daniel sacó el taburete y se sentó, escuchando el crujido de la madera bajo su peso. Con delicadeza apretó uno de los pedales con el pie y dejó caer los dedos pesadamente sobre las teclas. Las notas eran discordantes bajo su mano. Recordó esas noches en que bajaba sigiloso y se sentaba en las escaleras, los dedos de un pie calentando los dedos del otro, mientras la escuchaba tocar. Tocaba piezas clásicas lentas y tristes que no reconoció en su momento pero cuyos nombres había aprendido más tarde: Rachmaninov, Elgar, Beethoven, Ravel, Shostakovich. Cuanto más se emborrachaba, más alto tocaba y más notas se saltaba.

Recordó quedarse en el frío del vestíbulo, mirándola por la puerta entornada del salón. Aporreaba las teclas, de modo que el piano parecía protestar bajo ella. Sus pies desnudos y encallecidos bombeaban los pedales mientras mechones de sus rizos canos caían sobre su rostro.

Daniel sonrió, pulsando notas sueltas. No sabía tocar. Minnie había tratado de enseñarle un par de veces. Su índice encontró las notas y las escuchó: frías, temblorosas, solitarias. Cerró los ojos, recordando; en el salón aún había un penetrante olor a perro. Se preguntó qué habría sido del perro cuando Minnie murió.

Todos los años, desde que la conoció, el 8 de agosto bebía hasta el estupor escuchando una y otra vez el mismo disco. Era un disco que nunca le dejó tocar. Lo mantenía guardado en su funda salvo durante ese día, cuando lo dejaba girar y permitía que la fina aguja recorriese sus surcos. Se sentaba en la penumbra, el salón apenas iluminado por el fuego, y escuchaba el Concierto para piano en sol mayor de Ravel. Hasta que no llegó a la universidad, Daniel no supo el nombre de la pieza, aunque había memorizado cada nota mucho antes.

Una vez ella le había dejado sentarse a su lado. Daniel tenía trece o catorce años y todavía le costaba comprenderla. Le hizo sentarse en silencio, de espaldas a ella, mirando el disco que giraba mientras ella esperaba, la barbilla subiendo y bajando un poco a la espera de las notas y la conmoción que la dominaría.

Cuando la música comenzó, se giró para verle la cara, sorprendido ante el efecto que la música tenía en ella. Le recordaba a su madre cuando se inyectaba heroína. El mismo éxtasis, la misma atención devota, el mismo desconcierto aunque su madre la buscaba sin descanso, una y otra vez.

Al principio Minnie parecía buscar las notas con los ojos y su respiración se volvía profunda y alzaba el pecho. Sus ojos se llenaban de lágrimas y, al otro lado del salón, Daniel veía su resplandor. Era como una pintura: un Rembrandt, luminosa, rústica, real. Los dedos reproducían las notas sobre el sillón, aunque nunca la había oído tocar esta pieza. Minnie la escuchaba, pero nunca, ni siquiera una vez, llegó a tocarla.

Y, a continuación, las notas discordantes, el la sostenido y el si. A medida que sonaban una y otra vez, una lágrima se formaba y rodaba por su mejilla. Disonante pero por algún motivo acertada: era el sonido de lo que sentía.

Parecía buscar esa discordancia, como un dedo busca la herida.

¡Cuántas noches de agosto le había despertado el sonido del piano y había bajado para darse cuenta de que ella estaba llorando! Los sollozos eran sus despojos. Era como si la estuviesen golpeando en el estómago, una y otra vez. Daniel recordó que se hacía un ovillo al escucharla, preocupado por ella, sin comprender qué pasaba pero sabedor de que no podía consolarla. Le daba miedo entrar y encontrársela así. Ya la consideraba fuerte e impenetrable: más valiente, más dura de lo que nunca fue su madre. Siendo solo un niño, no podía ni imaginar su dolor. Nunca llegó a comprender por qué. Había llegado a querer esas pantorrillas musculosas, esas manos fuertes y esa risa imponente. No soportaba verla así, rota, perdida.

Pero por la mañana, sin duda, estaría bien de nuevo. Dos aspirinas y una tortilla tras dar de comer a las gallinas y se acabó, hasta el año próximo. El verano siguiente ocurriría de nuevo. Su dolor parecía no cesar nunca. Cada año volvía con la misma furia, como una helada perenne.

Daniel pensó en ello. Minnie debió de fallecer el 9 o el 10 de agosto. ¿Fue ese dolor lo que finalmente la mató?

Recorrió con la vista toda la habitación. Le sorprendió sentir el peso de la casa. Los recuerdos que contenía se apoyaban en él y se frotaban contra su cuerpo. Recordó tanto sus lágrimas como su risa: esa sencilla cadencia que una vez lo embelesó. Luego, una vez más, recordó lo que le había hecho. Se había ido, pero ni aun así podía perdonarla. Comprenderla ayudaba, pero no era suficiente.

Daniel cerró la tapa del piano. Miró el sillón de Minnie, recordando cómo se sentaba con los pies en alto, contando cuentos con la luz del fuego reflejada en los ojos y las mejillas rosadas de alegría. Junto al sillón había un archivador abierto. Daniel lo cogió y se sentó en el sillón de Minnie a examinar el contenido. Recortes de periódicos de Brampton News y el Newcastle Evening Times aletearon en su regazo como polillas ansiosas.

TRÁGICA MUERTE DE NIÑA DE SEIS AÑOS

Un accidente de coche en el que se vieron involucradas una mujer y dos niñas dio como resultado la muerte de Delia Flynn, de seis años, en Brampton (Cumbria). La otra niña sufrió heridas leves, pero recibió el alta médica el jueves por la tarde. Delia fue llevada al Hospital General de Carlisle, donde falleció dos días después debido a graves lesiones internas.

La madre de la niña, que conducía el coche y que sufrió heridas leves, se negó a ofrecer declaraciones.

Había otros dos artículos sobre el accidente y otro recorte que llamó la atención de Daniel. Estaba parcialmente roto, arrancado cerca del pliegue del periódico.

AGRICULTOR HALLADO MUERTO, POSIBLE SUICIDIO

Un agricultor, vecino de Brampton, fue hallado muerto el martes por la noche tras un disparo. Hay una investigación en curso, pero la policía no considera la muerte sospechosa.

Daniel se sentó en silencio en el frío salón. De niño había tratado de preguntarle sobre su familia, pero ella siempre cambiaba de tema. El resto del archivador estaba lleno de dibujos de Delia: pinturas a dedo, mosaicos de lentejas y macarrones. Sin saber por qué, Daniel dobló los dos recortes y los guardó en su bolsillo trasero.

Hacía frío y dio patadas en el suelo al caminar. Cogió el teléfono. Ya no había línea. El contestador parpadeaba, así que reprodujo los mensajes.

Una voz entrecortada de mujer susurró: «Minnie, soy Agnes. He oído que no puedes venir el domingo. Solo quería decirte que estoy encantada de encargarme del puesto. Espero que no te sientas muy mal. Hablamos luego, espero…».

La máquina pasó al siguiente mensaje: «Señora Flynn, soy el doctor Hargreaves. Espero que pueda devolverme la llamada. Tengo los resultados de sus pruebas. No acudió a su última cita. Tenemos que hablar, de modo que espero que pueda concertar otra cita. Gracias».

«No hay más mensajes», proclamó el contestador.

En el vestíbulo, cerca del teléfono, había cartas apiladas sobre el sillón. Daniel las hojeó. Había cartas rojas de la compañía de electricidad y la empresa telefónica, cartas de sociedades para la protección de animales, revistas de agricultura. Daniel las tiró al suelo y se sentó, cubriéndose la boca con una mano.

El escalofrío de las notas discordantes resonaba en su cabeza. «Muerta. Muerta. Muerta».

Daniel fue incapaz de pasar la noche en la doliente casa de Minnie. Encontró una habitación en un hotel cercano, donde comió un filete casi crudo y bebió una botella de vino tinto. Se quedó dormido con la ropa puesta, encima de las mantas de nailon, en una habitación húmeda que olía como si alguien hubiera muerto en ella. Había telefoneado a Cunningham, el abogado de Minnie, desde el coche. Tal como esperaba, el funeral se celebraría en la capilla del crematorio de Crawhall.

Era martes. El sol desterrado tras las nubes, hacía más frío en Brampton que en Londres. Daniel podía oler los árboles y su verdor implacable era agobiante. El silencio lo impregnaba todo y la gente parecía girarse a mirar cuando oía sus pisadas. Echó de menos el anonimato, las prisas y el ruido de Londres.

Las puertas de la capilla estaban abiertas cuando llegó y le señalaron el camino. La sala estaba medio llena. Los congregados eran hombres y mujeres de la edad de Minnie. Daniel se sentó al fondo, en medio de unos bancos vacíos. Un hombre alto, delgado, con entradas y vestido de gris, se acercó a él.

—¿Es usted… Danny? —susurró el hombre, aunque la ceremonia no había comenzado. Daniel asintió—. John Cunningham, encantado de conocerle. —La mano era dura y seca. Daniel sintió la suya sudada—. Me alegra que se haya decidido a venir. Acérquese. Así quedará mejor.

Daniel quería esconderse en la parte de atrás, pero se levantó y siguió a Cunningham. Mujeres que reconocía de su infancia y agricultores que habían trabajado en los puestos del mercado con Minnie lo saludaron con la cabeza cuando se sentó.

—No hay bebidas ni nada después —le susurró Cunningham al oído. El aliento le olía a café con leche—. Pero si tiene tiempo para charlar… —Daniel asintió una vez—. Voy a decir unas palabras en su memoria. Me pregunto si le gustaría hacer lo mismo. Se lo podría decir al pastor.

—No se moleste —dijo Daniel, apartando la vista.

Permaneció sentado durante la breve ceremonia, los dientes apretados con tanta fuerza que comenzaron a dolerle los músculos de la mandíbula. Hubo cánticos y las palabras estudiadas y amables del pastor con su acento de Carlisle. Daniel se descubrió mirando fijamente el ataúd, no se podía creer que Minnie estuviese en el interior. Tragó saliva cuando el pastor llamó a John Cunningham para que pronunciase el panegírico.

En el estrado, el abogado de Minnie se aclaró la garganta de forma ruidosa y leyó un papel doblado.

—Me enorgullece ser una de las personas aquí reunidas hoy en honor de una mujer maravillosa que iluminó nuestras vidas y las vidas de muchos otros más allá de estas cuatro paredes. Minnie es un ejemplo para todos nosotros y espero que se sintiera orgullosa de todo lo que logró en vida.

»Conocí a Minnie por motivos profesionales tras las trágicas muertes de su marido y su hija, Norman Flynn y Cordelia Rae Flynn…, que en paz descansen.

Daniel se incorporó y respiró hondo. «Cordelia Rae». Nunca había sabido su nombre completo. Las raras veces que Minnie la mencionaba, era Delia.

—A lo largo de los años, llegué a estimar su amistad y a respetarla porque servía a los demás de un modo al que todos deberíamos aspirar.

»Minnie… fue una rebelde.

Hubo risas tristes. Daniel frunció el ceño. Su respiración era poco profunda.

—No le importaba lo que pensasen de ella. Vestía como quería, hacía lo que quería y decía lo que quería; podías aceptarlo… u olvidarlo. —Una vez más, risas que eran como una alfombra golpeada—. Pero ella era sincera y amable y esas cualidades la llevaron a ser madre adoptiva de docenas de niños con problemas y a convertirse en madre de nuevo, en los ochenta, al adoptar a su querido hijo, Danny, quien por fortuna está hoy con nosotros…

Las mujeres sentadas a la derecha de Daniel lo miraron. Notó que se sonrojaba. Se inclinó apoyándose en los codos.

—La mayoría de los aquí presentes conocen a Minnie como granjera: o bien hemos trabajado con ella o bien le hemos comprado sus productos. Una vez más, mostró su esmero en la forma en que cuidaba su ganado. Esa pequeña granja no era solo una forma de ganarse la vida: los animales eran como hijos y los cuidaba como cuidaba a todo el que la necesitaba.

»Como amigo, esta es mi impresión final. Fue independiente, fue rebelde, fue dueña de sí misma, pero, por encima de todo, fue una persona bondadosa y el mundo es un lugar peor ahora que la ha perdido. Dios te ama, Minnie Flynn, que en paz descanses.

Daniel vio que las mujeres sentadas a su lado inclinaban la cabeza. Él hizo lo mismo, sintiendo aún el ardor en las mejillas. Una de las mujeres comenzó a llorar.

Cunningham se sentó y la mujer que se encontraba a su derecha le dio unos golpecitos en el hombro. El pastor se apoyó en el estrado con ambas manos.

—Antes de las exequias, Minnie nos pidió que escuchásemos esta pieza musical tan especial para ella. La vida terrenal de Minnie ha llegado a su fin, y ahora dejamos su cuerpo a merced de los elementos. Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas y polvo al polvo, confiando en la misericordia infinita de Dios…

Daniel contuvo la respiración. Miró a su alrededor, preguntándose de dónde vendría el sonido. Antes de escuchar los acordes del piano, ya sabía qué pieza había elegido.

A pesar de sí mismo, cuando comenzó la música, sintió disiparse la tensión acumulada. Los pasos insistentes y cadenciosos de la música lo absorbieron mientras observaba el telón, que caía lentamente sobre el ataúd. El tiempo pareció detenerse y, ahí sentado, entre desconocidos, escuchando esa música que formaba parte de la intimidad de ambos, empezó a recordar.

Ante él se formaban y se desvanecían escenas de su vida, como las mismas notas. Primero, el la sostenido y, a continuación, el si; abrió la boca, asombrado, las mejillas enrojecidas. Le dolía la garganta.

¿Cuánto tiempo desde que había escuchado el concierto completo? Seguramente, cuando era adolescente: en su memoria era más doloroso, la discordia más nítida. Ahora le sorprendía la serenidad de la pieza y cómo (en su totalidad, acabada, completa) tanto su armonía como su disonancia eran perfectas.

Los sentimientos que la música le inspiraba eran extraños para él. Apretó los dientes, hasta el final mismo, sin querer admitir su dolor. Recordó sus dedos fuertes y cálidos y sus delicados rizos grises. La piel recordó la aspereza de sus manos. Así renació la tensión en el cuerpo y el rubor en las mejillas. No iba a llorar; ella no lo merecía, pero una pequeña parte de él estaba cediendo y le pedía lamentar su muerte.

En el aparcamiento, había salido el sol. Daniel se quitó la chaqueta andando hacia el coche. De repente se sintió agotado, incapaz de conducir siete horas para volver a Londres. Notó una mano en el brazo y se dio la vuelta. Era una mujer anciana, de rostro hundido y arrugado. Daniel tardó un momento, pero la reconoció: era la hermana de Minnie, Harriet.

—¿Sabes quién soy? —le dijo, los labios fruncidos, una mueca en el rostro.

—Por supuesto. ¿Cómo estás?

—¿Quién soy? Di mi nombre, ¿quién soy?

Daniel inhaló aire y dijo:

—Eres Harriet, la tía Harriet.

—Al final has venido, ¿no? Tuviste tiempo, ahora que está muerta.

—Yo… Yo no…

—Espero que estés avergonzado, jovencito. Espero que por eso estés aquí. Que Dios te perdone.

Harriet se alejó, apuñalando el aparcamiento con su bastón. Daniel se volvió hacia su coche y se apoyó en el techo. La cabeza le daba vueltas debido al revoloteo de las hojas y al funeral y al campo en silencio. Espiró, frotándose la humedad de la punta de los dedos. Oyó que Cunningham lo llamaba y se volvió.

—Danny… No hemos tenido ocasión de hablar. ¿Tendría tiempo para almorzar o para una taza de té?

Le hubiera gustado negarse, irse cuanto antes, pero solo quería acostarse, así que aceptó.

En el café, Daniel agachó la cabeza y se cubrió la cara con una mano. Cunningham había pedido té para ambos y un plato de sopa para sí. Daniel no tenía hambre.

—Debe de ser duro para usted —dijo Cunningham, cruzando los brazos.

Daniel se aclaró la garganta y apartó la mirada, avergonzado por sus confusos sentimientos hacia Minnie y escarmentado por las duras palabras de Harriet. No estaba seguro de por qué le embargaban las emociones. Había dicho adiós a Minnie hacía mucho tiempo.

—Era una joya. Una joya pura. Influyó en muchísimas personas.

—Era una vieja idiota —dijo Daniel—. Creo que tenía tantos enemigos como amigos…

—Aunque venimos de la capilla, ella pidió una ceremonia y una cremación no religiosas. Una cremación, ¿lo puede creer?

—Ya no creía en Dios —dijo Daniel.

—Sé que durante muchos años no fue practicante. La verdad es que yo mismo no tengo tiempo, pero siempre había pensado que su fe seguía siendo importante para ella.

—Me dijo una vez que los rituales y los fetiches eran lo más difícil de dejar… No es que creyese en ellos, pero no podía abandonarlos. Me dijo una vez que el cristianismo era otra de sus malas costumbres. Rezaba el rosario cuando estaba borracha. Las malas costumbres van juntas… Su discurso fue bueno. Es cierto: fue una rebelde.

—Creo que debería haber vuelto a Cork después de la muerte de Norman. Su hermana piensa lo mismo. ¿Habló con ella? Era la mujer que estaba al final de la fila.

—La conozco. Solía visitarnos. Me dijo unas palabras. —Una vez más Daniel apartó la vista, pero Cunningham no lo notó y continuó hablando.

—Minnie fue una mujer adelantada a su tiempo, vaya si lo fue. Necesitaba la ciudad, un lugar cosmopolita…

—Qué va, le encantaba el campo. Era su razón de vivir.

—Pero sus ideas eran ideas urbanas, le habría ido mejor ahí.

—Tal vez. Fue su elección. Como usted ha dicho, amaba sus animales.

Llegó la sopa de Cunningham y durante unos momentos se ocupó de su servilleta y de untar el pan con mantequilla. Daniel dio un sorbo a su té y observó, sin saber todavía qué tendría que decirle Cunningham que era tan urgente. No le molestaba el silencio.

—Va a tardar un poco en arreglarse lo de la finca. Necesito contratar una empresa para limpiar la casa y luego la pondré en el mercado. En su condición actual, no espero una venta rápida, pero nunca se sabe. Solo quiero que sepa que van a pasar unos pocos meses antes de arreglar las cuentas, por así decirlo.

—Como le dije por teléfono, no quiero nada.

Cunningham probó cauteloso la sopa. Se limpió la boca con la servilleta y dijo:

—Pensé que habría cambiado de parecer, tras venir al funeral y todo.

—No sé por qué he venido. Supongo que tenía que… —Daniel se pasó las manos por la cara— ver por mí mismo que estaba muerta de verdad. Habíamos perdido el contacto.

—Me lo dijo… No hay prisas con la finca. Como le he dicho, va a tardar varios meses. Me pondré en contacto con usted cuando se acerque la fecha, a ver cómo se siente entonces.

—De acuerdo, pero le puedo decir ya que no voy a cambiar de opinión. Se lo puede dar a la perrera. Seguro que eso le habría gustado.

—Bueno, lo podemos decidir a su debido tiempo.

El silencio se estiró ante ellos, como un perro en espera de unas caricias.

Cunningham miró por la ventana.

—Minnie fue una joya, ¿eh? Cómo nos reíamos. Tenía un gran sentido del humor, ¿eh?

—No lo recuerdo.

El hombre miró extrañado a Daniel y luego centró su atención en la sopa.

—Entonces, ¿fue cáncer? —dijo Daniel, respirando hondo.

Cunningham tragó y asintió.

—Pero no luchó, ¿sabe? Pudo haber recibido quimioterapia; la cirugía era una opción, pero se negó a todo.

—Por supuesto…, muy propio de ella.

—Me dijo que era infeliz. Sé que tuvieron una disputa hace algunos años.

—Ya era infeliz mucho antes de eso —dijo Daniel.

—Usted fue uno de sus hijos adoptivos, ¿no? —La cuchara de Cunningham sonó contra el tazón al acabar los restos.

Daniel asintió una sola vez. Los hombros y los brazos de repente se le pusieron tensos y cambió de postura para relajarse.

—Usted era especial para ella. Me lo dijo. Era como un hijo de verdad —dijo Cunningham.

Daniel lo miró. Tenía una mancha de sopa en el bigote y sus ojos, muy abiertos, lo observaban inquisitivos. Daniel sintió una sorprendente furia contra aquel hombre. De repente, el café estaba demasiado caliente.

—Lo siento —dijo Cunningham, que pidió la cuenta, como si hubiese comprendido que había ido demasiado lejos—. Me dio una caja con cosas para usted. Son baratijas y fotografías principalmente, nada de gran valor, pero ella quería que se las diera. Lo mejor es que se las dé ahora. Están en el coche. —Cunningham vació su taza—. Sé que esto debe de ser duro para usted. Sé que tenían sus diferencias, pero aun así…

Daniel negó con la cabeza, sin saber qué decir. Le volvía a doler la garganta. Se sentía como en el crematorio, conteniendo las lágrimas y molesto consigo mismo por ello.

—¿Querría encargarse de la casa usted mismo? Como familiar, está en su derecho…

—No, no hay nada que… En realidad, no tengo tiempo. —Se sintió mejor diciéndolo. Sus palabras eran como aire fresco. Se sintió delimitado por ellas, apoyado.

—Siéntase libre de llevarse cualquier objeto de la finca mientras esté aquí, pero, como le dije, hay unas cuantas cosas que ella le guardó.

Se levantaron para irse; Cunningham pagó la cuenta. Antes de abrir la puerta, Daniel preguntó:

—No sufrió, ¿verdad?

Salieron bajo el sol de otoño. Daniel entrecerró los ojos ante la súbita claridad.

—Sufrió, pero sabía que era inevitable. Creo que ya había tenido bastante y solo quería que todo acabase.

Se estrecharon la mano. Daniel presintió en el apretón intenso y breve de Cunningham un conflicto, algo no dicho. Le recordó a los apretones que había dado a ciertos clientes tras la condena del juez. Amabilidad transmitida mediante una breve violencia.

Daniel estaba a punto de alejarse, de excusarse, pero Cunningham alzó las manos.

—¡Su caja! Está en mi coche. Un minuto.

Daniel esperó mientras Cunningham buscaba la caja de cartón en el maletero. El olor de los campos y las granjas no lo calmó.

—Aquí tiene —dijo Cunningham—. No vale mucho, pero me pidió que se lo diese.

Para evitar un segundo apretón de manos, Cunningham hizo un saludo militar. Daniel se quedó confundido por el gesto, pero asintió con la cabeza.

La caja era ligera. La dejó en el maletero de su coche, sin mirar qué había dentro.