6

Después de la escuela regresó a casa de Minnie. Caminó despacio, la cartera colgando del hombro y la corbata desatada. Cogió un palo para golpear la hierba a ambos lados del camino. Estaba cansado y pensaba en su madre. La recordaba sentada delante del espejo en su dormitorio, maquillándose los ojos, preguntándole si se parecía a Debbie Harry. Estaba guapa así maquillada.

Pestañeó dos veces al recordar el delineador de ojos corriéndose por las mejillas y esa sonrisa retorcida tras el pinchazo. No estaba guapa entonces.

Alzó la vista y vio de nuevo al cernícalo, sobrevolando el páramo. Daniel se detuvo y observó cómo atrapaba un ratón de campo y se lo llevaba.

No los oyó llegar, pero alguien le empujó el hombro derecho, con fuerza, y se tambaleó hacia delante. Se volvió y vio a tres muchachos.

—¡Hola, nuevo!

—Idos a la mierda y dejadme en paz.

Se dio la vuelta, pero le volvieron a empujar. Apretó el puño, pero sabía que le darían una paliza si atacaba. Eran demasiados. Se quedó quieto y dejó que la cartera cayera al suelo.

—¿Te gusta vivir con la vieja bruja?

Se encogió de hombros.

—¿Por qué lo haces? ¿Eres maricón? ¡Ooooh! —El muchacho más alto contoneó las caderas y se frotó las palmas contra el pecho. La navaja de Daniel estaba en la cartera, pero no había tiempo para cogerla. Cargó contra el alto y le golpeó en el estómago con la cabeza.

Le hizo daño.

Se arqueó como si fuera a vomitar, pero los otros dos muchachos derribaron a Daniel. Le patearon el cuerpo, las piernas, los brazos y la cara. Daniel se protegió la cara con los codos, pero el muchacho que le había llamado maricón le agarró del pelo y le apartó la cabeza. Daniel sintió que le levantaban la barbilla y le estiraban el cuello. El puño del muchacho se estrelló contra la nariz de Daniel. Daniel oyó un crujido y saboreó la sangre.

Lo dejaron sangrando sobre la hierba.

Daniel permaneció acurrucado hasta que las voces se alejaron. Tenía sangre en la boca y el cuerpo dolorido. Los brazos le picaban y escocían. Cuando se miró el antebrazo, vio que estaba cubierto de manchas blancas. Estaba tumbado en un lecho de ortigas. Se dio la vuelta y se puso de rodillas. No estaba llorando, pero tenía los ojos llorosos y se los limpió con la parte del antebrazo que escocía por las ortigas. Las lágrimas parecieron ayudar con el escozor por un momento, pero la picazón no tardó en volver.

Pasó un anciano con su perro. Era un rottweiler, que le gruñó, salivando, con la nariz arrugada. Tras el ladrido y el tirón de la cadena Daniel saltó. Se puso en pie.

—¿Estás bien, chaval? —preguntó el hombre, volviendo la vista hacia Daniel, sin pararse.

Daniel se dio la vuelta y empezó a correr.

Corrió por el Dandy hacia la estación de Brampton. No tenía dinero para el autobús o el tren, pero sabía cómo ir a Newcastle. Corrió agarrándose el costado donde le habían golpeado, y luego caminó durante unos pocos pasos antes de intentar correr de nuevo.

Los coches pasaban a tal velocidad que alteraban su equilibrio. Tenía la mente en blanco, reducida al dolor en la nariz, el dolor en el costado, la sangre en la garganta, el furioso escozor del brazo y la ligereza de su cuerpo, quemado y volatizado como papeles en una chimenea. La sangre de la nariz se había secado sobre la barbilla y se la limpió. No podía respirar por la nariz, pero no quería tocarla por si sangraba de nuevo. Tenía frío. Se bajó las mangas de la camisa y se abotonó los puños. La piel, hinchada, ardía contra el algodón de la camisa.

«Casa». Quería estar con ella, estuviese donde estuviese. La asistente social le había dicho que ya no estaba en el hospital. Estaría en casa cuando ella lo acogiese, cuando ella lo abrazase. Casi se dio la vuelta, pero volvió a imaginarla. Olvidó los coches y la carretera y la sangre de la garganta. Recordó a su madre maquillándose y cómo olía tras el baño, a polvos de talco. Le ayudó a olvidar el frío.

Tenía sed. La lengua se le quedó pegada al paladar. Intentó olvidar la sed y recordó en su lugar el hormigueo de los dedos de ella al acariciarle el pelo. Intentó recordar cuánto tiempo había pasado desde que hizo algo así. Le había cortado el pelo varias veces. ¿Había llegado a tocar este pelo que ahora le crecía en la cabeza?

Iba caminando, contando los meses con los dedos, cuando una camioneta paró junto a él.

Daniel se apartó. El conductor era un hombre de pelo largo con tatuajes en el antebrazo. Bajó la ventanilla y se inclinó para hablarle a gritos.

—¿Dónde vas, chaval?

—A Newcastle.

—Sube, anda.

Daniel sabía que aquel hombre podía ser un chalado, pero subió de todos modos. Quería volver a ver a su madre. El hombre estaba escuchando la radio, tan alto que Daniel no sintió la necesidad de hablar. Conducía con las manos dobladas sobre el volante. Los músculos de sus brazos se flexionaban al girarlo. Olía a sudor viejo y la camioneta estaba sucia, llena de latas aplastadas y paquetes de cigarrillos vacíos.

—Eh, tío, mejor ponte el cinturón, ¿vale?

Daniel obedeció.

El hombre sacó con la boca un cigarrillo del paquete que había en el salpicadero y pidió a Daniel que le pasara el encendedor, que estaba a sus pies. Daniel observó cómo encendía el cigarrillo. En el brazo tenía un tatuaje de una dama desnuda y en el cuello una cicatriz similar a una quemadura.

El hombre bajó la ventanilla y soltó el humo al aire que se estremecía en el exterior.

—¿Quieres uno?

Mordiéndose el labio, Daniel cogió un cigarrillo. Lo encendió y bajó la ventanilla, tal y como había hecho el hombre. Puso un pie sobre el asiento y apoyó el brazo izquierdo en la ventanilla abierta. Daniel fumó, sintiéndose libre y amargado, salvaje y solo. El humo del cigarrillo le dejó los ojos llorosos. Echó la cabeza hacia atrás cuando lo golpeó el vértigo. Se mareó, como siempre que fumaba, pero sabía que no vomitaría.

—¿Y a qué vas a Newcastle?

—A ver a mi madre.

—Te has metido en una pelea, ¿no?

Daniel se encogió de hombros y dio otra calada.

—Ya te limpiarás cuando llegues a casa.

—Sí.

—¿Qué habrías hecho si no hubiese parado?

—Caminar.

—Eh, es una buena caminata, chaval. Habrías tardado toda la noche.

—No me habría molestado, pero gracias por el viaje de todos modos.

El hombre se rio y Daniel no sabía por qué se estaba riendo. Los dientes del hombre estaban rotos. Se acabó el cigarrillo y lo tiró por la ventanilla. Daniel vio alejarse las chispas rojas del cigarrillo. También quería tirar su cigarrillo, pero solo iba por la mitad. Daniel pensó que tal vez se metería en un lío si lo desperdiciaba. Dio unas pocas caladas y lo arrojó por la ventanilla cuando el hombre se asomó a escupir.

—¿Tu madre te habrá preparado el té?

—Sí.

—¿Qué te cocina?

—Cocina… ternera asada y pudín Yorkshire.

Su madre solo le había preparado tostadas. Se le daba bien untar el queso.

—¿Ternera asada un martes? Vaya, debería ir a vivir contigo. No está nada mal, no. ¿Dónde te dejo?

—En el centro. Donde te sea más fácil.

—Puedo llevarte a casa, tío. Voy a pasar la noche en Newcastle. Quiero que llegues a tiempo para tu ternera asada, de verdad. ¿Dónde vives?

—En Cowgate, está…

El hombre se rio de nuevo y Daniel frunció el ceño.

—Claro que sí, tío. Sé dónde está Cowgate. Yo te llevo.

Daniel sintió frío cuando se bajó. El hombre lo dejó en la rotonda y tocó la bocina al alejarse.

Daniel subió los hombros para protegerse del frío y corrió el resto del camino: por la calle Ponteland, a lo largo de la avenida Chestnut hasta llegar a Whitethorn Crescent. Su madre había vivido ahí los últimos dos años. Hacía unos pocos meses Servicios Sociales le permitió pasar una noche con ella. Era una casa blanca al final de la calle, al lado de dos casas de ladrillo rojo abandonadas. Corrió hacia ella. La nariz comenzó a sangrar de nuevo y le dolía al correr, así que fue más despacio. Se tocó la nariz con la mano. Era demasiado grande, como si fuese de otra persona. Incluso con la nariz taponada por la sangre, notó que los dedos olían a tabaco. La cartera le daba golpes sobre los hombros, así que la llevó en una mano.

Se detuvo en el camino que daba a la casa. Todas las ventanas tenían los cristales rotos y la ventana de arriba había desaparecido; dentro todo estaba negro. Frunció el ceño al mirar la ventana de ella. Oscurecía, pero en esa ventana la oscuridad era más intensa que en las otras. La hierba del jardín le llegaba a las rodillas y estaba invadiendo el camino. Dio pasos de gigante hasta la puerta lateral. La hierba estaba repleta de objetos: un cono de tráfico aplastado, un cochecito volcado, un zapato viejo. Oyó los ladridos de un perro. Respiraba con dificultad.

Se detuvo ante la puerta antes de girar el picaporte. Tenía el corazón desbocado y se mordió un labio. No habría ternera asada. A pesar de todo, deseó que ella abriera la puerta y lo abrazara. Quizás ahora no tenía novio. Quizás sus amigos no estaban. Quizás estaba limpia. Quizás le haría tostadas y se sentarían juntos en el sofá a ver la televisión. Sintió un extraño ardor en el pecho. Contuvo la respiración.

Cuando abrió la puerta y entró en el vestíbulo, olía a humedad y a quemado. Echó un vistazo al salón, pero todo estaba a oscuras. No lloró. Entró. La cocina había desaparecido. Puso una mano en la pared y luego se miró la palma negra. El aire estaba cargado de humedad y humo y le irritó la garganta. En el salón, el sofá era un esqueleto calcinado de muelles. Subió las escaleras. La alfombra estaba encharcada y el pasamanos carbonizado. La ducha y el lavabo estaban cubiertos de hollín. En una de las habitaciones, el espejo del armario se había roto, pero consiguió abrir la puerta un poco. La ropa de su madre aún estaba ahí, intacta. Daniel se deslizó en el armario y estrechó sus vestidos contra la cara. Se agachó entre sus zapatos y sandalias. Apoyó la frente en las rodillas.

No sabía cuánto tiempo estuvo agazapado en el armario, pero al cabo de un rato oyó a alguien en las escaleras. Iba caminando de habitación en habitación, gritando: «¿Hay alguien ahí?».

Daniel quería saber dónde había ido su madre, pero, cuando llegó al pasillo, un hombre lo agarró por el cuello y lo empujó contra la pared. El hombre era solo un poco más alto que Daniel. Vestía un chaleco blanco. Daniel percibió el olor a sudor salado del hombre sobre el olor a chamusquina de la casa. El estómago del hombre se aplastó sobre Daniel para inmovilizarlo contra la pared.

—¿Qué diablos haces aquí? —preguntó el hombre—. ¡Fuera de aquí!

—¿Dónde ha ido mi madre?

—¿Tu madre? ¿Quién es tu madre?

—Vivía aquí, su ropa aún está aquí.

—Los drogatas quemaron la casa, ¿no? Estaban idos, todos ellos. Ni se dieron cuenta de que había un incendio. Tuve que llamar a los bomberos. Se les podría haber caído el techo encima.

—¿Y mi madre?

—No sé nada de tu madre. Se los llevaron a todos en camillas…, todavía idos, seguramente. Uno de ellos estaba quemadito y crujiente. Era asqueroso. Casi acaban con toda la manzana.

Daniel se deshizo de él y salió corriendo por las escaleras. Oyó que el hombre lo llamaba. Empezó a llorar al bajar y resbaló y cayó sobre los últimos escalones. Se arañó el brazo, pero no llegó a sentirlo. Se levantó y salió corriendo por la hierba, tropezándose de nuevo con el cono de tráfico. Sus pies golpearon la acera. No sabía adónde iba, pero corrió tanto como pudo. La cartera se debía de haber caído en algún lugar, en el armario o en las escaleras, y se sintió ligero y rápido sin ese peso desigual. Corrió por la calle Ponteland.

Había oscurecido y estaba sentado en la acera de West Road cuando una agente de policía se acercó a él. No la miró, pero, cuando le pidió que la acompañase, obedeció porque estaba exhausto. En la comisaría llamaron a su asistente social, que le llevó de vuelta a la casa de Minnie.

Eran más de las diez cuando llegaron a Brampton. El pueblo tenía un aspecto lúgubre, el verde de los prados negro contra el cielo nocturno. Le pesaban los párpados y trató de mantener los ojos abiertos, mirando por la ventanilla del coche. Tricia hablaba acerca de las huidas y los reformatorios y cómo acabaría ahí a menos que encontrase su lugar. No la miró mientras hablaba. El olor de su perfume le lastimaba la nariz y la cabeza.

Minnie aguardaba frente a la puerta, envuelta en su gran rebeca. Blitz corrió hacia Daniel cuando salió del coche. Minnie se acercó, pero él se apartó y entró en la casa. El perro lo siguió. Daniel se sentó en las escaleras a la espera de que entrasen, jugueteando con las orejas del perro, que eran como retazos de terciopelo. Blitz se dio la vuelta para que Daniel le rascase la tripa y, aunque estaba cansado, se puso de rodillas para hacerlo. El pelo blanco de la tripa del perro estaba sucio por el patio.

Oyó a Minnie y a Tricia hablando fuera. Susurraban. «Colegio». «Madre». «Policía». «Incendio». «Decisión». Aunque se esforzaba, fueron las únicas palabras que pudo oír con claridad. Había preguntado por su madre a la policía y a su asistente social. La policía ni se molestó en tratar de averiguarlo, pero Tricia le dijo en el coche que investigaría lo sucedido y hablaría con Minnie si se enteraba de algo.

—¿Por qué vas a hablar con Minnie?, ¿por qué no me lo dices a mí? —le gritó Daniel.

—Si no te portas bien, vas a ir a un centro de detención de menores el próximo año y ahí estarás hasta que cumplas los dieciocho.

Minnie cerró la puerta y se quedó mirándole con las manos en las caderas.

—¿Qué?

—Parece que has tenido un mal día. Deja que te prepare un baño.

Pensó que iba a decir algo más. Se había preparado para una buena reprimenda. Fue al baño y se sentó en el inodoro mientras ella removía las pompas de jabón. El espejo se empañó y el aire olía a limpio.

Minnie cogió una toalla y la mojó en el agua caliente de la bañera.

—Tu nariz no tiene buena pinta. Deja que te lave esa sangre antes de meterte en la bañera. Es un poco tarde, pero vamos a ponerle hielo. No queremos que tengas la nariz aplastada de un boxeador, ¿verdad? No un muchacho tan guapo como tú, no te quedaría bien.

Le permitió que le curase la nariz. Ella era delicada y la toalla estaba cálida. Limpió la sangre seca y lavó la piel alrededor de la nariz.

—¿Te duele, cariño?

—No mucho.

—Qué valiente eres.

Olió la ginebra en su aliento cuando se acercó a él.

Cuando terminó, le pasó la mano por el pelo y la posó en su mejilla.

—¿Quieres hablar?

Él se encogió de hombros.

—¿Fuiste a buscar a tu madre?

—No estaba allí —dijo con la voz espesa.

Ella lo acercó con cuidado, y él sintió la áspera lana de su rebeca contra la mejilla. Comenzó a llorar de nuevo, pero no sabía por qué.

—Vamos —dijo Minnie, frotándole la espalda—. Mejor fuera que dentro. Tricia me contará qué averigua acerca de tu madre. Te va a ir bien. Ya sé que no lo parece, pero desde el primer momento que te vi supe que eras un chico muy especial. Eres fuerte e inteligente. No vas a ser siempre un niño pequeño. Da igual lo que te digan los demás: ser adulto es mucho mejor. Tomas tus propias decisiones y vives donde quieres y con quien quieres; seguro que vas a estar muy bien.

El baño estaba lleno de vapor. Daniel se sintió muy cansado. Apoyó la cabeza sobre el estómago de Minnie y lloró. La rodeó con los brazos. No podía juntar las manos, pero se sintió bien descansando contra su estómago y sintiendo el ritmo de su respiración.

Se sentó y se limpió las lágrimas con la manga.

—Venga. Métete ahí y entra en calor mientras te preparo la cena. Deja esa ropa sucia en el suelo. Ahora te traigo un pijama.

Cuando se fue, él se desnudó y se metió en la bañera. El agua estaba muy caliente y tardó un rato en dejarse caer. Las pompas le susurraban. Sus brazos eran un desastre, con arañazos de las escaleras y moratones de las patadas. También tenía moratones en el costado y las costillas. Se sintió mejor en el agua. Se tumbó y metió la cabeza bajo el agua, preguntándose si la muerte sería así: calor, silencio y el sonido del agua. Sintió la presión en los pulmones y se sentó. Estaba limpiándose la espuma de la cara cuando Minnie entró de nuevo.

Dejó el pijama en la taza del inodoro y luego puso una toalla encima. Había un taburete al lado de la bañera y se apoyó en el lavabo para sentarse.

—¿Qué tal tu baño? ¿Te sientes mejor?

Él asintió.

—Tienes mejor aspecto, tengo que decirlo. Qué susto me has dado con toda esa sangre. ¿Qué te ha pasado? Mira cómo tienes los brazos. Estás lleno de moratones.

—Me peleé en el colegio.

—¿Con quién? Conozco a todo el mundo en Brampton. Me compran huevos. Puedo hablar con sus madres.

Daniel aspiró. Le iba a decir que le dieron una paliza por ella, pero prefirió no hacerlo. Estaba demasiado cansado para discutir con ella y le caía bien, al menos un poco, al menos en ese momento, por cuidar de su nariz y prepararle el baño.

—Tendrás hambre.

Él asintió.

—He cenado guisado. El tuyo todavía está en la nevera. Si quieres, te lo caliento.

Volvió a asentir, tocándose la nariz para comprobar si sangraba de nuevo.

—¿O prefieres una tostada con queso, ya que es tan tarde? Con una taza de chocolate.

—Una tostada con queso.

—Muy bien. Ahora lo hago. Deberías salir pronto. Si te quedas mucho tiempo, te vas a enfriar.

—¿Minnie? —Puso una mano sobre el borde de la bañera—. Esa mariposa, ya sabes…, ¿por qué te gusta tanto? ¿Vale mucho dinero?

Minnie se puso la rebeca. Daniel no estaba siendo impertinente. Quería saberlo, aunque notó su reticencia.

—Vale mucho para mí —dijo. Empezó a salir, pero se dio la vuelta en la puerta—. Fue un regalo de mi hija.

Daniel se apoyó en un lateral de la bañera para poder ver su rostro. Pareció triste por un momento, pero enseguida se fue y la oyó suspirar cuando bajaba las escaleras.

Más tarde, en su dormitorio, escuchando los crujidos de la casa dormida, comprobó que el collar de su madre aún estaba ahí y su navaja seguía bajo la almohada.