5

Daniel sintió frío después de la carrera. Agradeció ese frío extraño, sabedor de que el metro estaría caldeado en un día como este. Tras arreglarse la corbata, vio en el espejo la habitación detrás de él y los primeros rayos del sol de la mañana. Tenía que llegar a la comisaría antes de las ocho y media para que pudiesen reanudar el interrogatorio, pero se tomó su tiempo, como siempre, para anudarse bien la corbata. Contuvo un bostezo.

Tras tomarse una cerveza pasada la medianoche, había buscado el número del Hospital General de Carlisle. Decidió no llamar, pero anotó el número de todos modos. Si Minnie realmente estaba enferma, sabía que la habrían llevado ahí. Bastó pensar en ella, enferma y agonizante, para que le asaltase un dolor en el esternón, por lo que respiró hondo. Al cabo de un rato, lo sustituyó el ardor de su furia contra ella, seco en la garganta…, todavía ahí, después de tanto tiempo. No la llamaría. De todos modos, había estado muerta para él durante estos años.

De vuelta en la sala de interrogatorios, Daniel inhaló el aire viciado por las preguntas del día anterior mientras esperaba a Sebastian. Los ojos del sargento Turner estaban medio adormilados. El sargento se tiró con cuidado del cuello de la camisa y enderezó los puños. Daniel sabía que la policía había recibido un informe oral de los forenses que confirmaba la presencia de sangre en la ropa de Sebastian, perteneciente a Ben Stokes sin lugar a dudas. Las grabaciones de las cámaras de seguridad habían sido analizadas por la policía, que aún no había confirmado la presencia de los muchachos.

Sebastian estaba cansado cuando el agente de policía lo trajo. Charlotte lo seguía y solo se quitó las gafas después de sentarse, con manos temblorosas.

El sargento Turner cumplió con el ritual de identificarse, indicando la fecha y la hora. Daniel destapó el bolígrafo y esperó el comienzo del interrogatorio.

—¿Cómo te sientes esta mañana, Sebastian? —dijo el sargento Turner.

—Bien, gracias —afirmó Sebastian—. He desayunado tostadas. Aunque no estaban tan ricas como las de Olga.

—Olga te hará tostadas cuando vayas a casa —dijo Charlotte, su voz áspera, casi ronca.

—¿Recuerdas que nos llevamos tu ropa, Sebastian, para analizarla en el laboratorio?

—Cómo no me iba a acordar.

—Bueno, hemos recibido un informe oral según el cual esas manchas rojas eran en realidad sangre.

Sebastian frunció los labios, como si fuese a besar a alguien. Se reclinó en su asiento y alzó una ceja.

—¿Sabes de quién podría ser la sangre de tu camiseta, Sebastian?

—De un pájaro.

—¿Por qué? ¿Hiciste daño a un pájaro?

—No, pero una vez vi uno muerto y lo cogí. Todavía estaba caliente y su sangre era muy pegajosa.

—¿Viste ese pájaro muerto el día en que Ben fue asesinado?

—No lo recuerdo con exactitud.

—Bueno, resulta que la sangre de tu camiseta no es la de un pájaro. Es sangre humana. Era la sangre de Ben Stokes.

Sebastian observó los rincones de la sala y Daniel habría jurado que vio al muchacho sonreír. No fue una sonrisa amplia, apenas una ligera curvatura de los labios. Daniel sintió los latidos de su corazón.

—¿Sabes cómo habría podido llegar la sangre de Ben a tu camiseta, Sebastian?

—Quizás se cortó y me tocó mientras jugábamos.

—Bueno, esos doctores especiales que miraron tu camiseta son capaces de decir muchas cosas acerca del tipo de sangre. Resulta que la sangre de tu camiseta es lo que se llama sangre exhalada. Es sangre que salió de la boca o la nariz de Ben…

Charlotte se cubrió el rostro con las manos. Sus largas uñas llegaron hasta la frente, a las raíces del cabello.

—También hay una salpicadura de sangre en tus pantalones y tus zapatos. Se trata de sangre que se dispersa como resultado de la fuerza…

Esta vez las dos cejas de Sebastian se alzaron. Miró a la cámara. Por un momento, Daniel se quedó paralizado. Fue la visión de ese niño guapo mirando el ojo de la autoridad; todas esas personas ocultas que lo observaban, arriba, analizando sus expresiones inocentes, tratando de encontrar un motivo para culparlo. Daniel recordó los santos a los que rezaba Minnie, mientras sus dedos, rotundos y suaves, fervientemente retorcían las cuentas del rosario. Las flechas laceraban a san Sebastián, que aun así sobrevivía. Daniel no recordaba cómo había muerto, pero había sido una muerte violenta. Incluso mientras los agentes presentaban más pruebas de la culpabilidad de Sebastian, Daniel sintió una necesidad más intensa de defenderlo. El testigo había declarado que también había visto a Sebastian peleándose con Ben mucho más tarde, en el parque infantil, después de que, según la madre, regresase a casa, a pesar de que las cámaras no lo habían confirmado. Daniel no se dejó intimidar por esto ni por el informe forense. Había socavado pruebas semejantes muchas veces.

Daniel percibió el entusiasmo de los agentes a medida que persistían con las preguntas. Esperaba que se sobrepasasen: casi quería que se pasasen de la raya para poner fin a esta situación.

—¿Me podrías explicar cómo pudo llegar la sangre de Ben a tu camiseta, Seb? —preguntó una vez más Turner, la papada imponente—. Los científicos nos dicen que el tipo de sangre presente en tu ropa quizás sugiera que heriste a Ben y por eso sangró de esa manera.

—Quizás lo sugiera —dijo Sebastian.

—¿Disculpa?

—La sangre quizás sugiera que le hice una herida. Eso quiere decir que no lo sabéis seguro…

Daniel vio una ráfaga de indignación cruzar el rostro de Turner. Querían doblegar al muchacho (de ahí esos largos interrogatorios), pero Sebastian estaba demostrando ser más fuerte que ellos.

—Claro que lo sabes, ¿no, Sebastian? Dinos qué le hiciste a Ben.

—Ya lo he dicho —respondió Sebastian, los dientes inferiores asomando por encima del labio—. No le hice daño. Se hizo daño él mismo.

—¿Cómo se hizo daño, Sebastian?

—Quería impresionarme, así que saltó de lo alto de los columpios y se hizo daño. Se dio un golpe en la cabeza y le sangró la nariz. Fui a ver si estaba bien, así que supongo que fue entonces cuando me manché con su sangre.

A pesar del enfado, esta nueva información pareció satisfacer a Sebastian. Se sentó más erguido y asintió un poco, como para confirmar su autenticidad.

A las siete en punto del miércoles, sirvieron la cena a Sebastian y a su madre, que comieron en la celda. Daniel se deprimió al mirarlos. Charlotte comió poco. Daniel la siguió cuando salió a fumar. Llovía de nuevo. Se subió el cuello de la chaqueta y metió las manos en los bolsillos. El olor del humo del cigarrillo le revolvió el estómago.

—Acaban de decir que van a presentar cargos en su contra —dijo Daniel.

—Es inocente, ya lo sabe. —Sus enormes ojos suplicaban.

—Pero van a presentar cargos.

Charlotte se apartó de él un poco y Daniel vio que sus hombros temblaban. Solo cuando gimió se dio cuenta de que estaba llorando.

—Vamos —le dijo Daniel, sintiéndose casi protector—, ¿se lo decimos juntos? Necesita que usted sea fuerte en estos momentos. —No estaba seguro de por qué había dicho eso (siempre mantenía la distancia con sus clientes), pero una parte de él recordaba haber sido un niño con problemas con una madre incapaz de protegerlo.

Charlotte aún temblaba, pero Daniel vio que enderezaba los hombros y respiraba hondo. El escote de su jersey dejaba al descubierto el tórax. Se giró y le sonrió, los ojos aún cubiertos de lágrimas.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó, clavándole las uñas en el antebrazo de repente.

—Treinta y cinco.

—Parece más joven. No trato de halagarle, pero pensaba que aún estaba en la veintena. Tiene buen aspecto, me preguntaba si tenía edad suficiente para esto… Para saber qué hacer, quiero decir.

Daniel se rio y se encogió de hombros. Se miró los pies. Cuando alzó la vista vio que el cigarrillo se estaba mojando. Cálidas gotas de lluvia colgaban de los estoicos rizos de su cabello.

—Me gustan los hombres que se cuidan. —Arrugó la nariz ante la lluvia—. Entonces, presentan cargos, ¿y luego qué? —Dio una calada al cigarrillo y se le hundieron las mejillas. Hablaba en un tono severo, pero Daniel vio que seguía temblando. Se preguntó por el marido en Hong Kong, cómo podía dejarla sola en estos momentos.

—Tendrá que presentarse en el tribunal de menores a primera hora de la mañana. El caso en sí probablemente irá al Tribunal Superior, por lo que habrá una audiencia preliminar dentro de unas dos semanas…

—¿Una audiencia preliminar? Bueno, por supuesto que no es culpable.

—Van a solicitar que permanezca detenido durante el proceso, probablemente en un centro de seguridad. Van a pasar unos cuantos meses hasta el juicio. Obviamente, pediremos la libertad bajo fianza, pero en casos de asesinato el juez tiende a denegarla, incluso cuando se trata de un niño.

—Asesinato. Casos. Asesinato. Podemos pagar, ¿sabe? Cueste lo que cueste.

—Como ya he dicho, les conseguiré un buen abogado, pero tenemos que prepararnos para que esté encerrado durante un tiempo antes del juicio.

—¿Cuándo será el juicio?

—Depende. Supongo que antes de noviembre…

Charlotte se cubrió la boca al tragar saliva.

—¿Y su defensa?

—Vamos a ponernos en contacto con posibles testigos para la defensa, así como con expertos, en este caso psiquiatras, psicólogos…

—¿Por qué?

—Bueno, van a evaluar a Sebastian para ver si es apto o bastante cuerdo para ir a juicio.

—No sea ridículo. Está perfectamente cuerdo.

—Pero también hablarán sobre el crimen y evaluarán si Sebastian es lo suficientemente maduro como para comprender de qué se le acusa.

Charlotte dio una intensa calada a su cigarrillo. Era una colilla perdida entre sus uñas enormes y aun así seguía aspirando. Daniel vio las manchas de pintalabios en el cigarrillo y las manchas de tabaco en los dedos. Recordó los dedos amarillentos de su madre y la línea de los huesos de su rostro, que aparecía cuando aspiraba. Recordó la mordedura del hambre al ver cómo cambiaba su último billete por droga. Recordó las cenas de piruletas, que masticaba demasiado rápido.

Cerró los ojos y se tomó un respiro. Era la carta, lo sabía, y no Charlotte, lo que despertaba esos recuerdos. Sacudió la cabeza como para librarse de ellos.

Eran las siete de la tarde. La sala de interrogatorios se sosegó gracias al dulce aroma que emanaba del chocolate caliente de Sebastian.

El sargento Turner se aclaró la garganta. Charlotte y Daniel, como representantes de Sebastian, recibieron por escrito la notificación de los cargos.

—Sebastian Croll, se le acusa del crimen indicado a continuación: asesinar a Benjamin Tyrel Stokes el domingo 8 de agosto de 2010.

—Vale —respondió Sebastian. Contuvo la respiración, como si estuviera a punto de zambullirse en el mar.

Daniel sintió un nudo en la garganta al mirar al muchacho. Una parte de él admiraba el valor del niño, pero otra parte se preguntaba qué ocultaba. Echó un vistazo a Charlotte, que se balanceaba suavemente, apoyándose en los codos. Era como si la acusada fuese ella y no su hijo.

Turner vaciló un momento ante la respuesta del niño. El chico se volvió hacia su madre.

—¡Yo no lo hice, mamá!

Charlotte posó una mano sobre su pierna para calmarlo. Él comenzó a mordisquearse las uñas.

—No tienes que decir nada, pero puede ser perjudicial para tu defensa si no mencionas ahora algo que más tarde te pueda servir en el tribunal. Todo lo que digas podrá ser usado como prueba…

—Yo no lo hice, ¿sabes? Mamá, no lo hice —dijo Sebastian.

Comenzó a llorar.

Daniel estaba ahí a las 8.55 de la mañana siguiente cuando la camioneta aparcó y abrió las puertas para que entrara Sebastian. Daniel observó con los brazos cruzados mientras el muchacho era llevado desde su celda, las delgadas muñecas esposadas, a una jaula en la parte trasera de la camioneta. Con las gafas puestas, Charlotte lloró. Agarró el antebrazo de Daniel cuando cerraron las puertas.

—¡Mamá! —la llamó Sebastian desde dentro—. ¡Mamá! —Sus gritos eran como un clavo que atravesaba la carcasa metálica de la camioneta. Daniel contuvo la respiración. Había visto a muchos clientes pasar por lo mismo, personas por las que estaba dispuesto a luchar, personas que admiraba, personas que despreciaba. En esos momentos siempre había mantenido la calma. Era una señal del comienzo. El comienzo de su caso, el comienzo de la defensa.

Al mirar cómo se cerraban las puertas frente a Sebastian, Daniel oyó los gritos de su propia niñez en las súplicas desesperadas del muchacho. Recordó cuando tenía la edad de Sebastian. Había tenido problemas. Había sido capaz de recurrir a la violencia. ¿Qué fue lo que le había salvado de este destino?

Cuando las puertas se cerraron, Daniel y Charlotte oyeron a Sebastian llorando dentro. Daniel no sabía si el pequeño era inocente o culpable. Una parte de él creía que Sebastian había dicho la verdad; otra parte se preocupaba por su extraño interés en la sangre y sus arrebatos, propios de un niño más pequeño. Pero la inocencia o la culpabilidad de Sebastian eran intrascendentes. Daniel no juzgaba a sus clientes. Todos tenían derecho a una defensa y trabajaba igual de duro para los que despreciaba o los que admiraba. Sin embargo, los menores eran siempre difíciles. Incluso cuando eran culpables, como Tyrel, quería mantenerlos lejos del sistema penitenciario. Había visto lo que les sucedía a los menores ahí dentro: drogas y reincidencias. La ayuda que Daniel creía que necesitaban se consideraba demasiado costosa; los políticos utilizaban la justicia penal para ganar votos.

Daniel se sentó en su oficina, con vistas a la calle Liverpool. Tenía la radio a bajo volumen mientras tomaba notas sobre el caso de Sebastian.

Había guardado la carta en el bolsillo delantero del maletín; el papel ya estaba arrugado, de tanto leerla y releerla. La sacó y la leyó de nuevo. Todavía no había llamado al hospital. Se negaba a creer que Minnie estuviera muerta, pero leyó la carta de nuevo, como si hubiese algo que no comprendía. Era una treta cruel, pensó. Todas esas llamadas a lo largo de los años suplicando perdón para al final desistir y pedirle solo que la dejase verlo una vez más.

Daniel se preguntaba si la carta era otro intento de volver a recuperar el contacto. Quizás estuviese enferma, pero intentase manipularlo. Dobló la carta y la dejó a un lado. Le bastaba pensar en ella para que la furia anidase en su estómago.

El despacho estaba cálido y por las ventanas entraban unos delicados rayos de sol que iluminaban el polvo. Cogió el teléfono.

A pesar de todas las cosas que Daniel le había dicho, Minnie seguía llamando cada año, por su cumpleaños y a veces por Navidad. Él evitaba sus llamadas, pero luego permanecía despierto toda la noche, discutiendo con ella en su mente. Los años no habían hecho nada para mitigar la furia que sentía contra ella. En las escasas ocasiones en que habían hablado, Daniel había sido frío y distante, sin ofrecerle conversación cuando ella le preguntaba si le gustaba el trabajo o si tenía novia. Dominaba el arte de la impasibilidad desde hacía mucho tiempo, pero Minnie le ayudó a perfeccionarlo. Por causa de ella no quería permitir a nadie que se acercara. Ella le hablaba de la granja y los animales, como intentando recordarle su hogar. Solo recordaba cómo le había decepcionado. A veces decía una vez más que lo sentía y él la interrumpía. Colgaba el teléfono. Detestaba sus excusas más que lo que había hecho. Decía que había sido por su propio bien. No le gustaba recordar, y casi nunca lo hacía, pero ese dolor aún le cortaba la respiración.

Él llevaba sin llamarla más de quince años.

No la había llamado desde su pelea, cuando le dijo que ojalá estuviese muerta.

No le había parecido suficiente. Recordó que había deseado hacerle más daño.

Aun así, marcó el número sin consultar la agenda, recordándolo sin esfuerzo. El teléfono sonó y Daniel respiró hondo. Se aclaró la garganta y se apoyó en el escritorio, mirando la puerta del despacho.

Se la imaginó levantándose a duras penas del sillón de la sala de estar, mientras su último chucho la observaba. Casi podía oler la ginebra y escuchar sus suspiros. «Tranquilo, un momento, ya voy, ya voy», diría. Saltó el contestador automático. Daniel se apoyó el receptor en la barbilla un momento, pensativo. No tenía tiempo para esto. Colgó.

Por la ventana vio a un corredor, esbelto y enjuto. Daniel observó cómo sorteaba el tráfico y los peatones. Por su estilo y la longitud de su zancada, supo que iba a buen ritmo, pero, debido a la lejanía, daba la impresión de que apenas avanzaba. Los árboles resplandecían tras el cristal. Había llegado al despacho a primera hora de la mañana y no había salido a disfrutar del sol.

—¿Estás ocupado? —preguntó Veronica Steele, la socia de Daniel, asomándose por la puerta.

—¿Qué tal?

Veronica se sentó en el brazo del sofá, frente a él.

—Solo quería saber cómo lo llevas.

Daniel dejó caer el lápiz sobre un cuaderno cubierto de garabatos. Se giró para mirarla, con las manos detrás de la cabeza.

—Estoy bien. —Daniel se reclinó en su asiento.

—¿Has decidido quedártelo?

—Sí. —Se pasó la mano por el pelo—. Aunque seguro que no es lo mejor para mi carrera. Sé que va a ser un engorro. Por una parte, me siento inseguro; por otra, quiero intentar… ¿salvarlo?

—¿Va a declararse no culpable?

—Sí, va a ceñirse a su versión. La madre le respalda.

—¿Fuiste a Highbury Corner el jueves?

—Sí, fianza denegada, como preveíamos, así que lo han enviado al centro de seguridad de Parklands House.

—Dios, qué lúgubre. Va a ser el más joven ahí.

Daniel asintió, frotándose la mandíbula.

—¿Quién es tu abogado? Irene es ahora abogada de la corona, ¿no?

—Sí, le dieron el visto bueno. La designaron en marzo.

—Recuerdo que le escribí para felicitarla.

—Me sorprendió que aceptara el caso, pero incluso estaba en el tribunal de menores. Me alegro muchísimo. Tenemos una oportunidad.

Sonó el teléfono y Daniel lo cogió, la mano sobre el receptor, pidiendo disculpas a Veronica.

—Steph —dijo—, te había pedido que no me pasaras llamadas.

—Lo sé, Danny, lo siento. Pero es que es una llamada personal para ti. Dice que es urgente. Pensé que sería mejor preguntarte.

—¿Quién es?

—Un abogado del norte. Dice que se trata de un miembro de tu familia.

—Pásamelo. —Daniel suspiró y se encogió de hombros mirando a Veronica, que sonrió y salió del despacho.

Daniel se volvió a aclarar la garganta. De repente los músculos de su cuerpo se tensaron.

—Hola. ¿Hablo con Daniel Hunter? Mi nombre es John Cunningham, soy el abogado de la señora Flynn. Daniel, lo siento. Tengo malas noticias: su madre ha fallecido. No sé si ya lo sabrá…, pero ha dejado instrucciones…

—Ella no es mi madre.

Daniel no pudo contener la furia de su voz.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Daniel solo podía oír su corazón latiendo.

—Según tengo entendido, Minnie… lo adoptó en 1988.

—Bueno, ¿de qué se trata? Estoy a punto de entrar en una reunión.

—Siento molestarle. ¿Quizás podría llamar a otra hora? Se trata del funeral y además está el testamento.

—No quiero nada de ella.

—Le ha dejado todos sus bienes.

—Sus bienes. —Daniel se levantó. Intentó reírse, pero solo logró abrir la boca.

—Se va a celebrar un sencillo funeral el martes 17, por si desea asistir.

Las palabras casi se le quedaron en la boca, pero dijo:

—No tengo tiempo.

—Ya veo, pero la herencia…

—Como ya le he dicho, no quiero nada.

—Muy bien, entonces no hay ninguna prisa. Supongo que llevará un tiempo vender la casa. Me pondré en contacto de nuevo cuando…

—Mire, de verdad que no tengo tiempo ahora mismo.

—De acuerdo. ¿Podría llamarle el miércoles, después del funeral? Le he dado mis datos a su colega, por si quiere ponerse en contacto conmigo.

—Muy bien. Adiós.

Daniel colgó. Se frotó los ojos con el índice y el pulgar y respiró hondo.

Daniel hizo trasbordo en Whitechapel y tomó el London Overground a Parklands House. Cuando salió en Anerley, la calle olía a tubos de escape y a lluvia evaporada. Daniel podía sentir el sudor que se le acumulaba en el cabello y entre los omóplatos. Había un cielo bajo, opresor. Era viernes por la mañana, tan solo un día después de la audiencia preliminar en Highbury Corner, y se dirigía a ver a Sebastian y a sus padres. El padre de Sebastian había regresado de Hong Kong, y Daniel iba a verlo por primera vez.

Sintió una extraña aprensión por ver al muchacho de nuevo y conocer a su familia. Daniel no había dormido bien. Por la mañana había corrido despacio, porque estaba cansado antes de empezar. Se había despertado dos noches consecutivas soñando con Brampton, con la casa de suelos sucios y los pollos sueltos en el patio.

Su funeral se celebraría dentro de unos pocos días, pero aún no sentía su pérdida.

Cuando llegó al centro de seguridad, los Croll ya estaban esperando. Daniel les había pedido reunirse con ellos antes de hablar con Sebastian. Estaban sentados a una mesa en una luminosa habitación con ventanas altas y pequeñas.

—Encantado de conocerle, Daniel —dijo el padre de Sebastian, que cruzó la habitación para darle la mano. Era dos o tres centímetros más alto que Daniel, así que se irguió y echó los hombros hacia atrás al estrechar su mano. Era una mano seca y cálida y, no obstante, su fuerza hizo que Daniel aspirase un poco.

Kenneth King Croll era un hombre poderoso. Era corpulento: tripa y papada, piel morena y enrojecida y cabello oscuro y poblado. Se quedó con las manos en las caderas, inclinando la pelvis, como si afirmase que él era más hombre que Daniel. Las arañas vasculares en las mejillas se debían a los mejores vinos y whiskys. Poseía una presencia y una arrogancia sísmicas. Absorbió toda la energía de la habitación, como un remolino. Charlotte se sentó cerca de él, los ojos siempre pendientes de él cuando hablaba o levantaba las manos. Daniel quitó la tapa de su bolígrafo y dejó su tarjeta de visita en la mesa. Kenneth la estudió con una ligera mueca en sus labios carnosos.

Charlotte trajo un café aguado de la máquina. Todavía estaba impecable; sus largas uñas eran de un color diferente cada vez que la veía. Sus manos temblaban ligeramente cuando dejó las tazas sobre la mesa.

—Odio que esté aquí —dijo—. Es un lugar inmundo. Uno de los chicos se suicidó la semana pasada, ¿lo sabía? Se ahorcó. No soporto ni pensarlo. ¿Lo sabía, Daniel?

Daniel asintió. Un cliente suyo, Tyrel, había intentado suicidarse poco después de la condena. A los diecisiete, el chico había sido trasladado a una nueva institución para delincuentes y Daniel temía que lo intentara de nuevo. Ni siquiera los centros de seguridad proporcionaban la atención que, según Daniel, necesitaban los menores.

Los temblorosos dedos de Charlotte se posaron en sus labios en actitud pensativa.

—Sobrevivirá —dijo Kenneth—. Daniel, adelante, ¿cómo está la situación?

—Es que no quiero que esté aquí —susurró Charlotte mientras Daniel repasaba sus notas. Kenneth chistó.

Ante los Croll, los músculos de Daniel se contrajeron por la tensión. Intuía que, bajo el colorido esmalte, la seda y la elegante lana italiana, algo andaba mal en esta familia.

—Solo quería comentar un par de cosas antes de ver a Sebastian. Quería… avisarles, supongo, de que puede haber una considerable repercusión en los medios. Debemos tener cuidado con eso, planear una estrategia e intentar ceñirnos a ella para reducir esa intrusión al mínimo. Por supuesto, su identidad no se va a revelar… Todavía estamos esperando la acusación por escrito y, cuando la recibamos, probablemente en los próximos días, podremos formular nuestra defensa. Tendrán la oportunidad, ustedes y Sebastian, de conocer a la abogada: Irene Clarke, abogada de la corona. Vino a la audiencia, pero creo que no la vieron.

—¿Cuántos años tiene, hijo? —dijo Kenneth Croll. Sostenía la tarjeta de Daniel entre el pulgar y el índice y daba golpecitos en la mesa con ella.

—¿Tiene alguna importancia?

—Le ruego que me disculpe, pero parece que acaba de salir de la universidad.

—Soy socio fundador de mi bufete. Trabajo en el derecho penal desde hace casi quince años.

Croll guiñó un ojo para indicar que había comprendido. De nuevo comenzó a dar golpecitos con la tarjeta en la mesa.

—Como ya he dicho, esperamos recibir los papeles de la fiscalía en los próximos días. Por lo que sabemos hasta ahora, la acusación se basa en la sangre hallada en la ropa de Sebastian, junto con el testigo que supuestamente vio a los chicos pelearse tanto antes como después de la hora en que Charlotte dice que Seb estaba en casa. Sabemos que también cuentan con una vecina y un maestro como testigos… Son menos importantes. Además está el hecho de que el cadáver fue encontrado en el parque infantil donde Sebastian estuvo con Ben el día del asesinato, según su propia declaración.

—¡Tiene once años! —bramó Croll—. ¿Dónde diablos iba a ir sino a un parque? Esto es una broma de mal gusto.

—Creo que el caso de la defensa es sólido. Casi todas las pruebas son circunstanciales. Se basan en el análisis forense, pero Sebastian tiene una razón legítima que explica la sangre de la víctima en su ropa. Tendremos más datos tras hablar con el patólogo y los forenses, pero por ahora parece que los chicos se pelearon y la víctima tuvo una hemorragia nasal que causó la presencia de sangre en la ropa de Sebastian. Este tiene una coartada (usted, Charlotte) a partir de las tres de la tarde y el testimonio que declara haberlo visto después de esa hora es dudoso. La policía no encontró imágenes en las cámaras de seguridad que respaldasen la acusación. Fue un asesinato sangriento, pero Sebastian no llegó a casa cubierto de sangre. Él no lo hizo.

—Se trata de un error, ¿lo ve? —sugirió Charlotte con la voz resquebrajada—. Incluso con todos esos forenses, la policía comete errores a menudo.

—¿Qué sabrás tú? —dijo Croll, su voz apenas un susurro—. Salgo del país dos semanas y permites que lo detengan. Me parece mejor que no te entrometas, ¿no crees?

Charlotte exhaló el aire de repente, sus frágiles hombros alzándose casi hasta los oídos. Enrojeció bajo el maquillaje ante la crítica de Croll. Daniel la miró a los ojos.

—Daniel —dijo Croll, su voz ahora tan alta que Daniel casi sintió vibraciones en la mesa sobre la que se apoyaban—, ha hecho un buen trabajo y se lo agradecemos. Gracias por su ayuda en la comisaría y por encargarse de todo, pero dispongo de algunos contactos. Creo que preferimos que otro grupo de abogados se encargue de la defensa. No queremos correr ningún riesgo. No quiero ser grosero, pero siento la necesidad de ir al grano. No creo que disponga de la experiencia que necesitamos… ¿Me comprende?

Daniel abrió la boca para hablar. Pensó en explicarle que Harvey, Hunter y Steele era uno de los bufetes más importantes de Londres. Sin embargo, no dijo nada. Se levantó.

—Es su decisión —dijo tranquilamente, tratando de sonreír—. Como usted quiera. Tiene derecho a escoger la defensa más adecuada para usted. Buena suerte. Ya sabe dónde estoy si necesita algo.

Al volver a la calle, Daniel se quitó la chaqueta y se remangó, entornando los ojos bajo el sol. Hacía años que no le despedían y trató de recordar si alguna vez había sido tan rápido. Se sintió herido por el desprecio de Kenneth Croll, pero no sabía si le dolía el orgullo o la oportunidad perdida de defender a ese chico. Daniel se paró en la calle y miró hacia Parklands House. Era un nombre cruel para una prisión, con su referencia a parques y hogares.

Comenzó a caminar hacia el tren, diciéndose que habría sido un caso difícil, en especial por la repercusión mediática que iba a tener, pero era desgarrador. Era difícil irse. Aún hacía calor y, sin embargo, parecía que caminaba contra el viento. En su cuerpo un tira y afloja lo desorientaba. No se había sentido así en mucho tiempo, pero era una emoción familiar; era como una despedida y una derrota.