Daniel se levantó a las cinco y media de la mañana y corrió unos quince kilómetros entre Victoria Park y South Hackney. Normalmente no habría corrido tanto entre semana, pero ese día lo necesitaba. Solía tardar una hora y doce minutos en completar la vuelta, pero ahora era capaz de hacerlo en una hora y cinco minutos si se esforzaba. Aspiraba a ser un minuto más rápido cada año. Ese logro era como desafiar a la muerte.
Para Daniel correr era una de las actividades más naturales; a menudo huir es la opción más lógica.
No había dormido, pero se esforzó en tardar el tiempo de siempre. Mientras corría, se concentró en diferentes músculos. Tensó el torso y se fijó en sus movimientos, de lado a lado. Al subir la cuesta, se concentró en los muslos y la energía de sus movimientos para mantener el ritmo. Había vivido en esta zona del East End durante casi ocho años y conocía ese parque, que se veía desde la ventana de su habitación, como la palma de su mano. Sabía dónde las raíces de los árboles causaban baches en el camino, como dedos que se escapan de la tumba. Sabía dónde estaría fresco en verano y qué partes se helaban en invierno. Sabía qué lugares se encharcaban cuando llovía.
De vez en cuando le acechaban los pensamientos. Cuando lograba apartarlos, Daniel notaba que le habían ralentizado.
Al dirigirse a casa sus pensamientos se centraron de nuevo en esa carta. No podía creer que estaba muerta de verdad.
«Muerta». Su pie tropezó con una piedra y se abalanzó hacia delante. Incapaz de recuperar el equilibrio, cayó cuan largo era, se arañó en la rodilla, el antebrazo y la mano, y sangró.
—¡Mierda! —exclamó en voz alta, levantándose.
Un anciano que paseaba un perro labrador con sobrepeso le saludó con el gorro.
—¿Estás bien, hijo? Has tenido una mala caída. La luz siempre hace extraños a estas horas.
Tenía la respiración demasiado entrecortada para responder, pero trató de sonreír al hombre y alzó una mano para que supiese que se encontraba bien. Intentó continuar con la carrera, pero de la mano brotaba sangre que le corría por el brazo. A regañadientes, corrió por Old Ford Road y subió los escalones de piedra que daban a su apartamento.
Daniel se duchó, se vendó la mano y se vistió con una camisa rosada con cuello y puños blancos. La herida de la mano le dolió al abrocharse los gemelos. Respiró hondo. Desde que conoció al muchacho y recibió la carta, las horas habían arremetido contra él. Al mirarse en el espejo, enderezó los hombros en un intento de despejar la mente. Ese día no quería pensar en la carta. Se sentía igual que cuando era niño: confuso, desmemoriado, incapaz de saber cómo había empezado todo y por qué había acabado mal.
Daniel decidió ir a buscar a Charlotte al hogar familiar de los Croll y acompañarla a la comisaría. Le parecía extraño que no se hubiese despertado cuando la policía se llevó a su hijo y quería aprovechar esta oportunidad para hablar con ella.
Bajo el sol de agosto Richmond Crescent estaba resplandeciente: las elegantes ventanas de guillotina relucían sobre los alféizares blancos. Daniel subió la escalera y se aflojó la corbata. El timbre, con incrustaciones de porcelana, estaba decorado con motivos florales. Daniel pulsó una vez y se aclaró la garganta, mirando por encima del hombro un antiguo Bentley aparcado en la acera. Iba a llamar de nuevo cuando la puerta se abrió y apareció una anciana con bata que sostenía un plumero.
—Por favor, entre —dijo con un acento que podría haber sido polaco. Inclinó la cabeza y se dirigió al salón, señalando las escaleras con el plumero—. La señora Croll está en la cocina.
Solo en el vestíbulo, Daniel observó los lirios, los jarrones y sedas chinos, los muebles antiguos y oscuros. Se metió una mano en el bolsillo. No sabía dónde estaba la cocina. Se dejó guiar por el olor a tostada y bajó una escalera cubierta con una gruesa alfombra, preocupado por si sus zapatos dejarían alguna marca.
Charlotte llevaba gafas de sol. Estaba inclinada ante un café y un periódico. Rayos de sol irrumpían en la cocina y se reflejaban en las superficies blancas.
—¡Daniel! —exclamó Charlotte, volviéndose—. Sírvase café. Estaré lista en un minuto. Discúlpeme, me duele la cabeza y aquí hay demasiada luz incluso a esta maldita hora.
—Va a ser un día caluroso —asintió Daniel, en medio de la cocina, sosteniendo el maletín con ambas manos.
—Siéntese, tome un café.
—Gracias, acabo de tomar uno.
—Mi marido llamó al amanecer. Eran las dos de la tarde en Hong Kong. —Se posó dos dedos en la sien mientras bebía el zumo de naranja—. Me preguntó si habían detenido a Sebastian o no. Se enfadó muchísimo conmigo. Le dije que me parecía que no. ¿Es eso cierto? Quiero decir…, se trata solo de que Sebastian conocía a Ben… Y sin embargo ¡parece que van tan en serio…!
—Lo han detenido, pero no hay cargos contra él. Ha recibido una advertencia formal y lo van a interrogar respecto a un asesinato, lo cual podría durar unos días. Es mejor que esté preparada. En estos momentos, hace bien en mostrarse colaboradora. Vamos a ver qué pasa hoy.
Por unos instantes la cara de Charlotte se quedó inmóvil. Bajo esa luz brillante, Daniel notó la gran cantidad de maquillaje que se acumulaba en las arrugas de alrededor de la boca.
—Tenemos que ayudarle a lidiar con esta situación de la mejor manera posible. No queremos que se incrimine, pero debemos asegurarnos de que conteste a las preguntas lo mejor que pueda. Si ahora no dice algo que más adelante resulte importante, podría perjudicarle en el juzgado —dijo Daniel.
—Dios, es todo tan ridículo… Que el pobrecillo tenga que pasar por esto… El caso no llegará a juicio, ¿verdad?
—Solo si la policía tiene pruebas suficientes para presentar cargos en su contra. Por el momento es un sospechoso, nada más. No tienen pruebas, en realidad, pero la evidencia forense es clave. Es posible que reciban ese informe hoy, y esperemos que descarte a Sebastian —Daniel se aclaró la garganta. Quería creer en sus propias palabras—. ¿Ha estado en algún apuro como éste antes? —preguntó.
—No, por supuesto que no. Todo esto es solo un terrible error.
—¿Y le va bien en la escuela? ¿No tiene problemas con los otros niños o… dificultades académicas?
—Bueno, no es que le encante ir a la escuela. Mi marido dice que se debe a que es demasiado inteligente. La escuela no le motiva lo suficiente, ya sabe.
—Entonces, ¿tiene problemas? —dijo Daniel, enarcando una ceja y notando la tensión en la garganta de Charlotte al defender a su hijo.
—Se frustra. Es que es muy inteligente, de verdad. Ha salido a su padre, o al menos eso dice Ken siempre. No saben cómo tratarlo en la escuela, cómo… estimular su potencial.
»¿Le gustaría…? —Charlotte se detuvo, se quitó las gafas de sol. Daniel vio en sus ojos el súbito resplandor de la expectativa—. ¿Le puedo enseñar algunos de los trabajos que ha hecho? Es sin duda un niño excepcional. No sé cómo he tenido un hijo así.
Charlotte se limpió las palmas en el pantalón y subió las escaleras. Daniel la siguió. Hizo un esfuerzo por mantener su ritmo al subir a la planta principal y, a continuación, subió otra más hasta el dormitorio de Sebastian.
Charlotte giró el picaporte de latón y abrió la puerta del dormitorio de Sebastian. Daniel receló a la hora de entrar, pero Charlotte le pidió con un gesto que pasase.
Era una habitación pequeña. Daniel se fijó en la colcha de Spiderman y en las paredes azules. Parecía más armoniosa que la cocina y también más oscura, pues la ventana daba al norte. Era un espacio íntimo invadido y Daniel sintió que era un intruso.
—Mire esto —dijo Charlotte señalando un dibujo al carboncillo colgado en la pared. Daniel vio a una anciana de nariz aguileña. El carboncillo se había emborronado en algunos lugares y los ojos de la mujer eran amenazantes—. Quizás haya notado que se trata de mí. Fue un regalo de Navidad. Uno de nuestros amigos artistas dice que muestra un talento muy precoz. Yo no veo el parecido, pero dicen que refleja mi personalidad…
Daniel asintió. Sobre la cama había una fila de muñecos de peluche. Charlotte se agachó y recogió la mochila escolar de Sebastian, sacó cuadernos y hojeó las páginas en las que el muchacho había sido elogiado antes de dárselos a Daniel. Echó un vistazo a las páginas antes de guardar los cuadernos en la cómoda.
Charlotte se agachó para recoger unos lápices de colores esparcidos por el suelo. Al mirarla Daniel notó el pulcro orden de las zapatillas de Sebastian, junto a la cama, y la manera en que sus libros estaban apilados, los más voluminosos debajo y los pequeños encima.
—Es un muchacho excepcional —dijo Charlotte—. En clase de Matemáticas casi nunca se equivoca y ya toca el piano muy bien. Lo que sucede es que sus dedos son demasiado pequeños.
Daniel respiró hondo, recordando su propia infancia y cómo aprendió a tocar el piano. Recordó el casi doloroso esfuerzo de sus manitas para alcanzar las teclas.
En el vestíbulo, mientras se preparaba para salir, Charlotte se puso un pañuelo de seda en el cuello. Una vez más, Daniel fue consciente de lo frágil que era. Observó sus vértebras, que se le marcaron al agacharse para recoger el bolso.
Pensó en Sebastian, que estaría esperando a Charlotte en su celda. Una vez más, recordó a su propia madre: esas esperas en las oficinas de las asistentes sociales y las comisarías de policía preguntándose si aparecería. Solo más tarde, ya adulto, esos años habían logrado inspirarle cierta amargura. De niño tan solo sentía agradecimiento cuando ella se presentaba.
Caminaron hacia la comisaría de Islington, al otro lado de la calle de Barnard Park. Se trataba de un tramo del parque al descubierto, con senderos y un campo de fútbol. Rodeado de arbustos y árboles, el parque infantil, al lado de la calle Copenhagen, era el único lugar donde era posible ocultar una agresión. Daniel sabía que la policía ya había obtenido las grabaciones de las cámaras de seguridad del municipio de Islington. Se preguntó qué revelarían. La esquina de la calle Copenhagen, justo tras la furgoneta de policía, estaba llena de flores en memoria de Ben. Daniel se había detenido para leer algunos mensajes cuando iba a la casa de los Croll.
La calidez y la luz de la mañana no tenían acceso a la sala de interrogatorios. Sebastian se sentó a un extremo de la mesa y Daniel y su madre frente a los agentes. Al sargento Turner lo acompañaba esta vez el agente Hudson, un hombre delgado y avizor cuyas rodillas golpeaban contra la mesa al moverse. Daniel sabía que había otra sala llena de policías escuchando la conversación. Iban a grabar el interrogatorio y lo observarían desde otra sala.
—Muy bien, Sebastian —dijo el sargento Turner—, ¿a qué hora crees que viste a Ben jugando con la bicicleta en la calle?
—No lo sé.
—¿Recuerdas si fue antes o después de comer?
—Fue después de comer.
—Sin duda alguna, después de comer —indicó Charlotte—. Le preparé la comida antes de que saliese.
El agente de policía frunció el ceño ante la interrupción de Charlotte y tomó notas.
—¿De quién fue la idea de ir al parque?
Sebastian se metió cuatro dedos en la boca. Miró hacia el techo y puso los ojos en blanco.
—No lo recuerdo.
—¿Cómo no vas a recordar de quién fue la idea? Él iba en bicicleta y tú no. ¿Fue idea tuya?
—Acabo de decir que no me acuerdo.
Daniel vio un ligerísimo arrebato de ira en los labios del niño. Se preguntó si eso era lo que comprendía cuando miraba a Sebastian. La ira era su principal recuerdo de la infancia: la ira y el miedo. Daniel nunca había poseído la confianza de Sebastian, pero aun así Sebastian le recordaba su propia niñez.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —preguntó Sebastian de repente a Daniel.
Al principio Daniel se preguntó si el niño estaba intentando evitar el interrogatorio policial. Tras mirar al sargento de la policía, Daniel respondió:
—Me he caído… corriendo.
—¿Te ha dolido?
—No mucho.
—Bueno, Seb, retomemos tu historia —dijo el sargento Turner—. Uno de vosotros decidió ir al parque, ¿qué pasó luego?
Sebastian se hundió en su silla, el mentón contra el pecho. Charlotte comenzó a acariciarle la pierna.
—Lo siento mucho, sargento, está muy cansado. Todo esto es muy intenso, ¿verdad, cariño? Es agobiante fijarse en tantos detalles…
—Discúlpeme, señora Croll, pero fijarse en detalles es mi trabajo. ¿Le molestaría permanecer en silencio y no responder por él?
La señora Croll asintió.
—Entonces, ¿cómo entrasteis al parque, Seb?
—Por la puerta principal…
—Ya veo. Dentro del parque, ¿comenzaste a reñir con Ben?
Sebastian sacudió la cabeza como si quisiese espantar una mosca.
—Niegas con la cabeza, pero un testigo ha dicho que vio a dos chicos de tu edad peleando en esa parte del parque. ¿Habló alguien con vosotros? ¿Os dijo que dejarais de pelear?
—Lo siento muchísimo, sargento —dijo Charlotte—. Acaba de decir que él y Ben no se pelearon. Seb no es de los que se meten en peleas, ¿verdad, Seb?
El sargento respiró hondo y preguntó a Sebastian si necesitaba un descanso o quería un zumo. Cuando el niño salió al baño, acompañado del agente Hudson, el sargento dobló los brazos sobre la mesa. Daniel observó la carnosa flaccidez de sus manos.
—Sé que es difícil, señora Croll, pero ¿podría abstenerse de responder por él?
—Lo sé, lo haré, es que no puedo evitarlo. Veo que no se explica tan bien como podría y solo quiero ayudarle a aclarar las cosas.
—Eso es lo que todos queremos: aclarar las cosas. ¿Le molestaría salir un rato, a tomar una taza de café quizás, mientras termino con el resto de las preguntas?
Charlotte se sentó en su asiento y miró a Daniel.
—Como usted quiera —dijo Daniel—. Podría quedarse, si permanece en silencio. Tiene derecho a estar aquí.
—¿Se asegurará de que esté bien? —preguntó Charlotte.
—Por supuesto.
Cuando volvió Sebastian, sin su madre, optó por sentarse más cerca de Daniel. Parecía inquieto y en ocasiones Daniel sintió el brazo del niño contra el suyo; un pie contra la pierna.
—Entonces, ¿dices que no te peleaste con Ben?
—No, jugamos a pelearnos un poco. Estábamos jugando al escondite y persiguiéndonos y luego, cuando me alcanzó, caímos rodando por la hierba y peleamos de broma.
—A veces, cuando jugamos a pelearnos, la cosa puede pasar a mayores. ¿Es eso lo que sucedió? ¿Se os fue de las manos?
Una vez más, las mejillas de Sebastian se sonrojaron de rabia.
—No —dijo—. A mí no, pero Ben me pegó un par de veces y me hizo daño, aunque quizás no quería, y por eso lo aparté de un empujón.
—Ya veo. Empujaste a Ben. ¿Qué estabas haciendo cuando ese hombre os dijo que paraseis? ¿Le estabas pegando?
—No. —Sebastian comenzaba a mostrarse dolido.
—Sargento, esto se está volviendo muy repetitivo —dijo Daniel—. Creo que estará de acuerdo en que ya ha respondido a estas preguntas. ¿Podríamos pasar a otro tema?
Sebastian suspiró y Daniel captó su atención y le guiñó un ojo. El muchacho sonrió de oreja a oreja e intentó devolverle el guiño cerrando ambos ojos.
—No puedo hacerlo, mira —dijo con los ojos cerrados por completo—. Necesito practicar.
—Ahora eso no importa —dijo el sargento—. Después de la pelea, ¿fuisteis al parque infantil?
Sebastian sonreía con los ojos cerrados y el sargento miró a Daniel, exasperado. Daniel se aclaró la garganta y tocó el brazo de Sebastian con delicadeza.
—Sé que es duro, pero ya queda poco, ¿vale, Seb?
—¿Te duele la mano?
—No, gracias, ya está mejor.
—¿Te sangró?
—Ya no.
—¿Estaba cubierta de sangre? —Una vez más esos ojos verdes se abrieron de par en par.
Daniel se sorprendió al sentir que su corazón latía más rápido. Negó con la cabeza una vez, enderezó los hombros y observó a los policías, que se humedecían los labios mientras estudiaban al muchacho.
—¿Qué sucedió cuando llegasteis al parque?
—Subimos a lo más alto y jugamos con las ruedas, entonces dije que quería ir a casa porque tenía hambre.
—Aquí tengo una fotografía del parque. ¿Adónde subisteis?
—Quiero ver a mi madre —dijo Sebastian.
—Solo un poco más, Sebastian. Le hemos pedido a tu madre que espere fuera y la podrás ver en cuanto nos digas qué ocurrió —dijo el sargento.
Daniel sabía qué era tener la edad de Sebastian y que le negaran ver a su madre, la desesperación ante esa distancia impuesta entre ambos. Se imaginó que Sebastian también la sentía.
—Si puedes, señala adónde subisteis —dijo el sargento.
—No lo sé —gimoteó Sebastian—. Quiero a mi mamá…
Daniel exhaló un suspiro y con delicadeza posó la palma de la mano sobre la mesa.
—Es evidente que mi cliente desea que vuelva su madre.
—La madre ha aceptado salir para que pudiésemos hablar con su hijo sin ella.
—Tiene derecho a que su madre esté presente si así lo desea. A menos que vuelva, mi defendido no va a responder más preguntas.
El interrogatorio se detuvo mientras un agente iba a buscar a la madre de Sebastian. Daniel fue al cuarto de baño y el sargento se acercó a él en el pasillo.
—Mira, hijo, entiendo que tienes que hacer tu trabajo, pero los dos sabemos de qué va esto. No te voy a explicar tu trabajo. Sé que quieres mostrarle bajo la mejor luz…, la mejor perspectiva de lo que hizo…, pero el chico quiere decir la verdad. Es un niño pequeño y quiere decir la verdad acerca de lo que hizo… Déjale hacerlo. Lo hizo; solo tiene que decir que lo hizo. No viste ese cadáver apaleado…, yo sí. No tuviste que consolar a la…
—¿Puedo interrumpirle? Traiga a su madre y así podremos continuar con el interrogatorio. Si así se tarda más, entonces tardaremos más.
—El súper acaba de concedernos otras doce horas.
Daniel asintió y se metió las manos en los bolsillos.
—Es decir, hasta las cuatro de la madrugada del martes, además también hemos solicitado más tiempo al juez. Óigame bien, tenemos todo el tiempo del mundo.
Daniel entró en la sala de interrogatorios y pasó una hoja del cuaderno. Desde una esquina el ojo de la cámara los observaba.
—Ahora viene tu madre.
—¿Les has convencido? Eres buen abogado, me parece.
—Tienes derecho a ver a tu madre si quieres. Mi trabajo es asegurarme de que conoces tus derechos.
El perfume de Charlotte ocupó la sala antes que ella. Se sentó al otro lado del sargento Turner. Daniel sospechó que le habrían pedido que no se sentase junto a su hijo y que no hablara.
Mientras el sargento continuaba con el interrogatorio, ella no dijo nada y apenas lo miró. Su atención pasó de la pulsera a la falda, de ahí a las cutículas y a Daniel. Éste sintió la mirada de la mujer mientras anotaba las preguntas del sargento y las taciturnas respuestas de Sebastian.
El sargento Turner tachó algo en su cuaderno y subrayó otra parte.
—Bien. Volvamos a donde estábamos. Volvamos al parque infantil. Háblame otra vez de la pelea con Ben.
—Ya lo dije —se quejó Sebastian, mostrando otra vez los dientes—. No era una pelea, era una discusión. Yo dije que quería ir a casa, pero él no quería que me fuera.
—Háblame otra vez de esa discusión.
Daniel hizo un gesto a Sebastian para que respondiera. Quería que el niño se tranquilizase. Si perdía la compostura parecía culpable, y Daniel no quería que se incriminase. Al igual que la policía, también él se preguntaba acerca del repentino temperamento del niño, pero quería que Sebastian mantuviese la coherencia. Daniel decidió pedir un descanso si el niño se alteraba más.
—Subimos a las ruedas, en lo alto del columpio de madera —prosiguió Sebastian—. Está muy alto. Me estaba cansando y pensaba en mi madre y su dolor de cabeza. Dije que quería ir a casa, pero Ben no quería dejarme. Intentó que me quedase. Luego se enfadó y me empezó a empujar y le dije que parase.
—¿Él te empujaba a ti?
—Sí, quería que me quedase a jugar.
—¿Te enfadaste cuando te empujó? ¿Lo empujaste tú también?
—No.
—¿Quizás lo empujaste y se cayó del columpio?
—Ya ha respondido, sargento —dijo Daniel, su voz sonó fuerte en la pequeña sala de interrogatorios.
—Yo no lo empujé, pero Ben dijo que iba a saltar. Quería impresionarme, ya sabe. Yo iba a ir a casa y él quería que me quedase y viese el salto.
—Ben era un niño pequeño, no un muchacho grandote como tú. Estabais muy arriba. ¿Estás seguro de que decidió saltar?
—¿Adónde quiere llegar, sargento? —dijo Daniel.
El sargento se aclaró la garganta y soltó el bolígrafo.
—¿Es eso lo que ocurrió, Sebastian?
—Sí, eso es. —Ahora estaba irascible, hundido en la silla.
—¿Seguro que no lo empujaste? ¿Lo empujaste y quizás empezaste a pelearte con él?
—¡No! —Una vez más la rabia destelló en los labios y las mejillas del niño.
—¿Te estás enfadando, Seb?
Sebastian cruzó los brazos y entrecerró los ojos.
—¿Estás enfadado conmigo por haberlo averiguado? ¿Empujaste a Ben?
—No.
—A veces, cuando la gente se enfada, es que intenta ocultar algo. ¿Comprendes?
Sebastian se deslizó de la silla y cayó al suelo de repente. Yacía sobre la espalda y comenzó a gritar. Daniel se sobresaltó. Sebastian lloró y gimió y, cuando se volvió hacia Daniel, tenía el rostro contraído y bañado en lágrimas.
—No lo empujé. No lo empujé.
—Entonces, ¿cómo crees que acabó ahí abajo?
—No lo sé, no le hice daño. Yo… Yo no… —los gritos de Sebastian eran tan agudos que Turner se tapó las orejas.
Daniel tardó unos momentos en darse cuenta de que tenía la boca abierta y miraba fijamente al muchacho. De repente tuvo frío en esa sala sin ventilación, y se sintió fuera de lugar, a pesar de su experiencia.
Turner detuvo el interrogatorio para que Sebastian pudiera serenarse. Charlotte se acercó cautelosa a su hijo, con los codos sobresaliéndole. La cara del niño estaba roja de rabia y bañada en lágrimas.
—Cariño, por favor —dijo Charlotte, sin llegar a tocar a su hijo. Tenía las manos rojas, llenas de venas, y le temblaban los dedos—. Cariño, ¿qué ocurre? Por favor, ¿no podrías calmarte? A mamá no le gusta verte tan alterado. Por favor, no permitas que esto te trastorne tanto.
Daniel quería correr, para estirar los músculos y disipar los gritos del muchacho y la abarrotada solemnidad de la sala de interrogatorios. Fue de nuevo al aseo, se mojó la cara con agua fría y se observó frente al espejo, apoyándose en el lavabo.
Quería renunciar al caso, no por lo que era sino por lo que llegaría a ser. Por la manera en que la policía acosaba a Sebastian, supuso que ya tenían los resultados del laboratorio. Si presentaban cargos contra el niño, los periodistas se cebarían en el caso. Daniel no se sentía preparado. Hacía un año había aceptado el caso de un menor, un muchacho acusado de disparar contra un miembro de su banda. El caso había llegado al Tribunal Central de lo Penal y el muchacho había sido condenado. Había sido un cliente vulnerable, que hablaba en voz baja y se mordía las uñas. Incluso ahora Daniel detestaba pensar que estaba ahí dentro. Y de pronto otro niño estaba a punto de entrar en el sistema, todavía más joven.
Daniel se hallaba junto al mostrador cuando el superintendente se acercó y lo agarró del codo. Era un hombre alto, de complexión fuerte, cabello gris y corto y mirada desesperada.
—Tranquilo —dijo, dando un golpecito en el hombro de Daniel—. Todos nos sentimos así.
—Estoy bien —contestó Daniel. La respiración se le quedaba en la garganta, como mariposas atrapadas. Tosió para dejarlas escapar.
—¿Es de Tyneside?
Daniel asintió.
—¿Y usted?
—De Hull. A veces es difícil distinguirles, su acento tiene mucho de Londres, ¿no es cierto?
—Llevo aquí un tiempo.
El sargento Turner dijo que el superintendente McCrum quería ver a Daniel. Le acompañaron al despacho, que era agobiante y oscuro. La luz del día descendía por una ventana pequeña.
—Estamos todos un poco tensos —dijo el superintendente al entrar.
Daniel no quería suspirar, pero McCrum lo oyó y se rio casi en silencio, como muestra de que lo comprendía.
—Todos hemos pasado por eso, pero nadie se acostumbra.
Daniel tosió y asintió. Por primera vez sintió afinidad con aquel hombre.
—Lo más duro que he hecho en mi vida ha sido mirar a esa pobre mujer cuando vio a su pequeño asesinado de esa forma. Es duro… ¿Tiene hijos, Daniel?
Negó con la cabeza.
—Yo tengo dos. No hay quien lo soporte, ¿cierto?
—La situación…
—La situación ha cambiado. Es probable que lo acusemos del asesinato del pequeño Ben.
—¿En qué se basan? Por lo que he podido…
—Lo vieron peleando con Ben, a quien encontramos muerto al día siguiente. Ahora tenemos un informe oral del forense que confirma que en la ropa y el calzado de Sebastian había restos de sangre de Ben. Le vamos a preguntar acerca de esto durante las próximas horas. Solicitaremos más tiempo al juez si no obtenemos una confesión antes de las dos. Esta mañana hemos obtenido la orden de registro de la casa y el equipo forense aún está ahí… ¿Quién sabe qué más van a encontrar?
—¿Y las grabaciones?
—Todavía las estamos analizando.