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Lo suyo es correr —dijo la asistente social a Minnie.

De pie en la cocina de Minnie, Daniel estaba junto a una bolsa de viaje que contenía todo lo que poseía. La cocina tenía un olor peculiar: a animales, fruta y madera quemada. La casa era pequeña y oscura, y Daniel no quería quedarse.

Minnie lo miró a los ojos, con las manos en las caderas. Daniel notó enseguida que era una mujer amable. Tenía las mejillas rojas y sus ojos se movían sin cesar. Vestía una falda que le llegaba hasta los tobillos, botas de hombre y una rebeca grande y gris que no dejaba de alisar sobre su cuerpo. Tenía unos pechos grandes, un estómago voluminoso y un cabello rizado y gris, que llevaba recogido.

—Sale corriendo a la menor oportunidad —dijo la asistente social con un tono cansado y, a continuación, en voz más alta, dirigiéndose a Daniel—: Ya no tienes adonde correr, ¿eh, cielo? Tu madre no está bien, ¿verdad?

Tricia extendió la mano para estrechar el hombro de Daniel, que se apartó de ella y se sentó a la mesa de la cocina.

El perro pastor de Minnie, Blitz, comenzó a lamerle los nudillos. La asistente social susurró «sobredosis» a Minnie, pero Daniel lo oyó. Minnie le guiñó un ojo para hacerle saber que ella sabía que lo había oído.

En un bolsillo Daniel apretaba el collar de su madre. Se lo había dado hacía tres años, cuando no tenía novio y estaba sobria. Fue la última vez que le habían permitido ir a verla. Finalmente, los Servicios Sociales prohibieron todas las visitas no supervisadas, pero Daniel siempre volvía a ella. Estuviese donde estuviese, siempre era capaz de encontrar a su madre. Ella lo necesitaba.

En su bolsillo, con el índice y el pulgar recorría la inicial de su nombre: S.

Una vez en el coche, la asistente social le dijo a Daniel que le iba a llevar a Brampton, porque en la región de Newcastle nadie estaba dispuesto a acogerlo.

—Está un poco lejos, pero creo que te va a caer bien Minnie —dijo.

Daniel apartó la vista. Tricia se parecía a todas las asistentes sociales que le habían encomendado: cabello color orina y ropa fea. Daniel la odiaba, como le sucedía con todas las demás.

—Tiene una granja y vive por su cuenta. Sin hombres. Seguro que te va bien si no hay hombres, ¿eh, cielo? No necesitas mucho equipaje. Tienes suerte de que Minnie te aceptase. Ahora tienes una casa de verdad. Nadie quiere a un muchacho con todos tus problemas. A ver cómo te portas, vendré a fin de mes.

—Quiero ver a mi madre.

—No está bien, cielo, por eso no puedes verla. Es lo mejor para ti. Necesita un tiempo para recuperarse, ¿no es así? Quieres que se recupere, ¿o no?

Una vez que Tricia se fue, Minnie le mostró su habitación. Le costó subir las escaleras y Daniel observó cómo sus caderas se estremecían. Se puso a pensar en los movimientos de un chico en una orquesta que marca el ritmo aporreando el bombo que lleva al pecho. El dormitorio estaba bajo el tejado de la casa: una sola cama desde la que se veía el patio trasero, donde estaban las gallinas y la cabra, Hector.

Ese patio era la granja Flynn.

Se sentía como siempre que le enseñaban su nueva habitación. Frío. Fuera de lugar. Quería irse, pero en vez de eso dejó la bolsa de viaje en la cama. La colcha de la cama era rosada y un papel con rosas diminutas cubría la pared.

—Disculpa el color. Normalmente me envían niñas.

Se miraron el uno al otro. Minnie abrió los ojos de par en par y Daniel sonrió.

—Si todo va bien, podemos cambiarlo, ¿vale? Puedes escoger el color que prefieras.

Daniel se miró las uñas de las manos.

—Puedes guardar tu ropa interior aquí, cariño. Cuelga el resto ahí —dijo mientras desplazaba su cuerpo por el reducido espacio. Una paloma se arrullaba en la ventana y Minnie golpeó el cristal para ahuyentarla—. Odio las palomas —dijo—. No son más que alimañas, si quieres saber mi opinión.

Minnie le preguntó qué quería para merendar y Daniel se encogió de hombros. Le dijo que podía elegir entre empanada de ternera y carne asada, y Daniel eligió la empanada. Le pidió que se lavase para la cena.

Cuando Minnie se fue, Daniel se sacó la navaja automática del bolsillo y la puso bajo la almohada. También llevaba una navaja en el bolsillo de los vaqueros. Guardó la ropa como le había indicado, los calcetines y la camiseta limpia a cada lado del cajón vacío. Era extraño verlos tan solitarios, así que los acercó. Forrado con motivos florales, el cajón desprendía un olor extraño y le preocupó que su ropa acabase oliendo así.

Daniel cerró la puerta del baño de Minnie, estrecho y largo, y se sentó al borde de la bañera. El baño era de color amarillo brillante y el empapelado era azul. Había polvo y moho en todos los grifos y el suelo estaba cubierto de pelos de perro. Se puso en pie y comenzó a lavarse las manos, de puntillas, para poder mirarse en el espejo.

«Eres un pequeño malnacido».

Daniel recordó estas palabras al contemplarse el rostro, el pelo corto y negro, los ojos oscuros, el mentón cuadrado. Eran palabras de Brian, su último padre adoptivo. Daniel le había rajado los neumáticos y había derramado su vodka en la pecera. Los peces se murieron.

Había una pequeña mariposa de porcelana en un estante del cuarto de baño. Parecía vieja y barata, pintada con colores vivos, amarillo y azul, como el cuarto de baño. Daniel se la guardó en el bolsillo, se secó las manos en los pantalones y bajó las escaleras.

El suelo de la cocina estaba sucio, con migas y huellas de barro. El perro estaba acostado en su cesta, lamiéndose las pelotas. La mesa de la cocina, la nevera y las encimeras estaban atestadas. Daniel se mordió el labio y lo observó todo. Macetas y bolígrafos, un pequeño rastrillo. Una bolsa de galletas para perros, enormes cajas de estaño, libros de cocina, jarras de las que sobresalían espaguetis, tres teteras de diferentes tamaños, tarros de mermelada vacíos, guantes de horno sucios y grasientos, trapos y botellas de desinfectante. La papelera estaba llena y al lado había dos botellas vacías de ginebra. Podía oír el cloqueo de las gallinas fuera.

—No eres de muchas palabras, ¿verdad? —dijo Minnie, mirándolo por encima del hombro mientras cortaba las hojas de la lechuga—. Ven aquí y ayúdame con la ensalada.

—No me gusta la ensalada.

—No pasa nada. Haremos una pequeña para mí. La lechuga y los tomates son de mis huertos, ¿sabes? No has probado una ensalada hasta que la has cultivado tú mismo. Anda, ayúdame.

Daniel se levantó. La cabeza le llegaba al hombro de ella y se sintió alto a su lado. Minnie colocó una tabla de cortar frente a él y le dio un cuchillo, lavó tres tomates y los puso sobre la tabla, junto al cuenco que contenía las hojas de lechuga. Le enseñó cómo cortar los tomates.

—¿No quieres probarlos? —Sostuvo un trozo de tomate junto a los labios de Daniel, que negó con la cabeza. Minnie se metió el trozo en la boca.

Daniel cortó el primer tomate, observando cómo Minnie ponía hielo en un vaso alto, exprimía zumo de limón sobre el hielo y vaciaba lo que quedaba de la botella de ginebra. Cuando añadió la tónica, el hielo se agrietó y crujió. Se agachó para dejar la botella junto a las otras y volvió a su lado.

—Bien hecho —dijo—, son unos trozos perfectos.

Había pensado en hacerlo desde que le dio el cuchillo. No quería hacerle daño, pero sí asustarla. Quería que descubriese cuanto antes la verdad acerca de él. Se volvió y acercó el cuchillo a su rostro, con la punta a unos centímetros de su nariz. Las semillas de tomate manchaban el filo como si fuera sangre. Quería ver cómo su boca se deformaba por el pavor. Quería oírla gritar. Ya había probado con otros y se había sentido poderoso al verlos estremecerse y retroceder. No le importaba si ella era su última oportunidad. No quería estar en esa casa apestosa.

El perro se sentó en la cesta y ladró. Ese ruido súbito sobresaltó a Daniel, pero Minnie no se apartó. Apretó los labios y resopló.

—Solo has cortado un tomate, cariño —dijo.

Sus ojos habían cambiado; ya no eran tan amables como cuando llegó.

—¿No estás asustada? —preguntó apretando el mango del cuchillo, de modo que tembló ante el rostro de la mujer.

—No, cariño, y si hubieras vivido mi vida tú tampoco estarías asustado. Ahora termina con ese tomate.

—Podría apuñalarte.

—Ah, ¿podrías…?

Daniel clavó el cuchillo en la tabla de cortar una vez, dos veces, y luego se apartó de ella y comenzó a cortar el otro tomate. Le dolía un poco el antebrazo. Se lo había torcido al clavar el cuchillo en la madera. Minnie se volvió de espaldas y echó un trago a su bebida. Blitz se acercó y ella dejó caer una mano para que le pudiera lamer los nudillos.

Cuando sirvió la cena, Daniel estaba hambriento, pero fingió lo contrario. Comía con el codo sobre la mesa y el rostro apoyado en una mano.

Minnie hablaba sin parar de la granja y las verduras y hortalizas que cultivaba.

—¿De dónde eres? —preguntó Daniel, con la boca llena.

—Bueno, nací en Cork, pero he pasado más tiempo aquí que allí. También viví en Londres durante una época…

—¿Dónde está Cork?

—¿Dónde está Cork? Madre mía, ¿no sabes que Cork está en Irlanda?

Daniel bajó los ojos.

—Cork es la verdadera capital de Irlanda. Aunque, ojo, es más o menos la mitad de grande que Newcastle —declaró, sin mirarlo, ocupada con su ensalada. Se detuvo y al cabo de un momento añadió—: Siento lo de tu madre. Parece que no está muy bien.

Daniel dejó de comer un momento. Empuñó con fuerza el tenedor y lo clavó lentamente en la mesa. Vio que del cuello de la mujer colgaba un crucifijo de oro. Se quedó maravillado por un momento ante el diminuto sufrimiento tallado en la cruz.

—¿Por qué viniste aquí, entonces? —preguntó señalándola con el tenedor—. ¿Por qué dejar la ciudad por esto? En medio de la nada.

—Mi esposo quería vivir aquí. Nos conocimos en Londres. Trabajaba como enfermera psiquiátrica allí, tras irme de Irlanda. Él era electricista, entre otras cosas. Creció aquí, en Brampton. Para mí, en ese momento, era un lugar tan bueno como cualquier otro. Él quería estar aquí y a mí me pareció bien. —Terminó la copa y el hielo tintineó. Tenía la misma mirada que cuando la había amenazado con el cuchillo.

—¿Qué es una enfermera psiquiátrica?

—Bueno, es una enfermera que cuida a personas con enfermedades mentales.

Daniel sostuvo la mirada de Minnie por un momento y luego apartó la vista.

—Entonces, ¿estás divorciada?

—No, mi marido murió —dijo, y se levantó para lavar el plato. Daniel observó su espalda mientras se terminaba el té. Raspó el plato un poco.

—Hay más, si quieres —dijo Minnie, que aún le daba la espalda. Quería más, pero dijo que estaba lleno. Le llevó el plato y ella le dio las gracias. Notó que su mirada había cambiado, que era cálida una vez más.

Cuando terminó de fregar, Minnie subió a su habitación con algunas toallas y le preguntó si necesitaba algo, pasta dentífrica o un cepillo de dientes.

Él se sentó en la cama, mirando las espirales rojas de la alfombra.

—Te dejo uno en el cuarto de baño. Tengo un par nuevos. ¿Necesitas algo más? —Daniel negó con la cabeza—. No tienes muchas cosas, ¿verdad? Quizás tengamos que comprarte ropa para la escuela. —Minnie había abierto el armario y tocaba el dobladillo de unos pantalones que Daniel había colgado.

Daniel se dejó caer en la cama. Se metió las manos en los bolsillos y sacó la pequeña mariposa de porcelana. Tumbado, la estudiaba. Ella le estaba hablando mientras se agachaba y recogía cosas del suelo y cerraba las ventanas. Cuando se inclinaba dejaba escapar pequeños gruñidos y gemidos.

—¿Qué tienes ahí? —dijo de repente.

Daniel volvió a guardársela en el bolsillo, pero ella la había visto. Él sonrió. Le agradó la expresión de su rostro, trémulo, preocupado. Minnie entrecerró los labios y se quedó al pie de la cama, frunciendo el ceño.

—Eso no te pertenece.

Daniel la miró. ¡Qué extraño que ni se inmutase ante un cuchillo pero perdiese la compostura por una estúpida mariposa de porcelana! Hablaba en voz tan baja que tuvo que incorporarse un poco para oírla. Contuvo la respiración.

—Daniel, sé que no nos conocemos muy bien. Sé que has pasado por momentos difíciles y voy a hacer lo posible para que te vaya bien. Sé que habrá problemas. No me dedicaría a esto de lo contrario. Pero hay algunas cosas que tienes que respetar. Es la única manera de que esto funcione. Esa mariposa no es tuya. Es importante para mí. Cuando te cepilles los dientes, quiero que la dejes en el estante.

—No —dijo Daniel—. Quiero quedármela. Me gusta.

—Bueno, eso lo entiendo. Si la cuidas, puedes quedártela un par de días, pero luego me gustaría que la dejases en el estante del cuarto de baño, donde ambos podemos verla. Ojo, solo dos días, como un gesto especial contigo porque esta es tu nueva casa y quiero que te sientas bienvenido. Pero al cabo de dos días volveré a pedírtela, si aún no la has devuelto.

Nunca antes habían hablado a Daniel de esta manera. No estaba seguro de si ella estaba enfadada o le estaba consintiendo un capricho. Le dolían un poco los codos de apoyarse en ellos.

Minnie se cubrió con su rebeca y salió de la habitación. El olor a zumo de limón se fue con ella.