UN NIÑO PEQUEÑO HALLADO MUERTO EN BARNARD PARK
El aire olía a pólvora cuando Daniel salió del metro y se dirigió a la comisaría de Islington. Era pleno verano y no corría el aire. La luna se deslizaba por un cielo brillante y agitado. Era un día cargado, a punto de estallar.
Al subir por Liverpool Road, oyó un trueno y poco después cayeron gruesas gotas de lluvia, reprochadoras, flagelantes. Se subió el cuello y corrió por Waitrose y Sainsbury’s, esquivando a los compradores de última hora. Como le gustaba correr, no sintió el esfuerzo en el pecho o las piernas, ni siquiera cuando la lluvia cayó con más fuerza, empapándole los hombros y la chaqueta, por lo que corrió más y más rápido.
Dentro de la comisaría, se sacudió el agua del pelo y se limpió el rostro con una mano. Secó el maletín de un manotazo. Al decir su nombre, el cristal que lo separaba de la recepcionista se cubrió de vapor.
El agente de servicio, el sargento Turner, lo estaba esperando y le dio un seco apretón de manos. En el despacho del sargento, Daniel se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla.
—Qué rápido ha venido —comentó Turner.
Por educación, Daniel dejó su tarjeta de visita en el escritorio del sargento. Daniel frecuentaba las comisarías de policía de Londres, pero era la primera vez que acudía a la de Islington.
—¿Socio fundador de Harvey, Hunter y Steele? —dijo el sargento, sonriendo.
—Por lo que tengo entendido, se trata de un menor.
—Sebastian tiene once años.
El sargento miró a Daniel, como si buscara una respuesta en su rostro. Daniel había dedicado toda la vida a perfeccionar su impasibilidad y sabía que sus ojos castaño oscuro no revelaban nada al sostener la mirada del detective.
Daniel tenía mucha experiencia como defensor de menores: como abogado había defendido quinceañeros acusados de disparar contra sus compañeros de pandilla y a varios adolescentes que habían robado droga. Pero nunca un niño, nunca un chiquillo. De hecho, apenas había tenido contacto con niños. Su propia infancia era su único punto de referencia.
—No está detenido, ¿verdad? —preguntó Daniel a Turner.
—De momento no, pero hay algo que no encaja. Ya lo verá usted mismo. Sabe exactamente qué le ocurrió a ese niño… Puedo olerlo. Hasta después de llamarle a usted no encontramos a la madre. Llegó hace unos veinte minutos. La madre dice que no había salido, pero que se sentía mal y no había oído los mensajes. Hemos solicitado una orden de registro del domicilio familiar.
Daniel vio cómo las mejillas rojizas de Turner se hundían para realzar lo dicho.
—Entonces, ¿es sospechoso del asesinato?
—Vaya que si lo es.
Daniel suspiró y sacó un cuaderno de su maletín. Aunque cada vez tenía más frío debido a su ropa húmeda, tomó notas cuando el agente de policía describió en pocas palabras el crimen y los testigos y los detalles del interrogatorio al niño.
Estaban interrogando a Sebastian respecto a la aparición del cadáver de un niño. El pequeño que había sido hallado muerto se llamaba Ben Stokes. Al parecer, había sido golpeado hasta morir en un rincón frondoso de Barnard Park el domingo por la tarde. Un ladrillo, arrojado contra su rostro, le había fracturado la cuenca del ojo. Con este ladrillo, además de con ramas y hojas, el agresor había cubierto la cara rota. El cadáver quedó oculto en un rincón del parque, bajo una casita de madera, y ahí fue donde, el lunes por la mañana, lo halló uno de los jóvenes trabajadores a cargo de las atracciones del parque.
—La madre de Ben denunció su desaparición el domingo por la noche —dijo Turner—. Dijo que el muchacho había salido a montar en bicicleta por las aceras de Richmond Crescent esa tarde. No tenía permiso para dejar el barrio, pero cuando la madre salió a mirar no había ni rastro de él.
—Y están interrogando a este niño porque…
—Tras hallar el cadáver, aparcamos una de nuestras furgonetas en Barnsbury Road. Un vecino declaró que había visto a dos niños peleando en Barnard Park. Uno de los pequeños encajaba con la descripción de Ben. Dijo que pidió a los niños que parasen, y el otro niño le sonrió y respondió que solo estaban jugando. Cuando le dimos la descripción del otro niño a la madre de Ben, ésta mencionó a Sebastian Croll (el niño que tenemos ahí), que vive a unas puertas de la casa de los Stokes.
»Sebastian estaba solo en la casa de Richmond Crescent (o al menos eso pensábamos) cuando dos policías se pasaron por ahí a las cuatro de la tarde. Sebastian dijo a los agentes que su madre había salido y que su padre se encontraba en el extranjero por motivos de negocios. Buscamos a un adulto cualificado y lo llevamos a la comisaría sin más demora. Desde el principio ha sido evidente que oculta algo… El asistente social insistió en que llamáramos a un abogado.
Daniel asintió y cerró el cuaderno.
—Venga conmigo —dijo Turner.
Al dirigirse a la sala de interrogatorios, Daniel sintió cómo se cernía sobre él la claustrofobia habitual de las comisarías. Las paredes estaban cubiertas con anuncios de las autoridades acerca de la conducción en estado de embriaguez, las drogas y la violencia doméstica. Todas las persianas estaban echadas y sucias.
La sala de interrogatorios carecía de ventanas. Las paredes, pintadas de verde pálido, estaban desprovistas de cualquier adorno. Justo delante de él se encontraba sentado Sebastian. La policía había confiscado la ropa del niño, por lo que iba vestido con un uniforme desechable, que crujía cuando se movía en su silla. Con ese uniforme tan grande el muchacho parecía más pequeño y vulnerable, menor de once años. Era sorprendentemente hermoso, casi como una niña pequeña, con una cara con forma de corazón, pequeños labios rojos y grandes ojos verdes que rebosaban inteligencia. Las pecas de la nariz salpicaban una piel pálida. Tenía el pelo marrón oscuro, y bien cortado. Sonrió a Daniel, quien le devolvió la sonrisa. El niño parecía tan joven que Daniel casi no supo cómo hablarle e hizo lo posible por ocultar su sorpresa.
El sargento Turner comenzó con las presentaciones. Era un hombre alto, incluso más alto que Daniel, y parecía demasiado grande para esa sala tan pequeña. Se encorvó al presentar a Daniel a la madre de Sebastian, Charlotte.
—Gracias, muchísimas gracias por venir —dijo Charlotte—. Le estamos muy agradecidos.
Daniel asintió y se volvió hacia el hijo.
—Tú debes de ser Sebastian, ¿verdad? —dijo, se sentó y abrió su maletín.
—Sí, eso es. Me puede llamar Seb si lo prefiere.
Daniel se sintió aliviado al ver la actitud tan abierta del niño.
—Muy bien, Seb. Encantado de conocerte.
—Encantado. Eres mi abogado, ¿verdad? —Sebastian sonrió y Daniel alzó una ceja. El niño iba a ser su cliente más joven, pero hablaba con más aplomo que los adolescentes que había defendido. Los ojos verdes e inquisitivos de Sebastian y su voz cadenciosa y educada lo desarmaron. Las joyas de la madre daban la impresión de pesar más que ella; su ropa era cara. Los finos huesos de su mano se movieron como un pájaro para acariciar la pierna de Sebastian.
«Este pequeño tiene que ser inocente», pensó Daniel al abrir la carpeta.
Trajeron café, té y galletas de chocolate. El sargento Turner los dejó solos, de modo que Daniel pudiese hablar en privado con su joven cliente y su madre.
—¿Podría tomar una? —preguntó Sebastian, al tiempo que sus dedos pulcros y esbeltos, tan similares a los de su madre, sobrevolaban las galletas.
Daniel asintió, sonriendo ante la cortesía del muchacho. Recordaba que él había sido problemático, enfrentado a un mundo de adultos, y de repente se sintió responsable del niño. Colgó la chaqueta todavía húmeda del respaldo de la silla y se aflojó la corbata.
Charlotte se pasaba los dedos por el cabello. Se detuvo para examinar la manicura antes de apretar las manos. También la madre de Daniel había tenido uñas muy largas. Hizo una pausa, distraído.
—Disculpe —dijo Charlotte, alzando los párpados maquillados y bajándolos nuevamente a continuación—. ¿Esto va a tardar mucho? Tengo que salir para llamar al padre de Seb y decirle que está usted aquí. Está en Hong Kong, pero me pidió que le mantuviese al corriente. Voy a ir a casa rápido, cosa de un minuto. Me dijeron que podría traer algo de ropa a Seb antes de que comenzaran a interrogarlo de nuevo. No me puedo creer que se llevaran toda su ropa. Incluso tomaron una muestra de ADN… y yo ni siquiera estaba aquí…
El aire estaba recargado, por el cuero del maletín y el intenso olor a almizcle del perfume de Charlotte. Sebastian se frotó las manos y se sentó erguido, como si sintiese un extraño entusiasmo ante la presencia de Daniel. Sacó una de las tarjetas de Daniel de una ranura de la carpeta y se reclinó contra el asiento, observándola.
—Qué tarjeta tan bonita. ¿Eres uno de los socios fundadores?
—Así es.
—Entonces, ¿me podrás sacar de aquí?
—No te han acusado de nada. Vamos a mantener una breve charla para revisar tu historia y, a continuación, la policía volverá a hacerte algunas preguntas.
—Me dijeron: «¿A que hiciste daño a ese niño?», pero no es verdad.
—Se dice hiciste —susurró Charlotte—. ¿Qué te he enseñado?
Daniel frunció el ceño con discreción ante esa corrección fuera de lugar.
—Vale, ¿podrías contarme lo que ocurrió el domingo por la tarde? —dijo Daniel. Tomó notas a medida que el niño le relataba su versión de la historia, cómo salió a la calle a jugar con su vecino, Ben Stokes.
—La familia Stokes vive en la misma calle —añadió Charlotte—. De vez en cuando juegan juntos. Ben es buen chico, muy listo, pero es un poco pequeño para Sebastian.
—Solo tiene ocho años —dijo Sebastian, que sonrió a Daniel y asintió, mirándole a los ojos. Se puso la mano sobre la boca como si quisiese reprimir la risa—. ¿O debería decir que tenía ocho? Ahora está muerto, ¿no?
Daniel se esforzó para no sobresaltarse ante las palabras de Sebastian.
—¿Te parece gracioso? —preguntó Daniel. Dirigió la mirada a la madre de Sebastian, pero estaba distraída, mirándose las uñas, como si no hubiese oído nada—. ¿Sabes qué le ocurrió?
Sebastian apartó la vista.
—Creo que quizás alguien lo atacó. Tal vez un pedófilo.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, me han estado haciendo un montón de preguntas. Piensan que le ocurrió algo desde que lo vi por última vez y supongo que si está muerto habrá sido un pedófilo o un asesino en serie o algo así…
Daniel frunció el ceño, pero el niño, de aspecto tranquilo, parecía considerar el destino de Ben como una mera cuestión intelectual. Daniel insistió e interrogó a Sebastian sobre qué hizo antes y después de regresar a casa el día anterior. El muchacho se expresó con claridad y coherencia.
—Bien —dijo Daniel. Sintió que el chico podría confiar en él. Daniel lo creía—. ¿Señora Croll?
—Por favor, llámeme Charlotte, nunca me ha gustado mi apellido de casada.
—Muy bien, Charlotte. Quería hacerle un par de preguntas, si no es molestia.
—Por supuesto.
Daniel notó una mancha de lápiz de labios en los dientes y, al girarse hacia ella, percibió la tensión en su pequeño cuerpo. A pesar de los párpados y el delineador, cuidado y preciso, la piel que rodeaba los ojos denotaba cansancio. Su sonrisa suponía un esfuerzo. «Si supiese que tiene una mancha de pintalabios en los dientes —pensó Daniel—, se sentiría abochornada».
—Cuando la policía encontró a Sebastian hoy, ¿estaba solo en casa?
—No, yo estaba en casa, pero dormida. Tenía migraña y me tomé un par de pastillas. Estaba muerta para el mundo.
—Según el informe policial, cuando se lo llevaron, Sebastian dijo que no sabía dónde estaba usted.
—Oh, estaría bromeando. Él es así. Le gusta tomar el pelo a la gente, ¿sabe?
—Solo les estaba tomando el pelo —asintió Sebastian con entusiasmo.
—La policía no tenía ni idea de dónde se encontraba, de ahí que llamaran a un asistente social…
—Como ya le he dicho —explicó Charlotte tranquilamente—, me había acostado.
Daniel apretó los dientes. Se preguntó qué ocultaba Charlotte. Le inspiraba más confianza el niño que su madre.
—Y el domingo, cuando Sebastian llegó a casa, ¿estaba usted ahí?
—Sí, cuando volvió de jugar con Ben yo estaba en casa. Siempre estoy en casa…
—¿Y no notó nada extraño cuando Sebastian regresó a casa?
—No, nada de nada. Vino y… vio un poco la tele, creo.
—¿Y a qué hora llegó a casa?
—Alrededor de las tres.
—Bien —dijo Daniel—. ¿Cómo te sientes, Seb? ¿Podrías aguantar el interrogatorio policial un poco más de tiempo?
Charlotte se volvió hacia Sebastian y le rodeó con el brazo.
—Bueno, ya es tarde. Nos encantaría ayudar, pero quizás deberíamos dejarlo para mañana.
—Lo voy a solicitar —contestó Daniel—. Les voy a decir que necesita un descanso, pero quizás no estén de acuerdo. Y si lo conceden tal vez no exijan fianza.
—¿Fianza? ¿Qué diantres? —se sorprendió Charlotte.
—Voy a pedirlo, pero no es habitual cuando ha habido un asesinato.
—Sebastian no tiene nada que ver con todo esto —dijo Charlotte, con los tendones del cuello en tensión al alzar la voz.
—Está bien. Espere aquí.
Eran casi las nueve de la noche, pero la policía estaba decidida a continuar el interrogatorio. Charlotte volvió a toda prisa a Richmond Crescent en busca de ropa para su hijo, de modo que Sebastian pudo sustituir el uniforme desechable por unos pantalones de chándal azules y una sudadera gris. Lo llevaron de nuevo a la sala de interrogatorios.
Sebastian se sentó junto a Daniel, con su madre al otro lado, al final de la mesa. El sargento Turner se sentó frente a Daniel. Iba acompañado de otro oficial de policía, Black, un inspector de cara larga que se sentó enfrente de Sebastian.
—Sebastian, no tienes la obligación de decir nada, pero puede ser perjudicial para tu defensa si no mencionas ahora algo que más tarde te pueda servir en el tribunal. Todo lo que digas podrá ser usado como prueba…
Sebastian resopló y miró a Daniel. Se cubrió las manos con las mangas de la sudadera y escuchó esas palabras tan formales.
—¿Estás cómodo ahora con tu ropa limpia y bonita? —preguntó el agente de policía—. Sabes por qué confiscamos tu ropa, ¿no es así, Seb?
—Sí, quieren buscar pruebas forenses.
Las palabras de Sebastian eran comedidas, claras y serenas.
—Eso es. ¿Qué tipo de pruebas piensas que encontraremos?
—No estoy seguro.
—Cuando te recogimos esta tarde, tenías algunas manchas en las zapatillas de deporte. Esas manchas parecían sangre, Seb. ¿Me podrías explicar qué eran esas manchas?
—No estoy seguro. Quizás me cortase cuando estaba jugando, no lo recuerdo. O tal vez fuese tierra…
El sargento Turner se aclaró la garganta.
—¿No crees que te acordarías si te hubieses hecho una herida tan grande como para dejar manchas de sangre en los zapatos?
—Depende.
—Entonces, ¿crees que esas manchas son sangre, pero piensas que es tuya? —continuó el inspector con una voz agrietada por el tabaco.
—No, no sé qué son esas manchas. Cuando salgo a jugar, muchas veces me ensucio un poco. Solo quería decir que, si es sangre, entonces supongo que me cortaría jugando.
—¿Cómo te habrías cortado?
—Quizás me caí y me golpeé contra una piedra o me la haría al saltar de un árbol. A lo mejor me di con una rama.
—¿Saltaste de muchos árboles ayer? ¿Y hoy?
—No, sobre todo he visto la tele.
—¿No has ido a la escuela hoy?
—No, no me sentía bien por la mañana. Me dolía la tripa, por eso me he quedado en casa.
—¿Tu profesora sabía que estabas enfermo?
—Bueno, lo que solemos hacer es llevar una nota al día siguiente…
—Si has estado en casa todo el día, Sebastian, ¿cómo se ensuciaron así tus zapatillas? ¿Cómo llegó ahí la sangre? —preguntó el sargento Turner, inclinándose hacia delante. Daniel podía sentir el olor amargo a café en su aliento—. ¿Quizás la sangre era de ayer?
—No sabemos si se trata de sangre, sargento. ¿Quizás podría reformular la pregunta? —dijo Daniel, alzando una ceja ante el agente de policía. Sabía que trataría de tender una trampa al muchacho.
—¿Era el mismo calzado —preguntó Turner, de mal humor— que llevabas el domingo, Sebastian?
—Tal vez. A lo mejor me lo volví a poner. No lo recuerdo. Tengo un montón de zapatos. Supongo que tendremos que esperar y ver qué pasa.
Daniel echó un vistazo a Sebastian y trató de acordarse de cómo era con once años de edad. Recordó que le daba vergüenza sostener la mirada de los adultos. Recordó picaduras de ortigas y sentirse mal vestido. Recordó la ira. Sin embargo, Sebastian se mostraba confiado y elocuente. Una chispa en la mirada del niño sugirió que estaba disfrutando del interrogatorio, a pesar de la dureza del detective.
—Sí, habrá que esperar. Pronto sabremos qué son esos restos de tus zapatillas y, si se trata de sangre, de quién es exactamente.
—¿Han tomado muestras de la sangre de Ben?
El nombre del niño muerto sonó primitivo, sagrado, en esa sala sin ventanas, como una pompa de jabón fugaz y colorida que flota ante todo el mundo. Daniel contuvo la respiración, pero la pompa acabó reventando de todos modos.
—Muy pronto sabremos si hay rastros de su sangre en tu calzado —susurró Turner.
—Cuando alguien muere —dijo Sebastian, con voz clara, inquisitiva— ¿la sangre sigue fluyendo? ¿Sigue siendo un líquido? Pensaba que se volvería sólida o algo así.
Daniel sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Notó cómo se estrechaban los ojos de los policías ante el macabro giro de la conversación. Daniel podía percibir lo que estaban pensando, pero aun así siguió creyendo en el niño. Recordó cómo lo juzgaban los adultos cuando era niño y qué injustos habían sido. Era obvio que Sebastian era inteligente y una parte de Daniel comprendía esa mente rebosante de curiosidad.
Eran bien pasadas las diez cuando terminó el interrogatorio. Daniel se sintió desolado al ver a Sebastian acostarse en la cama de su celda. Charlotte estaba inclinada junto al muchacho, acariciando su cabello.
—No quiero dormir aquí —dijo Sebastian, volviéndose hacia Daniel—. ¿No podrías convencerlos para que me dejen ir a casa?
—Todo irá bien, Seb —trató de tranquilizarlo Daniel—. Estás siendo muy valiente. Lo que pasa es que necesitan comenzar con las preguntas mañana bien temprano. Se duerme bien aquí. Al menos estarás seguro.
Sebastian alzó la vista y sonrió.
—¿Ahora vas a ir a ver el cadáver? —preguntó Sebastian.
Daniel sacudió la cabeza con rapidez. Deseó que el policía que estaba cerca de las celdas no hubiese oído nada. Se recordó a sí mismo que los niños interpretan el mundo de manera diferente a los adultos. Incluso los menores más maduros que había defendido hablaban de modo impulsivo y Daniel había tenido que recomendarles que pensaran mucho antes de decir algo o actuar. Se puso la chaqueta, y sintió un escalofrío bajo el cuero todavía húmedo. Con los labios apretados, se despidió de Charlotte y Sebastian y les dijo que los vería por la mañana.
Cuando salió de la estación Mile End, ya eran más de las once y media y el cielo estival era azul marino. Había dejado de llover, pero el aire aún seguía cargado.
Respiró profundamente y caminó con la corbata en el bolsillo de la camisa, las mangas arremangadas y la chaqueta sobre un hombro. Solía ir a casa en autobús: subía de un salto al 339 si le daba tiempo, pero esta noche caminó por Grove Road y pasó frente a la vieja barbería y los restaurantes de comida para llevar, la iglesia bautista y los locales donde nunca entraba y los apartamentos modernos del otro lado de la calle. Cuando vio Victoria Park delante de él, casi estaba en casa.
Había sido un día duro, y deseó que no acusaran al niño, que las pruebas forenses lo descartasen. El sistema ya era despiadado para los adultos; era difícil imaginar qué suponía para los niños. Necesitaba estar solo y tener un momento para pensar, y le alegró que su última novia se hubiese mudado de piso dos meses antes.
Ya en casa, cogió una cerveza de la nevera y bebió mientras abría el correo. En la parte inferior del montón había una carta. Estaba escrita en un papel azul pálido con la dirección anotada a mano. La lluvia había humedecido la carta y parte del nombre y la dirección de Daniel estaban borrosos, pero reconoció la letra.
Bebió un buen sorbo de cerveza antes de deslizar el meñique dentro del pliegue del sobre y rasgarlo.
Queridísimo Danny:
Qué difícil es escribir esta carta.
No me encontraba bien, y ahora sé que no me queda mucho tiempo. No puedo estar segura de tener energías más adelante, así que quiero escribirte ya. He pedido a la enfermera que la envíe cuando me llegue la hora. No puedo decir que me haga ilusión el fin, pero no me asusta morir. No quiero que te preocupes.
Solo quiero verte una vez más, eso es todo. Ojalá estuvieras aquí conmigo. Me siento lejos de casa, y lejos de ti.
Cuántos remordimientos… Bendito seas, cariño, tú eres uno de ellos, si no el mayor. Ojalá hubiese hecho más por ti; ojalá hubiese luchado con más ahínco.
Te lo he dicho muchísimas veces, pero has de saber que todo lo que hice fue para protegerte. Quería que fueses libre, feliz y fuerte, y ¿sabes qué?… Creo que lo eres.
Aunque sé que hice mal, pienso en ti ahora, trabajando en Londres, y siento una extraña paz. Te echo de menos, pero es que soy así de egoísta. En el fondo de mi corazón sé que te va de maravilla. Estoy a punto de estallar de orgullo porque eres abogado, pero no me sorprende ni un poquito.
Te dejo la granja, valga lo que valga. Quizás puedas comprar ese viejo lugar con el salario de una semana, pero tal vez sientas que una vez fue tu hogar. Por lo menos, eso es lo que deseo.
Siempre supe que tendrías éxito. Solo espero que seas feliz. La felicidad es más difícil de lograr. Sé que probablemente todavía no comprendes, pero tu felicidad lo era todo para mí. Te quiero. Eres mi hijo, te guste o no. Intenta no odiarme por lo que hice. Líbrame de ese peso y descansaré en paz.
Te envío todo mi amor,
Mamá
Dobló la carta y la volvió a meter en el sobre. Terminó la cerveza y se detuvo un momento, la palma de la mano contra los labios. Le temblaban los dedos.