Santos Juliá
«Yo no soy, ni puedo ser, un historiador. Soy un periodista que descubre sus observaciones y sus notas, por si tienen alguna utilidad para quienes hagan, serena y fríamente, la historia de la guerra». Con estas palabras definía Julián Zugazagoitia lo que en 1940 era y lo que se había propuesto: alguien que aprovecha su primera afición y su madura condición de periodista para escribir, con «la necesaria serenidad» y echando mano de sus cuadernos de notas, un relato sobre la guerra. No lo habría escrito, o al menos no con tanta inmediatez, sin la petición de unos amigos de La Vanguardia de Buenos Aires, y si no se hubiera encontrado en la necesidad de trabajar[1]. Pero su situación, compartida por cientos de miles de españoles, de refugiado en Francia, y su convicción de que con su escritura contribuía a dejar un testimonio valioso de unos hechos de los que él mismo había sido testigo y protagonista, le empujó a tomar la pluma para ir entregando al director de La Vanguardia los folletones que más adelante compondrían el primer relato de la guerra de España vista desde el lado de los derrotados.
El primero y, si se apura, el más valioso de los escritos desde entonces por ningún dirigente de la República, aunque temiera Zugazagoitia que su libro no iba a gustar a nadie. No porque lo que en él se decía no fuera cierto, o porque faltaran cuestiones sustanciales, sino porque de manera deliberada se había apartado de todo propósito polémico y de toda intención apologética. El suyo no es un libro de combate, tampoco de exculpación: Zugazagoitia, periodista, ministro de la República, derrotado en una guerra, exiliado, refugiado en Francia, no pretendía ganar sobre el papel lo que se había perdido en los despachos ministeriales, en los locales de los partidos y en el campo de batalla, ni buscaba justificar su conducta. No es un libro militante, no vale para la exaltación de la causa que había defendido, como tampoco es el libro de alguien que pretenda salvar su posición acusando a los demás, ejercicio al que con tanto afán se entregaron tantos recuerdos de la época; es por el contrario el libro de alguien que indaga en las flaquezas y errores de su propio campo, de un testigo que no quiere envenenar, «con un legado de odio, la conciencia virgen de las nuevas generaciones de españoles», un testigo que aspira a la imparcialidad[2].
Esta decisión de escribir como testigo de una experiencia vivida, no como militante de una causa defendida; este propósito de ofrecer un enfoque personal basado en observaciones que iba anotando día a día, unido a su deliberada voluntad de liquidar la «pasión cainita» con la que se habían matado y acechado los españoles durante tres años, le parecía el mayor mérito de su obra pero también la causa de su posible desgracia. «No gustará a nadie», dejó escrito en el prólogo a la primera edición. Se equivocó, pues es precisamente la calidad del testimonio y la elevación del punto de mira lo que dan a su última obra un valor permanente. Resulta sorprendente hasta qué punto la interpretación que aquí ofrece Zugazagoitia de la guerra está libre del encono que dominó las relaciones entre socialistas desde 1934, libre de la animadversión que se manifestaron las facciones dirigidas por Largo Caballero y Prieto hasta mayo de 1937 y de las acusaciones que unos y otros dirigieron contra Negrín desde la crisis de abril de 1938, agravadas hasta su punto más álgido durante el primer año de exilio. Zugazagoitia, que era, cuando escribió este libro, en París, en 1939, hombre de la confianza de Negrín, controló esas pasiones para ofrecer una interpretación de la guerra que renuncia deliberadamente al relato heroico para poner en su lugar la única historia que, andando el tiempo, podía abrir la puerta a una reconciliación. En realidad, no escribía para el presente, para quienes pudieran leerle en 1940, sino para el futuro, para esas «nuevas generaciones españolas». Merece la pena, por eso, con ocasión de esta cuarta edición de su obra, dedicar unas páginas a recordar la vida del autor de esta primera historia verdadera de la guerra civil, a reconstruir las circunstancias de la escritura de este libro y a rememorar su muerte, fusilado tras un sumarísimo consejo de guerra, en Madrid, contra las tapias del cementerio del Este, un día de noviembre de 1940.
Fue en Bilbao, en un barrio de pequeñas industrias que habían atraído la curiosidad de un mozalbete, Indalecio Prieto, llegado en diligencia desde Santander una lluviosa noche de enero de 1891, donde nació Julián Zugazagoitia el 5 de febrero de 1899. De aquel barrio, Prieto evocaba muchos años después una tienda de tejidos, la cordelería de don Roque Prieto, el taller de Urrutia, el barajero, el obrador de chocolatería de Luis Arregui… «pero superaba a todo, por mágico atractivo, la fundición de hierro de don José Aramburu». En sus ventanales, cerrados en invierno, se acomodaban los sábados, día de colada, muchos pequeños espectadores callejeros, embobados ante el chorro de hierro líquido que brotaba del horno para ser vertido en los moldes por los peones protegidos por mandiles de cuero. Uno de los moldeadores que trabajaba en la fundición de Aramburu se llamaba Fermín Zugazagoitia[3].
En la calle Laguna de aquel barrio obrero, muy cerca del taller de Aramburu, un trabajador venido de Toledo, Facundo Perezagua, había fundado en julio de 1886 la Agrupación Socialista. Allí, en los años finales del siglo XIX debieron de encontrarse con este curtido dirigente sindical, el joven y muy fogoso militante socialista Indalecio Prieto y el obrero metalúrgico Fermín Zugazagoitia. En 1900, Fermín, con su compañero de trabajo en la fundición, José Beascoechea, formaba parte del comité ejecutivo del Partido Socialista Obrero de Bilbao; pocos años después, Fermín y José serán también elegidos concejales del Ayuntamiento bilbaíno[4]. Su hijo, Julián, nació pues en el corazón del socialismo vizcaíno, implantado en la cuenca minera y en la pequeña industria metalúrgica gracias a la labor del infatigable Perezagua. Un socialismo de oficio, de sociedades obreras, de lucha sindical que no desdeñaba el trabajo político ni la representación en ayuntamientos y diputaciones de la clase obrera organizada sindicalmente por la UGT y políticamente por el PSOE, la misma gente para dos tareas complementarias.
El proceso natural de socialización en un medio socialista tuvo en Julián una dimensión especial: la que le dio el ejemplo de Tomás Meabe, fundador de las Juventudes Socialistas de Bilbao, cuya «figura albina, romántica, inadaptada e inadaptable» será evocada con devoción por otro socialista vinculado también estrechamente a Bilbao, Luis Araquistain, que lo tenía como el mártir, el poeta y el santo del socialismo español. Un santo que había peleado una agónica batalla, sufrido una dolorosa crisis y perdido la doble fe, política y religiosa, de sus mayores. Por el tiempo en que Julián nacía, Meabe abandonaba el Partido Nacionalista Vasco y dejaba de creer, tal vez porque creía demasiado, en un Dios que «había dejado matarse a sus hijos para luego todavía condenarlos, un Dios que había creado el mal de la nada», un Dios a quien tenía como «único culpable del mal[5]».
Zugazagoitia quedó desde su primera juventud literalmente fascinado por la figura de Meabe, por esa nota de poesía y de emoción ética que Araquistain, al proclamarlo santo, consideraba la raíz más honda y duradera de la doctrina colectivista. La prematura muerte de Meabe en Madrid, en noviembre de 1915, enfermo de tuberculosis, rescatado por Prieto y el mismo Araquistain del suburbio de las Cuarenta Fanegas donde agonizaba, elevó hasta la devoción a los ojos de sus amigos el ejemplo de su figura. En sus recuerdos del fundador de las Juventudes Socialistas, Zugazagoitia siempre evocará la subida al monte, una cima en lo más alto, con su ermita o su casita, encaladas, humildes construcciones, un grupo de jóvenes dejando fluir la emoción tumbados cara al cielo, viendo pasar en triángulo solemne un ejército de grullas o procediendo a la lectura de las cuartillas que había dejado sin publicar este solitario de mirada siempre errante y aventurera, este creyente desesperado por la presencia del mal[6].
Fermín, su padre, como obrero consciente; Prieto, su mentor político, como adelantado en el periodismo; Perezagua, su modelo de lucha de clases, como dirigente sindical; Meabe, su ejemplo de juventud, como ideal de vida: tales fueron las fuentes de las que se nutrió el socialismo del joven Julián y tales también algunos de los personajes que después aparecerán en sus novelas sociales, alimentadas con la materia de lo que vio en las luchas obreras del Bilbao de su infancia y juventud, de su propia vida, de su experiencia de aprendiz dispuesto a seguir el camino de sus mayores. Allí aparecerá él, con apenas dieciocho años, participando en la huelga general revolucionaria que la Unión General de Trabajadores y el Partido Socialista Obrero declararon de consuno en agosto de 1917. Joven e inexperto militante que se deja atrapar ingenuamente por la policía, iniciando así lo que será una copiosa experiencia de comisarías, cárceles, destierros y multas.
Este socialismo atravesado en sus primeros pasos por la emoción religiosa de la montaña, bregado en las huelgas, alimentado por su arraigada afición a la lectura, tuvo muy pronto en Zugazagoitia su lógica expansión en la escritura. No que fuera él, ni en su juventud ni en se madurez, un intelectual, menos aún un literato. De lo primero, en el socialismo de los años veinte no había demasiada abundancia. Desde Juan José Morato hasta Luis Araquistain, ha sido habitual entre los socialistas lamentar la escasez de intelectuales y la nula aportación española a la teoría marxista. El primero lo constataba al dar cuenta de los orígenes del partido obrero: «Obreros manuales son los más, sin que de ellos haya uno extraordinario armado con todas las armas de la ciencia», escribió. Araquistain, por su parte, no fue menos rotundo: «Creo que los españoles no hemos aportado nada original al tema del socialismo moderno». Hay, reconocía, algunos buenos folletos de divulgación, debidos a Iglesias y Vera; un discurso de Besteiro; un amable libro de Fernando de los Ríos, antimarxista, de inspiración jurídica y religiosa, y nada más que valga la pena recordar[7].
Julián Zugazagoitia, a pesar de su temprana dedicación a la escritura, no puso remedio a esta situación, cuyo diagnóstico compartía. En una de sus contadas incursiones en el debate teórico, precisamente con motivo de la aparición, en 1926, de El sentido humanista del socialismo, de Femando de los Ríos, escribió que no era un suceso frecuente en castellano la publicación de libros como aquél. Lo sabía por experiencia, pues, lector voraz como había sido desde su primera juventud, intentó enriquecer su «propia emoción socialista con perspectivas desconocidas para quien como yo empezó practicando un socialismo romántico que ha devenido en cosa de mayor sustancia». Malas y buenas traducciones, eso fue todo lo que pudo encontrar para ayudarse a salir de la pura emoción al encuentro de las ideas[8].
Zugazagoitia comprendía y excusaba esa pobreza de ideas con el mismo argumento que Morato y Araquistain: en España, el desarrollo de las doctrinas socialistas había sido obra casi exclusiva de trabajadores manuales obligados a la labor de proselitismo y defensa. Por eso saludó con interés el libro de Fernando de los Ríos, primer socialista español que se atrevía a terciar en el debate sobre el revisionismo, defendido por Bernstein e impugnado por Kautsky. Pero todo lo que Zugazagoitia, en los tres artículos que dedicó a la aparición del libro, tenía que decir era que la interpretación de Fernando de los Ríos no satisfacía a muchos de los jóvenes socialistas, por haber olvidado la lucha de clases y por no haber caído en la cuenta de que para conquistar la democracia los ingleses habían tenido que pasar por Cromwell. Un Cromwell, o un Lenin, una revolución en definitiva, era el paso necesario para luego construir la nueva sociedad[9].
El contenido de esta escaramuza con De los Ríos anunciaba ya que el fuerte de Zugazagoitia no sería nunca la teoría sino el comentario político, el artículo periodístico. Desde los primeros años veinte apareció su firma con asiduidad en las páginas de El Liberal, de Bilbao, propiedad desde 1918 de Horacio Echevarrieta, muy amigo de Prieto y muy cercano a sus posiciones de «socialista a fuer de liberal». Prieto había comenzado a trabajar como taquígrafo en el periódico en 1901, acreció su influjo como periodista y escritor político en los años diez, fue durante la década de 1920 su alma y llegaría a ser en 1932 su propietario[10]. Fue él quien empujó a Zugazagoitia a publicar en sus páginas y quien le puso al frente del semanario La lucha de clases, órgano del socialismo bilbaíno en cuya dirección le precedió Emilio Beni, muerto también prematuramente en un cuarto «pobre, sórdido, austero», que por no abandonar a su madre, a quien profesaba «un cariño y una veneración ilimitada», había preferido a «otros cariños que le brindaban gentilmente el hogar en que soñó[11]». Recién cumplidos los veintiún años, Zugazagoitia era ya conocido por su labor periodística y por su cercanía a Prieto, cuyas tesis sobre los problemas a los que se enfrentaba el PSOE ante la escisión comunista compartía plenamente y defendía en las páginas del diario y el semanario[12].
Este joven socialista que sabe de huelgas generales, que conoce las comisarías, que es un habitual en la prensa bilbaína y ha tenido a su cargo la dirección de un semanario, aprovechará la forzosa holganza a que le reduce un destierro, decretado por un artículo juzgado ofensivo para un médico de Bilbao, para ocupar entre 1925 y 1930 un destacado lugar entre los novelistas sociales. Comenzó pronto su nueva varea, varios años antes de que los oídos de los vanguardistas de su misma generación se abrieran, como dirá Alberti, a palabras que antes no habían escuchado o nada le dijeran: república, fascismo, libertad. A Zugazagoitia, los oídos se le habían abierto desde pequeño a palabras como socialismo, lucha de clases, solidaridad. Pero a efectos de creación literaria, esa diferente apertura de oídos llevará a plantear, a Zugazagoitia como a Alberti, el mismo problema. ¿Debe servir para algo la poesía? ¿Servir la literatura? Esa era exactamente la cuestión que una nueva generación de escritores se planteaba cuando terminaban los años veinte[13].
Como en el fin de siglo, tampoco ahora los jóvenes escritores españoles tenían, al preguntarse sobre la función de la literatura, nada de original. El nacimiento del fascismo y la presencia de nuevos partidos comunistas en la Europa de entreguerras habían redefinido el espacio social en el que se expresaban los escritores y habían dado origen en Francia al escritor comprometido, «más interesado en desarrollar una eficaz acción de propaganda ético–política que en servir al arte[14]». En España, sin embargo, estaba muy reciente la consagración de la impopularidad del arte. Ortega lo había formulado con su habitual contundencia hacía tan sólo unos años: todo el arte joven es impopular, no por accidente, sino en virtud de un destino esencial. Se acabó el romanticismo, primogénito de la democracia, tratado con mayor mimo por la masa y por excelencia el estilo popular. En su lugar, el arte nuevo tiene y tendrá siempre en contra a la masa: es impopular por esencia, porque divide al público en dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Se acerca el tiempo, concluía Ortega, en que la sociedad volverá a organizarse en dos órdenes o rangos: hombres egregios y hombres vulgares. La igualdad es un falso supuesto: la masa cocea y no entiende[15].
Atrapados entre las propuestas del arte deshumanizado y la llamada hacia la literatura social, los jóvenes que habían abierto sus oídos al nuevo léxico político impulsarán en la segunda mitad de los años veinte diversas iniciativas editoriales con el propósito de encontrar una confluencia entre vanguardia y compromiso político y social. Era un tiempo de estricta censura de prensa y estos jóvenes se verán obligados a pensar en el libro, sometido a un control más flexible. Así, las editoriales Javier Morata, que inicia su Biblioteca de Vanguardia; Historia Nueva, animada por Cesar Falcón y José Díaz Fernández; y España, que promueven Luis Araquistain, Juan Negrín y Luis Jiménez de Asúa. Es curioso, pero muy significativo, que Zugazagoitia escriba para las tres. A Javier Morata le entrega Una vida heroica: Pablo Iglesias, en 1925, el mismo año en que publica, en Bilbao, con las Juventudes Socialistas, Una vida humilde, biografía del otro santo socialista, Tomás Meabe. Dos años después escribe Una vida anónima: novela, publicada también por Morata; El botín, de 1929, será para la colección «La Novela Social» de la Sociedad Editorial Historia Nueva; y El asalto, de 1930, año en que las gentes de su edad corrían a definirse por la República, saldrá en la editorial España. Aunque no fuera por otras razones, Zugazagoitia aparecería en estos años como un punto de encuentro entre los escritores que vienen de los medios burgueses y abren sus oídos en 1930, y los que vienen del mundo socialista, con los oídos abiertos de años atrás[16].
No pretende, sin embargo, intervenir en el debate sobre la relación entre literatura, política y sociedad que divide a los escritores en toda Europa y que en España tuvo su expresión en lo que puede considerarse, a la vez, como una respuesta a Ortega y como una especie de manifiesto por una «vuelta a lo humano», por una literatura de avanzada que fuera más allá, o en otra dirección, que la literatura de vanguardia: El nuevo romanticismo, de Díaz Fernández[17]. A Zugazagoitia lo único que le preocupa de esta cuestión es que la masa, despreciada por la vanguardia, que la considera ruin y miserable, está esperando su incorporación a la literatura. «¡Cuántas novelas por escribir!», escribe en una de sus colaboraciones para la revista fundada por Díaz Fernández. Novelas, claro está, en las que el protagonista sea «esa muchedumbre cansada en el trabajo, vilipendiada en la vida y que, sin embargo, está operando el milagro de cambiarla». Lo que le importa, por tanto, es la incorporación de la masa como materia del relato novelesco, de la que en España sólo percibe los casos de Baroja y, en otra medida, Valle. Zugazagoitia se confiesa plenamente persuadido de que el porvenir pertenece a esa masa hasta hoy desdeñada social y literariamente y proclama la necesidad de que empiece a contar ya en lo literario[18].
Pero Zugazagoitia no es Baroja, menos aún Valle. Cuando introduce a esa masa como materia novelística es un escritor de limitados recursos narrativos: escribe para un público popular de cosas que a individuos de su mismo público, a él mismo, le han sucedido y que en cierto modo ejemplifican o prefiguran el destino que les espera. Esto es así, evidentemente, en sus breves relatos biográficos de Iglesias y Meabe. La mirada levemente crítica y distanciada de Morato, que en su biografía de Pablo Iglesias, como en su historia del Partido Obrero, había realizado obra de verdadero historiador, desaparece en el folleto de Zugazagoitia, que utilizó el libro de Morato imprimiendo al relato un ritmo de novela social para el que los personajes ofrecían apetitoso material: madre viuda, emigrante, sola y perdida en las calles de Madrid, lavandera en el Manzanares, obligada a confiar sus hijos al Hospicio, Paulino que escapa por ayudar a la madre y busca trabajo por las imprentas… Zugazagoitia, que también era, como su biografiado, un hombre honrado, dejó claro su propósito desde las primeras páginas cuando presenta la de Juana, madre de Iglesias, como vida paralela de Pelagia, la Madre, de Gorki: vidas ejemplares, relatos ejemplarizantes.
De estas biografías noveladas, Zugazagoitia saltó de inmediato a la novela social. Para lo que aquí puede interesar, su técnica consistía en presentar como personajes de ficción sujetos reales e introducir a sujetos reales en relatos de ficción. El joven Antonio Zúñiga, héroe de El botín, vive las mismas experiencias que su creador o su círculo de amigos. Las discusiones sobre la asistencia a misa y la existencia de Dios, que tantos disgustos dieron a la madre de Antonio, son reproducción de las que un joven como Tomás Meabe, que se hartó de lecturas católicas en la Biblioteca Renacimiento, abierta por Sabino Arana en locales del Partido Nacionalista Vasco, había mantenido con sus padres. Más claramente, la participación de Antonio en la huelga general de 1917, su edad, la impaciencia que le produjo la lectura del larguísimo manifiesto que llamaba a la huelga, su pronta detención, su conducción al gobierno civil y de allí al cuartelillo, la reacción del sargento que lo recibe —«ya les daría yo a estos vasquitos que no nos pueden tragar y ya veríais lo pronto que transigían con los maquetos»— y su puesta en libertad son sucesos de su biografía, que el propio protagonista novela varios años después[19].
Tan importante, desde el punto de vista de la materia literaria, como este valor documental que ofrecen los personajes de ficción, es la presencia de personajes reales en el relato novelesco. En Una vida anónima, es Indalecio Prieto quien aparece, bajo su nombre, mezclado en la acción, pero, en El botín, el mismo Indalecio se convierte en principal protagonista de los últimos capítulos bajo el nombre de Fernando aunque con la evidente pista, si no fuera más que suficiente su fuga a Francia, del segundo apellido, Tuero: la novela —como observó Azorín en una reseña encomiástica— se convierte en historia, pues lo que «tenemos entre las manos es un documento histórico de primer orden[20]». La técnica de mezclar ficción y sucesos reales se amplía en El asalto, donde aparece desde las primeras páginas, bajo su verdadero nombre, Facundo Perezagua, dirigente sindical enfrentado por entonces a Indalecio Prieto por la dirección que habría de adoptar en el futuro el socialismo vasco. Un poco de suspense, mucha aventura, personajes originales, anécdotas, situaciones extraordinarias y episodios de folletón: tales son los ingredientes de esta clase de novela que pretende ser, sobre todo, un documento social, una forma, que se presume ágil y atractiva de poner ante los ojos del público, al que no siempre llega en la cantidad que sus autores deseaban, las condiciones de vida, trabajo y lucha de la clase obrera[21].
A la novela social había llegado Zugazagoitia desde el periodismo militante al que habría de volver cuando los acontecimientos políticos se precipitaron con la caída de la dictadura, la crisis de la Monarquía y la proclamación de la República. Colaborador de El Socialista durante la dictadura de Primo de Rivera, con sus «Asteriscos», Zugazagoitia se había convertido durante estos años en miembro imprescindible de su redacción. Por eso, cuando el órgano oficial del PSOE atraviese una grave crisis de dirección por la derrota política de Julián Besteiro y de su grupo en el intento de disolver la coalición republicano–socialista tras la fracasada huelga general de diciembre de 1930, Zugazagoitia será el mejor situado para suceder a Cayetano Redondo, redactor–jefe, sustituto de Andrés Saborit al frente del periódico. En la misma sesión de la comisión ejecutiva en que cesan varios colaboradores del diario, a Zugazagoitia le asignan 250 pesetas al mes por sus «Pasquines» y un articulo semanal. Poco después, a principios de 1932, el presidente del PSOE, Remigio Cabello, le ofrece la dirección, que ejerce desde los primeros días de marzo. Ya no abandonará ese puesto, en el que comenzó con un sueldo de 1000 pesetas mensuales, hasta su designación como ministro de Gobernación en el Gobierno presidido por Negrín en mayo de 1937[22].
Hasta que eso ocurra, Zugazagoitia se encargará de imprimir un nuevo impulso al periódico y de escribir sus editoriales. De lo primero dejó claro el propósito en el congreso celebrado por el PSOE en octubre de 1932, que discutió su gestión y le ratificó su confianza. Respondiendo a un delegado que transmitía el disgusto de su agrupación al no ver publicadas las reseñas del corresponsal local, Zugazagoitia contestó que el periódico era, además de órgano de expresión del partido, el único medio seguro, positivo, con que contaba para hacer acopio de nuevos adeptos. Para lograrlo, había que hacer un periódico que respondiera a un doble «doctrinal», el del partido y el de tipo periodístico. Este era el doctrinal que Zugazagoitia se había propuesto servir, sin descuidar el otro. Y para eso era necesario que el periódico ofreciera ante todo noticias, captadas al día y transmitidas de inmediato. Si El Socialista tuviera que atender la serie extraordinaria, numerosa y abundante de informaciones que le llegaban diariamente de los pueblos, no podría aspirar a conquistar fuera sus propios medios ni un solo lector. Era preciso por tanto contratar fuentes de información directa, elevar el nivel tipográfico, dotar al periódico de una imprenta propia, sin necesidad de depender de la Gráfica Socialista.
Eso era lo que el nuevo director tenía que decir respecto del «doctrinal periodístico». Por el otro lado, por el político, Zugazagoitia no estaba dispuesto a admitir que El Socialista hubiera ganado en estética y perdido en moral, como entendió que había sido la acusación de Andrés Saborit, fundador de la Gráfica Socialista y director del diario durante los años de la Dictadura. «Eso no, camaradas», replicó, «el periódico ha ganado en estética y en moral». Y luego remachó su argumento contra Saborit dibujando un amplio retrato de su propia persona: «Allí donde yo esté, las cosas que existan ganarán en moral, porque yo, si soy algo en el mundo, soy un hombre moral. Ahí están los compañeros de Bilbao, que digan si no es un trazo característico de mi figura esa rectitud de miras que yo llevo, porque considero que no puedo llevar cosa más alta». Afirmar con énfasis su elevada moralidad era por entonces habitual entre los socialistas, atacados desde todos los frentes por «enchufismo» y acumulación de cargos.
Hombre moral, pero en absoluto literato: «No acepto tampoco», siguió diciendo Zugazagoitia ante lo que había entendido como un insulto por parte de Saborit, «las calificación de literato. Eso, no. Yo no soy un literato; yo soy un trabajador que ha formado su pluma afilándola en la columnas de La Lucha de Clases de Bilbao. Soy un escritor que ha afilado su pluma tratando exclusivamente de las cuestiones que afectan a los trabajadores y también al partido socialista. Y soy un escritor que ha endurecido su pluma en aquello que los camaradas de Madrid no la han endurecido: haciendo campañas en los pueblos. Literato no, escritor sí», una diferencia que quiso dejar enfáticamente de relieve para que nadie se llamara a engaño: él no había ido al periódico a hacer literatura sino a servir, por la pluma, la política de su partido y los intereses de la clase obrera[23].
Con esta visión del periódico y con esta reivindicación de su categoría moral y de su calidad de escritor, Zugazagoitia servirá fielmente durante los años de República la política decidida por la comisión ejecutiva del PSOE. Sus colaboraciones en 1930 fueron, como su partido, desde el escepticismo ante la posible proclamación de una república hasta su adhesión a la línea mayoritaria —defendida por Indalecio Prieto y Largo Caballero frente a las reticencias de Julián Besteiro y Andrés Saborit— de participar en el movimiento insurreccional republicano. «¿Cómo puede un socialista ver la idea de República?», se preguntaba ante sus amigos de Historia Nueva en enero de 1930: con indiferencia, responde. «Yo no creo que la República sea un paso adelante. Puede también convertirse en un paso atrás. Para quien se haya educado en las convicciones marxistas, el trastrueque que se opera en un país al pasar de la monarquía a la república le tiene perfectamente sin cuidado[24]».
Pero esa posición, compartida por muchos socialistas en enero de 1930, se modifica sustancialmente a medida que en el transcurso del año todo el mundo se vaya definiendo por la República. Con ella instaurada, es la hora de hacerse cargo de la dirección del periódico y ponerlo al servicio de su consolidación. Luego, al cabo de dos años, cuando la experiencia de gobierno esté acabada, y el comité nacional del PSOE declare, en septiembre de 1933, la necesidad de conquistar el poder político como medio indispensable para implantar el socialismo, El Socialista no esperará ni un día para lanzar «una llamada al combate». La ruptura de los compromisos con los republicanos se interpreta como una muestra de la recuperación de «nuestro pleno vigor». El Partido, dice el editorial, debe encaminarse sin vacilaciones a la posesión íntegra del poder[25].
Desde ese momento, la sintonía de los editoriales de El Socialista con las decisiones tomadas previamente por los órganos dirigentes del PSOE es inmediata y completa: cuando la comisión ejecutiva declara su decisión de ir a un «movimiento revolucionario para impedir el atropello que significaría el adueñamiento del Poder por parte de las derechas, ya de manera violenta, ya de manera solapada», El Socialista saludará el acuerdo con el que será más célebre anuncio de la revolución en ciernes: «Atención al disco rojo[26]». Y más adelante, en julio de 1934, cuando Azaña intenta reconstruir la coalición entre republicanos de izquierda y socialistas y recibe la seca negativa de Largo Caballero, El Socialista amplifica el eco de ese rechazo vaticinando la muerte de la República: «La República está perdida, tiene el daño en el tuétano. Se muere de enfermedad contagiosa. De suciedad. ¿Qué decir, qué hacer? Nosotros decimos esto: que se muera. Y hacemos esto otro: prepararnos para la nueva conquista». Manuel Azaña no tuvo ninguna duda acerca de quién podría ser el destinatario de esos editoriales, escritos con toda seguridad por Zugazagoitia, un periodista al que juzgará años después «ni mucho menos sobresaliente, pero sí discreto, sesudo, razonable, que a veces pretendía hacer estilo a base de frases cortas y cláusulas breves[27]».
Zugazagoitia también bolchevizó, por tanto, y hasta viajó a la Unión Soviética[28]. Pero es un poco mezquino atribuir, como hace Largo Caballero, esta actitud a una revancha por su fracaso en las elecciones de noviembre de 1933 cuando hubo de ceder su puesto por las minorías a Manuel Azaña, quedando él en tercera posición y, por tanto, sin posibilidad de renovar como diputado. Es posible que ese revés le pusiera fuera de sí y que protestara ante Prieto y que hasta jurara no repetir nunca más la alianza con los republicanos. Pero eso mismo lo juraban todos, y desde meses antes de perder las elecciones, en primerísimo lugar Largo Caballero, que era el adalid de esa posición y, desde luego, Prieto, que anunció con toda solemnidad el compromiso adquirido por el partido socialista de desencadenar la revolución «frente al golpe de Estado» encubierto en los propósitos de Gil Robles y de la CEDA. Hasta el mismísimo Fernando de los Ríos, varios años antes criticado por Zugazagoitia por haberse olvidado en el tintero la lucha de clases, anunció a sus compañeros de comisión ejecutiva que no había otro medio que «lanzarse por el camino de la revolución y que él, por su parte, prestaría al Partido su máxima solidaridad en la tramitación del proceso revolucionario» aunque advirtiéndoles de que al día siguiente del triunfo se consagraría plenamente a la labor cultural[29].
De manera que Zugazagoitia se limitó a dar forma periodística y literaria, con la machaconería que Azaña consideraba una de sus notas características, a los contenidos políticos enunciados desde las más variadas tribunas por los dirigentes socialistas de todas las tendencias excepto la que seguía, cada vez más marginada, a Julián Besteiro. Largo Caballero le reprochará su célebre editorial «Atención al disco rojo», anuncio de la revolución[30]. Pero antes que ese editorial fue la decisión de la comisión ejecutiva del PSOE, controlada por Largo Caballero, de declararla en el caso de que las derechas fueran llamadas a gobernar y antes fue también el solemne anuncio, o amenaza, formulado por Indalecio Prieto desde su escaño de diputado en el Congreso. Sin duda, a Julián Zugazagoitia pertenece la serie de editoriales en los que El Socialista anuncia, en julio de 1934, que la República ni desnuda ni vestida interesa ya a los socialistas, que tiene el daño en el tuétano, que es lo mismo que la monarquía vestida con gorro frigio, y que sólo puede esperarse de ella una cosa: que se muera. Pero antes, a principios de mes, fue Largo Caballero quien rechazó la mano tendida por Azaña para renovar la coalición republicano–socialista. Hasta octubre de 1934, Zugazagoitia no hizo otra cosa que expresar la política oficial y positivamente adoptada por los órganos competentes de su partido.
Luego, todo cambió. Si la política del PSOE hasta 1934 había sido decidida por sus órganos dirigentes, a partir de octubre de ese año se puso en marcha un proceso de escisión que dividió al partido de arriba abajo, del comité nacional a las agrupaciones pasando por la comisión ejecutiva, en dos facciones. Prieto y un sector de los organismos dirigentes pretendían cerrar la fase revolucionaria, retornar a la legalidad y reanudar los vínculos con los republicanos de izquierda; Largo Caballero propugnaba, por el contrario, mantener la distancia con los republicanos y, sin alentar una alianza obrera, iniciar, por las juventudes y los sindicatos, un proceso de unificación con el Partido Comunista. Estas estrategias enfrentadas paralizaron al PSOE durante todo el año 1935 hasta que finalmente la proximidad de las elecciones aconsejó al grupo de Largo Caballero acceder a la coalición electoral con los republicanos aunque obligando a estos y al sector «centrista» de su partido a aceptar como nuevos socios a los comunistas. El resultado fue lo que se llamó Frente Popular, una coalición republicano–socialista ampliada por la izquierda a los comunistas.
En la agria pugna desatada durante ese periodo entre los máximos dirigentes del PSOE y de la UGT, Julián Zugazagoitia mantuvo siempre su fidelidad y su apoyo a las tesis y a la persona de Prieto y volvió a manifestar a Azaña, después del multitudinario mitin de Mestalla, el testimonio de su «más sincera admiración[31]». Cuando El Socialista pudo salir por fin de nuevo a la calle en diciembre de 1935, tras su clausura por la revolución de octubre del año anterior, Zugazagoitia recuperó la dirección y lo puso al servicio de la política de Prieto. Desde sus editoriales y con su adhesión a un manifiesto encabezado por Luis Jiménez de Asúa y Juan Negrín, pidió con insistencia la unidad del partido, lo que le valió ataques continuos desde el órgano de la facción caballerista, Claridad, vocero de lo que por entonces Azaña llamó «araquistanismo». La rivalidad entre los dos periódicos tuvo su conocida manifestación personal durante la ceremonia de proclamación de Manuel Azaña como presidente de la República, el 10 de mayo de 1936 en el Palacio de Cristal del Retiro madrileño, cuando Araquistain propinó una bofetada a Zugazagoitia.
De modo que al estallar la rebelión militar y comenzar la guerra civil, Zugazagoitia había tenido tiempo y ocasión de reafirmar su conocida vinculación con Indalecio Prieto: «en la escisión socialista pertenece al grupo anticaballerista», anotó de él Azaña en su diario. Así era, en verdad, un hombre de Prieto que, como él, intentó en todo momento desde la primera página de El Socialista llamar a la responsabilidad y la disciplina, recordar las exigencias morales de la guerra, condenar los crímenes cometidos en el propio campo, insistir en el respeto a la vida del adversario[32]. En la dirección de El Socialista, añadía la anotación de Azaña, este «vasco taciturno… se ha señalado desde el inicio de la guerra por la discreta reserva con que ha juzgado los acontecimientos, librándose cuando empeoró la situación de la insana estupidez de casi todos los periódicos, tan parecidos a los del 98».
Por esa calidad del personaje y por su significación política, no es sorprendente que fuera propuesto por Prieto para el Ministerio de Gobernación cuando se produjo la crisis de mayo de 1937 y Juan Negrín fue llamado por Azaña para hacerse cargo de la presidencia del Consejo de Ministros. Azaña pretendió limitar la posible decepción de Prieto reuniendo en sus manos el Ministerio de la Guerra con el de Marina y Aire en uno nuevo de Defensa y accediendo a que el tercer ministro socialista del nuevo Gobierno fuera un prietista incondicional. Así lo entendió también Negrín cuando pidió a Juan Simeón Vidarte que aceptara la subsecretaría del ministerio dirigido por Zugazagoitia: quería tener a uno de los suyos en un Gobierno que todos interpretaron como un triunfo de Prieto, comenzando por el mismo Zugazagoitia que juzgaba a Negrín como testaferro de Prieto y consideraba un error su nombramiento como presidente del Consejo[33].
Que aquel no era una gobierno Prieto y que Negrín no era testaferro de nadie, todos tuvieron ocasión de comprobarlo muy pronto. Vinculado a Prieto desde su ingreso en el Partido Socialista, en 1930; partícipe de lejos en las operaciones de tráfico de armas del verano de 1934 y partidario suyo en el enfrentamiento con Largo durante el año 1935; ministro de Hacienda, a propuesta de Prieto, en el Gobierno formado por Largo en los primeros días de septiembre de 1936, Negrín era su propio hombre. Nunca fue, desde luego, el de Azaña, que se sintió aliviado en las primeras semanas del nuevo Gobierno porque, por fin, podía hablar con un presidente; pero si en algún momento creyó que podría influir en él para reconstruir la disciplina interna de la República y reforzar su poder militar con objeto de buscar lo antes posible una mediación internacional que pusiera fin a la guerra, se equivocó: Negrín hizo lo primero, pero consideró siempre una fantasía lo segundo. Nunca fue tampoco, lejos de ahí, el de Prieto, como tendría ocasión de demostrar cuando el Gobierno que presidía se enfrentó a su primera grave crisis en el invierno de 1938.
En todo caso, la crisis de mayo de 1937 había concentrado en manos de la facción centrista del PSOE la dirección política, militar y de orden interno, de la guerra civil. La reducción del poder sindical, de la UGT como de la CNT, la consolidación del ejército regular, la centralización de poderes, el mantenimiento del orden público y de la seguridad y las garantías a la pequeña y mediana propiedad fueron algunos de los propósitos del nuevo Gobierno. La presencia de Zugazagoitia en Gobernación y de Irujo en Justicia impidió que en España se repitiera, como el asesinato de Andreu Nin por agentes soviéticos y la persecución del POUM por los comunistas españoles hacía temer, la liquidación física de los enemigos «trotskistas» del comunismo estalinista. El juicio a los dirigentes del POUM por su participación en los sucesos de Barcelona se verificó con garantías y no acabó en la muerte de los procesados. A pesar de algún folleto así titulado, no hubo en España procesos de Moscú. Por el contrario, al no poder aclarar la desaparición de Nin, Zugazagoitia destituyó como director general de seguridad al coronel Ortega, vinculado al Partido Comunista.
Desde su ministerio, Zugazagoitia intervino en las luchas internas del PSOE y de la UGT vigilando los movimientos de Largo Caballero e impidiendo su desplazamiento a un mitin en Alicante, lo que dio lugar a una «considerable controversia[34]». Por lo demás, son bien conocidas, y han sido objeto de tardíos reconocimientos, las gestiones realizadas por el nuevo ministro de la Gobernación para el intercambio de prisioneros o la mejora de condiciones de prisión que permitieron salvar la vida a algunas personalidades del bando rebelde, de las que siempre se recuerda a Sánchez Mazas y Fernández Cuesta. En 1977, Serrano Suñer, ministro de Gobernación y de Asuntos Exteriores en los primeros gobiernos de Franco, consideraba a Zugazagoitia una de las personalidades más respetables del socialismo, un buen escritor y hombre de gran inteligencia, una vida noble, uno de los espíritus más finos del partido socialista, opiniones que en nada influyeron para evitar el secuestro ejecutado por agentes a sus órdenes ni la sentencia de muerte dictada cuando era ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Franco[35].
Nombrado por Negrín a propuesta de Prieto, Zugazagoitia no se vio en la necesidad de optar por uno u otro durante los primeros meses de su nueva tarea. Pero la unidad de la facción «centrista» del PSOE —Negrín, Prieto y Zugazagoitia, en el gobierno; Lamoneda y González Peña en el partido—, no habría de durar ni un año. Cuando a los momentos de euforia por la conquista de Teruel siguió el temor del derrumbe de las filas republicanas, Prieto fue dejando ante amigos y subordinados elocuentes testimonios de su desánimo, dando ya la guerra por perdida. En las reuniones del Consejo de Ministros, con o sin la presencia del presidente de la República, van gestándose desde febrero de 1938 dos posiciones que Negrín expresará el 15 de marzo diciendo: «aquí hay dos políticas: una de luchar, otra de concesión y compromiso». Prieto lo niega, pero el día siguiente, cuando termina el tenso Consejo con Azaña y se quedan los ministros en consejillo después de la manifestación en la que se han podido oír gritos contra los derrotistas, Prieto se muestra partidario de iniciar una gestión hacia el Gobierno francés con objeto de buscar una mediación que ponga fin a la guerra. Negrín, Zugazagoitia y los ministros comunistas mantuvieron, sin embargo, su apoyo a la política previamente acordada de continuar la guerra sin aceptar ninguna intervención extranjera encaminada a la rendición[36].
En aquella reunión y en los días que siguieron, Prieto dejó abundantes testimonios de su desacuerdo con el presidente del Consejo y de su convicción de que nada podía hacerse para reconstruir los frentes. Era imposible que alguien con esa actitud continuara al frente del Ministerio de Defensa y Negrín encargó a Zugazagoitia la imposible gestión de convencerle para que aceptase otro ministerio en la inevitable remodelación de Gobierno. De esas gestiones, la estima que hacia Zugazagoitia pudiera sentir Prieto descendió varios puntos, no ya porque no supiera transmitir con fidelidad sus encargos sino porque cuando la crisis se cerró por fin con la ratificación de Negrín en la presidencia del Consejo y la salida de Prieto, Zugazagoitia renunció al Ministerio de Gobernación —para el que propuso a su amigo Paulino Gómez— y aceptó el puesto de secretario general del Ministerio de Defensa que le ofreció su nuevo titular, el propio presidente del Consejo, Juan Negrín.
De esta forma culminaba una trayectoria política que había ido alejando a aquel socialista vasco, uno tras otro, de los tres líderes históricos del socialismo español. Las distancias que Zugazagoitia había tomado respecto a Julián Besteiro en los primeros meses de la República y de Largo Caballero desde la revolución de Octubre de 1934 se ahondaron con las que en adelante sentiría hacia Prieto a raíz de la crisis de marzo y abril de 1938. Su compromiso con la política de Negrín se confirmó después de la reunión del comité nacional del PSOE, celebrada en agosto de ese mismo año, cuando tuvo noticia de la agria requisitoria de Prieto contra su antiguo amigo, a quien acusó de ser marioneta de los comunistas y a quien se negó a ver y saludar estando ya ambos en el exilio. A Negrín como presidente del Gobierno y a Ramón Lamoneda como secretario general del PSOE les tocó, en efecto, cargar con el mochuelo de ser los culpables de haber entregado el partido socialista a los comunistas, una acusación en la que estuvieron de acuerdo Besteiro, Largo Caballero y Prieto, y de la que Zugazagoitia apenas se libró por haber dejado ante la ejecutiva de su partido un elocuente testimonio de sus escasas atribuciones y mucho aburrimiento al frente de la Secretaría General de Defensa.
Como cientos de dirigentes republicanos españoles, Zugazagoitia dirigió sus pasos a París, donde la policía había contado, desde el comienzo del éxodo en febrero de 1939, hasta 800 o 900 republicanos ocupando habitaciones de hotel[37]. Muy a su pesar, Zugazagoitia tuvo entonces ocasión de participar en la última escisión del PSOE, la que en el exilio dio lugar a la gestación de hecho de dos partidos socialistas: uno, en torno a Negrín, en Francia, con el Servicio para la Evacuación de Refugiados Españoles (SERE), y poco después en México con el círculo Jaime Vera; otro en torno a Prieto, en Francia, con la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), y en México con el Círculo Pablo Iglesias. Durante el año largo de exilio francés, Zugazagoitia mantuvo siempre su fidelidad a la política y a la persona de Negrín. La suya no fue, por tanto, una posición cómoda ni nunca aspiró a situarse au–dessus de la mélée.
Siguiendo los pasos a los republicanos llegó también a París un nutrido grupo de falangistas. Los acuerdos Bérard–Jordana de 25 de febrero de 1939 habían iniciado una nueva fase en las relaciones entre el Estado español y la República francesa con intercambio de embajadores: el mariscal Petain llegó a Madrid mientras José Félix de Lequerica se instalaba en París. Con él, la pugna entre monárquicos y falangistas para ocupar los principales puestos en la representación española se inclinó del lado azul. Según noticias de la policía francesa, los servicios de información creados en la Embajada de España quedaron en manos de especialistas llegados de Burgos, pertenecientes al «Servicio Alemán» para España, bajo las órdenes de Eduardo Aunós, jefe de la Delegación Nacional del Servicio Exterior, nombrado para el puesto de Inspector General de Falange Española en Francia. Para atenerse a la legalidad francesa, Falange Española adoptó el nombre de «Hogar Español» y abrió en su sede de la calle George V una sala de lectura con un centro de información y acogida que bajo la apariencia de ayuda moral y material se dedicaba a la propaganda y a reclutar nuevos adeptos[38].
La presencia de Lequerica, verdaderamente obsesionado por la persecución de dirigentes republicanos, y la instalación de estos servicios de información de Falange en París serán decisivas para la suerte que esperaba a Julián Zugazagoitia. Ajeno por completo al proceso por responsabilidades políticas incoado contra él en España, Zugazagoitia había comenzado de inmediato a trabajar en lo suyo: dirigir una revista, Norte, y escribir de las experiencias recién pasadas. Lo primero fue posible porque los dirigentes socialistas cercanos a Negrín, que formaban parte de la comisión ejecutiva, elegida en 1936 y nunca sustituida, además de constituir el SERE, decidieron sacar a la calle desde julio de 1939 una revista que sirviera de enlace entre los exiliados y defendiera la política del último gobierno de la República. A su frente, como era de esperar, Julián Zugazagoitia, que con su firma o con algún seudónimo colaboró profusamente en sus páginas, donde escribían también, entre otros, Ramón Lamoneda, Manuel Cordero, Gabriel Morón y Matilde de la Torre[39].
Desde los editoriales y artículos de Norte, Zugazagoitia anunció su intención de «no escribir con cólera» y de «buscar ahincadamente la esperanza que puede levantar el corazón colectivo de los españoles que nos hemos quedado sin patria». En agosto de 1939, tenía ya concebido un esquema de la guerra civil, «acerca de cuyo proceso y resultado andan formulando juicios arbitrarios los desocupados de París». Al director de Norte le interesaba, sobre todo, discernir los errores de los suyos más que consolarse con la maldad de los ajenos. Y en ese discernimiento, al Partido Socialista le correspondía un lugar principal, porque decisiva fue su fuerza y porque múltiples fueron sus cesiones, sus allanamientos. Ante todo, Zugazagoitia resalta el resquebrajamiento de aquella «minoría de cemento» que había sido la socialista durante las Constituyentes. Indisciplina sin sanción: ahí comenzó la marcha hacia la escisión. Sin que nadie lo aprobara, ni congreso, ni comité nacional, ni ejecutiva, se puso en marcha la bolchevización; Besteiro y sus amigos fueron «radiados»; los centristas, los amigos de Prieto y Negrín, suscribieron un escrito del que se mofaron los partidarios de Caballero y que Araquistain bautizó como el manifiesto del coro de los doctores. Son las luchas internas del PSOE que impiden a Prieto hacerse cargo del gobierno y que luego, con la guerra ya iniciada, impedirán reunir bajo su mando la dirección militar de la guerra. El partido se allana a lo que decide el de siempre, Caballero; luego, último allanamiento, a la entrada de los anarquistas en el gobierno. Al fin, Negrín, con permiso del partido, forma gobierno: los incontrolados son controlados, los carabineros no dejan pasar «matute revolucionario», mejora el orden público. Pero la ofensiva del Este es un desastre republicano. Negrín salva la situación. Se pasa el Ebro, pero Alemania e Italia acumulan material y caen sobre los ejércitos de la República.
¿Qué queda? Quedan los que quieren someter a crítica inflexible los hechos[40]. Este será el trabajo que emprenda Zugazagoitia: someter a crítica inflexible los hechos, por orden cronológico, para enjuiciar las vísperas de la guerra y la posguerra, hacer luz en los caminos y no desdibujar los recorridos con sombras de rencor personal: quedan los que saben perdonar el error y la pasión nobles; quedan los que tienen fe. Tal es el «esquema de la guerra española» que propone Zugazagoitia; y a él sujeta su escritura: Madrid. Carranza, 20, la serie de estampas de la guerra que publicará en París, con el título de la dirección en la que había ejercido su trabajo de director de El Socialista, y el folletón que comienza a publicar en el diario socialista de Buenos Aires, La Vanguardia y que meses después será editado simultáneamente en las capitales de Argentina y Francia con muy desigual fortuna: la primera edición pudo ver libremente la luz, la francesa cayó en manos de la Gestapo, como su mismo autor.
En la confección de estos dos libros, últimos que escribió en su vida, se resumen todas las habilidades y experiencias que Zugazagoitia había adquirido desde su juventud socialista. Aquí está presente, desde luego, el periodista que ha tomado nota de todos los hechos, ha apuntado sus impresiones, ha captado el detalle, la atmósfera de una situación, de una reunión, de un conflicto. Los diálogos que transcribe no son, a la manera actual, verosímiles, atribuidos a unos u otros en función del carácter del personaje o de las intenciones del autor; no son verosímiles, sino veraces; conversaciones a las que asistió o de las que le llegaron noticias fidedignas, resúmenes tomados, como se hacía entonces, para después elaborar actas o tener constancia de lo que se dijo. Por ellos sabemos cómo se solventaron o se agudizaron las tensiones vividas en los diferentes gobiernos de la República en guerra, cómo se fraguaron las rupturas y desencuentros que jalonaron el camino hacia la derrota.
Está presente, además, el novelista social, experto en crear escenas, en desarrollar situaciones. Había escrito Azorín en su comentario a El botín que cuando se hiciera la historia del movimiento obrero de aquellos años, habría que tener en cuenta ese libro de Zugazagoitia. Es cierto: sus novelas sociales son documentos de la época en los que se escenifican como ficción hechos realmente sucedidos. Con más razón podría decirse entonces que cuando se haga la historia de la guerra civil habrá que tener en cuenta esta Guerra y vicisitudes de los españoles. Ese fue, por lo demás, el propósito confesado por su autor: no el de hacer la historia de la guerra —de ahí que no le gustara nada el título que le habían dado en Argentina: Historia de la guerra en España— sino el de proporcionar materiales para que en el futuro se pudiera escribir esa historia. Lo hizo de la manera que sabía, con la experiencia que le daba haber escrito un puñado de novelas sociales.
Está presente, en tercer lugar, el político que ha participado en una experiencia singular: la del socialismo español de los años treinta. Situado en el centro de las luchas internas del PSOE desde su nombramiento como director de El Socialista en sustitución de Cayetano Redondo, Zugazagoitia pudo ser testigo y protagonista de excepción de las diferentes rupturas y escisiones que jalonaron la historia del PSOE y de la UGT a partir de la proclamación de la República. Aunque en segundo plano y sin pertenecer nunca a la comisión ejecutiva ni al comité nacional, fue parte en la ruptura del tándem Caballero/Prieto con Besteiro, cuando este pretendió dar por liquidada la coalición republicano–socialista en los primeros meses de 1931; tomó partido por Prieto en su lucha contra Caballero en 1935–36, cuando este se opuso a la reanudación de alianzas con los republicanos y abrió al partido socialista hacia la fusión con los comunistas; y apoyó a Negrín en su enfrentamiento con Prieto en 1938, cuando este dio por perdida la guerra y aquél decidió continuarla.
De todas estas experiencias, Zugazagoitia sacó una conclusión que reforzó el cuarto modo de su presencia en estas páginas: el propio del moralista. Zugazagoitia no se contenta con narrar hechos por él observados, ni con introducir en su relato algunas notas propias del novelista social, ni con dejar constancia de su compromiso político. Zugazagoitia escribe para algo, con un propósito. Lo dejó dicho él mismo en su carta a Jiménez de Asúa y en el prólogo a la primera edición de su libro. Escribe, en 1940, no para ajustar cuentas, ni para autoexculparse, ni para combatir al enemigo, ni para defender la causa de la República. Escribe para las nuevas generaciones españolas. Y con ese fin, su libro debía «apartarse de todo propósito polémico y declinar toda intención apologética»: lo consiguió plenamente gracias a esa carga moral que siempre puso en la acción política.
Carga moral que le acompañará hasta el fin de su vida. El 22 de junio de 1940, el mismo día en que alemanes y franceses firmaban el armisticio en el bosque de Compiégne, el subsecretario de Asuntos Exteriores del gobierno español había llamado al consejero de la embajada francesa para decirle que su gobierno sabía de buena fuente que Azaña, Negrín y «otros jefes rojos» habían solicitado al gobierno francés un visado para salir de Francia con destino a México. Ese día, el ministro del Interior del Estado español, Ramón Serrano Suñer, decía al embajador de Francia en Madrid, La Baume, para que se lo comunicara al mariscal Pétain, jefe del Estado francés, que España esperaba con impaciencia que los franceses pusieran «hors d’etat de nuire» a los jefes rojos actualmente en Francia y entre ellos, sobre todo, a Azaña.
Negrín y Prieto. El embajador apoyaba calurosamente esa recomendación no sólo por venir de quien venía, pilar de la política gubernamental española, tal vez en fecha próxima ministro de Asuntos Exteriores, sino también por lo que a ellos, franceses, concernía, ya que sería sumamente imprudente dejar de poner «hors d’etat de nuire» a aquellos «agitadores cuyas ideas habían causado tanto mal a nuestro país[41]».
El embajador transmitió rápidamente la indicación de Serrano Suñer al Ministerio de Asuntos Exteriores, que, a su vez, la puso en conocimiento del Ministerio del Interior. Pretendía Serrano que las autoridades francesas impidieran por todos los medios la salida de Francia de los «jefes rojos» en la confianza de que, a la primera oportunidad, les serían entregados sin mayores formalidades, como había ocurrido en la zona ocupada. En efecto, a la demanda «préssante» de impedir la salida, siguió muy pronto la exigencia de extradición por la vía rápida, sin formalidades jurídicas, de 636 personalidades republicanas que los servicios del Ministerio de Gobernación español tenían localizadas en Francia, o suponían aún en territorio francés. La insistencia de Serrano ante las autoridades de Vichy para que entregaran a los españoles, la presión continua con la que exigía su extradición si Francia deseaba normalizar sus relaciones con España, su enojo ante la invariable respuesta francesa de que eran los tribunales quienes decidían en los procedimientos de extradición, es una prueba más de la saña vengativa con la que la dictadura de Franco persiguió a los derrotados republicanos más allá de sus fronteras. Finalmente, las presiones no dieron resultado y, aunque hostigados los refugiados republicanos por agentes de policía española, sólo en dos casos los tribunales franceses accedieron a la demanda de extradición[42].
Pero, mientras en la «zona libre» el Gobierno francés no procedió a ninguna extradición por vía puramente administrativa, en la zona bajo ocupación alemana las cosas transcurrieron en las primeras semanas de manera harto diferente. Allí, a consecuencia del armisticio, las cuestiones de orden público quedaron bajo control de las fuerzas de ocupación, que se entendieron admirablemente, gracias a íes servicios del embajador José Félix de Lequerica, con la policía española y con los elementos de Falange que, al día siguiente de la ocupación de París por el ejército alemán, asaltaron los edificios alquilados hasta días antes por diversos organismos republicanos. La proximidad del ejército alemán, escribió después Julián Zugazagoitia, determinó un nuevo éxodo de los españoles. Él, sin embargo, decidió quedarse porque quería ver con sus propios ojos la conducta de los vencedores y acercarse «a uno de los grandes sucesos de la historia de nuestro siglo»[43].
Engolosinado con su oficio de periodista, Zugazagoitia no percibió el peligro en que incurría permaneciendo en París. Un cartel, que representaba a un soldado alemán con un niño en brazos y una leyenda que decía: «Poblaciones abandonadas, tened confianza en el soldado alemán», le tranquilizó: él nada debía temer del soldado alemán. Quizá a última hora, poco antes de que el soldado alemán le sacara de la cama, sintió alguna inquietud y fue en busca de sus compañeros de partido, pero su «mala suerte» quiso que ese día no encontrara a ninguno, como dejó escrito en una nota que no llegó a su destinatario, Ramón Lamoneda, en la que añadía: «Debo suponer que estáis y que vuestro trabajo sigue. No sé nada ni por vosotros, ni por don Juan, ni por el SERE. Vivo, pues, en la felicidad del ignorante. Estoy persuadido de que esta ola de pánico que se ha desencadenado en París no os afectará […] No olvidéis que son muchos los afiliados que os agradecerán vuestro consejo y mejor vuestra ayuda»[44]. Zugazagoitia, que durante los últimos meses había vivido apartado de actividades políticas y dedicado a la escritura, no supo nada de la marcha de sus amigos hacia Burdeos: él, su mujer y sus hijos se quedaron en París[45].
Hasta que, el 27 de julio, la Gestapo irrumpió en su casa. Unos días antes, el 10 de julio, la policía alemana, auxiliada por un agente español, había prendido en su casa de Pyla–sur–Mer, cerca de Arcachon, al cuñado de Manuel Azaña, Cipriano Rivas Cherif, a la hermana soltera de este y a los niños, la doncella, el cocinero y el chófer. Con ellos habían caído también sus vecinos y amigos Carlos Montilla y Miguel Salvador, de Izquierda Republicana, y en alguna fecha intermedia fueron detenidos, en Burdeos, Teodomiro Menéndez y Francisco Cruz Salido, correligionarios ambos de Zugazagoitia y compañero el segundo, durante muchos años, en la redacción de El Socialista. El grupo de detenidos se completó con el ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, capturado en la Bretaña cuando visitaba a su hijo enfermo, y entregado, quizá, por la policía francesa a la alemana, como había sido también el caso del socialista italiano Pietro Nenni[46].
Según el ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno de Pétain, Paul Badouin, la entrega de Companys, de Zugazagoitia y los detenidos en Arcachon y Burdeos no era imputable de ninguna manera a la policía francesa que, por la convención de armisticio, no ejercía su control normal sobre la zona. Una opinión compartida por el propio general Franco cuando, años después, desmentía a su primo y confidente que agentes franceses hubieran tenido algo que ver en la detención de los dos primeros: esos individuos, le dijo, fueron entregados espontáneamente por la policía alemana[47]. A instancias, claro está, de las autoridades españolas, que dispusieron inmediatamente su traslado a España y su ingreso en los calabozos de la Dirección General de Seguridad.
Allí, el día 11 de agosto, Zugazagoitia escribió con su letra menuda, apretada y clara, una larga declaración en la que resaltó su actuación escrupulosamente moral como director de El Socialista, sus gestiones en favor de un canje que hubiera salvado la vida de José Antonio Primo de Rivera y su asombro al verse nombrado ministro de Gobernación. De su actuación como ministro, recordó la orden de puesta en libertad de doña Amelia Azarola, viuda de Ruiz de Alda, su decisión en Consejo de Ministros del canje Azcárate–Fernández Cuesta y su señalada intervención favor de Wenceslao Fernández Flórez, a quien facilitó el pasaporte para que pudiera abandonar su refugio en la Embajada de Holanda. Innumerables sacerdotes catalanes y un número no determinado de Hermanas de La Caridad también debería su vida a las gestiones del ministro, acompañado siempre, como valedor incansable de curas y monjas, de Manuel de Irujo[48].
Nada de esto ni la patente desgana, de la que dejó también testimonio en la misma declaración, en el desempeño de la Secretaría General de Defensa, le valió de mucho. El 18 de septiembre de 1940, compareció Zugazagoitia ante el Jefe de la Brigada Político Social acusado de ser persona destacadísima en la política desarrollada en España, antes y después del Glorioso Movimiento, por las organizaciones marxistas del Frente Popular […] estar plenamente identificado con el Gobierno y el Ejército rojos, oponiéndose como ellos, con igual decidido empeño, al triunfo del Glorioso Movimiento Salvador, y haber contribuido, con la inducción derivada de su conducta, a la «cuela de crímenes y demás hechos delictivos que caracterizaron la funesta época de la dominación roja». Eran cargos que las autoridades políticas y judiciales francesas nunca consideraron suficientes para acceder a las reiteradas demandas que llegaban del Gobierno español para extraditar sin mayores miramientos a dirigentes republicanos. Itero, en España, sobraban para llevar al grupo de detenidos en la redada de julio ante un consejo de guerra sumarísimo, acusados de adhesión a la rebelión[49].
Y ante el juez instructor, general de brigada Fermín Arroyo Elzo, compareció Julián Zugazagoitia el 3 de octubre, para responder de tales acusaciones. El juez le preguntó si recordaba un artículo aparecido en El Socialista en 1932 «por el que se decía que los hijos de los militares no eran hijos suyos sino de sus asistentes», y otro, de 1936, que acusaba a Calvo Sotelo de ser «cabeza rectora del fascismo». Estaba también el general–juez Arroyo particularmante interesado por la parte que Zugazagoitia hubiera tomado en el juicio y posterior fusilamiento de Javier Fernández Golfín e Ignacio Corujo, y por sus actividades como secretario general de Defensa en relación con el Servicio de Información Militar. Zugazagoitia respondió como pudo a esas acusaciones: de los artículos, él no había sido autor y, además, el primero le había pillado fuera de Madrid; de la prisión y desaparición de Andrés Nin y de la inculpación de Golfín y Corujo en la misma trama de espionaje de la que Nin había sido acusado, él no sabía nada; de sus actividades como secretario general de Defensa no recordaba sino lo que ya había contado: que se trataba de un cargo prácticamente nulo o anodino, motivo por el cual presentó varias veces la dimisión con objeto de prestar servicios más útiles a la República[50].
Después de tomar declaración a todos los procesados, el general Arroyo dio por terminada la instrucción de la causa el 16 de octubre, calificando los hechos relatados como constitutivos de delito de rebelión, previsto en el artículo 237 y siguientes del Código de Justicia Militar. Era lo que Ramón Serrano Suñer, recién nombrado ministro de Asuntos Exteriores, denominará años después «justicia al revés»: en realidad, de lo que se les acusaba era de haberse mantenido leales a la República y haber desempeñado cargos o funciones, de gobierno o diplomáticas tanto daba, que demostraban esa lealtad. No iba más allá el fiscal en sus conclusiones provisionales: de lo que culpaba a Julián Zugazagoitia era de haber sido director de un diario que, durante la República, «se distinguió por su campaña antiespañola y contrario a los principios que inspiraban al Movimiento» y que, desde julio de 1936, volvió a distinguirse por su «continua excitación y apología de crímenes espantosos y numerosísimos». Estos hechos constituían, según el fiscal, un delito de «adhesión a la rebelión» con circunstancias agravantes de «gran perversidad», por lo que procedía imponer «el grado superior de la pena aplicable, o sea de muerte y accesorias[51]».
Cuando el Consejo de Guerra de Oficiales Generales comenzó sus actuaciones el día 21 de octubre a las seis de la tarde, el fiscal auditor de División, Francisco Bohórquez Bahamonde, se limitó a una breve y concisa relación de hechos que, sin embargo, no debía extrañar al tribunal por dos razones: primera, porque la personalidad tan destacada que en el marxismo español tenían los procesados, hacía que con sólo pronunciar su nombre se produjera, en la mente de todos los señores del Consejo, el historial completo de cada uno; la segunda, porque al tratarse en aquel sumario de «exigir la responsabilidad a los inductores de la revolución marxista, la conducta concreta en los hechos revolucionarios importaba menos que aquella otra determinante de la inducción». El fiscal jefe reconocía, pues, de buena gana, que no acusaba a los procesados de ningún delito, de ningún crimen, ya que no se iba a detener en su conducta concreta, aportando pruebas, llamando a testigos. Lo que él pretendía establecer era la responsabilidad de la voluntad motora en los «delitos colectivos». Y naturalmente, los cargos que los procesados habían desempeñado antes y durante la guerra eran prueba suficiente de su rebeldía. Quien acepta cargos palmeos de un gobierno que organiza, tolera, o es impotente para evitar crímenes numerosísimos son «rebeldes máximos», concluyó el fiscal En consecuencia, pidió para todos ellos, uno por uno, la máxima pena con circunstancias agravantes por la trascendencia de los hechos y del «enorme daño» causado al Estado[52].
El orden que el Ministerio Fiscal siguió en su referencia a los procesados respondió, según dejó dicho el mismo fiscal, a la estimación de su culpabilidad. De esa manera, el sumario que había comenzado contra Cipriano Rivas, Francisco Cruz Salido, Carlos Montilla, Miguel Salvador, Julián Zugazagoitia y Teodomiro Menéndez, acabó como causa contra Julián Zugazagoitia, Francisco Cruz Salido, Teodomiro Menéndez, Cipriano Rivas, Carlos Montilla y Miguel Salvador. El detalle no es baladí. Menéndez, tercero en grado de culpabilidad según el fiscal, logró que destacadas personas, calificadas por el mismo fiscal, «de ideología derechista», alguna de «carácter militar», testificaran a su favor. Entre ellas, la «declaración aparatosa» de Serrano Suñer debió de ser la decisiva, porque el tribunal, que repitió en su sentencia los argumentos de la Fiscalía y, considerando que la oposición armada al Nuevo Estado Nacional constituye un delito de rebelión militar, condenó a pena de muerte, con las accesorias en caso de indulto de interdicción civil e inhabilitación especial, a todo los procesados, excepto a Menéndez. No que Menéndez no fuera culpable también, como el resto, del delito de adhesión a la rebelión militar, sino que su nula actividad política después de octubre de 1934, y su «auxilio a personas de derechas» movieron a los Oficiales Generales a imponer la pena mínima de reclusión perpetua, sustituida por la de treinta años con las accesorias conocidas[53].
A ninguno de los demás les sirvieron de nada las declaraciones de testigos que acudieron a la vista oral. Zugazagoitia había interesado que comparecieran en el acto del Consejo de Guerra Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Sánchez Mazas, el señor Lizarra, jefe de Requetés y la viuda de Ruiz de Alda. A todos ellos los había mencionado en sus sucesivas declaraciones por haber realizado gestiones a su favor, en unos casos con resultados positivos, en otros, como ocurrió con Sánchez Mazas, sin resultado alguno. De los interesados, el único que acudió a la vista fue Fernández Flórez, que se manifestó «en forma elogiosa» a su favor, lo mismo que hizo Manuel Aznar en relación con Cipriano Rivas, Felipe Ximénez de Sandoval en favor de Carlos Montilla o el arquitecto Alejandro Ferrando con Miguel Salvador a quien un señor Erqueta atribuyó también su libertad. Pero ninguno de esos testimonios fue tan contundente como el de Serrano Suñer a favor de Teodomiro Menéndez; y Serrano era ministro de Asuntos Exteriores y cuñado del Generalísimo, o sea, que estaba en posición de impresionar al Consejo.
Así fue, efectivamente. Pero si el tercero en grado de responsabilidad, siempre de acuerdo con la calificación del fiscal, terminaba de último y era sentenciado a pena menor que el resto de los procesados, parecía un contrasentido que los tres siguientes, condenados, como los dos primeros, a muerte, no fueran agraciados con un indulto del que finalmente pudieran beneficiarse todos ellos. Así les informaron el 8 de noviembre y así lo creyeron, aunque al atardecer la alegría se desvaneció cuando alguien dijo que habría «saca» aquella noche, según el recuerdo de Cipriano Rivas. En realidad, el juez especial Fernando Arroyo daba por recibida, el mismo 8 de noviembre, la autorización pertinente del Capitán General para la ejecución de Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido, que les fue comunicada a ellos el mismo día. Acto seguido, fueron trasladados al despacho del director de la prisión de Porlier, habilitado como capilla[54].
Cipriano Rivas recordaba, años después, que a la mañana siguiente una voz llamó a Zugazagoitia y Cruz Salido, ordenando que se levantaran. Rivas tuvo ocasión de hablar con ambos. Cruz Salido hizo pocas recomendaciones: no perdonaba, pero no quería que su mujer viviera con la obsesión de un pedazo de tierra en España, ni que sus hijos volvieran nunca con idea alguna de venganza ni de revancha inútil: quería ser enterrado en la fosa común. Zugazagoitia «estaba terminando, con la misma letra clara, menudísima y regular, un cuento marinero para sus hijos». Había escrito ya a los suyos, y encargó a Cipriano que recordara «a todos sus amigos y correligionarios aquel su firme deseo de que su sangre no sirviera nunca de mínimo pretexto para verter más sangre de españoles. Tenía la esperanza de que su muerte pudiera servir de satisfacción a los que con ella vieran saciada la terrible justicia que creían hacer[55]».
Julián Zugazagoitia fue fusilado en el cementerio del Este, de Madrid, a la seis y veinticinco de la mañana del día 9 de noviembre de 1940, uno entre los catorce ejecutados ese mismo día, uno entre los 953 ejecutados ese mismo año, uno entre los 2 663 ejecutados en ese mismo lugar desde mayo de 1939 hasta febrero de 1944[56].