Presentación[57]

Es necesario comenzar hablando de un desconocido, de Julián Zugazagoitia, del autor de unas páginas densas y palpitantes. De un ignorado para aquellos a los que esta edición de su libro va destinada: la inmensa legión de españoles que han cumplido ya los treinta años y que nada saben de las luchas políticas y sociales que hasta 1939 tuvieron escenario de muerte en su patria.

Por los recodos de las líneas escritas allá por el año 1939 aparece la humanidad de Julián Zugazagoitia. Bilbaíno honesto, integrado en la estirpe socialista de hombres dedicados al periodismo diario que de la editorial hacían barricada ideológica, pero sin dejar de creer en la posibilidad de la convivencia. Silenciosa y callada carrera que le llevaría en su cénit a un puesto de diputado en las Cortes republicanas y a la función que más honra íntima había de proporcionarle: la dirección de El Socialista; desde sus columnas, su pluma sería un faro en los avatares del país en guerra y tendría funciones de hombre artero en la vida de su partido. Su firma era buscada en el torbellino de confusión política; acción valiosa desde los primeros momentos conflictuales y también después, cuando ocupado ya en tareas más ingratas de gobierno, se mantuvo en las páginas de La Vanguardia de Barcelona con el seudónimo de Fermín Mendieta. Su integridad en el socialismo español haría que Juan Negrín, en 1937, le designase para la cartera de Gobernación; y cuando a su nombre le llegó el turno de ser objeto de regateo y cabildeo de gabinete siguió vinculado a la acción de Negrín, ocupando el cargo de secretario general de Defensa Nacional.

Es decir, que Julián Zugazagoitia, por la importancia de sus funciones, fue testigo excepcional de la Guerra Civil; pero no se limitó a la tarea testimonial que harto valor tendría hoy por sí sola al cabo del tiempo. Como periodista honrado fue juez severo, enjuiciador imparcial, que por encima de todo emplazaba una existencia: la de España. Y algo más; no se redujo Zugazagoitia al ejercicio de una crítica serena y a la aportación de un testimonio siempre sincero y emocionado. Asumió sin ambiciones y con tremenda modestia papel de protagonista; en toda la escenografía de la Guerra Civil española, con su cara heroica y su cruz sanguinaria, Zugazagoitia no se encerró en una cómoda condena literaria de la violencia; buena muestra es su descripción del trágico fin de Calvo Sotelo, que hubiera bastado como señal de cordura y de humanitarismo. Supo ilustrar ejemplarmente, cuando tuvo la oportunidad configurada en un ministerio óptimo, el de Gobernación, su creencia de que lo único irreversible era la muerte; que el crimen alevoso tanto como el asesinato jurídico son actos a proscribir de los códigos de convivencia política. Su opinión fue contraria al fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera; y bajo su acción ministerial, con documentos firmados por su puño, pudieron salir de la zona republicana y combatir luego desde Burgos hombres como Rafael Sánchez Mazas, Fernández Cuesta y Wenceslao Fernández Flores, entre otros muchos. Gabriel Jackson, autor de una de las obras más sólidas escritas sobre la Guerra Civil, ha enjuiciado sucintamente: «Julián Zugazagoitia as the editor of El Socialista had written courageously against the paseos in the first terrible weeks of the war and had on several occasions exposed anarchist, and later Communist, chekas. Now he wouldpresumably have the opportunity to end these abuses once andfor all». (The Spanish Republic and the Civil War, Princeton, 1965, página 393).

Todo el intenso camino de los españoles de su generación fue íntegramente recorrido por Zugazagoitia. La nobleza de una idea, el fervor de un impulso heroico, la responsabilidad y la amargura de una lucha civil y, por añadidura, el exilio asumido hasta sus extremos más amargos en un París ocupado por la Gestapo, eficaz colaboradora de las restantes policías fascistas de la Europa de aquel entonces. Una vía totalizadora que le conduciría en el año 1940 ante el piquete de ejecución. Tras la guerra, sólo le quedó el tiempo preciso y justo para vivir el destierro y para escribir uno de los libros más valiosos acerca de la lucha civil.

Lo primero que sorprende de las páginas de Zugazagoitia es la justeza de su juicio, su sinceridad, su veracidad. No abundan los escritos personales sobre la Guerra Civil; y, cuando existen, se encuentran invalidados en la mayoría de los supuestos por el mantenimiento de una postura dogmática, la defensa de un comportamiento individual o la sumisión a un credo político inoperante.

Pero, en segundo lugar, y es una indicación que sirve de advertencia, no se trata de una historia para uso general, de un relato vulgarizador y de líneas generales; la grandeza del escrito de Zugazagoitia, acrecentada por la proximidad cronológica a la tragedia, reside en ser comprensible tan sólo para los que conocen y sienten muy de cerca el dramatismo de España. Zugazagoitia se mueve a lo ancho y a lo largo de tres años de nuestra historia, tres años que suponen un siglo contradictorio de avances y de retrocesos, con una nobleza de ánimo y una certeza informativa que habrán de reconocer ampliamente, sin imitación doctrinal alguna, todos aquellos que aún se inquietan, y cada día son más numerosos, por la reciedumbre de nuestra guerra y por lo que todavía tiene de valedero su contexto.

Cierto es que los años que van desde 1936 a 1939 no pueden regir eternamente los destinos de España. Sin embargo, en esta declaración de principios falla algo trascendental: la pervivencia de las estructuras sociales que hicieron posible el hecho, pervivencia mantenida pese a todas las tecnocracias y acercamientos que se postulen y practiquen. Aunque se registre casi notarialmente el fallecimiento o desaparición de las motivaciones económicas, ideológicas y sacudes que se encontraban en la génesis de la Guerra Civil española, todavía conservaría una última afirmación actual la obra de Zugazagoitia: espejo ejemplar, ilustración de coordenadas y de posturas cainitas que nunca más han de repetirse si queremos que se haga la luz en la oscuridad del horizonte español definitivamente amanezca.

Zugazagoitia percibió, desde su primer momento, la gravedad del levantatamiento militar y vivió desde su dirección de El Socialista el burocratismo que paralizaba al Gobierno de la Segunda República; la confianza desmedida en los estamentos militares, que más que confianza era fe en un absoluto indemostrable: la lealtad. Y la desconfianza, el recelo tremendo, ante la posibilidad única del pueblo armado. Zugazagoitia sabía en qué trinchera combatía el pueblo español; un pueblo de desheredados que veía sepultarse una vez más todas sus esperanzas; y era consciente de que tanto heroísmo derrochado sería loca aventura de no forjarse una unidad de fines y una disciplina que vigorizasen la conducta de la República y de su Ejército.

A este fin último, defender la República y ganar la guerra, subordinó Zugazagoitia todos sus pensamientos y su actividad entera. Lo que justifica uno de los temas constantes de su libro: el Partido Socialista Obrero Español y la Guerra Civil. El socialismo del bilbaíno no puede ser sometido a juicio. Su opinión sobre Julián Besteiro es más que suficiente para aclarar su pensamiento sobre las posibilidades y la viabilidad de un utópico socialismo de cátedra; la finura perceptiva le hacía también alejarse de personalidad tan circunstancial y discutible como la de Largo Caballero. Manuel Azaña, figura al margen del debate partidista, pero con influencia amplia en el periodista, queda disecado como intelectual consciente y político sin vocación para las horas amargas. El dilema se le plantearía a Zugazagoitia entre dos extremos intelectivos dinámicos. Su afecto, es indudable, estaba junto a otro gran bilbaíno, Indalecio Prieto; pero la visión política de Zugazagoitia, su realismo crítico, le iría alejando paulatinamente del gran moderador y negociador; el pesimista fisiológico no era el hombre que necesitaba la República en pie de guerra. Su devoción hacia un profesor de fisiología que, olvidando la asepsia universitaria, pondría toda su energía y toda su fe al servicio del pueblo; un luchador incansable, el verdadero «último optimista» y no el «primer inconsciente»: Juan Negrín, un socialista sepultado sin culto por sus correligionarios. Olvido en el santoral quizá causado porque Juan Negrín entre la fidelidad a su partido y la entrega a España supo ver claro eligiendo el más noble de los dos fines. Frente a Prieto, convencido de que nada había que hacer y, máximo iluso, propugnador de una solución de gabinete a una supuesta conspiración de palacio, Juan Negrín, vivenciador de su época, era consciente de que el «caso España» era un capítulo fundamental en la historia del fascismo europeo, el que va desde el África mussoliniana hasta Varsovia, pasando por una Viena de camisas pardas y unos Sudetes traicionados.

Entre el afecto y el realismo, Zugazagoitia se decide por España y pasa decidido al lado de Juan Negrín, el más infatigable jefe de Gobierno que tuvo la República; que sabía, y no era esperanza desmedida, que inevitablemente, frente a la agresividad del totalitarismo alemán, más tarde o más temprano, habrían de unirse defensivamente las democracias europeas con la Unión Soviética. Le faltaron seis meses para ver materializada su visión; de cualquier forma, no puede entrarse en el campo de la hipótesis histórica de lo que podría haber sucedido. El hecho es que Juan Negrín propone y estructura, el único hombre político, con perspicacia para ello, hasta entonces nadie lo pensó, el primer instrumento ágil para su utilización en todos los frentes, político, diplomático y militar: los 13 Puntos.

Mas Juan Negrín era hombre de Estado excepcional y por encima de rencillas supo situar, gracias a su actuar personal, la Guerra Civil española en la órbita internacional que le correspondía. Buena prueba de este enfrentamiento aludido con su grupo es el epistolario cruzado entre Negrín y Prieto.

Julián Zugazagoitia fue de aquellos que desde su inicio comprendió y asimiló el planteamiento de Negrín. Es modélica por su precisión la descripción del medio internacional que rodeaba a España; no ya con respecto a Italia y Alemania e incluso Portugal, «puerta cerrada para los que llamaban a ella con la muerte en los alcances», para los republicanos lógicamente.

España se había quedado sola, la habían dejado inerme ante sus responsabilidades internacionales e internas. Bien poco sospechoso de simpatías por Rusia y por su régimen era Zugazagoitia; sin embargo no siente rubor sino agradecimiento y hasta orgullo nacional cuando analiza el porqué del entendimiento con la Unión Soviética. Se acude a su amistad cuando las alianzas tradicionales fracasan: el instinto de conservación empujaba inexorablemente a la República Española hacia la URSS. Sus líneas, de sencillez lúcida, son exactas: Es de Rusia de donde nos llega el único material que recibimos. No es un regalo revolucionario, sino una transacción mercantil; pero aun así no puede quedar excluida la gratitud. Sin esa transacción hace tiempo que la República hubiese perecido. Esta es una verdad que no se presta a discusión. Se la deja perderse, deliberadamente, entre los detalles: el precio, la lentitud de los envíos, las exigencias políticas, etc. ¿Es que esas condiciones no fueron tenidas en cuenta por los diferentes hombres que negociaron con Rusia? Imagino que sí; pero pensó, además, que a esos detalles, cuya importancia no menosprecio, se reunirían otros, a saber: el riesgo que corre la Unión Soviética, la merma que imponía a sus recursos bélicos y la zozobra diplomática en que por ayudarnos vivía. Alemania se ha dicho que «arriesgó la guerra», aludiendo a su ayuda a los rebeldes. Es el caso de Rusia. No sé que eso pueda pagarse con dinero. Lo que sí sé es que España jamás hubiese aceptado un peligro semejante para ayudar a Rusia que es, aparte de la patria del proletariado, título en cuyo nombre se le piden todos los sacrificios inimaginables, una nación con fronteras e intenses concretos, de cuya custodia y defensa están encargados los rusos.

No tercia directamente Zugazagoitia en el gran debate que separó a las fuerzas populares en la guerra de España; se mantiene al margen, pero tan sólo indirectamente. Ante el esquema fatalista Revolución–Defensa de la República, el socialista conoce bien su opción que, en el supuesto táctico concreto, es el Gobierno republicano dominando cualquier otra alternativa más o menos hipotética y futurible. Zugazagoitia fustiga por igual al terrorismo blanco, de la zona rebelde, que al terrorismo rojo, de la zona gubernamental. Condena el anarquismo de ciertas masas incontroladas y en desorden por razones humanitarias, primero, y por el desprestigio que suponía para la causa republicana en el exterior, en segundo lugar. En este aspecto determinado, la obra de Zugazagoitia constituye la muestra más acabada de autocrítica procedente de la pluma de un protagonista primerísimo de la Guerra Civil, junto al relato del asesinato de Calvo Sotelo, emocionan en lo más íntimo las escenas del asalto al Cuartel de la Montaña y a la Cárcel Modelo: por sus páginas desfilan los nombres de Melquiades Álvarez, Martínez de Velasco y Ruiz de Alda, con un grafismo en el que no se escatiman los elogios para la hombría de bien y la gallardía.

La repulsa del anarquismo, la condena de la violencia, el fervor por salvar la República, conduce a otra de las constantes de Zugazagoitia. Buen conocedor del ambiente militar y de los generales que componían el escalafón del Ejército, comprendía la necesidad urgentísima de una disciplina castrense que ejerciese una opaca y consistente función de aguante y contención aunque a costa de terminar con el heroísmo de romancero de las milicias. El Campesino, Modesto y Líster son combatientes que reciben el elogio medido y en su circunstancia de Zugazagoitia; aunque, era lógico en su concepción, destaque junto a Miaja la personalidad del primer estratega de la contienda: el general Vicente Rojo.

Tres planos perfectamente diferenciados, pero conexos entre sí estrechamente, guarda y sigue la reflexión de Zugazagoitia. El primero es un canto al heroísmo de los defensores de Madrid, al milagro de la Ciudad Universitaria y de los Internacionales. El segundo plano corresponde al discurrir de la guerra; agobiado Zugazagoitia por sus funciones oficiales, por el fraccionamiento de su partido, por la ruina de Azaña y por la integridad de Negrín; esta fase proporciona uno de los datos inéditos, o ligeramente tratados de la Guerra Civil: la historia parlamentaria, por llamarla de alguna forma inteligible, de la Segunda República desde el 18 de julio de 1936 al 11 de abril de 1939, es un relato amargo, pero de conocimiento ineludible. Y el tercer plano es la narración de los meses que llevan a la catástrofe, al hundimiento, a la pérdida de toda esperanza, a la traición, a la derrota y al exilio. Traición que amanece en un campo de aviación levantino, iniciada en Cartagena y pactada en Madrid. Zugazagoitia no oculta su sarcasmo cuando al mencionar a Casado y a Besteiro zahiere la alianza de «las luces de la filosofía» con «los brillos de la espada».

Las últimas líneas escritas por Zugazagoitia indican nítidamente que nunca ignoró la maquinaria arrolladora contra la que debió luchar la Segunda República. La estela de nombres: Cuba, Cavite, Filipinas, Barranco del Lobo, Monte Arruit, Annual constituyen la solución al enigma de un Ejército colonial, desocupado y en disposición de actuar, colocado al servicio de la causa monárquica, pero al que la pretendida ocupación transitoria del Poder enseña los placeres de su ejercicio definitivo. Un libro, en suma, de indiscutible valor, tanto para el que vivió el acontecimiento más dramático de la Historia de España, como para los más jóvenes que sólo conocen el refulgir y el esplendor, con el odio y la inquina, de las crónicas oficiales de una y otra trinchera. Un libro que en su última página se cierra con la muerte generosa y abierta de Julián Zugazagoitia, fusilado por su República en tierra española.

Roberto Mesa Garrido