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Los cuarteles del cinturón de Madrid se rinden. — Un Gobierno de sombras. — El pesimismo de Indalecio Prieto y el optimismo de Martínez Aragón. — Oraa de la Torre, padre e hijo. — El hijo de Largo Caballero. — El heroísmo de los aviadores de la LAPE. — Alejandro Otero. — Un discurso de Indalecio Prieto.

Los cuarteles del cantón militar de Madrid —Carabanchel, Getafe, El Pardo— dieron señales de insubordinación, coincidentes, o poco menos, con la insurrección pasiva de los militares del Cuartel de la Montaña. Estos episodios, con diferentes grados de intensidad y dramatismo, fueron sofocados por las milicias populares que entonces no eran otra cosa que un conjunto de hombres, de ideas heterogéneas, resueltos a impedir que en la capital prosperase la agresión contra la República, proyectada con largos meses de preparación, en los cuartos de banderas y en las oficinas civiles de monárquicos y falangistas. La facilidad con que los cuarteles del cinturón de Madrid rindieron sus armas constituía, comparándola con lo que venía ocurriendo en las provincias, una sorpresa grata para la que nos costaba algún esfuerzo encontrar explicación satisfactoria. El conjunto de esos cuarteles, con su potencia artillera, tenía fuerza suficiente para crear una situación angustiosa a la población madrileña. Con información deficiente sobre los movimientos que realizaban, uno de mis redactores, juzgando que la realidad se hacía desesperada y que todo estaba a punto de perderse, se presentó en mi casa substrayéndome de ella a las dos horas de un sueño que tenía muy bien ganado después de tres días de no dormir, con el pretexto de redactar un manifiesto, mentira que discurrió para no alarmar a mi familia. Ya en la calle, como le interrogase sobre lo que sucedía, confirmó mis, temores:

—La situación es más crítica que nunca. Los artilleros de Carabanchel han montado sus piezas contra nosotros y los soldados vienen por la carretera con el propósito de apoderarse de la ciudad. Se han mandado todos los grupos armados posibles para que les salgan al encuentro.

El tono de mi camarada dejaba lugar a pocas esperanzas. Mí puesto seguía siendo el periódico, donde debía esperar las noticias que me irían facilitando del Ministerio de Marina los camaradas de la Ejecutiva. En ese edificio oficial estaba instalado el Gobierno y tenía un despacho nuestro compañero Prieto, que a juzgar por su actividad, de naturaleza excepcional y particularmente dominadora, era, por sí mismo, otro Gobierno, acaso el único Gobierno. Giral, a quien no conocí para emitir un juicio sobre él hasta bastantes meses después, era de su formación ministerial el más arrecho, como se dice en Vizcaya, y no había perdido la confianza. Sus compañeros de responsabilidad gubernativa se habían como deshumanizado a fuerza de angustias y temores, y eran sombras huidizas con las que se hacía imposible contar a las horas de las determinaciones. El deporte de los mejor templados y animosos consistía en afligirlos más. Al ministro de Justicia, Blasco Garzón, que (Coleccionaba condolencias por la suerte que habían corrido sus familiares y su biblioteca, allá en Sevilla, se complacía en desmoronarle los últimos vestigios de la voluntad el subsecretario de su departamento, Gomáriz, mezclándose al desayuno, con constancia que suscitaba risas, sin que yo haya alcanzado el motivo de aquella hilaridad, la noticia exacta del número de cadáveres recogidos y no identificados. Prieto, que no iba a su casa sino cada cuatro o cinco días, me daba, en esas ocasiones las noticias más descorazonadoras. El desbarajuste interior alcanzaba proporciones insuperables. El aparato del Estado se mantenía en pie por inercia, y quienes lo veíamos desde fuera, con su fachada enlucida, sin más que unos pocos desconchados, creíamos en él con una suerte de candor muy próximo a la, tontería. Si habíamos de seguir teniendo confianza y, sobre todo, si habíamos de seguir calentando la fe de los demás en la victoria, el candor y la tontería nos eran útiles. Con las noticias de Prieto tenía yo más que suficiente para que me acometiese la idea de visitar el Ministerio de Marina, fácil de acceso a todos los arbitrismos, donde no me esperaba nada bueno. El noticiario del ex ministro socialista abatía a sus oyentes, con excepción de uno, que nunca supe por qué procedimiento de destilación obtenía las conclusiones más optimistas. No era un vulgar falsificador, sino un hombre eminentemente sincero. Creía a pies juntos en lo que decía. Este hombre excepcional, excepcional como todos los de su mismo apellido, fue Martínez de Aragón. Era igual que Prieto nos duchase en frío con las desventuras más inesperadas, poniendo en fila india todos nuestros males derivados de la insuficiencia de armas y de la abundancia de desorden, Martínez de Aragón, que como todos, escuchaba en silencio, terminado el relato, se beneficiaba del silencio para hacemos conocer su opinión fortalecedora.

—Con todo y con eso, que no deja de ser grave, venceremos. Lo que importa es que no quede un conjurado sin manifestarse y enseñamos su rebeldía. ¡Descuento tan segura la victoria, que estos contagios de la insurrección sirven para alegrarme!

La primera vez que sucedió esto le miramos como a un enajenado. ¿No era de verdad que estaba loco? Es posible que lo estuviese, pero de fe. De una fe ardiente y avasalladora que acabó, entre risas cordiales, por comunicarnos. Nos servía de antídoto contra el pesimismo de los relatos de Prieto y aun este mismo terminó encontrando la cosa graciosa, resultándole agradable la contradicción que latía, contra sus versiones, en los optimismos de Martínez de Aragón, al punto de buscar, sin más preferencia que la de Víctor Salazar, su compañía. Sin la separación que se produjo, al emplearse a Martínez de Aragón como capitán de una milicia que se puso a operar en Sigüenza, el carácter de Prieto hubiese sufrido alguna modificación. Lo supuse a raíz de un acceso de cólera suyo que dio de plano contra Vidarte. Este, que refería minuciosamente no sé qué historias ingratas, alteró los nervios, que debían estar muy cargados, de Prieto.

—¿Es que no va a terminar de contamos de mil modos distintos las mismas tontadas irritantes? Entre ese estirar de dedos en que se complace y el repertorio de sus insulseces pone usted a cocer la sangre del más frío. Cállese de una vez, se lo ruego.

Una tal violencia, aun cuando se justificase por el estado general de nervios que padecíamos por aquellos días, me produjo una sensación penosa, que debió reflejarse en mi rostro. Prieto se dio cuenta y se sinceró conmigo.

—Perdóneme, pero llevo cinco horas aguantando el mismo sonsonete agobiador, ¡y ya no puedo más!

Lo que le pesaba, eso creí entender, era el pesimismo de las historias de Vidarte, con mayor motivo cuanto que Martínez de Aragón no estaba entre nosotros para disipárselo. Nuestro alquimista dedicaba su tiempo a instruir a sus soldados y a recoger, de donde podía y como podía, el material necesario para equiparles convenientemente.

Optimismo y pesimismo eran, en determinados momentos, reacciones que no contaban. El ánimo se dejaba invadir por una suerte de fatalismo que nos consentía, bajo la amenaza más aparatosa, proseguir nuestras ocupaciones. Los cañones de Carabanchel… quizá no resultasen tan terribles como se los representaba nuestra imaginación los cañones de Carabanchel. Se epataba entonces, y el dato era exacto, que en Barcelona los obreros se habían lanzado a las piezas de artillería, sin atemorizarse por la negrura de su boca, consiguiendo apoderarse de ellas. ¿Había algo que se opusiera a que en Madrid ocurriese lo mismo? Y en último caso, y por este razonamiento íbamos «parar al fatalismo», ¿no estábamos viviendo por el regalo de la vida que nos habían hecho los militares madrileños al no secundar el movimiento en la hora marcada por las instrucciones de los jefes rebeldes? Esta convicción era muy constante en muchos de nosotros. Sin las indecisiones que destruyeron la eficacia del plan rebelde de Madrid estaba claro que la República hubiera necesitado arriar su pabellón y mucho más clara la suerte trágica de sus más conocidos mentores políticos. No había por qué mirar con demasiada inquietud a los cañones de Carabanchel. Era suficiente con que no descuidásemos la guardia. Los grupos armados que habían salido de los barrios populares de la capital para hacer cara a los artilleros compensaban con un coraje ardoroso su incompetencia militar. Eran hombres de un solo libro, rebautizados en arena. De convicciones recias, de entusiasmo robusto. La espuma de las organizaciones obreras. Conocían bien a qué carta ponían la vida e iban hacia los cañones sin un temblor en la carne y con una esperanza Que no les iba a defraudar: que se les unieran los soldados. El encontronazo fue rápido y menos violento de lo que se podía temer.

Unos disparos rasos de algunas piezas y sin demasiado intervalo, el cuartel fue invadido por los grupos que se iban hacia tos cañones, disparando sobre sus servidores y determinando, con la fusilada y los gritos, un tremendo desconcierto que fue aprovechado por muchos soldados para emanciparse de la obediencia a sus jefes. Victoria de la fe sobre la duda, este puede ser el resumen. Y sólo así cabe tener una explicación lógica de rendiciones que en lo militar no alcanzan a justificarse. Creo recordar que fue en esta contienda donde perdieron su vida Oraa de la Torre, el padre y el hijo. El padre, ingeniero del Ministerio de Obras Públicas, tenía un temperamento fuerte, al que solía ponerle la rienda de su inteligencia. Había sido candidato socialista por Logroño en las primeras elecciones de la República, la de las Cortes Constituyentes, y le conocí por Primera vez informando al grupo parlamentario de aquella legislatura sobre unos sucesos sangrientos ocurridos en Arnedo, donde la Guardia Civil causó la muerte de varios huelguistas de la fábrica de zapatos del señor Muro. Las palabras le hervían en la boca y su relato produjo una hondísima impresión en cuantos se lo escuchamos. Esa impresión determinó algunas manifestaciones, a las que no fui ajeno. Largo Caballero, entonces ministro de Trabajo, nos contestó. Su respuesta, sobria, dio a entender que el Gobierno había conocido el caso y se disponía, considerando la reiteración del mismo, a proceder en consecuencia. En suma: no convenía llevar al Salón de Sesiones temas agrios que sirviesen a las oposiciones para hacer demagogia en defensa de los Institutos armados. Los diputados socialistas quedamos convencidos de que el Gobierno se proponía ir a la disolución del cuerpo de la Guardia Civil y fortalecidos con esa confianza nos limitamos a enviar una numerosa comisión de camaradas al entierro de las víctimas, entre las que había alguna mujer y un niño de pocos años.

Después de este conocimiento vi a Oraa de la Torre en diferentes ocasiones, confirmándome en el concepto que de él había formado. La noticia de su muerte me produjo pena, pero no sorpresa. Con un fusil entre manos y una pistola al bolsillo, Oraa de la Torre tomó la jefatura de los asaltantes, entre los que eran más los que no le conocían, imponiéndose fácilmente a ellos por la frialdad de su coraje y la exuberancia de su temperamento. Debió pensar, acertando, que sólo por una resolución audaz, dado lo precario de los hombres a su mando y la levedad de su armamento en relación con los militares, podían éstos quedar subyugados. El vocerío, entusiasta unas veces, irritado otras, violento siempre, que provocó con intuición psicológica entre los asaltantes, contribuyó, en igual medida que las descargas, a desarzonar a los artilleros. Su muerte, sin que sepa cómo sucedió, fue seguida de la del teniente coronel Ortiz de Landazuri, militar de inclinaciones republicanas, que se encontraba en el cuartel, no se sabe bien si coaccionado o comprometido. He oído las dos versiones, sin que pueda pronunciarme sobre ninguna de ellas. Con la merma, para nosotros, de Oraa de la Torre, padre e hijo, publicamos alborozados la noticia de la nueva victoria popular, a la que no tardando habían de seguir otras, como la del cuartel de El Pardo, donde no hubo necesidad de reñir combate. Se trataba de un cuartel leal, según manifestaron sus jefes, que inmediatamente de asegurarse la tranquilidad, convencidos de que permaneciendo en él tendrían que probar su lealtad de algún modo, tomaron, haciéndose acompañar de sus soldados, el camino de La Granja, antiguo sitio real en poder de los facciosos.

Entre los soldados, especialmente custodiado como rehén precioso, iba Paquito Largo, hijo del que no iba a tardar en ser presidente del Consejo de ministros y ministro de la Guerra, Francisco Largo Caballero. No debió ser más que uno el soldado que pudo escapar a la vigilancia de sus jefes, y este fue un discípulo del doctor Negrín, que sólo por un milagro de serenidad persuasiva escapó con bien de las manos del piquete de control que le detuvo y se disponía a fusilarlo. Por este evadido se conoció la defección del cuartel de El Pardo y la vigilancia que se ejercía sobre el hijo de Largo Caballero. Sin que se violente demasiado el relato consignaré aquí que cuando los diarios republicanos se apresuraron a dar la noticia del fusilamiento del hijo de mi camarada, fusilamiento con el que Franco respondía, por presión de Falange, a la ejecución de Primo de Rivera, efectuada por sentencia del Tribunal que le juzgó en Alicante, El Socialista se abstuvo de publicarla. No me constaba su exactitud y por olfato profesional la tenía por falsa de la cruz a la fecha. Eso no impidió a nuestros colegas escribir unas necrológicas en las que dolor e ira se confundían y se mezclaban. A algunos de los lectores les resultó chocante nuestro silencio, pero su sorpresa vivió pocas horas. Salamanca, que conoció la noticia al difundirla en el extranjero las agencias telegráficas, se apresuró a desmentirla de la manera más categórica. Son pocos los que saben que en vez de la necrología pública que insertaron los periódicos, los del El Socialista le escribimos una carta privada a nuestro correligionario. No tuvimos respuesta; pero estoy seguro de que entre los millares de las que con ese motivo recibió no había otra que se le pareciese. Le decíamos en ella que, además de no habernos hecho eco de la noticia que le afligía, no le dábamos el pesame a que de ser cierta tenía derecho, porque estábamos en la convicción de que su hijo no había sido fusilado.

Sólo cuando los facciosos rectificaron el infundio dije a mis compañeros del periódico lo que había escrito. Ni lo raro de la carta, ni la confirmación que después recibiera, mereció respuesta. Imaginé que se había perdido, sin abrir, en la secretaría del Palacio de Benicarló. Eso si no sufrió el airado menosprecio de algún secretario, más celoso que el propio celo, que vio en la carta una atrevida maniobra —la palabra estaba llena de ecos polémicos— de los centristas de El Socialista, para amenguar el homenaje de simpatía emocionada a que tenía derecho, por su dolor de padre. Largo Caballero. Con una u otra explicación, lo satisfactorio fue que no nos engañó el instinto del oficio y que Paquito Largo seguía en Sevilla, donde se le hicieron varias fotografías, una de las cuales circuló por los periódicos.

El sojuzgamiento de los cuarteles próximos a Madrid justificó un crecimiento considerable de la moral, que si de una parte ocasionaba beneficios, de otra no dejó de ocasionamos pérdidas. Se hizo tópica la afirmación absoluta de que «pueblo que se defiende es pueblo victorioso». Como todas las sentencias, esta también tenía sus costados débiles. No se trataba tanto de organizar la defensa como de prepararse para el ataque. El exceso de seguridad comenzó a hacernos daño. En el descuido de la ciudad y su gobierno prendieron, con los calores del verano, los morbos más peligrosos. Los fusiles, absolutamente indispensables en la Sierra, se aficionaron a hacer tertulia. La fiebre del automóvil y del lujo adquirió proporciones aterradoras. Quemar gasolina y destruir coches fueron dos inconsciencias contra las que nadie pensaba en reaccionar, entre otras razones, aparte del déficit, de valentía cívica, porque se daba de barato el rápido sojuzgamiento de la insurrección con la victoria, como consecuencia, del más paradisíaco de los regímenes colectivistas: socialismo o comunismo, a secas, o comunismo libertario; en uno u otro supuesto, un paraíso mahometano, en el que los despistados se suponían exentos de todo esfuerzo, reposando sobre los laureles inmarchitables de su triunfo. Ninguna ley les prohibía sustraer algo, en anticipo, al futuro cercano. Y rodaban los automóviles, en carreras locas y sin sentido, creando los ocios de milicianos que repugnaban la milicia. Estos, que eran los menos, tenían estupefacta a la villa, que llegaba hasta olvidar, por el ofuscamiento de la irritación, que en las breñas del Guadarrama, los mismos que habían rendido los cuarteles seguían batiéndose a la desesperada, cediendo muy escaso terreno a una fuerza superior en número, en armamento y en mandos. Esas eran las pérdidas, de las que los mismos que las ocasionaban no tardarían en arrepentirse. Los beneficios, considerables, es indispensable comenzar a contarlos por nuestra propia vida. Estaba claro y sigue estándolo, que habíamos escapado con bien de un trance en que las probabilidades de fortuna eran muy escasas.

Los éxitos de los obreros, improvisados soldados, generalizaron un optimismo similar al de Martínez de Aragón. La victoria, a poco que adelantásemos en los problemas de organización, no se presentaba excesivamente costosa. La experiencia de la capital, a la que había que sumar la capitulación de Goded en Barcelona; el sitio de Aranda en Oviedo; el encierro de los militares en el cuartel de Simancas de Gijón, después de una infructuosa intentona por apoderarse de la plaza; la victoria republicana en Cartagena, con la posesión de la mejor y más grande parte de la escuadra, justificaban bien una confianza popular de muchas atmósferas. Había que trabajar sin ocio ni pausa en la organización y disciplina de ese bien legítimo entusiasmo, buscando reunir, al mismo tiempo, los elementos materiales, de los que se notaba gran penuria, para colocar a los trabajadores en condiciones de seguir siendo soldados combatientes. Los sujetos, por edad, a obligación militar, una vez rescatados de los cuarteles por los milicianos, se liberaban por su cuenta, y salvo excepciones contadas, se iban a sus casas, entendiendo que la guerra no iba con ellos. No es inaceptable pensar que tropezasen, en sus paseos por Madrid, con personas que les aconsejasen una cómoda neutralidad. Las fórmulas de agresión a la República eran variadísimas y esta que apunto me consta de manera positiva que no se descuidó, practicándose solapadamente. Prosperaba, como otras tantas, a favor del desconcierto general.

Las preocupaciones mayores las proporcionaba el material. La penuria era abrumadora y las demandas aumentaban de volumen cada día. De Asturias, particularmente, las reclamaciones eran muy constantes y urgentes. Se encarnizaban pidiendo, de preferencia, estopines. Con estopines, pero bien entendido, en abundancia, acabarían con la resistencia de Aranda en Oviedo y avasallarían definitivamente el «Simancas» de Gijón, quedándose en condiciones de preparar un cuerpo expedicionario que tomaría la dirección que se le señalase. Asturias conservaba en Madrid todo su prestigio, legítimo de las duras jornadas de octubre de 1934. A sus peticiones, formuladas por radio, no tardaron en seguir los enviados especiales, que hacían para llegar a Madrid un viaje aéreo, frecuentemente inverosímil.

La primera embajadora fue Matilde de la Torre, escritora de extraordinario vigor, que puso en el cumplimiento de sus deberes ciudadanos y republicanos una emoción y un escrúpulo que hubiese ido bien a infinidad de varones. Si como es presumible, y deseable, se editan algún día sus crónicas de guerra, recomiendo al lector que las busque, en la seguridad de que se sentirá largamente retribuido por la lectura de lo más fino y emotivo que se ha escrito, mientras las armas de todos los calibres hacían la polémica de muerte. También Matilde de la Torre pedía estopines y salía fiadora de que con ellos los asturianos abatirían la soberbia de Aranda, de cuyo doble juego fue ella; la única en avisar. La necesidad no era exclusivamente de estopines. Se necesitaban ametralladoras, fusiles, municiones, y con urgencia, que podía esperar, aun cuando no demasiado, artillería y aviación. En estas dos armas especiales nuestra pobreza llegaba a límites de angustia. A tal punto, que sin temor a querella por parte de nadie, cabe poner en el primer rango de los valores heroicos al personal civil de los servicios aéreos de la LAPE. Su elogio puede hacerse en piedra y con bronce. Cuanto se les pidió lo dieron y se les pidió, tanto al comienzo de la insurrección, como al final de la guerra, lo que humanamente no podía ser pedido. Los vuelos, transformados los aparatos comerciales en aviones de bombardeo, sin otro expediente que el haberles desprovisto de los asientos y de las puertas, por las que con algún esfuerzo, y sin ninguna seguridad personal, había que arrojar, a ojo de buen cubero, los proyectiles, sorprendieron a los propios ingenieros de la casa constructora del material, que no hubieran admitido, sin el conocimiento del hecho práctico, ni semejante resistencia en los aparatos ni un tan insuperable desprecio del riesgo por parte de quienes los tripulaban. Aquellas prácticas destruyeron muchos cálculos y anularon muchas leyes teóricas tenidas en la fábrica por inmutables. Semejante progreso derivaba directamente del heroísmo humano.

Los aviones postales de la LAPE dieron de sí los extraordinarios sacrificios que sus pilotos les reclamaron. Ellos hicieron todos los servicios que, adelantándose al que había de ser su futuro cometido, les sugería Prieto. Este había de concentrar en una frase el valor de la aviación: «La guerra la ganará quien domine con sus aparatos el aire». Momentáneamente importaban más los fusiles y las ametralladoras, las municiones y aquellos endemoniados estopines que reclamaban los asturianos y sobre cuya figura y cometido teníamos los más una ignorancia perfecta.

Era en el exterior donde necesitábamos proveernos de armas. El mercado, cuando menos teóricamente, era abundante y la República disponía de dinero para satisfacer sus precios. Lógicamente todo debían de ser facilidades. El centro de esa actividad mercantil fue París. Los primeros compradores, hombres de la más absoluta candidez, sin próxima ni lejana relación con Marte ni Mercurio, proporcionaron ocasión de pingües negocios, sin lucro ni beneficio por su parte, en líneas generales al menos, a la inmensa plaga de los bandidos internacionales a quienes la guerra de España daba ocasiones de negocio y granjería.

En el grupo de esos hombres, en los tratos y contratos más disparatados, hacía su aprendizaje de compras de armamento y de técnico disparatado de esa rama, fundamental al Ejército, un tocólogo de gran prestigio y de señalada rectitud moral. Se preparaba, con tal aprendizaje, para ser uno de los hombres más eficaces que he conocido. En efecto, Alejandro Otero, subsecretario de Armamento, es, sin disputa, de los trabajadores más eficientes de que ha dispuesto el Ministerio de la Guerra en todas sus variadas escalas. Prieto, en sus días de responsable de la cartera de Defensa, me decía aludiendo a Otero:

—¡Qué magnífico ejemplo de sacrificio y de anonimato! Venciendo de su salud se multiplica y se aferra al trabajo sin producir una queja ni dejar ver un cansancio. A su lado, créame, me siento conmovido.

Su sucesor, Negrín, con motivo de una reforma ministerial, como se barajasen nombres y alguien se detuviese intencionadamente en el de Otero, exclamó: «¡Imposible! Otero es insustituible en Armamento. Nadie le podría reemplazar. ¡Ah, si pudiéramos disponer de una docena de hombres de sus condiciones!». Desde las Cortes Constituyentes, donde le conocí, era yo su amigo, pero no podía sospechar que lo fuese tanto, hasta que asentí, en las dos ocasiones que cito, cómo me alegraban los elogios que, bien merecidamente, le eran prodigados por los dos ^hombres a quienes prestaba una colaboración apasionada y silenciosa. Otero, que se enriqueció de experiencia en los mercados de armas, se empobreció de dinero con la guerra. El que, merced a su prestigio médico, había vivido en el París de los grandes hoteles y en la Suiza de los mejores climas y sanatorios, estaba destinado a conocer, sin pérdida de su alegría ni, nostalgia de su pasado, el extranjero de los expatriados pobres.

En tanto llegaban las armas necesarias, el optimismo del pueblo madrileño era fomentado por la radio y los periódicos. El propio Prieto, haciendo un hueco en sus ocupaciones, se acercó al micrófono para pronunciar un discurso de confianza. Su tesis, enderezada a los rebeldes, se concretaba a preguntarles a qué bueno prolongar una lucha que tenían perdida irremisiblemente al no disponer de reservas económicas, todas en poder del Estado; al carecer de zonas industriales y de riquezas exportables. Oviedo, les auguró, sitiado con encono, se rendirá a la dinamita de los mineros. El tono de máxima corrección dejaba ver bien el esfuerzo del orador por buscar un punto de sutura a lo que estaba roto a balazos. Sus invocaciones a España, gritadas más que pronunciadas, hacían zumbar los altavoces con una vibración metálica. Buscando que los militares depusieran su ilusión y con ella sus armas, les anunció que otra plaza de la que se habían adueñado, Albacete, sería inmediatamente libertada por las fuerzas republicanas. Su voz no fue escuchada en Burgos. El único con capacidad y emoción para entenderla, Primo de Rivera, estaba en la cárcel. La repercusión de ese discurso de Prieto fue en Madrid enorme. El pesimismo del orador, con circulación de tópico, daba a sus afirmaciones optimistas un brillo cegador. Había que conocer bien su pensamiento para juzgar del discurso, que tenía en su esfuerzo pacificador una almendra amarga, el temor a los peligros exteriores.