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Los «paseos» — La «reforma agraria». — Sangre y sexualidad. — Muerte y resurrección de Unamuno. — El Tribunal Revolucionario del Círculo de Bellas Artes. — Una sentencia castrense. — Los médicos madrileños de San Cosme y San Damián. — Don José Ortega y Gasset. — Referencias de la muerte de Elorza.

Lo que en las ciudades, como Madrid y Barcelona, se conocía por el nombre de «paseos» —paseos que desembocaban en la muerte—, en los pueblos campesinos, y en esta denominación incluimos a capitales como Burgos, Valladolid y Cáceres, se llamaba «la reforma agraria». A los afectados por ella se les daba tierra, ¡poca!, sin renta y para siempre. Esa siniestra modalidad de la reforma agraria conoció una extensión dolorosísima. La supresión del adversario o del sospechoso, adversario o sospechoso a juicio de los que portaban armas, no fue monopolio de uno de los bandos, sino tacha común a los dos. La crueldad fanática tendía al exterminio del discrepante y del desafecto.

Las tierras burgalesas, navarras, gallegas, andaluzas, extremeñas, empaparon mucha sangre de ejecutados sin causa. A una mujer castellana, cargada de lutos familiares, le he oído referir, con una naturalidad escalofriante, los extremos de furor a que se entregaron las escuadras falangistas en los primeros días de su victoria.

—La tierra que antes daba trigo —me decía— está sembrada de cuchillos que un día serán desenterrados para realizar la venganza soñada, única razón de vida de infinidad de viudas como yo y de madres que se han quedado sin sus hijos.

Los testimonios de esas crueldades fueron anotados en libros y publicaciones que se acogieron por los lectores con diferentes grados de credulidad. La propaganda inspira siempre recelos. No convence plenamente. Deja un resquicio abierto a la duda. Yo mismo no estoy convencido de que aquel infortunado compañero mío de grupo parlamentario, diputado por Salamanca, fuese ejecutado en la plaza de toros, en razón de su apellido, Manso, remedando las diferentes suertes de la lidia que se reserva para los toros que carecen de bravura. Me resistí entonteces y sigo resistiéndome hoy a admitir como exacta una versión tan monstruosa. El odio, por muy cainita que se manifieste, no es admisible que alcance esas marcas. Pienso que quienes se hicieron eco de la noticia tomaron al pie de la letra la broma macabra de algún desalmado que, antes o después de la ejecución, encontró chistoso un parecido taurino. La ferocidad de los tiempos convertía en elegantes y distinguidos, juegos de palabras, símiles y gracias que en otros días hubiesen estremecido las carnes fofas y cansadas de las mujeres confinadas en las más groseras mancebías de los puertos sucios. La sangre vertida en las ejecuciones de los republicanos, espectáculo para el que en algunos casos llegaron a repartirse invitaciones, despertó furiosamente la libido de las espectadoras, enloqueciéndolas hasta el punto de provocar en obispos y sacerdotes que bendecían la cruzada antimarxista anatemas de entonación y acentos bíblicos. El olor de la sangre obraba como espolique de la sexualidad y esta, sojuzgada y contrariada por una educación gazmoña, buscaba su desquite derrotando las viejas formas y traduciendo en palabra y costumbres su insatisfacción. La concurrencia a las garden parties de la muerte era, en lo femenino, todo lo escogido que los extranjeros, en ojeo sexual permanente, podían apetecer. Zuluaga para su musa negra y Solana para la suya siniestra tendrán, para muchos años, material de trabajo. Ocurriría lo mismo con Marañón si algún día se reputase capaz de empresas originales y sinceras en relación con ese tremendo tema eterno, más español que forastero, de la crueldad y de la sexualidad, del odio en su obra de sangre y muerte, despertando con urgencias angustiosas el instinto de la maternidad.

Unamuno, que pudo haber hincado más hondo su palabra sonora de encinares castellanos en ese aspecto de nuestra agonía nacional, fue muerto por los gritos de Millán Astray, general recompuesto de garfios, maderas, cuerdas y vidrios, que blasfemaban de la inteligencia en el Paraninfo de la Universidad salmantina. Mejor está muerto que desacatado. Su cacho de reforma agraria, pesando sobre aquel su cuerpo robusto de vascongado recio, no le impedirá la resurrección convocada para el mismo día que resucite España, su madre y su hija. (Recuérdense estas palabras de Don Miguel: «Escribo estas líneas lejos de mi España, mi madre y mi hija —sí, mi hija, porque soy uno de sus padres…». Y léanse despacio dos de sus versos de la obra última y de su manera permanente:

¡Ya pasó la pobre Muerte.

Despierta en eterna aurora!

y estos otros proféticos:

Mira, Padre, que vivimos

haciendo del odio amor

y por amor atizando

hogueras de la Inquisición…

Los libros y folletos de la propaganda decían verdad. La insania asumía las formas demenciales que en aquéllos se denunciaban. Isabel II pudo temer un día que la sangre que se vertía en su nombre le anegase el trono. Franco, sin trono por cuya pureza inquietarse, no parecía tener problema. Si se le presentó en algún momento, el padre I. Menéndez Reigada, con impecable y risueña doctrina teológica se lo resolvió a satisfacción. El crédito religioso de este padre no soportaba competencia en la estimación de la esposa del Generalísimo, capaz de alto discernimiento en materia de autoridades eclesiásticas, trátese de padres confesores o predicadores. Este Menéndez Reigada era personalidad sospechosa para los falangistas, en razón de su afecto y amistad por la política y la persona de Gil Robles, de quien ellos, aún más que los monárquicos, aborrecían la obra. Temían, al parecer, con algún fundamento, que por su influencia en el hogar de Franco se les siguiesen daños de consideración. A título de católicos sabían, como los ateos, que «lo del cura, dura». Tranquilo de conciencia, no se conoce un solo dato por el que se sepa que Franco luchó, como lo hacía el Gobierno de la República, contra la crueldad. Este llegó a desconocer que un organismo oficial, la Dirección General de Seguridad, aceptaba una responsabilidad considerabilísima en las ejecuciones arbitrarias, al no impedir, y en cierto modo participar, en el funcionamiento de aquella especie de tribunal revolucionario del Círculo de Bellas Artes. Este tribunal, todo lo arbitrario e ilegal que se quiera, representaba, sobre los Ateneos libertarios y sobre los cuarteles de milicias en que se comenzó a disponer de la vida de los sospechosos, una ventaja, si se puede hablar así, de cierta consideración. Dado a examinar el caso a los juristas, quizá encuentren preferible, para que la letra escrita no padezca, que la arbitrariedad se refugiase, como en el amanecer de todas las pasiones oscuras, en clubs y cuarteles, en vez de hacerlo en un tribunal conocido de los jefes de la policía y consentido por ella. Le impide a uno ser de esa opinión, de tipo farisaico, la circunstancia de haberse hecho con el funcionamiento del tribunal la salvación de muchas vidas que, de otro modo, hubiesen perecido. Éramos bastantes, quizá, los primeros los ministros, a interesarnos por la clausura de aquel tribunal y a pasar, de una vez, a la tercera etapa, a la prohibición tajante de producir toda suerte de detenciones domiciliarias y callejeras, cometido que debía reservarse a los agentes de la autoridad. La respuesta que escuchábamos era que todavía no se podía. Estoy especialmente facultado, por razón del cargo gubernativo que más tarde había de corresponderme, sin que se consultase mi voluntad, que hubiese llegado hasta romperse en la negativa—, para creer sincera la respuesta. Aparte de la hostilidad con que por razones morales miraba yo a aquel tribunal, me impresionaba y me predisponía contra él la circunstancia de que el jefe de la policía, un republicano sin discernimiento juicioso, se afligiese de continuo pensando en la suerte de familiares muy queridos, de quienes decía que habían sido asesinados en represalia por su cargo. Cuando hacía referencia a esta noticia que no sabía por qué conducto había llegado a su conocimiento, el rostro le cambiaba de color y su mirada tenía un brillo metálico y violento. ¿Esa fuerza trágica y enloquecedora no se estaría proyectando sobre inocentes detenidos sin más delito que el de haber concedido su sufragio a las derechas, haberlas representado en las mesas electorales o preferir, a ninguna otra, la tipografía y el repertorio fotográfico del ABC? No lo sé.

Lo que me es conocido me permite afirmar que los familiares del jefe de Policía fueron canjeados y él separado, en uno de los cambios gubernativos, de toda función de responsabilidad, injusticia contra la que se querellaba ante cuantos mostraban la menor debilidad en escucharle.

No alcanzaba a comprender que le había correspondido un período turbio en el que, con razón o sin ella, salpicado de sangre que él no había vertido, quedaba anulado políticamente. El duelo por esta su muerte política lo sacaba a los ojos cada vez que se acercaba a un centro oficial, donde recibía un trato cortés, pero despegado. Como es caso frecuente, sus más implacables debeladores eran sus correligionarios.

No descubro ventaja ninguna en atenuar una verdad que, sin demasiado esfuerzo, podrá ser establecida en todos sus matices. La cantidad de protagonistas y de testigos que han vivido y visto vivir los más tenebrosos episodios del tiempo de los Paseos" y la «reforma agraria» aseguran a los historiadores que se propongan trabajar en serio y honradamente el conocimiento de lo sucedido en las dos zonas, sin acudir a los textos de la propaganda ni a los informes tendenciosos y parciales de los diplomáticos que, salvo raras excepciones, tenían partido contra la República y sus hombres, y por Franco y los militares. He creído siempre, sin que haya tenido ocasión de corregir esa creencia, que las violencias fueron mayores del lado de la facción que en el territorio del Gobierno. A ese convencimiento me han conducido los testimonios imparciales de personas que estaban en condiciones de emitir un juicio autorizado. Una dama extranjera, de notoria posición social y acendrado catolicismo, que no ocultaba su repugnancia por los excesos republicanos, declaraba que, en la zona franquista, el tipo de represalia era el mismo, sólo que más constantemente practicado. Contaba con referencia a familiares suyos, que la palabra usual era la de «exterminio», proferida con un acento capaz de escalofriar a las piedras. Esta noticia general las ilustraba con el relato de algunos casos aislados que habían ocurrido en un pueblecito de Soria, donde, por poseer una finca, se había instalado buscando huir de la crueldad. La montería, organizada con la participación de todos los mozos, armados de escopetas y hierros, para cazar al maestro de la escuela, que se había refugiado en la espesura del monte, hacía recordar, por los detalles del relato, las peores cóleras colectivas de la Edad Media y los furores de los clanes salvajes contra los misioneros católicos. La sorpresa de la dama comenzaba al no escuchar una sola voz reprobadora de tamañas brutalidades. En este punto de sus confidencias, yo me inclinaba a suponer que esas voces, que sin duda en alguna parte debían sonar, no llegaron a su conocimiento. Esa suposición mía, a la que no he renunciado por entero, sufrió un rudísimo golpe con una sentencia, dictada contra un médico interno del hospital de Bilbao, hecho prisionero, al perderse aquella villa, por las fuerzas de Franco. La pena que se le impuso al doctor Lozano, pena que cumple en la actualidad, es, después de la muerte, una de las mayores. El texto de la sentencia es una noble biografía del condenado. Requeridos sus servicios por el Gobierno Vasco, se consideró obligado a concedérselos. No entraba ni salía en la contienda. Nada hizo, aparte de curar criaturas dolientes, que permitiese conocer su pensamiento, como no fuese el más íntimo y puro, el religioso, que manifestaba con la práctica diaria de sus oraciones. Su capacidad profesional se acreditó y fue recibiendo encomiendas difíciles, en las que su propia vida quedaba en litigio. Con ayuda de Dios, según su acendrado catolicismo, esperaba salvarla. La salvó del terrible bombardeo de Durango, sin que él hiciese otra cosa que preocuparse de poner a salvo los heridos confiados a su cuidado que, ateos y católicos, le profesaban idéntica devoción y le respetaban en todas sus determinaciones, no produciendo los ateos la menor queja porque los hospitales fuesen, además, templos cristianos. Este esquema de biografía, ampliado con mayores detalles, consta en la sentencia que, teniendo como pernicioso para la victoria de las fuerzas nacionalistas los trabajos del médico de referencia, en cuanto tendían a producir la impresión de que en la zona rojo–separatista la normalidad era perfecta y el respeto a la religión absoluto, le condena a una pena grave. Ni siquiera el sentido brutal de esta sentencia, que si no es única puede figurar entre las más originales de la justicia castrense, justifica la conducta de aquellos médicos madrileños, antiguos militantes del estandarte de San Cosme y San Damián, que habiendo improvisado, para su seguridad personal, las más extremas convicciones revolucionarias, dedicaron sus conocimientos profesionales a aligerar de combatientes los cuadros de la República, amputando miembros recuperables y cegando ojos que hubieran podido seguir viendo, servicios de que no podrán pasar la cuenta, como sería su deseo, a los victoriosos, por el justificado temor de tropezar entre ellos con alguna sensibilidad capaz de sublevarse al conocimiento de su abyección. De esta se dijo, sin que se consiguiese comprobarla, comprobación que por otra parte resultaba particularmente difícil, que llegó hasta cavar la tumba de hombres que pudieron haber curado. En alguno de los sanatorios madrileños, de los de rótulo seráfico, cabría encontrar ampliación, y quizá confirmación, a estas que fueron sospechas fundadísimas y sobre las que en más de una ocasión hubo de trabajar la policía republicana, sin demasiado éxito, que la medicina tardía y trabajosa para curar sabe ser rápida y discreta para matar.

Fuera de litigio está que San Cosme y San Damián, al convertirse a la fe revolucionaria, recorriendo a la inversa el camino de Damasco, nos fueron funestos. El caso de Marañón, que ya se había retractado de sus errores republicanos, aun cuando persistiese en la simulación científica, consiente juzgar de la inocencia y el candor de los que, por no creer en Dios, creen a pies juntos en la ciencia…, aunque sea falsa. Marañón, que es un traductor en medicina, no se creyó seguro. Temió, sin ningún motivo, las iras populares. Se amparó contra ese peligro inexistente ingresando en el Sindicato de Sanidad de la CNT sin que Isaac Puente, el médico anarquista vitoriano, que ya para entonces había sido fusilado, pudiese denunciar la trampa. Firmó manifiestos y escribió papeles. Los comunistas le ofrecieron el micrófono de su estación emisora y Don Gregorio hizo desde él la apología del pueblo. Convivió después con el Quinto Regimiento, milicia de combate de filiación comunista que, reputando conveniente alejar a los intelectuales de Madrid, donde los riesgos no les consentían atender a sus ocupaciones, que interesaba al prestigio de la República, que continuasen, los trasladó, con bibliotecas y talleres, a Valencia. Otros serán los que lamenten ese rasgo de generosidad. En mi concepto, resultó inmejorable, incluso porque Marañón, que continuaba siendo un hombre con crédito moral, comenzó en el intento de hacer odiosa a la República, a escribir por lo crudo, tan pronto se vio en Francia, como su más implacable enemigo no se hubiese atrevido a hacerlo, su personal biografía, que tiene fuerza suficiente para merecer, con el menosprecio de los cándidos frustrados, la repulsa inmodificable de los falangistas, compañeros de su hijo. Es esta, de las sentencias colectivas que conozco, la única inspirada en la ecuanimidad. Con decisiones unánimes de esa naturaleza quizá la guerra hubiera podido evitarse. Y si no la guerra, la crueldad de las retaguardias.

Otro de los arrepentidos de la República a quien los acontecimientos sorprendieron, felizmente, en Madrid, fue don José Ortega y Gasset. Debió sentir, en algún momento, inquietud personal, ajena al curso de la enfermedad que padecía. Un amigo común me lo hizo saber y por el mismo conducto quise que le llegase un mensaje tranquilizador. Por sobre lo que había disminuido mi consideración a sus empresas políticas, inolvidablemente decisivas en un período ya lejano, me quedaba íntegra la admiración por su obra de escritor y de editor. A poco que considerase mi sensibilidad podía descubrir, como casi todos los hombres de mi edad aficionados al papel impreso, huellas claras de la doble actividad de Don José. Esa admiración se reforzaba con la estima por su conducta, que le prohibía celebrar con regocijo los actos reprobables. Su silencio de entonces ha persistido después, lo que demuestra que cuantos le hicimos confianza no nos equivocamos.

Previendo que Ortega y Gasset nos llamara en su ayuda, para lo que, según le notifiqué, bastaba una simple llamada telefónica, hablé con el jefe de los milicianos que hacían guardia en nuestra Redacción. Se manifestó dispuesto a todo. Me recordó que hacía tiempo había leído un artículo de Don José sobre Pablo Iglesias que le había gustado mucho, y que se sentiría honrado con el encargo de protegerle si surgía esa necesidad. En cuanto al éxito con que hubiere realizado su comisión, don Ángel Ossorio y Gallardo daría fe con sólo recordarle que se trataba de la misma persona que envié a rescatar familiares suyos, amenazados de muerte, cerca de Cubas de la Sagra. Por fortuna, don José Ortega y Gasset no necesitó de ayuda nuestra y pudo salir de España, todavía afligido por su dolencia, en las mejores condiciones de seguridad y en relativas de comodidad, dado lo precario de su salud. Su comportamiento en el extranjero no ha dado ocasión a arrepentimientos. Sus simpatías por una tercera España no tienen nada de recusables y yo las he visto compartidas, enunciadas de otra forma, pero sin variación en el fondo, por dos de mis camaradas de gobierno: Negrín y Prieto. Ortega y Gasset, que necesitó someterse en parís a delicadas intervenciones quirúrgicas, sintió la necesidad, una vez acabada la guerra, de explorar su posible regreso a España. A ese fin se trasladó a Portugal. Sus averiguaciones han sido, a lo que conozco, desconsoladoras. De retomo a París, en el círculo siempre corto de sus verdaderos afectos, ha emitido una opinión pesimista, coincidente con la que ya emitiese Baroja al declarar, sin hacer humorismo, que es lo que hacía de su declaración un aviso estremecedor, que la única persona liberal que quedaba en la España de Franco era el general Martínez Anido, el mismo a quien el novelista, en una de sus últimas trilogías, había presentado como un epígono de aquel siniestro y falso Conde de España, soldado de Don Carlos, que ilustró su apellido con los resplandores más sangrientos y al que estaba deparada una muerte llena de cobardes convulsiones en uno de los caminos del Pirineo catalán. Que el trágico general que discurrió la expedición de Vera de Bidasoa, atrayendo a la frontera española a un grupo de visionarios para entregarlos al verdugo y presidió, estimulándolas, las cacerías que de obreros sindicalistas organizaba, con la cooperación de los pistoleros de los Sindicatos Libres, el teniente coronel Arlegui, hubiese pasado a ser una personalidad liberal, indica, mejor que otra referencia cualquiera, el desarrollo que la crueldad llegó a adquirir en las provincias gobernadas por los militares en lo político y por los eclesiásticos en lo moral.

De los días cándidos en que republicanos y socialistas conspirábamos contra la paternal y liberal dictadura de Primo de Rivera, conozco yo, sólo de visita, la cárcel de Valladolid; como más tarde, por una menos cándida, pero igualmente fracasada revolución socialista, hube de conocer, también de visita, el nuevo penal burgalés y establecer trato con su director, un hombre pequeño, de ideas correspondientes a su jefatura, a quien sólo parecía animar a seguir viviendo su seguridad de que el resurgimiento de la vida nacional y la felicidad de los españoles dependían íntegramente de la repoblación forestal, razón por la que ocupaba a los presos entregados a su cuidado en ese trabajo, del que se sentía más ufano que de la disciplina del establecimiento, donde, pese a sus esfuerzos repobladores, los presos comunes le produjeron un plante violento que la guardia tuvo necesidad de reprimir usando las armas. Ese conocimiento mío de la cárcel y del penal, conocimiento puramente plástico, no me hubiese consentido imaginar las escenas que en tales lugares hubieron de desarrollarse sin los preciosos informes —preciosos por las dotes de observador y de narrador de quien los aportaba— que necesito acreditar a quien habiendo hecho periodismo político, grato a don Miguel Maura, desde la dirección de Luz y luego desde las columnas de El Heraldo de Aragón, lo hace ahora, muy apretado, pero no demasiado convincente, en beneficio de Serrano Suñer, con quien parece haber ligado un entrañable afecto, sobre cuya duración no es prudente hacer conjeturas. Este periodista, que se inició, con buena fortuna, en la redacción de Euzkadi, en Bilbao, había de venir a parar, por méritos de su amistad con Ruiz Senén, capitalista de quien se decía que era uno de los hombres interpuestos de la Compañía de Jesús, en la secretaría general de la Compañía de Tranvías de Madrid, donde le sorprendió el movimiento. Los obreros tranviarios, siguiendo la costumbre, colectivizaron la empresa. Encontraron para ello todo género de facilidades. Mi colega de periodismo fue respetado en su puesto. Los obreros le dieron toda clase de seguridades. Fueron con él de una probidad exquisita. Entre ellos había un hombre admirable, cuyas excepcionales condiciones me eran conocidas de la Cárcel de Madrid, por haber delegado en él, para la galería quinta, la autoridad que yo, por acuerdo de mis compañeros, ejercía en la primera. Este obrero, Pérez de apellido, a quien yo pregunté por el periodista de referencia, me hizo su elogio y me informó de que lo habían comisionado para ir a Bruselas, juntamente con varios camaradas del Consejo de la empresa, a resolver no recuerdo qué problemas de carácter financiero.

—¿Cree usted que volverá?

Mi pregunta le alarmó.

—Pienso que sí. De haber tenido alguna duda, no le hubiesemos otorgado esa confianza.

Aun cuando yo tenía un concepto muy acendrado de la inteligencia de mi interlocutor, pensé que en aquel momento se había abandonado a una confianza excesiva y prematura. Mi colega, de quien sabía que había hecho alguna visita rogatoria al domicilio de Prieto, estaba al acecho de una oportunidad para ganar la frontera. Lo que no imaginaba es que proyectase utilizar su viaje para incorporarse, como cronista de guerra, al movimiento militar. Fue lo que hizo. Con su facilidad para el transformismo, compareció en Valladolid, representando al Heraldo de Aragón, ataviado con el uniforme falangista de campaña. La audacia estuvo a pique de costarle la vida. Fue a parar a la cárcel, donde coincidió con otra persona de su amistad, Elorza, director de la Cárcel Modelo de Madrid, al que esperaba una muerte trágica. Lo que el periodista vivió en la cárcel lo ha referido él mismo.

De sus conversaciones con Miguel Maura en San Juan de Luz tengo yo los datos con que escribo. Todas las noches, piquetes de falangistas y tradicionalistas extraían de las celdas, mediante listas, determinado número de presos. Cuando tenían un buen racimo, se los llevaban, empujando a los renuentes a culatazos y la historia tenía su desenlace sangriento en uno de los arrabales de la ciudad, camino del cementerio, entre las admiraciones quietas de los cipreses del camposanto. El periodista vivió la escena de la despedida de Elorza. La noche que leyeron su nombre, el director de la Cárcel de Madrid, agitado por un nerviosismo explicable, inició ante los que habían de ser sus ejecutores una serie de súplicas conmovidas a las que mezclaba sus lágrimas. El piquete, todo él, era de piedra: duro y frío. La leche humana que habían recibido de sus madres aquellos hombres se les había cambiado en rejalgar[1].

Elorza debió percibir esa realidad y cambió la dirección de sus demandas angustiosas de clemencia. Se volvió hacia el periodista, se arrodilló ante él, le cogió las manos y besándoselas y llorándoselas le pidió lo que el periodista no podía concederle: piedad para su vida, defensa contra la muerte. El jefe del piquete cortó la escena. Como Elorza se resistiese a abandonar la celda, fue arrastrado hacia la puerta y enderezado a empellones y golpazos. El periodista sintió resecársele la boca y temblarle las carnes. Temió por él mismo. Escribió mensajes apretados a cuantas personas podían serle de alguna ayuda. La suerte le fue más favorable. Le notificaron la orden de libertad con el mandato expreso de abandonar España, que incumplido de su parte determinaría, en caso de ser detenido nuevamente, su fusilamiento automático.

No ha sucedido así, sin que yo lo lamente. Excelentes servicios periodísticos a Serrano Suñer parecen haberle concedido una especialísima inmunidad. Si su conciencia, después de lo que le fue dado presenciar en Valladolid, está en regla, su dicha temporal, que no hay dulzura eterna entre los hombres, puede reputarla perfecta. No es ese el caso de Elorza, quieto de reposo eterno, ni el de aquel otro infortunado funcionario de Prisiones, adalid de la repoblación forestal, que pereció una noche a título, supuesto por sus ejecutores, de francmasón. El Cabildo catedralicio burgalés debió sentirse liberado de atroces sufrimientos, que un masón proliferando a la sombra de la catedral era, en su estimativa, peor que una blasfemia en el credo. Su muerte llevaba la calma a sus espíritus. La juventud católica reparaba, sin equivocarse en la justicia, los olvidos del señor AMDG.